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jueves, 1 de mayo de 2014

SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso



                                                           Capítulo I

Las hojas de los mangos se mecían suavemente ante una brisa placentera que soplaba del Noreste, en la población de Sikasso, al sur de Malí, cercana a la frontera con Burkina Faso. Eran las seis de la mañana del día dieciséis de diciembre de dos mil cuatro, y el sol iniciaba su andadura tímidamente. Remarcaba su Áurea sobre la cima del “Kulu” Mina, que se erguía majestuoso. El monte proyectaba un contraste de luces y sombras que inducían a mil historias fantásticas.
En la “frandes” de tierra rojiza circundada por varias casas de adobe, ante la última de ellas, situada más al Oeste, se concentraba un grupo numeroso de familiares de todas las edades, en animada tertulia. El grupo de casas que rodeaban la explanada pertenecían a descendientes de un mismo antepasado. Formaban de esta manera un clan familiar “duungomá”, al que correspondían y en el que compartían tierras, ganado... Algunos rostros compungidos por la marcha inminente de Sissé que se despedía de su familia, entre sollozos. Estaba abrazado a su madre que, con Bee en sus brazos, su hermana pequeña que contaba con apenas un mes de vida, sollozaba, ante la inseguridad de volver a ver a su hijo. Sissé dedicó una última mirada llena de ternura a Bee, que presentaba una delgadez considerable, y con un beso se apartó de ellas, bajo la mirada atenta de su padre y Françoise, “faama” de los “duungomá”. Los más pequeños, delgados, también, ajenos a lo que acontecía y a pesar de la hora, correteaban unos tras otros entre una sonora algarada. Se desplazó todo el grupo hacia el final de la última casa situada más al este, donde empezaba el camino de tierra rojiza. Sissé se disponía a iniciar su viaje hacia el norte. Su objetivo era alcanzar Europa, como tantos otros soñadores, y sacar de la miseria a su familia. Atrás quedaban sus tres hermanos y dos hermanas junto a la madre y el nutrido grupo de familiares, tíos, primos…, esperanzados todos ellos en el éxito de Sissé. Frente a su casa pastaban unas cabras famélicas, mal alimentadas debido al escaso pasto que había como consecuencia de la sequía tan brutal de ese año y una posterior plaga de langosta, tanto o más maléfica que la propia sequía. Sobre un banco de argamasa recubierto de lajas arcillosas, que se prolongaba a lo largo de la fachada de la casa, se veía un haz de mijo y algunas verduras, que comenzaban a brotar después de casi un año. Samuel, padre de Sissé, ya las había recogido antes de despuntar el día de un pequeño trozo de tierra que cultivaba muy próximo a la casa. La caza también se había resentido de forma considerable, hasta el punto de que algunos animales disputaban los escasos recursos a las personas.
Tras los últimos consejos y recomendaciones tanto de Samuel como de Françoise, Sissé, se colgó al hombro, en bandolera, su “dugutaampalan”, que su padre compró hacía unos años en el mercado de Bamako y se la regaló con el fin de mantener el vínculo familiar. Era una mochila de piel de cebú negra, que se anudaba en la parte superior y con una solapa de la misma piel que se sujetaba por medio de una correa que en su extremo llevaba un pasador de hueso de cabra. Le cubría más de media espalda. Por equipaje no llevaba más que unos cacahuetes, un trozo de queso, que elaboraba de forma artesanal su madre y una hogaza de pan. Una esterilla de tejido grueso y áspero, de borra de algodón, de amplio colorido, para ejercer las veces de jergón, junto a unos cuantos francos africanos y su teléfono móvil que compraron con gran esfuerzo para la ocasión.
Después de bordear las casas, apenas había caminado un centenar de metros, alcanzó Le Grande Avenue. Un ligero olor putrefacto se dejaba sentir por las inmundicias que se depositaban a los lados de la Avenida, mezclándose con el aroma de las flores perfumadas de las acacias. Se volvió para gritar ¡ka an be!, a los suyos al tiempo que alzaba el brazo y se preguntó cuándo sería eso de volverlos a ver. Indicó a los pequeños que le acompañaban que volvieran sobre sus pasos y se quedasen con sus padres. Le Grande Avenue era una avenida amplia, de tierra, también rojiza y arteria principal de Sikasso, bordeada de grandes “baobabs”, de enormes troncos y hoja alargada, no muy tupida, con largas espinas en su base. Su flor era amarilla y florecía por esas fechas, por lo que la Gran Avenue presentaba un aspecto espléndido, bellísimo. Era un árbol de hoja caduca y hermafrodita que comenzaba a perder las hojas después de finalizar la época de lluvias, a partir de los meses de septiembre u octubre, para volver su foliación sobre el mes de mayo; su forma aparasolada proporcionaba una apreciada sombra en las horas centrales de sol. Aquellos grandes árboles eran muy apreciados por los lugareños que pasaban muchas horas a su cobijo. «Un buen hombre debía parecerse a un baobab: robusto, austero y paciente», decían los lugareños.
Se había iniciado el trasiego de personas en Sikasso. Muchos de ellos saludaban a Sissé, se detenían para interesarse por cada uno de los miembros de su familia y entre uno y otro familiar consultado, reían ambos, cuanto más sonora era la risa más valorado era el saludo. Todos le deseaban mucha suerte en su andadura. Entre saludos de unos y otros, Sissé se giraba hacia los suyos agitando el brazo derecho para despedirse. Había andado un buen trecho de la Grande Avenue, Sissé se volvió para ver a su familia por última vez. Le saltaron las lágrimas. Un nudo en la garganta le impidió pronunciar palabra. Ya no les pudo ver, pero aún así, levantó el brazo derecho y lo agitó para despedirse. Con el dorso de la mano se secó las lágrimas que corrían libremente por su rostro. «Por fortuna me han obedecido los niños y no han venido tras de mi. Me hubiera sentido muy mal si los pequeños me hubieran visto llorar», se dijo a si mismo. Se perdió entre la arboleda tras un recodo que giraba a la derecha para salir de Sikasso. Era consciente de ser la esperanza de los suyos; tenía que llegar a Francia. Lo prometió a sus hermanos: una vez instalado les llevaría con él y podrían gozar de una vida mejor.
Cuando pasó delante del Kenedougou Palace Hotel le invadieron los recuerdos de cuando correteaba con sus hermanos en busca del blanco que siempre les obsequiaba con algún presente. Con el reverso de la mano se volvió a secar las lágrimas que no podía reprimir y seguían brotando irremisiblemente, empañando la visión de sus ojos. «Cuando vuelva, seré yo quien les de unas monedas a los chavales que se me acerquen», se dijo así mismo. Entre tanto, una ligera polvareda se levantaba con cada una de sus pisadas, que habían adquirido un paso enérgico y decidido. «Por fortuna no me han visto llorar», se repetía una y otra vez. 
Entre la desazón, su familia permanecía inmóvil, las tres mujeres abrazadas, también sin poder contener las lágrimas, junto al resto de familiares que continuaban con su charla, al tiempo que daban ánimo a la madre. Hacía un buen rato que ya no le distinguían; aunque su madre y sus hermanas continuaban inmóviles. Sus tres hermanos varones se alejaron anteriormente para no verle marchar. Entre tanto su bwa y Françoise conversaban sobre las condiciones de Sissé para superar la prueba, algo ajenos a los sentimientos del resto de familiares.
Dejó atrás la tumba-palacio de Babemba, rey de Sikasso y un recuerdo fugaz de su mó-ké le vino a la mente y recordó casi literalmente sus explicaciones cuando durante las horas de más fuerza del sol y en su ocaso, el abuelo les reunía a sus hermanos y niños de la familia a la sombra de la gran acacia que estaba frente a su casa. Sonrió con cierta nostalgia al recordar las caras estupefactas de todos los pequeños ante aquellos relatos, «como años antes sería la suya», pensó. Aquellas historias habían pasado de padres a hijos, generación tras generación y a él siempre le interesaron de una forma especial. Cuando no las relataba su abuelo espontáneamente era Sissé quien le pedía que lo hiciera, le gustaba escuchar a su mó-ké por el que sentía especial predilección, accediendo, éste, gustoso, a las peticiones de su nieto. Aunque él tuvo la suerte de acudir a una escuela durante seis años y algunas de esas historias también las había estudiado: 
«Sikasso fue fundada a principios del siglo XIX por Mansa Douala Traoré que reinó del año 1845 hasta el año 1866. La ciudad fue una pequeña aldea hasta 1876 cuando Tieba Traoré, cuya madre procedía de Sikasso, se convirtió en rey del Imperio Kénédougou, de 1866 a 1893 y trasladó su capital a Sikasso. Estableció su palacio en la colina sagrada de Mamelon donde construyó un muro o fortificación de defensa, “tata”, de nueve kilómetros de largo por seis metros de alto que rodeaba la ciudad, para resistir los ataques de Samora Touré o Samory Touré. Samory Touré fue un guerrero islamista que pretendía implantar el Islam a toda costa y se distinguió por hacer la guerra, únicamente, para enriquecerse capturando mujeres y haciendo prisioneros para venderlos a los negreros como esclavos. La ciudad resistió un largo asedio de 1887 a 1888, tanto por el ejército de Samory Touré como el francés, que se habían aliado previamente. Su ejército estaba dividido en dos alas: el ala de infantería “sofa”, iban armados con un escudo de madera o cuero y una “tamba”, y los arqueros que eran más numerosos portaban un escudo y dos aljabas de flechas de hierro con púas inclinadas, generalmente envenenadas.  Y, el ala de caballería, la formaban más de tres mil jinetes llamados “mandekalus”. Aquel ejército tenía entre treinta mil y treinta y cinco mil hombres
Ante la imposibilidad de romper sus murallas, Samory Touré, se retiró presionado por los franceses, llegando, éstos, a un tratado de amistad con el rey de Sikasso, Tieba Traoré, en ese mismo año de 1888 para luchar contra los “Ouatara”, en Burkina Fasso. Su hermano Babemba Traoré que le sucedió en el reinado en 1893 hasta 1898, tras la desconfianza generada con el ejército francés se enfrentó de nuevo a ellos que finalmente conquistaron el reino el 1º de mayo de 1898. En lugar de rendirse al ejército colonial francés, Babemba Traoré, antes de ser capturado pasó su fusil a un soldado de su escolta y gritó por su honor en su lengua Bamanankán (Bambara o Bamana): "Saya ka fisa ni os maloya" (la muerte es preferible a la vergüenza). Al tiempo que daba la orden al soldado de que le disparase, pasando en un instante a ser mártir de la independencia de Malí».
En su mente permanecía la imagen nítida de su mó-ké. Sissé apenas contaba con la edad de diez años cuando su mó-ké murió, no derramó una sola lágrima. Un día su abuelo desapareció de casa y nunca más volvió, su padre le hizo saber que se había marchado para morir sin molestar a nadie. Sissé apenas si habló unas palabras con su padre hasta pasados unos días a pesar de que la muerte era celebrada festivamente. 
Continuaba con su caminar constante con la ilusión desbordada, entre recuerdos, dirección Noroeste, rumbo a Fana; aunque al mismo tiempo dubitativo por el futuro incierto que tenía ante sí. Nunca se alejó de su familia y, desde luego, jamás había emprendido viaje alguno en solitario. Con diecinueve años de edad, pelo negro y anillado, de tez de color negro intenso, cordial, humilde, hablador, se relacionaba fácilmente con los demás. Poseía un gran sentido de la orientación. De constitución fuerte, atlética, grandes manos, hombros anchos, pectorales fornidos y piernas largas, fuertes y musculosas, superaba los ciento ochenta y cinco centímetros de alzada. Sus rasgos faciales bien proporcionados le conferían un gran atractivo. Era un buen conocedor de las artes agrícolas y poseía una habilidad especial para la caza, por empeño de su padre. Era el mayor de seis hermanos. Tenía asumido que se enfrentaba al gran reto de su vida. Conforme iba avanzando le asaltaban los recuerdos, aún frescos, de la vida junto a los suyos. Pero sobre todo, quizás porque era lo más parecido al reto que recién afrontaba, recordaba, las veces que salió a cazar con su padre. Cómo le insistía una y otra vez en la flema que debía tener para no ahuyentar las piezas, como tantas veces les sucedió, lo que le había supuesto más de una reprimenda del padre. Las labores de la tierra que tanto énfasis pusiera su padre en enseñarle, y los trucos para que fuera lo más fértil posible. Le vino el recuerdo cómo su padre le enseñó a hacer la besana con la azada y posteriormente con el arado. Cuánto le costó hasta conseguir hacerlas rectas, como le exigía su padre; hoy se sentía orgulloso.
Su mente era un torbellino en la que se amontonaban los recuerdos entremezclándose unos con otros. De momento comenzó a visualizar los lugares pintorescos de Sikasso – parecía estar viéndolos por primera vez –: el mercado, del que le gustaba sobremanera el griterío de los vendedores para ofertar sus productos. Las mujeres portando sobre sus cabezas grandes bultos, en equilibrio, con los productos que iban a vender. El regateo característico ante la compra de cualquier cosa, que resultaba ser como una liturgia de los pueblos africanos. La tumba del antiguo rey de Sikasso, que acababa de dejar atrás, un mausoleo poco ostentoso que a Sissé le servía para enorgullecerse y recordar a su abuelo. El hotel, Kénédougou Palace, sobre todo cuando llegaban los “toubabs” europeos y americanos, que junto a sus hermanos les asediaban para recoger algún paquete de galletas o de chicles, o alguna moneda que les hacía especial ilusión, máxime, si eran de sus países de origen. Después las cambiaba su padre reportándoles pingües beneficios, con los que se permitían algún pequeño lujo. Recordó cuando compró su padre la bicicleta nueva en la que transportaba toda clase de mercancías, incluso a ellos mismos, con unos dólares que les dieron unos turistas americanos. Sissé todavía se movía con la bicicleta por Sikasso. El gran impacto que le causó la primera vez que acompañó a su padre a Bamako, capital de Malí y vio aquel gran puente de madera, inmenso, que cruzaba el río Níger de orilla a orilla. Aquella imagen del puente sobre el río la recordaba en muchas ocasiones y con gran deleite. Las grutas de Missirikoro, en el sur, entre unas extensiones de vegetación exuberante, sobre todo de matorrales y bananos. Tenían un verdor espectacular haciendo contraste con el color rojizo de los caminos de tierra que las atravesaba, intercalada, al mismo tiempo, de campos de cultivos de Mangos. Ese año no era así a causa de la sequía. La gruta de entrada formada por grandes rocas fuertemente erosionadas ocultas tras un espeso ramaje. Sus galerías hechas por oquedades ovaladas de formas caprichosamente redondeadas, por la erosión del agua y el tiempo. Y, las cascadas de Farako, esos parajes le fascinaban especialmente, muy próximas a la frontera con Burkina Faso, en donde destacaban sus plantaciones de té, a tres kilómetros más al sureste de Missirikoro. Cada vez que iban se bañaban en sus aguas cristalinas, frescas y tranquilas en el remanso, tras la caída del agua, a la que tenían prohibido acercarse, a pesar de que Sissé era un excelente nadador. Se le agolpaban las imágenes, una tras otra, sin orden ni control. Parecía como si se le acabara el tiempo, ese tiempo que jamás había condicionado sus vidas, que nunca valoraron, que no les acuciaba. 
En un instante se detuvo y respiró hondo, profundamente, varias veces, y se insufló valor él mismo. Se sintió mal y se inquietó. Le temblaban las manos. Las piernas le pesaban una enormidad, así como los brazos que parecían de plomo. Le apareció un sudor extraño. Se sentó al borde del camino, sobre la raíz sobresaliente de una acacia que no tenía esas largas espinas características. Contempló su alrededor y le dio la sensación de no ver con claridad, se le presentaba todo aquello que tenía delante turbio, borroso, como en cualquier día de calima. Entretanto, la respiración seguía agitada. Se puso en pie. Siguió respirando profundamente, extendió los brazos en cruz varias veces para abrir más la caja torácica como les indicaba un ex jugador de fútbol, que ejercía de entrenador en el equipo de Sikasso, del que formó parte hasta un año antes. Tras unos momentos de incertidumbre, de respirar profundamente comenzó a sentirse más tranquilo. Aunque seguía asustado. Por un momento sopesó la opción de volver a su casa. Observó su alrededor hasta donde la tierra se unía al horizonte, ruborizándose de pensar lo que le había sucedido. Era la primera vez que se apartaba de su familia y eso le creó cierta inquietud. No obstante, Sissé era un joven de fuerte carácter: «este viaje servirá para mejorar la vida de los míos», se dijo a sí mismo. Ese pensamiento le reconfortó. Unos minutos después su respiración volvió a ser acompasada, normal, más relajada, parecía que se aligeraba el peso de piernas y brazos, aunque aún continuaban algo romos. Respiró hondo varias veces más. Se colocó el dugutaampalan a la espalda y reinició, de nuevo, el camino. 
Atravesó campos plantados de mangos, mandiocas y bananos, que comenzaban a tomar sus tonos verdes, y algún que otro en los que cultivan hortalizas, aunque todavía se apreciaban plantas secas víctimas de la terrible sequía. Su zona era una zona rica en agua. Privilegiada. Generalmente gozaba de una época amplia de lluvias con relación a otras del centro y norte de Malí, por donde no transcurría el curso del río Níger, aunque este año también estaban pasando verdadera escasez. Eso había provocado que los productores acaparasen el poco grano que había en la región, lo que aumentó su carestía y su enriquecimiento. En otras épocas, podían mantener zonas inundadas con las que asegurar el riego de sus plantaciones, lo que les permitía cosechar cereales, legumbres y hortalizas; aunque la base de la alimentación en Sikasso continuaba siendo el “too” casi exclusivamente y algo de carne en ciertas ocasiones especiales, cuando la caza se daba bien. Aunque ese privilegio se había perdido en gran parte del territorio desde el mes de noviembre pasado, en el que unas inundaciones inusuales destruyeron todos los campos y pastizales de la zona. También las inundaciones hicieron estragos en el sur de Mauritania, en Burkina Faso y en el noreste de Níger. Esas inundaciones fueron el colofón de una sequía tremenda que alguna otra vez les azotaba. Una gran plaga de langosta se sumó a la desdicha de estos pueblos. Arrasó las plantaciones en los países de Mauritania, Senegal, Malí y Níger, y provocó una hambruna a casi la totalidad de aquellos pueblos. De la hambruna no se libraron, siquiera, los pueblos ribereños del río Níger. Sufrieron la destrucción de sus riveras y zonas aledañas por su desbordamiento, y la posterior plaga que acabó con sus escasas posibilidades de vida. 
Apenas si había andado Sissé diez kilómetros, perdido en sus pensamientos, en aquellos recuerdos que no le abandonaban, sin percatarse de lo que sucedía a su alrededor. Caminaba porque era inherente a su objetivo. Jamás el africano había sido esclavo del tiempo, la flema les caracterizaba. Era casi media mañana y hoyaba el borde de una pista de tierra en la que a ambos lados había extensos bosques de acacias, donde poder protegerse del fuerte calor, acompañadas de una vegetación incipiente. No se cruzó con nadie en un par de horas. De pronto se detuvo un viejo camión a su lado, cargado de maíz, que le hizo sobresaltarse a pesar de haberle escuchado que se acercaba desde hacía un buen rato.
––¿Dónde vas, muchacho?— Le preguntaron desde el interior del camión.
––Voy a Ségou… Señor–. Respondió, sin ver a quien.
––¡Anda! Sube. Hasta Kinyan te puedo llevar–, le invitó un solícito camionero, belfo, con una gran sonrisa en su cara, dejándose ver ligeramente por la ventanilla derecha del camión. –Voy hasta Koutiala, donde debo cargar algodón, después de descargar el resto del maíz. Parte se queda en Kinyan.
–Pero ¿hay maíz en alguna parte?
–No hay mucho, no creas, pero quien lo tiene... 
–¡Gracias!¡Muchas gracias, señor! Mi nombre es Sissé––, le dijo, tendiéndole su mano, después de haber tomado asiento en el camión.
–Yo soy Alaine, de Bobo Dioulasso, en Burkina. Siempre viajo solo. Hago las rutas de…, bueno las que me contratan. No obstante es muy aburrido viajar solo, por eso si veo alguien que viaja caminando lo recojo. Así se hace más ameno el viaje––, soltó una gran risotada. Y sin dejar hablar a Sissé, prosiguió ––ahora voy al mercado de Kinyan, de modo que te aliviaré al menos ese recorrido, aunque viajo lentamente; el camión es algo viejo, algo más que yo.— Otra risotada hizo que mostrara sus dientes grandes y ennegrecidos de mascar “siramugu” para a continuación escupir por la ventanilla del camión, dándole un gran impulso. Llenaba sus pulmones de aire y lo expulsaba bruscamente por entre el clareo de sus dientes, le faltaba el incisivo central.
–¿Dónde vas? Aunque creo adivinarlo: Europa–, dijo mirándole a los ojos, perdiendo de vista la carretera.
–Sí. Efectivamente. Viajo a Francia—. Asintió, incluso con la cabeza, al tiempo que esbozaba una sonrisa, –es mi intención llegar allí y trabajar duro para mejorar la vida de los míos y la mía propia. 
–Sabes que es peligroso, ¿no? Si no viajas en avión es muy complicado. Te encuentras con situaciones muy desagradables. Yo mismo tengo un sobrino, André, hace algo más de tres años que partió, como tú, ahora, él lo hizo por Senegal, es menos comprometido que viajar a través de Argelia para llegar a Marruecos–, le dijo. –Hace más de un año que no sabemos nada de él, desconocemos si está vivo o muerto— se lamentó. –Ahora tendrá sobre veintisiete años y es más bajito que tú, menos corpulento, pero con muchas agallas y más guapo que tú–, al tiempo que otra gran risotada dejaba a la vista su boca, grande, abierta, que casi escondió su cara; en ese mismo momento cogieron un gran bache que hizo tambalearse el camión, Sissé se propinó un coscorrón en la ventanilla, lo que provocó más risas de ambos, mientras Sissé se frotaba con vehemencia la cabeza para mitigar el dolor.
En dos horas de viaje parsimonioso no había dejado de hablar el camionero. Entre frase y frase soltaba una carcajada mostrando hilachos de “siramugu” entre sus prominentes y ennegrecidos dientes, para a continuación escupir por la ventanilla del camión. Le contó con todo lujo de detalles los innumerables viajes que había realizado tanto dentro de Malí, como fuera, en los países vecinos y algún que otro hasta Libia y Egipto. 
–A lo largo de todos estos años se han perdido demasiadas personas, hermanos que no se han conformado con la vida de nuestros países… 
–Que no se han conformado no, que no tenían posibilidad de vivir y menos dignamente—, le interrumpió Sissé. 
–Bien. Algunos, verdaderamente, no tendrían posibilidades de vida en sus países, pero otros lo intentaron por mejorar sus formas de vida, sólo, porque no estaban conformes con lo que tenían. A los del norte no les importamos nada los negros, les resulta indiferente si se siembran los campos y caminos de cuerpos negros, imagínate qué les puede importar si desaparecen en el océano que no quedan los cuerpos para denunciar las tragedias que suceden a diario. Nosotros para ellos no somos más que un trozo de carne con forma pero sin voz, sin alma; por tanto sin derechos. No te equivoques, Sissé, debes estar siempre muy atento y no fiarte de nadie, debes hacer aquello que realmente puedas hacer y administrar tu mismo. No esperes que alguien interceda por ti. Escurre el bulto al menor atisbo de problemas con gendarmes o militares, o en los que puedan aparecer éstos, porque no te van a preguntar–, concluyó. 
Siguió dando a Sissé todo tipo de detalles de su sobrino, por si coincidiera con él o llegara a saber qué suerte corrió y poder informarle. Después se pasaron ambos los respectivos números de teléfono y le dio muchos consejos, que le llegaron a abrumar. Le recomendó que viajara por Senegal que era una ruta menos peligrosa, así evitaría cruzar el desierto de Tanezrouft.
Alaine le advirtió de que no cruzara el desierto en solitario, que se uniera a cualquier convoy que hiciera la ruta y atravesara el Tanezrouft en compañía. Le continuó alertando que había de tener mucho cuidado en Argelia y en Marruecos, donde los hombres negros no eran vistos con buenos ojos y aprovechaban cualquier ocasión para robarles. Llegaron, entre tanto, al mercado y después de desearse ambos la mayor de las suertes se despidieron con un abrazo y una nueva risotada, acompañada con un escupitajo de Sissé, que les sirvió para reír a ambos. Le agradeció, otra vez, el favor de haberle llevado hasta Kinyan y se despidieron chocando sus puños cerrados.
–Permíteme que te ayude a descargar el camión, Alaine–, se ofreció Sissé.
–Ni mucho menos, aquí no descargo yo. Aquí me descargan mientras yo descanso–, le agradeció con una señal de la mano a modo de despedida.
Sissé atravesaba el mercado observando todo lo que ofrecían en él. Se detuvo en un puesto de dátiles y compró una rama. «No hay diferencias con el mercado de Sikasso, si bien éste es bastante más pequeño», se dijo. Se recreó en los distintos puestos regateando los precios con cada uno de los vendedores que le ofrecían sus productos. Los puestos estaban en una situación muy bien organizada, lo que llamó su atención. Se podían encontrar tallas de madera, vasijas de cerámica, productos de piel, algunos tipos de verduras y frutas, algún puesto de prendas de vestir, de calzado, de pay pays, una mujer cargada con su niña a la espalda vendía leche de cebú...
Sissé se retiró varios metros más allá de donde acababa el mercado, y apostado sobre el tronco de una acacia, observaba la actividad de las personas. Descolgó la mochila de su hombro y colocó en su interior la rama de dátiles. 




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