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domingo, 25 de mayo de 2014

SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso.



                                         Capítulo VIII


Con el albor de la mañana del día seis de febrero, Sissé se acercó al restaurante L’Esplanade, en la bocana del puerto, para tomar el desayuno con Aicha. Con el deseo de compartir sus últimos momentos en Ségou con ella. Desde la terraza del restaurante donde tomó asiento en una de las mesas, divisaba el buque en donde embarcaría en poco tiempo, los muelles adyacentes, en los que todavía había atracadas infinidad de pinazas y la calle por donde debía descender Aicha para llegar al puerto. «El despuntar del día es, sencillamente, hermoso» se dijo así mismo. El agua había tomado un color plateado iridiscente, que no tardaría en tornarse del color pardo de la arena. Un grato aroma a té le llegó de momento. Esperaba con ansiedad que Aicha llegara. Su conciencia estaba dividida. Apartarse de esa mujer le costaba una enormidad, no podía quitarla de su pensamiento, tampoco quería. Pensar en ella le revolucionaba la sangre, le llenaba de ánimo, de vitalidad. «El lugar es precioso, difiere mucho ver los paisajes desde la terraza del restaurante, contemplando el río Níger desde lo alto a hacerlo desde la orilla» pensó. Le ofrecieron en unas bandejas típicas, verduras, pollo, patatas, fruta y refresco. Se había permitido un lujo que ya no se volvería a repetir. Quería obsequiar a Aicha…, pero se estaba retrasando. Un mal presentimiento comenzó a azorarlo. El inicio de su último día en Ségou comenzaba a volverse muy tenso, desde luego no era como él lo había planeado. 
Vio a todos los amigos que se acercaban a despedirlo; todos, excepto Aicha y el resto de las chicas. Una gran inquietud le agobiaba por momentos. Recordó la respuesta desproporcionada de Aicha ante la pregunta de si había salido con Sekou; cierta desconfianza comenzaba a apoderarse de él. Los amigos le estaban buscando por el restaurante, en el que ya se había acumulado gran cantidad de personas, les vio deambular y les llamó. Se acercaron y tomaron asiento junto a él, gastando alguna broma y dándole algunas palmadas en la espalda para mitigar el tenso ambiente que no intentó disimular. 
–Leopold, sabes donde está Aicha. 
–No, no sé nada de ella, desde ayer en que os marchasteis. Es más, pensaba que ya estaría aquí contigo. 
Se percató de que Aicha no iba a venir y aquel desasosiego se apoderó aún más de Sissé. Invitó a sus amigos a compartir el desayuno que le habían traído hacía un momento, del que no probó bocado. Después de unos momentos de conversar entre todos ellos y dándose recíprocas recomendaciones, una llamada por megafonía, casi ininteligible, anunció la pronta salida del buque e invitaba a los pasajeros a embarcar. Después de unos efusivos abrazos con todos los compañeros, a los que prometió que estaría en contacto por mediación de Aicha, ascendió al buque desde el que se giraba para despedirse de sus amigos, oteando, al mismo tiempo, la calle por la que debía haber llegado Aicha.
Zarparon poco más tarde rumbo a Mopti, entre toques de sirena. Los amigos de Sissé permanecían en el embarcadero observando como se alejaba a bordo de aquel antiguo barco. Era un enorme barco de fabricación alemana del año 1964, según rezaba en una placa conmemorativa de su botadura, raída por el paso inexorable del tiempo. Llevaba más de cuarenta años navegando. Un gran cartel pintado con su nombre: “SUMARE”, se hacía visible desde lejos. Estaba pintado de color blanco y azul, y tenía tres plantas de altura; era una mezcla de carguero y transbordador. Innumerables pinazas multicolores, con toldos grises, azules, verdes, de todos los colores imaginables y la bandera de Malí, estaban varadas en el puerto meciéndose al compás de las olas que emitía el Sumare desde su casco. Los pescadores que preparaban sus aparejos saludaban con entusiasmo la salida del buque. Había algo más adelante un astillero, donde varias barcas de diversos tamaños estaban acabándose de construir de forma artesanal. A un lado se apilaban grandes tablones de madera y delante de estos un barco que estaban finalizando su construcción, pintándolo de vivos y diversos colores. 
Los patrones separaban las pinazas de la orilla con una gran pértiga,  zarpando tras el gran buque. Desde el barco, Sissé, vio un niño y una niña, seguramente hermanos, que en el muelle vendían bananos en unas mugrientas bandejas que llevaban encima de la cabeza, sobre un pañuelo anudado rojo y blanco a modo de turbante. Los niños sonreían: el niño, más pequeño, llevaba el torso descubierto y un calzón blanco con el escudo del Lyon, como su compatriota Diarrá, futbolista de ese equipo francés; y la niña, que portaba un bonito vestido en colores amarillo y azul con grandes estampados, gritaban agradecidos: –¡toubabou, toubabou, mercí!–, a unos turistas que les habían comprado unos bananos y les obsequiaron con unas monedas, agitando una de sus manos.
Sissé, taciturno, se despedía de sus amigos con movimientos de su mano derecha. Su mirada felina rastreaba la dársena en busca de Aicha sin conseguir detectarla. Abajo, en tierra, las mujeres que llegaban en ese momento, excepto Aicha, permanecieron junto al resto de amigos, algunas lágrimas furtivas fueron testigos mudas ante la partida de Sissé. 
–¡“Ka an be”!–, gritaban dando saltos y agitando sus manos con energía para llamar su atención. Sissé les correspondió con movimientos de su mano con disimulada desgana. 
Una tristeza enorme embargó el corazón de Sissé. Un nudo en la garganta le ahogaba, el pecho que parecía le iba a estallar. La ansiedad le estaba jugando una mala pasada, de nuevo. La cara se le descompuso y un rictus agrio marcaba su rostro. No obstante, se esforzaba en saludar a las recién llegadas y corresponder a su entusiasmo. Se sentó en el único banco de madera que había en babor, junto a la puerta de acceso, abatido. Bajó la cabeza cubriéndose la cara con ambas manos. Perdidos de vista sus amigos, una voz de mujer le dijo que respirara hondo, varias veces, le insistía. Agradeció con un gesto de la mano porque sólo fue capaz de balbucear unas palabras que nadie podía entender. Tras repetir varias veces la respiración profunda y acompasada, como le habían indicado, se sintió algo mejor. La presión del pecho iba desapareciendo. Mantenía aún la cabeza baja y seguía cubriendo su rostro con las palmas de sus manos. Quien le orientó para su recuperación, le colocó su mano en la cabeza deslizándola delicadamente hacia atrás, un sobresalto le alarmó y su corazón multiplicó sus latidos. Un momento de euforia y una enorme satisfacción le sacudió todo su cuerpo. «No puede ser» se dijo. Aunque deseaba con todas sus fuerzas que fuera. Elevó la cabeza y clavó su mirada en ella. Quedó perplejo y algo contrariado al descubrir que no era Aicha, ante sí tenía a la misma mujer que vio la primera noche en el Festival sobre el río Níger y que siguió con la vista descaradamente. «Si esa noche estaba bella, ahora está bellísima. Parece no afectarle en absoluto el horario de la mañana después de cuatro días intensos de fiesta» se dijo. Por un momento sintió una desolación enorme, aunque no le desvió la mirada. La mujer le dirigió una increíble sonrisa, con un movimiento sutil de la comisura de los labios, para finalmente mostrar ligeramente sus blancos y perfectos dientes con una sonrisa más amplia. Sissé no atinaba a saber si era más sensual su sonrisa o su mirada, ambas le embaucaron desde la primera vez que la vio. En esta ocasión vestía un pantalón tejano y chaqueta color crudo, sobre una camiseta con grandes estampados en crema y otros en color negro, entremezclados todos ellos sobre fondo verde. Su pelo, media melena que apenas le descansaba sobre los hombros, con puntas estiradas de desigual corte, que en esta ocasión llevaba a la vista, hacía juego con el color marrón de sus grandes y sesgados ojos, cejas perfectamente arregladas. Daba la impresión de ser una mujer distinguida, que no se dedicaba a las labores de la tierra.
–Siento haberte decepcionado– se limitó a decir. 
Trató de levantarse del banco en un gesto de cortesía y se trastabilló estando a punto de caer. Sissé se disculpó por su torpeza, a lo que respondió la señora con una carcajada contenida a medias. La mujer le tendió la mano mientras le miraba de hito en hito, con una mirada dulce, tranquilizadora. Sissé, le correspondió ofreciéndole la suya y tratando de mirarla de igual modo; pero desvió finalmente su mirada… En un instante había explorado todo su cuerpo recreándose en su pecho, para a continuación dejar la vista perdida en el horizonte y tratar de desahogar así la situación.
–Mi nombre es Maharafa, Maharafa Dakoté– irrumpió la mujer con una voz dulce.

–Sissé es el mío, señora– dijo, al tiempo que esbozaba una sonrisa. –He quedado algo aturdido al verla. No podía imaginar que estuviera usted aquí.
–Ya lo he observado– replicó. ¿He pasado el aprobado?– le interrogó sarcásticamente. 
En ese momento, Sissé, sintió una sensación de sofoco por la que no pudo articular palabra. No respondió más que con aquella dulce sonrisa, pero al mismo tiempo, disculpándose, bajó levemente la cabeza. Se acercaron a la Proa del barco y se apoyaron sobre el pasamanos de hierro pintado de blanco, rugoso, a saber cuántas pasadas de pintura llevaría superpuestas.
Entre tanto el barco seguía con su lento navegar por el río Níger. Un monótono y ronco repiqueteo del motor interrumpía de cuando en cuando los cánticos y las chácharas de los pescadores que faenaban en el río, sobresaltándose y maldiciendo el silbido estridente y grave de la sirena que el capitán hacía sonar a su paso. Pasaron delante de una zona canalizada del río en el margen derecho, después de salir de un gran meandro. La parte más elevada de la ribera se encontraba protegida por un pretil de argamasa rojiza coronado con lajas del mismo barro cocido. Servía de asiento para el descanso de los viandantes, que deambulaban por Le Route de la Corniche, una avenida ancha, de esa misma tierra rojiza, que acompañaba paralela el curso del río a lo largo de los ocho kilómetros que tenía la ciudad. Toda aquella avenida estaba bordeada de balanzanes en la que destacaba sobremanera una enorme que proyectaba una sombra inmensa. Le llamó la atención a Sissé el tamaño de la acacia y contemplándola creyó ver a Aicha apostada bajo aquel gran árbol. Levantó su mano instintivamente hasta media altura en su intento de saludarla, aunque sólo le correspondieron unos niños sentados sobre aquel pretil con una amplia sonrisa, que agitaban sus brazos sin parar. Colocó su mano con delicadeza sobre la pulsera de cuero que le regalara ella. 
Aicha, estaba apostada junto al gran tronco de la acacia, semioculta, expectante, siguiendo el movimiento del barco, en el que había localizado desde el primer momento a Sissé junto a aquella mujer. Le despidió colocándose una mano en su corazón y la otra sobre el bàgan que Sissé le regalara. Para no perturbarlo no se dejó ver. «Posiblemente se marcharía peor» pensó Aicha. Una enorme desazón le invadió de momento e irrumpieron unas lágrimas, sintiéndose incapaz de controlarlas. Recordaba, apoyada en el tronco del balanzán, el impacto tan favorable causado al verle por primera vez, aquel aire distraído entre tanto gentío. Tan complaciente. Sumida en los recuerdos jugueteaba con el bàgan entre sus dedos, imaginando que era su cuerpo con el que no había perdido el contacto. También recordaba aquella sonrisa entrañable, que le cautivó cuando la esbozó por primera vez al ser presentados. «Su mirada felina, sus ojos de color verde claro, escudriñadores de todo aquello que se moviera a su alrededor» se decía para sí misma. Aicha abrió la boca y tomó aire para expulsarlo en un suspiro, mientras continuaba acariciando el bàgan con añoranza. «Su mentón marcado, su pelo anillado y su complexión fuerte dando apariencia de un hombre de aspecto rudo y sin embargo, esos ojos, y sobre todo su mirada dulce, tierna como la de un niño... Su cuerpo atlético, de anchos hombros y sus grandes manos, tan sensibles en sus caricias» seguía recordando. Continuaba apoyada en el tronco tras el que se ocultaba, mientras veía alejarse el barco poco a poco, inspirando aquel aire cálido, aún respirable. Con gesto melancólico, observaba como se abrían los surcos de espuma blanca, que proyectaba a su paso el buque desde su proa llegando hasta la orilla y zarandeando las pinazas que ya faenaban. Le asaltaron los recuerdos de la primera noche juntos en el río, y la segunda… Ya no era capaz de distinguir a Sissé, se había empequeñecido hasta tal punto el Sumare que apenas si distinguía las siluetas de las personas que viajaban en él. Esperó hasta que el barco desapareció desdibujado en el horizonte y se marchó de regreso a su casa, sumida en sus recuerdos; con la mirada cristalina y su cuerpo sudoroso a pesar de la hora temprana de la mañana. Se sintió desdichada.
«Mi ansia por ver a Aicha me ha traicionado» pensó Sissé. Seguía tensó su rostro. Hacía un momento que se había vuelto a sentar junto a la mujer en el banco de babor.
–No deberías preocuparte– trató de animarle Maharafa, –quizá no soportaba verte partir.
–Gracias– le respondió Sissé, asintiendo con la cabeza. –Pero son tantas las ganas que tengo de verla, de estar con ella…, he estado tentado de quedarme en Ségou, y disculparme con mi familia; pero…, no puedo traicionarlos. Esperan mucho de mí.
–Y, ¿por qué no te has quedado?— Se interesó Maharafa. –Seguro que tu familia lo habría entendido y te hubiera apoyado. ¿Vas a Europa, eh?
–Sí. Ese es mi destino… Seguramente sí me habrían apoyado; sin embargo yo no me lo hubiera perdonado nunca. Hemos hablado mucho de este viaje en mi casa y me ha costado convencer a mi padre. A mi madre no logré convencerla. Pero una vez convencido mi padre, ella tenía que aceptarlo, no puedo decepcionarlos– parecía reflexionar en voz alta. –Es mucha la miseria que tenemos en mi casa, aunque verdaderamente no pasamos hambre, somos cinco hermanos, yo soy el mayor y…, en fin, no sé. Creo que estoy obligado a tratar de sacar a mi familia adelante.
–Tú también tienes derecho a hacer de tu vida lo que quieras– le replicó Maharafa, –no tienes la culpa de las necesidades de tu familia. La vida en nuestro país es así, por eso necesitamos de todos para cambiar aquello que se puede cambiar. Está muy bien que mires por todos ellos de esa manera. Pero no creas que en Europa todo es más fácil. Pasan verdaderas calamidades muchos de los que emigran. La vida no es placentera en un país extranjero y menos para los negros. Todavía hay muchas personas que nos miran como seres inferiores, como si nuestros sentimientos no fueran similares a los suyos. Y estas diferencias se hacen más notorias cuando el autóctono cree que vas a quitarle su trabajo; consecuentemente, la vida para el emigrante se hace más dura— concluyó, ante el asombro de Sissé que le parecía que hablaba con conocimiento de causa.
Sissé escuchó con atención a aquella mujer, le recordaba al profesor de la universidad de Bamako, que le instruyó sobre la historia de Ségou, en el autobús. Su voz aterciopelada se asemejaba mucho a la del profesor, incluso la cadencia con la que hablaba. Ambos después de cada frase dejaban un espacio de silencio para que pudiera asimilar todo lo que escuchaba; ¾de esa manera te interesa más lo que dicen¾ le aseguró el profesor.
–¿Ha estado usted en Europa? 
–Sí, en varias ocasiones y te aseguro que no todos los emigrantes lo pasan bien. He visto a muchos durmiendo bajo puentes o casas abandonadas cubriéndose con un simple cartón o un plástico de las inclemencias del tiempo, que te puedo asegurar que son bastante más duras que aquí si careces de medios. Y eso sin hablar de lo que comen...
–Maharafa he de dejarla– trató de excusarse Sissé. –Yo viajo en la tercera planta y estamos en la primera. No puedo permanecer más tiempo aquí o me llamarán la atención.
Ascendieron ambos por una escalera interior hasta la segunda planta, Maharafa le cogió la mano a Sissé sacándolo a cubierta. Se dirigieron hacia la proa del barco, ante la incredulidad de Sissé que no se atrevía a protestar ante la situación que estaba viviendo. Se sentaron uno junto al otro en uno de los banco de madera de ébano que estaban situados a cada una de los lados de la puerta de acceso al interior de un gran salón.
–Permanece sentado aquí mientras yo voy un momento en busca del capitán del barco– le ordenó decidida.
Sissé, no salía de su asombro, no alcanzaba a comprender lo que le estaba sucediendo. Aquella mujer disponía lo que quería y él no era capaz, siquiera, de preguntar el por qué hacía aquello. «Me está bien dejarme llevar, para cortarla a toda hora estoy a tiempo» se decía. «No, en cuanto llegue me despido de ella y me voy para arriba, a mi sitio» trató de convencerse. «Es una mujer arrolladora, con lo dulce que es, la forma de hablar y la voz tan melosa, y hace de mí...» se dijo. 
Sissé continuó intentando encontrar una explicación a lo que estaba viviendo desde que embarcara, cuando observó que se acercaba Maharafa con paso decidido, y un rictus alegre en su rostro esbozando una ligera sonrisa. 
–Todo está resuelto para que viajes conmigo en esta planta al no estar completas las plazas.
–¿Ha ido usted en busca del capitán para pedirle que yo viaje aquí, con usted? No puedo creerlo.
–¿Por qué no lo puedes creer? 
–Pues..., porque no es muy normal, Maharafa, que usted me ayude... Bueno, que me haya atendido cuando estaba cabizbajo, bien, lo puedo entender, pero, hasta tomarse la molestia de hablar con el capitán, para que yo viaje con usted, estará de acuerdo conmigo en que muy normal no es. 
–¿Por qué no iba a ser normal? Eres un joven educado, has pasado un mal rato..., si yo puedo aliviarte, ¿qué hay de anormal en eso? Además, ha accedido inmediatamente. Tenemos muy buena amistad. El capitán era muy buen amigo de mi marido y hemos viajado en innumerables ocasiones en su barco, tanto antes con mi marido como ahora yo sola.
En la tercera planta viajaban numerosos viajeros, comerciantes sobre todo, bajo un gran toldo, llevando sus mercancías desde Koulikoro hasta los mercados de Moptí, Tombouctou o Gao. Portaban bananos, mangos, tomates, arroz, cacahuetes, madera, vacas y cabras. Cada cual se las arregló como pudo. Andaban mezclados personas, animales y mercancías sin orden ni control, echados por la cubierta. Cada cual tomaba un sitio donde viajar junto a sus pertenencias y ya no lo cambiaría mientras estuviera en el barco. En aquella cubierta destacaban los diversos colores de los “Boubous” y algunos de los turbantes, que eran enormes y contrastaban con su piel oscura. Un grupo de jóvenes y algunas mujeres cantaban y tocaban palmas, entre risas, mientras la mayoría de los hombres habían formado un corro, sentados en el suelo y hablaban distendidos. 
Iban dejando atrás los poblados bozos en las orillas del Níger, eran eminentemente pescadores. Sus capturas solían ser, casi siempre, el pez Capitán, los enormes Siluros y las carpas; con dichas capturas comerciaban en la misma ribera del río, como hicieran en el mercado de Sègou. En la orilla había un grupo de grandes árboles de mango.
–Observe esos mangos tan grandes con infinidad de hojas de ese color violeta rojizo que contrasta con el verde intenso de las hojas adultas del mango, denotan que son hojas jóvenes y darán paso a la flor polígama de color verde-amarillento para posteriormente convertirse en el fruto– le explicaba Sissé. 
A lo largo de la ribera del Níger la vegetación era abundante y en los árboles se concentraban una cantidad ingente de pájaros que parecían querer competir entre sí haciéndose oír; con sus gorjeos y trinos embellecían la paleta polícroma del África bamana.
–Observe los martines pescadores...– le dijo Sissé.
–No me hables de usted, por favor– le interrumpió.
–Está bien. Como quieras. Mira los martines pescadores, añaden una pincelada de colores con el azul, el naranja y el blanco o verde de sus cuerpos en el apacible discurrir del curso del río, cuando se posan en los riscos y ramas de las orillas. Desde esa altura, en la que se muestran sacudiendo la cola y la cabeza, acechan a sus desprevenidas presas y con el pico de puñal que tienen se lanzan en picado al agua cuando ven algún pez. Mira: garzas blancas– dijo Sissé señalando con el dedo. –Los pájaros tejedores son comedores de semillas, sus picos son cónicos redondeados. Sabías que los tejedores se dividen en cuatro tipos: búfalos, gorriones, típicos y viudos. Mira esos machos que coloraciones tan brillantes. Esos rojos, esos otros amarillos y negros...
–¿Cómo puedes saber desde aquí que son machos?– Le preguntó Maharafa.
–Porque son los machos los que tienen esos colores vivos.
–¡Por favor! Que ignorante soy.
–No se puede saber de todo– casi se disculpó Sissé–, y continuó. –Algunas especies muestran variaciones de coloración sólo en la temporada reproductiva. Los pájaros tejedores, se conocen, también, como pinzones tejedores, deben su nombre a sus nidos que elaboran entretejidos, son los más elaborados de entre todas las demás aves. Construyen sus nidos juntos, generalmente varios en una misma rama. Los machos tejen el nido y lo usan como una forma de exhibición para seducir a las hembras– le iba explicando Sissé, ante la expectación de Maharafa, sorprendida por los conocimientos de éste.
–¿Cómo conoces tanto de estos pájaros?
–Por mi padre. Cuando salíamos a cazar y les veíamos siempre me explicaba todos los pormenores que él conocía. Yo le replicaba que ya me lo había dicho en muchas ocasiones, pero él siempre me decía que si quería cazar alguna pieza, cuanto más conociera de ella más fácil me sería capturarla. 
Pasaron delante de extensos campos de arroz y otros de cultivo de hortalizas, diseminados a lo largo de la ribera del Níger. Se podían ver pequeñas casas de adobe y techumbres de paja y cañas propias del pueblo bozo, que se encontraban ubicadas en restingas en medio del río.
–Ciertos poblados Bozos, que habitan a lo largo del río, de cabañas construidas de barro y tejados de caña y paja, son abandonadas temporalmente mientras dura la crecida del río– le dijo en esta ocasión Maharafa, al tiempo que los señalaba con el dedo índice extendiendo el brazo.
Sobre el mediodía, sentados a la sombra en sendas hamacas, bajo la marquesina que formaba el piso superior del Sumare, donde se hacía más llevadero aquel sol tórrido y el calor sofocante, llegaron a la presa de Markala, construida por los franceses entre los años 1.934 y 1.947, a la que giraron visita turística. 
–La presa la construyeron para poder llevar el agua a los campos de cultivo de algodón, maíz y caña de azúcar. Hicieron un canal anexo de navegación de ocho kilómetros, con esclusas para poder pasar los barcos– le informó Maharafa.
–Este lago es inmenso– dijo Sissé. 
–Claro. Es un embalse que tiene alrededor de veintiocho kilómetros. Ves esos son los canales que construyeron y que se utilizan para el desagüe de la presa.
–Vaya un puente. Nunca había visto nada igual.
–Al margen de que ha sido muy beneficioso para la zona, porque se ha construido la central hidroeléctrica de Sélingué, y se riegan tierras al rededor de 75 kilómetros hacia el norte, permitiendo que se cultive arroz y hortalizas, el caudal del río con su construcción bajó veinte centímetros. 
Sissé, sacó de su dugutaampalan aceitunas, dátiles y unos higos secos y los ofreció a Maharafa.
–¡Hummm!..., higos. Me encantan, son mi bocado preferido— le agradeció al tiempo que se echaba uno a la boca.
–¡Toma más!— Le ofreció complacido Sissé.
–No. Come tú.
–No te preocupes por mí. Prefiero que comas tú, yo comeré después. 
–De ninguna manera—. Sentenció Maharafa. –Comeremos los dos—. Cogió el higo más grande y lo colocó con delicadeza en la boca a Sissé.
Sissé, creyó desvanecerse allí mismo, se sentía azorado, al tiempo que masticaba con parsimonia y miraba a Maharafa gratamente extrañado. No entendía que eso le estuviera pasando a él. Una mujer culta, influyente, bellísima y que le dé la comida como si fuera un niño, o un enamorado. La situación le sobrepasaba, no sabía qué hacer. De buena gana le correspondería de igual forma; pero no se atrevía. Se limitó a mirarla de hito en hito mientras continuaba masticando lentamente el higo seco. Le correspondió Maharafa con otra mirada igual sosteniéndole la suya sin ningún pudor y Sissé, empezó a sentir un escalofrío que le corría todo el cuerpo, de arriba abajo.
–No te alteres—. Le dijo Maharafa, a Sissé, colocándole su mano cariñosa sobre el hombro, seguida de una gran carcajada. Cogiendo, a continuación, otro higo.
Sissé, igualmente, esbozó una sonrisa. Tras varias horas de navegación llegaron al poblado de Koa y advirtieron un intenso movimiento en el personal del barco, prepararon ciertos aparejos que habían pasado desapercibidos hasta ese momento para los viajeros. Mientras tanto, el Sumare, se aproximaba lentamente al embarcadero, a modo de pantalán que se internaba en el río en un gran recodo, donde atracó. Dispusieron de una pasarela de metal, solamente alterado el suelo por unas barras transversales en relieve del mismo metal, delimitadas por dos pasamanos en los que asirse para descender del barco sin peligro. 
–Pasaremos la noche aquí– le indicó Maharafa.
Unos cuantos empleados del buque desembarcaron rápidamente y se apresuraban a montar varias carpas, improvisando un campamento, al que proveyeron de varias lámparas de carburo, mientras descendían el resto de pasajeros. No tardaron en tener el campamento dispuesto.
–Pernoctaremos por grupos– añadió Maharafa; mientras paseaban por la ribera del río. El sol había comenzado su ocaso, bellísimo. Proporcionaba al Níger unas tonalidades entre rojizas y doradas, verdaderamente espectaculares. Muy cerca del improvisado campamento que estaban montando, había otro campamento, formado por varias “jaimas” de una caravana Tuareg, al que llegaron en su paseo. Maharafa les saludo en su lengua tamasheq y gentilmente les invitaron a tomar té. Ceremonia que constaba en servirlo tres veces. 
–La primera vez sabe amargo, como la vida– comentaron.
Contaban historias de toda índole, unas ancestrales y otras contemporáneas. Refirieron que tras la guerra en Costa de Marfil, viajaban por el río Níger contrabandistas de diamantes que iban hasta Bamako para venderlos o cambiarlos por otras mercancías que les eran necesarias. Contaban de sus travesías por el desierto cargados de sal, que vendían en diferentes países de la zona de África Central y Oriental, hasta Egipto. Aquellas penosas rutas en las que las tormentas de arena las hacían especialmente duras. Condiciones a las que este pueblo nómada se había habituado especialmente, haciendo del desierto su propio hábitat.
–El segundo té sabe fuerte, ligeramente azucarado, como el amor– dijeron echando una ojeada a los recién llegados.
Desde donde se encontraban sentados se podía contemplar la Mezquita de Koa, preciosa, entre dos luces. Estaba hecha de barro rojizo. Formaba parte del pasado de la historia de Malí; era una reliquia arquitectónica, en la que todavía se conservaba la tradición de restaurar los muros a la manera de los antepasados, manteniéndola en un estado de conservación excepcional. Sobresalían de entre sus muros gran cantidad de estacas transversales, ejerciendo la función de contrafuertes de los propios muros de barro. Continuaron refiriendo la historia del pueblo Tuareg y sacaron una tercera tetera.
–Y, el tercero es dulce como la muerte¾. Comentó el jefe de los Tuareg, estaban todos sentados circundando el pequeño fuego donde calentaban el agua.
El crepúsculo había oscurecido la tarde quedando una noche cerrada en un instante, y las lámparas de carburo iluminaban con una luz tenue el improvisado campamento del barco, lo que les servía de orientación para su vuelta, después de haber agradecido a los Tuareg su hospitalidad. 
–No sabía que hablaras su lengua– dijo Sissé.
–Me defiendo sólo. Viajé varias veces a poblados Tuareg con mi esposo y aprendí algo..., a hacerme entender.
–Pues has estado muy bien, dialogando con ellos.
–Porque son sabios y se han dado cuenta que no podía continuar hablando en su lengua durante mucho más tiempo. 
No tardaron en llegar al campamento a pesar de aquella oscuridad pertinaz. Se oyó algún mugido de las vacas; alguien dijo que estaban mareadas, lo que rieron el resto de mercaderes que se habían apostado en un círculo. Aquel olor agrio que les acompañaba se introducía a través de las fosas nasales dejando una sensación de picor. El canto de los grillos se escuchaba por todas partes, y los mosquitos parecían resabiados ante la llegada de aquel puñado de intrusos, por lo que de cuando en cuando se oía alguna que otra palmada. Las ranas croaban insistentes en la ribera del río y de forma aislada se escuchaba resoplar a las lechuzas. 
El grupo en el que se encontraba Sissé y Maharafa, estaba compuesto por un variopinto grupo de personas, en el que destacaba una abuela, su hija y su nieta que decían dirigirse a Tombouctou. Eran “sorciéres” shongäy, etnia extendida, sobre todo, en la gran curva del Río Níger, desde Tombouctou hasta Gao. La abuela tenía los pies tatuados con dibujos hendidos en la piel. En un momento y de un salto se colocó frente a Sissé, sorprendiendo a todos, tendió una pequeña estera de esparto entre los dos, y tras unos conjuros lanzó unas conchas “cauríes” que se utilizaban antiguamente como monedas, con las que decía adivinar el futuro. Sissé le preguntó por Aicha, ante la mirada dubitativa y escurridiza de la vieja que observaba a Sissé y Maharafa alternativamente, con cierto descaro, y tras dedicarle unas cuantas lisonjas palabras que hicieron reír al resto del círculo, le vaticinó un prometedor futuro:
–Con ella tendrás oro en las manos. No debes alejarte mucho de ella. Seguramente debieras renunciar a algunas cosas, si éstas te apartan de esa mujer– le sugirió con cierta pomposidad en sus palabras. –Tu próximo futuro está lleno de dificultades, de serias dificultades. No inmediatamente, pero sí en un tiempo no muy lejano, aunque las solventarás– concluyó con gesto serio. 
De otro sorprendente salto para su edad, se colocó frente al viajero que se encontraba junto a Sissé y le colocó al mismo tiempo la estera que utilizaba para sus premoniciones, haciéndole señas para que depositara alguna moneda para empezar, lo que originó las risas del resto de personas.
Sissé quedó muy complacido por el anuncio de la anciana sobre Aicha, pero al mismo tiempo un tanto dubitativo por los comentarios últimos; miró a los ojos a Maharafa, que se encogió de hombros. Él no le había comentado a la hechicera en ningún momento sus intenciones. «Espero que se equivoque la anciana y no tenga demasiados problemas» se dijo. No le dio mayor importancia. «Será una expresión que utiliza la hechicera con ambigüedad para todos igual, así no se equivoca» pensó. Después otros viajeros también fueron advertidos de buenos o malos augurios, según el previo depósito de algunas monedas, entre el regocijo de todo el grupo. Apenas comenzaron a servir la cena que fue elaborada en las cocinas del barco, se acabaron las hechicerías. 
La noche estaba cerrada, intensamente oscura, sólo se veían algunas luces distantes unas de otras. Las estrellas en el firmamento, fieles a su cita noctívaga, se contemplaban en escasas ocasiones; la Luna había faltado esa noche a su cita, debido a unas nubes pertinaces. La oscuridad incitaba a los enigmas en los que las noches africanas eran propicias, acrecentándose el magnetismo de África en general y de la zona del Sáhel en particular. A lo lejos, sobre el río, se veía una luz muy tenue que aparecía y desaparecía, era la de un fanal de alguna pinaza que aprovechaba la quietud de la noche para pescar. Una vez acabada la cena el gentío iba retirándose a las tiendas de campaña para descansar. Maharafa y Sissé permanecieron sentados todavía un buen rato. Habían bajado la voz instintivamente al retirarse los primeros compañeros de viaje, hablaban de Aicha, de los sentimientos que Sissé había experimentado por primera vez en su vida. La tenía siempre en su pensamiento. Le comentó a Maharafa, que le escuchaba atentamente, que apenas se hubiera instalado en Francia vendría a por ella. Sólo le interrumpía de vez en cuando para infundirle ánimo en que la recuperara cuanto antes.
–¿Qué te ha parecido la predicción de la anciana?– Consultó Maharafa al poco tiempo.
–Bien. No le doy mayor importancia. Lo que te dicen es algo que te gusta oír; pero nada más– respondió Sissé, casi con indiferencia.
–Ya has visto que te ha augurado un futuro prometedor junto a ella.
–Sí. Pero qué esperabas que dijera, que me olvidara de ella, cuando le he preguntado yo– se justificó Sissé. –¿Es que tú crees en esas premoniciones?
–No. No es que yo crea, quería saber qué te había parecido a ti. Te he visto un tanto..., dubitativo– le dijo Maharafa.
–Bueno es cierto que he dudado, pero no por la profecía de esa mujer. Ya sabes que antes de partir ya estaba con el sentimiento dividido. 
Se hizo un momento de silencio. No se separaron ni un instante desde que embarcaran en Sègou. Ambos se encontraban muy a gusto en compañía. Sissé le incitó a que le hablara de ella, a lo que Maharafa accedió, resuelta, sin más.
–Soy de Mopti. Tengo veintinueve años. Vengo de una familia humilde de pescadores, por lo tanto pertenezco a la etnia Bozo, la más antigua en Mopti. Me he criado entre las riberas del río Níger y el río Bani, su principal afluente. Tengo dos hermanos y una hermana más. Estuve casada, mi marido murió en un accidente, bueno no fue por un accidente, les asaltaron en medio del desierto, se resistieron y fueron asesinados, precisamente por Tuareg el pueblo al que más ayudó. Y a partir de entonces me incorporé a la Asociación “A.M.S.O.P.T.” y comencé a recorrer poblaciones de nuestro país, tratando de concienciar a las autoridades y jefes de poblados de la crueldad que significaba la ablación, con el ánimo de que tomaran parte en el problema y la prohibieran institucionalmente. Por eso he estado en Ségou en el I Festival sobre el río Níger, hablando de ese mismo tema...
–Ah, sí. Por cierto, la madre de Aicha y su amiga son unas mujeres que están luchando también por lo mismo, según me dijo Aicha.
–¿Cómo se llaman?
–Pues..., no lo sé. Sólo sé que a la hermana mayor de Aicha, Chantal, se la practicaron y estuvo al borde de la muerte, y desde entonces ya no la han practicado en sus respectivas familias. Y la madre de Assisa se llevó a su hija a la montaña para evitar que le realizaran la ablación. 
–Sí, puede ser. Lo recuerdo vagamente de cuando relataron su caso. Contaron muchos relatos similares. 
–¿Por qué ese empecinamiento en acabar con la ablación?– le consultó Sissé, sin pensárselo dos veces. –Si siempre se ha practicado. Forma parte de nuestras costumbres y de nuestra cultura. Es la única forma de que la mujer llegue virgen al matrimonio.
Con el semblante desencajado por tan mayúscula sorpresa ante la reflexión de Sissé, Maharafa le recriminó, sin ánimo de ocultar su enfado.
–No acabo de entender cómo es posible que un muchacho joven, como tú, mantenga esos razonamientos– y prosiguió, –la mujer tiene sus derechos. La mujer debe elegir cuándo y con quien se casa; y sentir los mismos placeres que los hombres sentís cuando se copula, o simplemente cuando se masturba. Poder gozar de su cuerpo cuándo le apetezca. La mujer debe ser la única que decida si quiere llegar virgen al matrimonio o no. O es que tú serías incapaz de querer a una mujer que ya hubiera estado con otro hombre— y sin dejarle hablar, –o mejor aún, tú estás declarándote enamorado de Aicha. ¿Le has preguntado si ha estado antes con algún otro chico? 
Sissé recordó el caso de Sekou, aunque sólo pudo abrir la boca para contestarle, ella sin permitirle pronunciar palabra siguió interrogándole.
–¿Ella se entregó a ti con indiferencia? ¿A caso fuiste tú el indiferente? ¿Le estabas mintiendo? ¿Te mentía ella a ti?
Sissé se encontraba abrumado ante el bombardeo de preguntas sin que le diera la posibilidad de responder, con una sonrisa casi irónica. Maharafa continuaba con su gesto compungido, con una inquisidora mirada, a cada instante más enojada, quizá, por aquella sonrisa perversa de Sissé. Iba a preguntar de nuevo, cuando Sissé levantó su mano… Maharafa cedió en su ímpetu, al tiempo que observó que se había formado un semicírculo a sus espaldas de las personas que aún quedaban fuera de las tiendas. Escuchaban: unos atónitos y las otras complacidas jaleando la exaltación de Maharafa, no sin alguna mirada airada por parte de algunos esposos. Sissé la tomó por el brazo y la apartó un poco del grupo de gente, que eran quienes habían retomado la discusión.
–Maharafa. Yo estoy criado en esa forma. En mi casa todas las mujeres han sido circuncidadas, y son felices– le comentó con el mismo aire irónico.
–¿Se lo has preguntado a tu madre?— Le interrumpió ella con cierto desdén.
Sissé se sintió algo molesto, por el tono de la pregunta; aún así, prosiguió con aquella sonrisa peculiar, que empezaba a resultar desquiciante a Maharafa, a pesar de haberla encontrado seductora desde que lo conoció.
–En mi familia somos polígamos, mi padre tiene dos mujeres, que son las que puede mantener– mintió Sissé. –Si pudiera mantener más… Y mis hermanas, a pesar de lo que digas, llegarán vírgenes al matrimonio.
Maharafa abrió los brazos en un aspaviento, al tiempo que hizo un gesto con la cabeza de desesperación. Ya no le permitió hablar más y reinició su ofensiva.
–Sissé. El que tus hermanas lleguen vírgenes al matrimonio es lo que menos importa, si ellas no son capaces después de querer a sus respectivos maridos, de entregarse a ellos sin trabas. Y, te aseguro que no se entregarán, si como dices tienen practicada la mutilación genital. No sentirán nada, ¡nada!– repitió irritada. –Hasta el punto que el coito será un tormento para ellas y no te quiero decir si quedaran embarazadas… Sé bien de que te hablo, Sissé, a mí me hicieron la infibulación. Es la forma más agresiva de la ablación, la más salvaje y consiste en la extirpación del clítoris y labios mayores y menores. No sé si tienes idea de qué te estoy hablando– le insinuó colérica. –Después de la extirpación, hacen un cosido de ambos lados de la vulva hasta que queda prácticamente cerrada, dejando únicamente una abertura para la sangre menstrual y la orina. La “circuncisión faraónica” la llaman también, ¡valientes papanatas!— exclamó, con cierta ironía y gesto triste. 
–¡Qué bárbaro! Me estoy sintiendo mal.
–No tiene importancia. Pero imagina como nos pudimos sentir nosotras... Cuando me casé, afortunadamente, yo pude elegir con quien, tuvieron que deshacer lo que de niña me habían hecho, tuvieron que cortarme por donde antes habían cosido y rehacer lo que antes habían destrozado. ¿Sabes para qué? ¡Para nada! Para no sentir nada. Solo aversión cuando tenía que acostarme con mi esposo. –Y te aseguro que yo quería a mi marido como a nadie en el mundo, pero una vez teníamos que hacer el amor…, se acababa todo el cariño. El daño psicológico que me hicieron de niña, aún de mayor lo llegué a superar. Sólo con el cariño y la comprensión de mi esposo y el tratamiento de un especialista llegué a mejorar ostensiblemente. ¿Tú has visto practicar la Mutilación Genital Femenina, alguna vez?– le consultó Maharafa desafiante.
–No–. Respondió Sissé. –Solo sé que mis hermanas gritaban, gemían, lloraban amargamente. Yo tenía que alejarme, no soportaba escucharlas…– admitió.
–¡Ah! ¿Y todavía defiendes esa práctica, admitiendo que no soportabas sus gritos?– le interrumpió. –Sissé, ¿sabes cuantas formas de Mutilación Genital Femenina hay?– inquirió Maharafa, que se contestó así misma… –¡Tres! La circuncisión o amputación del prepucio del clítoris, pudiendo extirparse en parte o en su totalidad el clítoris. Otra forma más agresiva es la escisión o mutilación del prepucio total o parcial del clítoris y los labios menores, conservando los labios mayores. Y una tercera, la infibulación, que ya te he explicado en qué consiste. Y, ¿sabes todo esto para qué?... Sólo para mantener la hegemonía del hombre sobre la mujer. Sólo para eso– enfatizó Maharafa, enojada.
–Maharafa, cuando estuve con Aicha, la primera noche…, bueno todas, hicimos el amor y ella llegado un momento jadeaba, me apretaba con fuerza contra su cuerpo y me arañó la espalda. Sentí una gran satisfacción por que ella no era una víctima de la Mutilación Genital Femenina. 
–¡Maldito egoísta! ¿Entonces por qué has hecho esas reflexiones?– le interrumpió Maharafa, confundida.
–No sé Maharafa, yo no acabo de verlo tan mal... Yo creo que la ablación está tan arraigada en nuestras costumbres... Tengo un mar de dudas. Mis hermanas si tienen hecha la circuncisión, aunque no con el consentimiento de mi madre, bueno, o sí, no lo sé. Sí es cierto que no tuvo el valor de enfrentarse a su gente como la madre de Aicha y se lo ha reprochado muchas veces– concluyó. 
–Francamente me sorprende que tú hagas esas consideraciones, no se corresponden con tu edad. Me he sentido frustrada. He sentido que mi trabajo no servía de nada, si no había conseguido que, al menos, entre la juventud se hablara de ello y se rechazara. Según las estadísticas, la práctica de la ablación afecta en la actualidad alrededor de unos ciento treinta y cinco millones de mujeres y niñas en el mundo. Efectivamente, forma parte de nuestra cultura, como tu bien dices, siendo practicada indistintamente por musulmanes, cristianos y animistas.
–Que sea un delito yo creo que es excesivo. Yo tampoco quiero para mí una mujer con la mutilación…– Apuntó Sissé.
–Eso no es justo, Sissé— le reprendió Maharafa. –Hay que luchar por abolir la Mutilación Genital Femenina; pero no se puede criminalizar a las víctimas, porque no son más que eso, víctimas y como tal hay que protegerlas. Es como las mujeres y niñas violadas salvajemente: son rechazadas en el mayor de los casos, incluso, por sus propias familias y no digamos ya de sus comunidades, y eso no es justo. 
A medida que Maharafa hablaba, observaba como se marcaba un rictus compungido en Sissé, su rostro reflejaba la angustia y tensión que la desgracia ajena produce en las personas con una mínima sensibilidad. Sissé quedó sorprendido y sólo le correspondió con su sonrisa y una tierna mirada de agradecimiento. Permaneció buen rato en silencio, meditando sobre lo relatado por Maharafa que lo había sobrecogido. Maharafa, por su parte, que le había estado observando todo ese tiempo, convencida de la bondad de Sissé, le propuso ir hacia la tienda.
–Mañana tendremos que madrugar.
Cuando entraron en la tienda observaron una estera para dos personas que habían distribuido previamente en el suelo, el resto todas ocupadas. Cruzaron ambos las miradas, Sissé quedó algo confuso, Maharafa le cogió de la mano haciéndole que se echara a su lado. 
–I ni su–, le dijo Maharafa con una sonrisa.
–I ni su– le contestó Sissé.


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