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miércoles, 7 de mayo de 2014

SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso.


                                        Capítulo III

Un viejo “kaare”, llegó a Fana desde Bamako, y después de acomodarse los viajeros como pudieron, partió hacia Ségou. El pasillo del kaare estaba completamente cubierto, entre bultos, alguna cabra y personas sentadas en el suelo. Aquel destartalado autobús tenía un colorido de lo más variopinto, por fuera predominaban los colores amarillo, rojo, verde, azul y negro diseminados de forma aleatoria, y sobre los colores, habían pintados rostros humanos, de leones y tigres. El interior había sido pintado sin tanto esmero como el exterior, de un color azulado-verdoso, que impactaba a la vista. Los asientos eran de madera de roble, de “caïceldrat”, y el suelo de láminas de la misma madera enmugrecida y resquebrajada por muchos puntos. Un intenso hedor acompañaba a los viajeros, que llevaban las ventanillas abiertas y, aún así, no mitigaban el olor y el calor reinantes. La alegría, no obstante, se veía reflejada en los rostros de los viajeros. Muchos de ellos cantaban rememorando cánticos ancestrales, otros dialogaban casi a gritos para poder entenderse, y otros tantos reían sonoramente. La algarabía era extraordinaria acrecentándose cuando el kaare cogía algún bache y se balanceaba y crujía como si fuera a partirse en pedazos en cualquier momento. 
Sissé observaba con sumo interés todo cuanto veía desde que partieron de Fana, aunque quedó dormido a los pocos kilómetros. Diseminadas por las planicies, durante todo el trayecto, había karités y acacias que iban perdiendo la flor, creando un paisaje agradable, vistoso y perfumado que adormecía el olor a putrefacto del kaare, originando un olor indescriptible. 
Sissé se despertó poco antes de cruzar una pequeña aldea polvorienta. En las puertas de muchas de sus casas improvisados tenderetes exponían tejidos de coloridos vivos, llamativos al sol del mediodía.
–Aquí, en Péléngana, se encuentra el mejor taller de “bogolanes”, el tradicional tejido de algodón autóctono teñido con barro y plantas– , le explicó el viajero que iba a su lado, que vio a Sissé girarse observando los tejidos.
El acompañante de Sissé era un hombre algunos años mayor que él, de cabello rizado, aunque escaso, entrado en canas. Unas gafas de pasta de color negro y una barba prominente le daban un aire interesante. Bien vestido, con traje de chaqueta y zapatos de calidad, denotaba que pertenecía a un estatus superior. Después de cuatro horas de viaje en el viejo kaare, llegaron a Ségou. Una gran ciudad. La tercera en importancia de Malí. 
–Tiene alrededor de cien mil habitantes–, le apuntó su compañero.
–Parece una gran ciudad–, admitió Sissé. 
A medida que se acercaban a la población por el suroeste y después de pasar el puente de hierro sobre el río Níger –le recordó el visto de niño, de madera, en Bamako– Sissé, observó con expectación el trasiego incesante de personas. El río Níger era inmenso en ese punto. La otra orilla se veía empequeñecida, como difuminada en el horizonte. Sus aguas, de color de la arena, corrían tranquilas. En la orilla se veían algunas pinazas varadas, mientras por el río era un fluir constante de barcas de distintos tamaños en todas direcciones, y muchas mujeres y niños permanecían apostados en la orilla. 
–Ségou en el siglo XVIII fue cuna y sede del imperio Bamana—. Le indicó su interlocutor. –Los Bamana crearon el reino de Ségou, que se extendía desde Kaarta hasta Tombouctou. A mediados del siglo XIX cayó en manos de Ahamadu I Lobbo, creador del imperio Fulbé, que conquistó las tierras en nombre del Islam; aunque sólo pudo mantenerse por dos generaciones en el poder. En la aldea de Ségoukoro, todavía quedan vestigios de la residencia de los emperadores Bamana. Aquí fue donde se fundó el imperio de Ségou. Junto al río se encuentra la antigua mezquita de Ba Sunu Sacko, que fue construida en honor a la madre de uno de sus reyes–, continuó informándole su curioso acompañante. Sissé le prestaba una especial atención. A Sissé siempre le interesó la historia de su país.
–Cómo es que conoce también la historia de Ségou–, quiso saber Sissé.
–Soy profesor en la Universidad de Bamako y he nacido aquí, en Ségou—, respondió, para a continuación, con una leve sonrisa y un sutil comentario cambiar de tema.
–La vida en Malí puede ser más placentera que en cualquier otra parte que entrañe un serio riesgo, aun siendo una vida mucho más austera—, sentenció. Para añadir, –llegas en el mejor momento a Ségou. Estos días se celebra el I Festival sobre el río Níger. Te divertirás—, le aseguró, mientras descendía del viejo kaare, justo delante de Sissé.
–¿Va en el mismo camino que yo? –Preguntó Sissé.
–Supongo que sí, al menos hasta el puerto. Tú debes ir al embarcadero a comprar los billetes, porque se espera la visita de mucha gente y, podría ser que a última hora no hubiese plazas suficientes.
–Ya me parecía a mí al verle caminar en mi misma dirección...
–¿Cuál es tu nombre?
–Sissé. ¿Y el suyo?
–Gerarde–, le dijo estrechándole la mano. 
Sissé por un momento quedó algo dubitativo, «¿por qué le había dicho que era mejor vivir en Malí que en otra parte si él no había comentado en ningún momento sus intenciones de viajar a Europa? Debo llevarlo escrito en la frente», pensó. «O quizá, como el profesor es tan inteligente sea un anzuelo para averiguar si en verdad voy a salir del País». No le dio mayor importancia, sin querer preguntarle por el comentario. 
Con paso decidido se dirigieron hacia el Este, Sissé observaba el río en el que navegaban pinazas pequeñas y barcos más grandes en todas direcciones. A alguna de las pinazas les habían colocado sobre el mástil una vela cuadrada sujeta a una entena corvada. Otros tantos se asemejaban a las velas latinas, con la entena inclinada y la vela de forma triangular. Las más grandes, a motor, se dedicaban al transporte entre poblaciones de animales y personas, y toda clase de mercancías. Se escuchaban los cánticos de algunos pescadores mientras hacían sus quehaceres. Las airadas discusiones  que tenían otros porque sus aparejos de pesca se habían enredado entre sí, servían de regocijo a terceros. Sissé, a medida que avanzaba, iba contemplando a las mujeres dentro del agua, en la orilla del río, lavando sus ropas, fregando útiles de cocina, o simplemente lavándose a sí mismas, con el pecho descubierto frotándose enérgicamente y a los pequeños chapoteando en el agua, desnudos. 
Frente al río, a la otra parte de la carretera, por donde caminaba Sissé junto al profesor, estaban situados los primeros puestos del mercado, se veía que ocupaba una gran extensión de terreno. 
–Los alfareros, que elaboran aquí mismo sus piezas de barro, exhiben sus fabricados en una gran exposición: ánforas, tinajas, cántaros, jofainas–, le indicó Gerarde. 
Algo más adelante tejedores, que al igual que los alfareros tejían en el lugar proponiendo una extensa muestra de sus productos, ricos en colorido, en los que predominaba el tono ocre: el bogolán. Los artesanos ofrecían sus productos en grupos bien organizados, en mitad de un bullicio ensordecedor:  no se terminaba de distinguir cuando discutían, regateaban o charlaban amistosamente sin más.
–Ségou es una ciudad viva, alegre, en la que sus gentes intercambian comentarios sin más. Unas veces asaltando al transeúnte dentro del máximo respeto. Otras veces, sin ningún otro motivo aparente, parándose para recrearse en una conversación que entablan tanto con sus congéneres como con el extranjero de forma espontánea y simpática. 
Sissé vio, mientras caminaban, un austero y gran cartel anunciador, ante el que se detuvieron, del I Festival sobre el río Níger, que se iba a celebrar desde esa misma noche del jueves día dos hasta el próximo domingo cinco de febrero. 
–¿A qué se refiere esto?— Consultó Sissé, mientras observaban el cartel.
–Precisamente a que se celebra desde hoy el I Festival sobre el río Níger. Hay programados foros en los que se hablará de la conservación del río Níger y su cuenca. Otros en los que se discutirá sobre la vida social de las poblaciones y sus habitantes, de salud, educación, bienestar, alimentación... Exposiciones de arte. Manifestaciones de sus rituales atávicos con festejos de máscaras, marionetas; eventos deportivos y conciertos de música autóctona en la ribera del Río.
–A mí lo que me interesa son los conciertos, profesor.
El profesor respondió a la ocurrencia de Sissé con una alegre carcajada, y añadió:
—Acabarás interesándote por todo lo demás, te lo aseguro.
Siguieron caminando y Sissé observó sobre su derecha ciertas construcciones de casas de barro anaranjado y otras de color rojizo separadas ligeramente unas de otras.
–Son casas habitadas por personas religiosas y esas otras más pequeñas, mucho más abundantes, también de barro,  las de color rojizo, son habitadas por el pueblo en general.
Todas ellas se alternaban y contrastaban con edificaciones de estilo colonial que evidenciaba la capital que fuera antaño Sègou. La influencia del colonialismo francés. Caminaban pegados al río y llegaron al mercado de alfarería, de los artesanos de la madera, de textil, para a continuación llegar al de legumbres y verduras, pescado, que se extendían a lo largo del curso del río. Aquí los innumerables puestos también estaban debidamente ordenados por productos, perfectamente organizados, en los que los mercaderes corrían al acecho de cualquier viandante, y si era extranjero mucho mejor: asediaban a los “toubabs” para que compraran sus productos. Un fuerte olor a sangre seca, carne y lodo envolvía el entorno del mercado. Más adelante varios puestos de artesanía en madera con infinidad de figuras diferentes: figuras de animales, figuras femeninas que representaban la fertilidad, figuras de formas alargadas,  máscaras utilizadas en sus ritos atávicos para recordar a sus antepasados, utensilios diversos para la cocina y la pesca. 
Se detuvieron ante un puesto que llamó especialmente la atención de Sissé: confeccionaban los bágan, en infinidad de formas y motivos diferentes. A pesar de ser mayoritariamente de religión musulmana no habían perdido las costumbres de su origen animista, por lo que en Malí el fundamentalismo del Islam era casi inexistente. Por tanto cualquier objeto o ser, animado o inanimado, adquiría para ellos tintes divinos. Su Dios del Islam lo consideraban muy lejano y por ello rendían culto a los espíritus de sus antecesores que eran considerados más terrenales, más cercanos. Veneraban la sublimación de la cotidianeidad. Por ello todavía mantenían intactos vestigios de sus creencias que profesaban desde antaño, siendo igualmente importantes las máscaras que representaban diversos motivos de sus ancestros. Ante cualquier problema que se les presentara clamaban a sus familiares desaparecidos, y siempre se refugiaban en sus antepasados por medio de amuletos y fetiches. 
–Tú llevas un bágan espectacular–, dijo Gerarde
–Me lo regaló mi abuelo. 
Había, a continuación, varios puestos en el que ofrecían “Jege kene” del río, el pez capitán, carpas y el gigantesco siluro. Al lado, otro que tenía el mismo pescado, del que Sissé compró unos cuantos “Jege wusu” ahumado, después del regateo protocolario y vivaz, y le ofreció al profesor. Un intenso olor empalagoso a flores marchitas y pescado se distinguía por todas partes, confundiéndose con el olor a establos. El profesor rechazó cortésmente el ofrecimiento, con un gesto de la mano:
—Es un milagro que el río sea todavía una fuente de vida para el país, con lo que lo han explotado y la contaminación que recibe a diario.
Llevaban andados varios kilómetros desde que descendieran del autobús y Sissé no le veía el fin a la población. Alcanzaron, al fin, el embarcadero del puerto.
–Bien, Sissé. Aquí se separan nuestros caminos. 
–Profesor. Gracias por todo. Ha sido un placer viajar con usted, los dos hombres estrecharon sus manos con fuerza. ¿Seguro que no quiere un pescado?
–Gracias, pero ahora no, Sissé. Allí, a la derecha, en aquel galpón de madera con la ventanilla, se venden los billetes–, le indicó señalándole con el dedo. ¾A mí también me ha complacido el viaje. Chicos como tú necesita este país. ¡Diviértete!
–Gracias, de nuevo, señor Gerarde. 
En uno de los muelles, el de la izquierda, una barcaza trasladaba a las personas y animales de una orilla a otra. En otro, a la derecha, algo más adelante, próximo a un gran meandro del río, estaba amarrado un barco grande, viejo, de varias plantas. Un gran cartel pintado a mano, anunciaba que remontaba el río hasta Gao. «Es el que me dijo el faama, antes de partir de Sikasso», se dijo. En una edificación contigua de madera, la que le había señalado un momento antes el profesor, detrás de una ventanilla desvencijada vendía los billetes un empleado. Un tipo simpático, con una barba anillada y blanquecina. Era belfo, con algunos dientes amarillentos, los que le quedaban, grandes y prominentes, aunque, no tenía reparo alguno en mostrar su accidentada sonrisa. Su rostro transmitía alegría, por el solo hecho de mirarlo. Poseía una vivaz mirada y era un parlanchín inagotable, aunque apenas se le entendía lo que hablaba porque entremezclaba las palabras y las risas, sin llegar a acabar una frase completa. Sissé se interesó por el precio y horario de partida, riendo, también, al mismo tiempo, contagiado de la risa del curioso personaje. Entre comentarios jocosos y risas continuadas compró un pasaje. Le quedaban cuatro días de espera hasta la partida, si todo se daba bien. Zarparía una vez finalizado el Festival sobre el río Níger, así se lo hizo saber el expendedor de billetes. La llegada a la ciudad, el largo paseo con Gerarde y el divertido encuentro con el vendedor de billetes, le parecieron augurios favorables. 

Hacía un sol de justicia. En las horas centrales del día era imposible permanecer sin protegerse del sol, si bien, de vez en cuando, se levantaba un hálito de aire que intentaba refrescar algo el ambiente, generalmente sin conseguirlo. 
Sissé estaba a la sombra del galpón, se había apartado unos pasos de la ventanilla en donde comprara el billete, que guardó en su dugutaampalan. Desde allí  vio como se formaba, entre el puerto y el mercado, un grupo numeroso de gente en círculo, mayores y niños, los más pequeños, con latas vacías, marcaban el ritmo golpeándolas mientras los demás danzaban acompasando aquel ritmo con sus cuerpos, batiendo palmas y moviendo las caderas, entre risas. Decidió acercarse. Aquel círculo se agrandó a penas se escucharon las primeras percusiones. Todos bailaban. Sissé enseguida percibió la concentración en sus rostros, todos parecían estar en un acto ceremonioso; sin importarles el sol implacable. Se secaban el sudor de cuándo en cuándo, unos con pañuelos y los más con el dorso de la mano. Enseguida se sumó todo el mundo a la danza. Se apreciaba una policromía de colores bellísima, meciéndose los “bou-bou” y las “galabiya” al compás. Sissé también bailaba. Unos turistas extranjeros toubabs que observaban cómo se había formado el corro se unieron a la danza, con diferencia ostensible del baile de los nativos. Marcaban sus movimientos cadenciosos de caderas pas –al menos lo intentaban– de hombros y cabeza como bien podían, lo que al mismo tiempo servía como excusa para abandonar la seriedad de sus rostros y reír todos, nativos y extranjeros, que no cesaban de secarse el sudor. Después de un buen rato de baile incesante bajo el tórrido sol, enmudecieron las latas. Se acabó el ritmo. Finalizó la danza. Hablaban entre ellos cambiando impresiones entre risas, entonces si se observaban los semblantes distendidos. Los extranjeros ya no parecían serlo, el polvo en suspensión había cambiado el color de sus pieles y sus atuendos. Comentaban y hablaban con los nativos como unos más de ellos, algunos se ayudaban de las manos para hacerse comprender. Todos seguían secándose el sudor envueltos en una nube de polvo denso, rojizo, asfixiante, que ascendía hasta la altura de sus cabezas, mientras se ajustaban sus vestidos. Sus rostros reflejaban felicidad. Con la misma rapidez que se formó el grupo para danzar se deshizo. Volvieron cada cual a los quehaceres que antes tenían: casi todos sentados en las distintas sombras que proyectaban las acacias diseminadas a lo largo del mercado o las sombras de los mismos puestos, pues en esas horas el sol no permitía muchas actividades.
Sissé se acercó a la sombra de uno de los almacenes portuarios, se descubrió el torso y dejó su jubón extendido sobre el suelo de madera, hizo lo propio con el dugutaampalan, apoyado sobre la pared y se acercó al río, se sumergió. El agua estaba caliente. Salió enseguida, al menos le había servido para quitarse el polvo adherido a su cuerpo con el sudor. A continuación se dispuso a comer el pescado que comprara anteriormente. 
Después de poco más de dos meses desde que salió de su casa apenas si recordaba a su familia, salvo algún momento puntual al principio del viaje, lo estaba llevando bastante bien, creía él. Tuvo un tierno recuerdo para Marcel, con la que se encariñó especialmente y le hizo sonreír recordando cómo se le cogió al cuello en su despedida. Se volvió a emocionar. Su estancia en Fana le había resultado espléndida, a parte de la financiación para su viaje que pudo conseguir hasta Tessalit, al menos. El cariño que le dispensaron todos y el que sentía él mismo por todos ellos, sobre todo por aquella pequeña que se llevaba en el corazón. Sissé tuvo otro momento para recordar a su hermana pequeña Bee, mientras saboreaba los Jege wusu, al que sucedió otro entrañable de su mó-ké que le cristalizó la mirada, sus ojos se llenaron de lágrimas y una furtiva escapó incontrolada, surcó veloz su rostro para posarse sobre el bàgan colgado del cuello. Casi al mismo tiempo se llevaba la mano al amuleto, como aferrándose a esa parte inmanente a su propia esencia, en quien se apoyaba y protegía, consciente e inconscientemente ante cualquier eventualidad. 
Sissé volvió a recordar, de nuevo, su infancia, rodeado de su padre, su madre, sus hermanos y sobre todo de su abuelo por el que siempre había sentido verdadera devoción. Cuando rememoraba su infancia acababa por centrar sus vivencias en torno a su mó-ké. Hablaba mucho con él y Sissé estaba convencido que le escuchaba y le orientaba en la vida. Lo recordó al poco de salir de su casa y ahora sin ningún motivo aparente lo volvía a hacer. Precisamente a continuación de pensar que estaba llevando bien la separación de su familia. Sabía que en esta ocasión había sido el abuelo quien quería hablar con él. Le vino a la memoria las reuniones a la puesta del sol, bajo la acacia, contándoles su mó-ké aquellas historias que ahora le producían cierta nostalgia. Cómo el abuelo insistió hasta la saciedad a su padre, al que increpó enérgicamente, para que Sissé asistiera a la escuela, habiendo sido antes tan reacio. Sus palabras eran siempre alentadoras cuando Sissé desfallecía. De nuevo el recuerdo de su hermana Bee, se instaló en su mente. «¿Cómo estará, mi pequeña?», se preguntaba. La recordaba tan delgada, tan indefensa... Por otra parte estaba convencido de que su madre la sacaría adelante, como siempre había hecho en toda su vida. Sabía que era muy capaz.
Sissé inconscientemente canturreaba unas canciones infantiles que le enseñara el abuelo en aquellas reuniones. Recordó cómo había soñado en innumerables ocasiones con las hazañas que su mó-ké le había referido y en las que él era el protagonista, haciendo gala de una imaginación sin límites. Una ligera sonrisa se marcó en su rostro. El contacto con su bàgan lo trasladó en el tiempo y le permitió hablar con su idolatrado personaje, al que contó todos sus planes. Se pasó las manos por la cara para limpiarse las lágrimas que fluían desde el momento que rememoró cuando aquella mañana, al levantarse del jergón tendido en el suelo, le anunció su padre que el abuelo no estaba, se había marchado para morir; apenas con unas pertenencias y la hoja de papel en la que Sissé escribió sus primeros garabatos en la escuela, que su mó-ké guardaba como un tesoro. Con el tiempo comprendió por qué su abuelo se había ido en busca de su última morada, por qué quiso morir en silencio, sin molestar a nadie y sin que nadie presenciara su muerte. Sin despedirse. Así había sido desde tiempos ancestrales y así seguiría siendo. En casa de Sissé todos sabían que el abuelo se dirigió a las cataratas de Farako, por las que sentía especial predilección y que les había inculcado primero a su hijo y después a sus nietos. A los pocos días de su marcha fue hallado el cuerpo del abuelo sin vida, sentado bajo una acacia enorme entre un plantel de mangos, con la hoja que Sissé escribiera en su mano, en un pequeño alcor desde donde se divisaba todo el valle y la cascada de agua. Eligió, sin duda, el lugar desde el que se podía contemplar el paisaje más bello del entorno... Sissé aún conservaba medio pescado ahumado que no había sido capaz de ingerir. Apretó con fuerza el amuleto entre sus dedos y arrojó el pescado.




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