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miércoles, 28 de mayo de 2014

SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso.


                                               
                                                                   CAPÍTULO X


Hacía un buen rato que había amanecido y Sissé aún se desperezaba en la cama. Maharafa echada a su lado, dormía sobre las sábanas revueltas, que olían a cuerpos sudados y a semen. Sissé recreó la vista sobre aquel cuerpo desnudo, de carne tersa y contorno suntuoso. «Espléndida», concluyó. Observaba con lascivia aquellas curvas sinuosas, la perfección de su espalda hasta las nalgas prominentes. Desvió la mirada hacia el espejo del armario que tenía en frente, en el que se veía a los dos cuerpos inmóviles. Sus pechos con gotas de transpiración brillaban ante los reflejos de una lámpara de luz tenue. Contemplaba con deleite aquella piel tersa, de ébano, que se deslizaba por el vientre para finalizar entre los muslos, y sus piernas largas, algo separadas que dejaban entrever parte de su sexo todavía húmedo. Pensó que era un hombre afortunado.
Maharafa se despertó y vio a Sissé que con la cabeza levantada, apoyada sobre su mano, la contemplaba. Se giró hacia él y tras una sonrisa casi forzada le besó los labios.
I ni sogoma– le dijo Sissé con aquella sonrisa seductora.
I ni sogoma– contestó Maharafa.
Maharafa se incorporó y cubrió su cuerpo con un “bou-bou” de tul labrado, de color azul pastel con flores del mismo color en tonos más oscuros, por la que dejaba entrever de forma sutil su silueta desnuda. Invitó a Sissé a levantarse, a lo que éste correspondió, obedeciendo sumiso. Tomaron el baño juntos continuando con sus juegos sexuales. Maharafa preparó unas frutas y leche para desayunar, dieron buena cuenta del desayuno y después de recoger los utensilios utilizados, salieron para mostrar a Sissé la ciudad.
Maharafa le sirvió de guía contándole la historia, costumbres, vida social y política, de Mopti. Según se encontraban con diferentes etnias le explicaba a Sissé las distintas costumbres, lenguas y señas de identidad que tenían: Bozo, Peul, Dogon, Songhai, Bellah, Tuareg... Maharafa se deleitaba con la narración de los pormenores de cada uno de los pueblos, que casi todos ellos utilizaban la lengua bamana para entenderse entre sí. Se acercaron a las casas más antiguas de Mopti construidas en los siglos XIV y XV, todas ellas de barro, en las que resaltaban los muros atravesados por estacas que sobresalían de las fachadas y servían de contrafuertes, distintas y más austeras que las casas de construcción más moderna de estilo colonial. Observaron a unos pastores de cebúes indicándole ella que eran de la etnia Bellah. Otros, algo más alejados pastoreaban vacas y cabras, –son de la etnia Peul–, le dijo, aclarándole que se distinguían de los anteriores por el sombrero de forma cónica que llevaban sobre sus cabezas.
Se acercaron a los astilleros donde en varios talleres artesanos de construcción de pinazas sus obreros trabajaban entre cánticos y golpes de martillos. Aquella era una tradición ancestral que iba sucediéndose en el tiempo, generación tras generación. Había varias pinazas de colores vivos y diferentes que estaban siendo reparadas, algunas otras finalizando su construcción. Se construían manualmente. Bajo un techado de tela, al lado de las pinazas, tenían un pilar de largos tablones de madera de caïceldrat, con los que modelaban cuidadosamente los cascos de las embarcaciones.
Únicamente utilizan cinceles, martillos, sierras, tenazas y grandes clavos, que previamente los han hechos, también, manualmente, los herreros– le informó Maharafa. —Una vez finalizada se encarga un calafateador de impermeabilizar la madera con estopa y brea, con gran cuidado, para a continuación pintar, también, a mano, el casco con colores diversos. Así hasta proceder a realizar la botadura de la embarcación.
Poco más allá de los astilleros había unos cuantos hombres discutiendo de forma airada, tras ellos, un grupo de unos ocho o diez, de pie, expectantes. Todos estaban ataviados con calzones anchos, “Caftanes” sujetos en la cintura o sueltos y “chèche” hechos de una banda de tela rodeando sus cabezas de forma peculiar, del que destacaba el “Litham”, de distinto color que utilizaban desde que eran adultos para cubrirse el rostro, y por otra parte, también les distinguía socialmente. Tras ellos una cantidad ingente de placas de sal, bien apiladas, dispuestas para ser cargadas en pinazas o camiones según fuera su destino. Al momento dejaron la discusión, se dieron un efusivo apretón de manos y comenzaron a hablar más distendidos.
Ya se han puesto de acuerdo en el precio de la sal–, le dijo a Sissé, al tiempo que pasaban delante del grupo. –Son Tuareg. Traen la sal del oasis de Bilma, o del de Fachi, en Níger. Seguramente habrán hecho un intercambio de sal por mijo y por otras varias cosas que necesiten llevar de vuelta— añadió. –Transitan a través del desierto con cientos de camellos caminando, meciéndose sobre la arena en la inmensidad del desierto sin hacer ruido. La caravana avanza bajo un sol que quema desde arriba y desde abajo, con la mirada puesta en un horizonte que es siempre igual. Hay un proverbio Tuareg que dice: “O ves el horizonte bajo tus pies o nunca dejará de alejarse”. Pertenecen a la “azalai”, la única superviviente de las grandes caravanas que durante más de dos milenios han atravesado el Sahara de norte a sur y de este a oeste permitiendo a sus habitantes comerciar e intercambiar productos. Cada vez se transporta más con camiones y eso va diezmando la cantidad de expediciones que organizan y la cantidad de camellos que las componen. La mayoría de las caravanas parten del macizo del Aïr, a unos trescientos kilómetros al norte de Agadez. A partir de allí se adentran en la nada más absoluta, en el desierto del Tènerè, para recorrer seiscientos kilómetros hasta las minas de Bilma. Sólo existen dos puntos de avituallamiento de agua: los pozos del Árbol del Tènerè, donde un poste metálico recuerda que allí hubo una solitaria acacia que creció en la arena, era el único árbol a cuatrocientos kilómetros a la redonda que un camionero libio partió al estrellarse contra él; y el oasis de Fachi. Cuatro meses de viaje, entre ir y volver por tierras inhóspitas.
Sissé estuvo escuchando a Maharafa con suma atención, le estaba ampliando los escasos conocimientos que él poseía sobre el pueblo Tuareg y sus caravanas. Al mismo tiempo, le creó cierta inquietud, por un momento sintió pánico ante la travesía que tenía que hacer del desierto. No imaginaba que pudiera ser tan duro y peligroso.
Hay una leyenda que dice que los barrancos de Bilma cantan y que su melodía atraviesa el desierto para guiar las caravanas. No es más que el viento que choca contra las paredes del acantilado de Kaouar y emite un silbido. Los “tubu”, habitantes del oasis, mantienen viva esa leyenda.— Le aclaró Maharafa. –Los Tuareg pertenecen al grupo de los bereberes que habitan en el norte de África y en la antigüedad recibían el nombre de libios por parte de griegos y romanos, como consecuencia de la invasión árabe del siglo VII al XI. Los Tuareg se refugiaron en los macizos centrales del desierto conservando la lengua original “el tamasheq” y la antigua escritura “tifinagh”. Los artesanos Tuareg están influenciados por una tradición islámica en la que dominan los motivos decorativos geométricos: la cruz, el damero, la red de rombos, el triángulo equilátero, las puntas de flecha estilizadas...— Concluyó Maharafa.
¿Cómo conoces tanto a este pueblo?
Porque de siempre me ha apasionado. Bueno de siempre no. Desde que me casé. Mi marido trataba mucho con ellos y él despertó mi interés. Yo hablo tamasheq.
Ya te oí hablar con los del campamento a orillas del río, donde nos invitaron a tomar el té tan amablemente.
Ah, sí. Es cierto. Es muy fácil, a poco que te lo propongas. Yo acompañé en varias ocasiones a mi marido a Tombouctou y hablaba con las mujeres. Al principio se reían de mí pero al poco ya empezamos a mantener unas conversaciones algo fluidas.
En su caminar por la ciudad le seguía haciendo referencia de todo aquello que se presentaba ante sus ojos.
Mopti tiene infinidad de canales y zonas inundables y está situada sobre tres islas unidas entre sí mediante dos puentes de ladrillo rojo y adobe que seguramente podrán tener más de doscientos años– le dijo.
La mayoría de las calles, muchas de ellas de arena desértica –también las había asfaltadas– tenían acequias abiertas en los flancos de las vías en las que depositaban toda clase de desechos, permaneciendo de forma constante un hedor repugnante. Por ello habían instalado carteles indicadores de buenas costumbres, que le señaló Maharafa, incitando la curiosidad de Sissé, en los que se veía una persona depositando los desechos en la acequia y otro al lado los depositaba sobre un cubo junto a la misma acequia. Alrededor de la zona portuaria, se entremezclaban aquellos olores de despojos, con los de “jege wusu”, “jege jalan”, “jege kene” y ”jege jirannen”, y el lodo putrefacto de la orilla del río, por lo que resultaba, un aire irrespirable. Alcanzaron Le Marché des Souvenirs en el que se extendían distintos puestos de productos dispares, todos dispuestos para la venta o el transporte. Una algarabía ensordecedora y repetitiva les acompañó durante su paseo por el mercado. Por otra parte, no dejaba de ser una característica de las negociaciones de las transacciones entre unos y otros.
No suelo venir por aquí—. Le aclaró, Maharafa, al tiempo que escudriñaba todo lo que había a su alrededor, –salvo que precise alguna cosa en concreto suelo servirme en le Marché Ottawa. Me molesta la forma en que miran a una mujer que camina sola.
Sissé se colocó tras ella para sortear un grupo de personas que les llegaba de frente, para situarse rápidamente a su altura, de nuevo.
Podemos ir a algún otro lado si te apetece— le sugirió mirándola a la cara.
No. Ahora no voy sola–, le dijo insinuante. –En algún momento hasta a mí me resulta extraña alguna de las situaciones que se dan. ¡Es curioso!
Pues a mí me gusta lo que estamos viendo hasta ahora. Me parece normal—, Admitió Sissé con una sonrisa.
Maharafa vestía un “caftán” de multitud de colores, tocada su cabeza con el Hiyab convencional de color crema que hacía resaltar su tez negra y lúcida, unos pantalones ceñidos en los tobillos y unas babuchas de piel de cabra marrón, con pespuntes en crudo que le permitían caminar con comodidad. Pasaron delante de un puesto en el que se ofertaba ropa únicamente, tenían expuestos varios tipos de prendas: Hiyab, Jilyab, Caftán, chilabas..., con una gran gama de colores y modelos diferentes: lisos, bordados, estampados. Se aproximó Sissé y compró un “jilyab” de seda verde pastel, con bordados característicos en oro. Lo regaló a Maharafa que estaba a su lado y ésta se lo colocó sobre la cabeza, sustituyendo el que llevaba. Le cubría el cuello y los brazos, hasta la cintura, realzando aún más su extraordinaria belleza.
No tenías por qué comprar nada...
Es lo menos que podía hacer.
Muchas gracias, Sissé. Es muy bonito.
Te queda muy bien.
Gracias, de nuevo– le dijo Maharafa con una leve sonrisa.
De tanto en tanto, se perdían en conversaciones banales, insustanciales, comentando aquello que ocurría en su entorno, estando unas veces de acuerdo y otras discrepando sin ningún énfasis. Esas conversaciones se entremezclaban con silencios prolongados mientras deambulaban por L’Avenue de L’Independance, observando, cada cual, aquello que llamaba su atención. Llegaron a la Gran Mezquita, de estilo sudanés. Su construcción estaba compuesta por varias naves comunicadas entre sí. Su fachada la formaba un módulo central en el que se encontraba la puerta principal de entrada. Una gran puerta abovedada, coronada por tres columnas impresionantes, rematadas por sendos pináculos. Dos módulos más, uno a cada costado del central en el que resaltaban grandes muros opacos, en los que destacaban únicamente las traviesas de madera que sobresalían de ellos y servían de sostén de los propios muros. Estos módulos estaban igualmente coronados por columnas más pequeñas finalizadas por otros tantos pináculos de tamaños más reducidos. La Gran Mezquita, llamada de Komoguel, fue construida entre 1933 y 1935. Antes que esta, en el mismo lugar se encontraba ubicada la anterior de 1908. Medía treinta y un metros de largo por diecisiete metros de ancho.
A su regreso al pasar de nuevo por le Marché des Souvenirs. Se acercaron a un puesto Tuareg de orfebrería y tras el riguroso regateo compró Maharafa una Cruz Tuareg, de plata, en forma de rombo con un círculo superior. Rodeando los costados del rombo una franja labrada y en el centro una piedra de cornalina tallada, de color rojo-anaranjado. El vendedor le colocó un cordón trenzado de piel de cebú a requerimiento de Maharafa, que la regaló a Sissé. Quedó éste sorprendido, negándose a aceptarlo, para admitirlo después ante la insistencia de ella, que se lo abrochó colgándolo a su cuello.
Espero que te acompañe a lo largo de tu vida, Sissé– al tiempo que le besó en la mejilla con cariño.
Entre comentarios jocosos llegaron a L'Avenue Mobita Keita y giraron a la izquierda alcanzando le Boulevard de le Fleuve para regresar a casa de Maharafa. Ya se había alcanzado el mediodía y el sol se había tornado tórrido, haciendo un calor insoportable, asfixiante. Una calima que persistía durante toda la mañana sobre Mopti, diluía un tanto la visión a distancia y daba sensación de más calor.
Sissé observaba la gran sala donde se encontraban sentados sobre unas grandes almohadas. Estaba circundada por diversas columnas y arcos abovedados de mármol, formando un cuadrado, característicos del estilo árabe. Habían dos grandes tapices sobre sendas paredes, una frente a la otra. Desde la posición que ocupaban parecían como enmarcados entre columnas, aunque había una distancia de unos dos metros desde las propias columnas hasta las paredes que ocupaban los tapices. Eran una representación de alguna batalla histórica de los sarracenos. Unos velos de tul de distintos colores colgaban sobre el lado derecho de Sissé, cubriendo el acceso a un gran salón, por medio de un arco secundado por un arimez a cada lado y cubierto por un albízer de azulejos característicos, en el que se adivinaban gran cantidad de libros perfectamente colocados sobre una librería de madera torneada de caïceldrat. Maharafa le invitó a pasar a la sala. Una gran mesa a juego, sobre el centro de la sala sostenía un par de libros y al lado una lámpara de sobremesa característica. Sobre sus cabezas, colgaba del techo una gran lámpara, también, de estilo árabe, con gran cantidad de cristales de diferentes colores, rematados por perfiles dorados. Maharafa estuvo callada, viendo como Sissé escudriñaba la sala.
Mi esposo era un amante acérrimo de todo lo relacionado con el mundo árabe, su cultura, su historia, su arquitectura, su religión, sus gentes en sus diferentes etnias, sus costumbres. Él creció aquí, era agregado comercial y su padre fue diplomático— se decidió a informar a Sissé, que asintió repetidas veces.
Sí, eso se comprende viendo tu casa— asintiendo de nuevo.
Es cierto. Ya mi suegro decoró la casa mezclando el estilo Luis XV y el árabe, pero después mi marido casi lo transformó todo, sólo dejó algunos muebles en las habitaciones y la biblioteca, sobre todo, de los que trajo su padre de Francia, el resto ya ves que es árabe.
Eh. Pues a mí me gusta.
A mí también, Sissé.
Maharafa, ¿cómo es que entraste a formar parte de la Asociación para ayudar a las mujeres contra la ablación? Tú tienes una posición cómoda, ¿para que complicarte la vida?
A raíz de la muerte de mi marido. Me encontré extremadamente desolada, perdida, sin saber que sería de mí, no porque no tuviera medios para subsistir –mi esposo me había declarado heredera universal de todos sus bienes–, pero sí en el aspecto anímico. Tenía veintitrés años y viuda. El dolor más grande que yo he sufrido en mi vida ha sido el no darle un hijo, precisamente porque murió cuando me practicaron la cesárea porque yo no podía tener un parto normal, debido a mi mutilación– dijo con retintín. –Bueno eso es lo que yo he pensado siempre, aunque me dijeron que el niño ya venía muerto y por eso tuvieron que hacer la cesárea algo antes de tiempo. Eso fue seis meses antes de su muerte, que sucedió cuando todavía no me había restablecido de aquel golpe. Iba superándolo gracias al cariño y calor que él me brindó siempre, desde el primer momento. Yo me encontraba afligida, más por él que por mí. Mi esposo había puesto una enorme ilusión en el nacimiento del niño...– Después de un ligero carraspeo continuó. –Un día salió de viaje hacia Tombouctou y una vez allí se adentraron en el desierto para visitar un poblado Tuareg. Él viajaba de copiloto y tras una gran duna el “4 x 4” se hundió en la arena, mientras intentaban sacar el todoterreno aparecieron un grupo de Tuareg que se brindaron a ayudarles para asesinarlos una vez estaban confiados. Yo creí que mi vida se había acabado, ya no tenía sentido, deseaba con todas mis fuerzas la muerte. Una amiga que colaboraba estrechamente con la Asociación me llevó en varias ocasiones para realizar alguna gestión –no me dejaba sola un momento— y empecé a conocer casos dramáticos de ablación, de violaciones criminales, de secuestros... Después de varias visitas a la asociación, cuando me encontraba en casa, a solas, ya no me ocupaba todo el tiempo el recuerdo de mi marido, empecé a compartirlo con los distintos casos que iba conociendo en la asociación. Cada vez sentía más empatía con todas aquellas mujeres que sufrían. En mi mente se instalaban por más tiempo sus casos, sin llegar a olvidar a mi esposo, es cierto, pero ya no ocupaba tanto tiempo, al contrario, cada vez menos. Estas últimas experiencias que yo iba teniendo en la asociación, unidas a las que adquirí en el hospital me marcaron muy profundamente y me juré y perjuré de que mi futuro estaría ligado estrechamente, lo más estrechamente que pudiera con la asociación. Los recuerdos de mi marido quedaron para mis momentos de intimidad—. Y añadió con los ojos cristalinos, –cuando me encontraba en el hospital convaleciente, ingresó una joven con dieciocho años, era su cuarto parto y su cuarta cesárea. Tenía una cara de adulta que no correspondía a su edad: podía aparentar sobre los treinta años perfectamente o quizá más. Padecía la mutilación genital más severa, como yo. Ella había sido violada por su propio esposo. Murieron los dos, su bebé y ella. Todo este cúmulo de circunstancias me acabó de convencer: lucharía lo que pudiera para evitar en el futuro casos como los que habíamos sufrido aquella joven y yo misma. Mi futuro estaría ligado, definitivamente, a la asociación A.M.S.O.P.T., y así fue como decidí enrolarme en esto.
Un carraspeo cortó el relato de Maharafa.
¡Vamos!— Dijo Maharafa. —Sissé ha llegado la hora de tu partida—. Ambos se levantaron y tras coger él su dugutaampalan, más pesado que otras veces –Maharafa la había llenado de abundantes provisiones— salieron de su casa.
Se colocó el jilyab de seda verde pastel, con bordados en oro que le regaló Sissé. Atravesaron el jardín, que éste rastreó una vez más, fue hasta el arriate y cortó una rosa blanca y la entregó a Maharafa, que la olió con mimo. Giraron a la izquierda tomando le Boulevard de le Fleuve, en sentido hacia el puerto, bordeando la orilla del Río Bani, por el que navegaban algunas pinazas. Les resultaba agradable caminar bajo la arboleda, el sol ya no quemaba; pero el suelo dónde no alcanzaba la sombra sí, desprendiendo un calor sofocante todavía. Caminaban despacio, como si ambos desearan que no acabara ese momento, que no llegara la hora de embarcar. Maharafa de cuando en cuando olía la rosa.
No te había imaginado con un hijo...
No. No. No llegue a tenerlo, murió por la complicación que ya te he comentado al hacerme la cesárea, advirtiéndome con anterioridad que no podían darme garantías de que todo saliera bien. Bueno es a lo que yo me aferro, te repito. Pero de todas formas aquello me afectó mucho. A mi mente acude muchas veces ese recuerdo... Y, ¿por qué no me habías imaginado a mí con un hijo?
Un silencio casi solemne se hizo de momento, mientras pensaba Sissé en qué respuesta darle. Maharafa estaba algo emocionada.
No sé. Creo que desde que te vi en Sègou me formé un concepto equivocado...
¿Qué concepto?– Interrogó sarcástica.
Bueno, quería decir, que te vi. muy altiva, muy joven... No era el tipo de madre que yo tenía en mi cabeza.
Espero no haberte decepcionado.
Sabes que no. Todo lo contrario. Me hubiera gustado conocerte mucho antes.
No me digas que habrías competido con mi marido.
No. No me refería a eso. Entre otras cosas yo no habría tenido ninguna posibilidad.
No te subestimes. Eres una gran persona y un gran hombre, capaz de hacer feliz a cualquier mujer– le dijo mirándole a los ojos.
Muchas gracias, Maharafa.
Espero que no tengas ningún problema en el resto del viaje, pero si así fuera, no dudes en llamarme, haré todo lo que esté en mis manos para ayudarte–, cambió de tema. Para ello se proporcionaron sus respectivos números telefónicos. –De todas formas te repito, si quieres quedarte en mi casa, aún estás a tiempo...
¿Tú aceptarías que viviese en tu casa? –Preguntó Sissé.
Y tras una pausa, sin dejar de mirarle a los ojos, respondió con voz entrecortada:
Quizá será mejor que te marches. No creo que pudiéramos mantener una relación duradera.
Muchas gracias, otra vez, Maharafa, sabes que he de seguir mi camino. Antes o después lo haría–. Se ajustó innecesariamente el dugutaampalan en el hombro, en un acto reflejo, porque ya se la había colocado al salir de su casa. –Ahora tiene más peso del habitual.
Te he puesto dátiles, unos cacahuetes, un trozo de queso, pescado ahumado y algún higo, para que te acuerdes de mí. Pero un hombre como tú no tendrá problemas para transportar el dugutaampalan— añadió.
Una sonrisa de ambos cerró el comentario, al tiempo que Maharafa se le cogió del brazo a Sissé.
Alcanzaron la zona portuaria tras quince minutos de caminar calmo. En el Sumare estaban ultimando los preparativos para zarpar. Había acabado el mercado y un ingente número de personas iban y venían incesantemente, mezclándose trabajadores del puerto con pasajeros, que en ocasiones debían esquivarse para no tropezar unos con otros. Le recalcó repetidas veces que tuviera mucho cuidado.
A la menor dificultad llámame– le volvió a insistir.
Te agradezco de corazón todo lo que has hecho por mí, estoy en deuda contigo. No te podré olvidar jamás. Maharafa te llevaré siempre en mi corazón. Si todo va bien, cuando vuelva de Francia pasaré a verte– le prometió.
Yo te lo agradeceré.
Maharafa le dio un beso en la mejilla y se abrazaron.
Viaja en el mismo lugar que lo hemos hecho hasta aquí, no tendrás ningún problema. El capitán está al corriente de todo. Lleva mucho cuidado y está muy atento a todo lo que sucede a tu alrededor, que no te sorprendan, Sissé—. Le recalcó una vez más. –¡Ah! Y lucha por la abolición de la Mutilación Genital Femenina allá donde te encuentres, lucha por mantener vivos esos valores y acuérdate de mí.
Está segura que nunca te podré olvidar.
Se despidieron con verdadero afecto, con un largo abrazo, besándose varias veces en las mejillas. Ambos tenían un nudo en la garganta, deslizaron sus dedos lentamente por sus manos entrelazadas, mirándose fijamente a los ojos, manifestándose en silencio un cariño contenido. Sissé la atrajo hacia sí y le acercó los labios para besarle sutilmente en la boca, al tiempo que la abrazaba, a lo que ella correspondió con la misma sutileza. La emoción comenzaba a ahogar las palabras. Se deshicieron del abrazo y Sissé sin volverse subió al buque.
Maharafa permaneció inmóvil viendo como se alejaba aquel joven que había llenado su corazón aquellos tres días y por el que estaba sintiendo algo especial, que sólo experimentó con su esposo. Se había enamorado de aquel chico nueve años más joven. Una parte de ella se resistía a enamorarse. «No es más que un acaloramiento pasajero, que pronto concluirá, apenas desaparezca de tu vida», se decía. Sin embargo, había otra parte en su interior que se empeñaba en el derecho que tenía a ser feliz y a hacer feliz, y por qué no podía ser con Sissé. Aquellos pensamientos comenzaban a atormentarla, hasta el punto de pensar en correr a su lado y abandonarse a su suerte. Una fuerte ansiedad le corría por todo su cuerpo que se negaba a controlar. Aquella fuerza interior era muy superior a su efímera resistencia a enamorarse, como se prometiera a la muerte de su esposo. Sissé se apostó en el mismo banco de proa que viajara con Maharafa, como le había indicado, en donde dejó apoyado el dugutaampalan sobre el respaldo y se acercó a babor apoyándose en el pasamano, desde donde divisaba el puerto, el arco de entrada a la ciudad, el monolito y el gran parque. Maharafa permanecía inmóvil en el lugar donde la dejara Sissé, al que saludó alzando el brazo, siendo correspondida de igual forma. Al poco tiempo un sonar de sirena previno a los pasajeros de la leva del barco. Subieron la escalera metálica con celeridad y la fijaron sobre el costado del buque. Varios empleados del puerto soltaban las amarras de proa y popa. Se apartaba el Sumare con lentitud del muelle a lo que Sissé no prestaba la más mínima atención. Estaba sumido en saludar a Maharafa con énfasis, que se pasaba la mano por el jilyab, y a la que gritaba intentando decirle algo que ella era incapaz de oír. Entre tanto un multitudinario agitar de brazos tanto de tierra como desde la nave ultimaban las despedidas, haciendo ellos lo mismo. La emoción embargaba a Maharafa a la que escaparon unas lágrimas que evitó enjugarse para que Sissé no apreciara su desolación. Otro sonar prolongado de sirena y el barco inició su navegar, aumentando poco a poco la velocidad de crucero que seguía siendo lenta. Maharafa continuaba inmóvil observando como el buque alcanzaba la bocana del puerto para girar a estribor en busca del río Níger, antes de desaparecer.
Se habían situado algo retirados de él, un señor de mediana edad y un joven ataviados con sendas chilabas de color blanco, y tocados, ambos, por un turbante voluminoso, blanco igualmente, del que se desposeyeron. Se arrodillaron a barlovento, encarándose hacia la Meca e iniciaron los rezos. Se sentaron sobre sus talones, las palmas de la mano mirando al cielo e inclinándose después hasta tocar la frente en el suelo del barco. Entretanto continuaba Sissé mirando hacia el embarcadero, donde estaba anteriormente abarloado el Sumare, sin poder distinguir a Maharafa, que se había diluido entre el poco gentío que todavía permanecía en el puerto contemplando la marcha del barco.
Sissé observó con indiferencia a los dos musulmanes que rezaban; a pesar de profesar la misma religión, aunque con bastante escepticismo. El fundamentalismo musulmán no había calado en él, como no tenía arraigo en el pueblo maliense, que sin embargo, poseía una riqueza espiritual muy fuerte. Estaba impregnado de una profunda religiosidad, como casi todos los pueblos africanos; pero aún demasiado influenciado por la religión animista, profesada desde antaño. Su creencia estribaba en la existencia simultánea de varios mundos diferentes; pero al mismo tiempo ligados entre sí: el primero era el que le rodeaba, la realidad visible, palpable, que se componía de seres vivos, personas, animales y plantas, y de objetos inanimados como las piedras, el aire, el agua, sobre todo el agua. El segundo era el de los antepasados, de los que habían muerto antes que ellos, aunque por cercanía en el tiempo, no parecían haber muerto de forma definitiva. En sentido metafísico seguían vivos y parecía que participaban de la vida real, influyendo en ella y hasta moldeando su desarrollo, provocando los acontecimientos, tanto buenos como malos, positivos como negativos. Por tanto, el estar bien con los antepasados se convertía en una condición indispensable para tener una vida feliz. Si bien la inmensa mayoría era de religión musulmana, era un pueblo que no había abandonado sus atávicas creencias animistas, por lo que le daban una importancia suprema a los espíritus de sus antepasados y lo demostraban portando algún bàgan de éstos, que les protegía.
«En Sikasso casi nadie tiene la costumbre de rezar como estos árabes», pensó. Ante cualquier dificultad sus plegarias iban dirigidas a sus difuntos por medio del jefe del clan. Se regían estos clanes sobre unas normas de relevantes consecuencias: un hombre y una mujer de un mismo clan no podían mantener relaciones sexuales entre ellos. Caería sobre el clan un sin fin de desgracias, porque era considerado un delito muy grave que provocaría la cólera de los espíritus de los antepasados. Todo clan tenía un jefe electo por los miembros que lo formaban. El famma era el nexo de unión entre las dos partes inseparables del clan: los antepasados y los vivos. El recuerdo de su mò-kè le llegó con una imagen nítida, cuando les impartía las clases de iniciación, así como las leyendas de los antepasados del pueblo bamana. De la riqueza que había en la tierra, que no había más que trabajarla para comprobarlo, siempre le repetía lo mismo. Las asambleas de la comuna: cómo el abuelo era respetado… Recordaba con añoranza a su abuelo, cuando repetía tantas veces aquel proverbio bamana: “La realidad es aquella, que cuando dejas de creer en ella, no desaparece”. Se echó mano al pecho para tocar con sus dedos su “bàgan” y se percató que no era el que quería tocar, «se lo regalé a Aicha», recordó, al advertir que el que lleva colgado al cuello era la Cruz Tuareg, que le regalara Maharafa, con la piedra de cornalina.
Volvió a asaltarle el recuerdo de Aicha, a la que no había llamado todavía. «¿Qué será de Aicha?» Pensó. Deambulaban por su mente pensamientos dispares, de un lado aquellos que le incitaban a la tranquilidad: «Aicha está bien, sólo que no ha podido soportar verte marchar», como le dijo Maharafa. De otro, aquellos que le producían desasosiego: «Aicha no ha soportado que la abandones y de ahí que no haya llegado para despedirte. Si tú no la quieres lo suficiente para quedarte, renuncia a ti y quizá esté con Sekou», se decía así mismo. Le atormentaban los segundos pensamientos que le producían inquietud. Se propuso llamarla más entrada la noche. Continuó apoyado en el pasamano del barco contemplando los parajes, entre contrastes de luces y sombras que se sucedían a lo largo de la orilla del río Bani. Estaban casi en la confluencia con el Níger, sobre un gran estuario formado por el desaguadero del Bani y el curso del Níger. En ese instante se incorporaron los dos musulmanes que estaban rezando, provocando que Sissé se girara, dedicándoles una mirada indiferente; el más adulto con una barba recia pintando canas, le miró con cierto desdén y ambos le saludaron.
¡Salam Malecum!
¡Malecum Salam!— Respondió Sissé. Haciendo una inclinación con la cabeza.
Se sentó en el banco, tomó su dugutaampalan del que sacó unas frutas y las comió con avidez. Una hermosa puesta de sol se unió al bello espectáculo del estuario entre el Níger y el Bani, sus aguas enrojecidas, lo que le hizo recordar la fábula de las siete plagas que contó Maharafa, cuando Aarón golpeó con su vara las aguas del Nilo y se convirtieron en sangre, «Habrá estado aquí ese Aarón», ironizó Sissé. Las aguas de los dos ríos contrastaban con tonos diferentes.
Se dejó caer en una de las hamacas y sacó el teléfono del interior de la mochila y llamó a Aicha. La incertidumbre le provocó cierto nerviosismo.
Tras varios tonos sin recibir respuesta, paró el teléfono. Después de unos momentos de duda, volvió a llamar a Aicha. Una vez más el tono insistente del móvil le anunciaba que no recibiría respuesta. Eso le inquietó. Recostado en la hamaca con gesto serio trató de encontrar una explicación a la falta de respuesta de Aicha.


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