COMPRAR EL LIBRO

martes, 24 de septiembre de 2013

EL CARDENAL INQUIETO - CUENTO



Era la segunda vez que se recluían los cardenales en la Capilla Sixtina, en cónclave, para elegir al nuevo Papa. Las disertaciones de cada uno eran extensas y eruditas. Explicaban al resto del colegio cardenalicio cómo debería ser el nuevo Papa, cuáles las reformas que debería experimentar la Iglesia y cuándo llevarlas a la práctica. Sus Eminencias escuchaban con atención al orador de turno, que se movía por el amplio pasillo central, y, al que en algún momento interrumpían si tenían alguna objeción. Los cardenales estaban sentados en mesas dispuestas en dos largas filas a cada uno de los lados de la Capilla. Las filas más pegadas a las paredes sobre un pequeño pedestal más elevado que corría a lo largo de toda la nave. En la parte central de la fila de mesas pegada a la pared, uno de los cardenales, se movía inquieto. Era observado con desaprobación por el resto y sobre todo por el orador que tenía la palabra.   
—Eminencia. ¿Ve poco interesante mi discurso?—, Le preguntó el orador que se esforzaba en la exposición de su tesis.
—No. Su Eminencia Reverendísima—, se limitó a contestar.
“Es necesario aumentar la fe en los creyentes. Los dogmas deben ser aceptados y para ello, propongo, Eminencias…
Al poco de volver en su disertación comenzaron los movimientos inquietos del mismo cardenal.
—Evidentemente le resulta poco interesante mi exposición a Su Eminencia. Pero, aún así, me gustaría acabar mi discurso con el debido respeto, Eminencias—, dijo dirigiendo la mirada al resto de congregados.
—Le pido disculpas a Su Eminencia Reverendísima una vez más. En mi intención jamás estuvo el distraerle y mucho menos interrumpirle—, un sonoro retortijón de tripas fue el remate de su disculpa. Mirándole con asombro los dos cardenales que tenía a ambos lados.
—Pues estoy en condición de asegurarle, Eminencia, que lo está consiguiendo.
—De nuevo le pido humildemente perdón Eminencia Reverendísima. Le ruego continúe con su erudita exposición…
Sentado en la silla como estaba, con los codos sobre la mesa, decidió echarse hacía atrás sobre el respaldo de la silla y  la cabeza apoyada en la pared, lo que le dio una panorámica extraordinaria de la cúpula pintada por Miguel Ángel. Aquellas imágenes le sustrajeron un tanto de su indisposición, que no obstante, le avisaba de cuando en cuando, para indignación de uno y otros.
Eminencias, es de extraordinaria importancia la adaptación de la Iglesia a la sociedad actual, y sólo se podría conseguir bajo la iluminación del Espíritu Santo…”, evocaba el cardenal con miradas de soslayo hacia el cardenal inquieto.
Entre tanto el cardenal inquieto, recostado sobre el respaldo de la silla, contemplaba los frescos de la cúpula de la Capilla Sixtina, pintados por Miguel Ángel, moviéndose de cuando en cuando en su asiento.
«Ya ves, hace quinientos años Miguel Ángel, ya tenía claro que el culto al cuerpo era de lo más importante. Cuántos desnudos, parece del pueblo llano, mientras la nobleza los pintaba vestidos, o vete tú a saber, si era al contrario» pensaba, entre retortijón y retortijón. «¡Santo Dios! Si todos esos culos estuvieran como el mío. Podría ser peor que la lluvia ácida…», un mohín de satisfacción se cerró con una leve sonrisa. «Entonces si iba a decir: “le interesa poco mi discurso”. Pero lo mejor, indiscutiblemente, sería irnos de aquí y volver mañana. No sé si voy a poder…»  
—¿Sucede a Su Eminencia algo extraordinario por lo que no pueda permanecer atento a la disertación de Su Eminencia Reverendísima?— Intervino el decano del Colegio Cardenalicio.
—Eminencias Reverendísimas, jamás pretendí focalizar la atención sobre mi humilde persona y perturbar la concentración del Sacro Colegio Cardenalicio—, comenzó a disculparse el Cardenal inquieto—, pero es evidente, que aún con mis mejores intenciones, no lo he podido evitar. Por ello, Eminencias, vuelvo a pedir perdón. Es algo que está lejos de mí el evitarlo, salvo que obtenga la autorización del Sacro Colegio de ausentarme unos minutos—, un rumor inundó la Capilla Sixtina.       —Sus Eminencias Reverendísimas—, continuó diciendo rojo como el vestido que llevaba, —deben conocer que mi inquietud no es debido a falta de atención y mucho menos por desconsideración a quien tan dignamente hace la exposición de su tesis, si no, a unos movimientos incontrolados en mi interior como consecuencia de la ingesta de un plato de judías, exquisito por cierto, y del que soy especial fervoroso consumidor, aunque en esta ocasión me están jugando una mala pasada; produciéndome una diarrea a la que debería atender convenientemente, Eminencias—, acabó con una ligera inclinación de cabeza.
—Atienda, atienda, Su Eminencia—, le urgió el decano.
Un clamor inundó la Capilla Sixtina, los comentarios jocosos y risas de los cardenales reunidos, corrieron a mayor velocidad que la bondad del Espíritu Santo, entre la ira reflejada en el rostro del cardenal que pronunciaba su discurso. Risas, que aumentaron por la tardanza en abrir las puertas los vigilantes de la Guardia Suiza, que las custodiaban, mientras el cardenal inquieto las golpeaba con insistencia, sin cesar de retorcerse.  

domingo, 15 de septiembre de 2013

ENAMORADOS



Hacía ya tres meses que su esposa había muerto, y él, cada vez, tenía más dificultad para desenvolverse solo. Raimon, a sus setenta años, por primera vez, no le encontraba sentido a la vida. Una severa artrosis parecía haberse cebado en él desde que faltaba su esposa, porque no se tomaba la medicación que en su día le ordenó el médico. Siempre vivió locamente enamorado de Anabel. Nada era suficiente para su Anabel, como él decía. Pero desde que su mujer desapareció su movilidad quedó reducida y ya no podía bailar. Anabel, toda su vida, había sido una apasionada del baile y Raimon le había acompañado siempre porque era lo que a ella más le gustaba. Desde entonces ya no había bailado, salvo algunos pasos desperdigados cuando se dirigía de un lado a otro de su casa, generalmente acompañado de unas lágrimas pertinaces.
Raimon sentía unas ganas locas por bailar. «Antes bailaba por complacer a Anabel, pero ahora que ella no me empuja a hacerlo…, necesito bailar», se obstinaba. Y se arrancó, apoyado en su bastón, a dar unos pasos. «Esto no es lo mismo», se dijo, y cesó en su empeño, arrojando el bastón en el que se apoyaba, con rabia, contra el respaldo del sofá.
Su casa siempre había estado limpia, ordenada, y ahora comenzaba a presentar signos de dejadez.
María, su vecina, en la que siempre se habían apoyado, era una mujer gruesa, que gritaba, maldecía y protestaba por cualquier cosa, con la cara sonrosada y la respiración difícil. Tenía casi su misma edad y un marido postrado en la cama desde hacía tres años, debido a su demencia senil. Cuando necesitaba moverlo llamaba a Raimon, que jamás se negó y le ayudaba siempre que estaba en su casa. Desde que se casaron, Anabel y María, se habían llevado como hermanas. A partir de la muerte de Anabel, María, todos los días, le llevaba un plato de comida a Raimon.
María no me traigas el plato de comida a partir de mañana—, le dijo Raimon emocionado.
¡Maldita guasa! Claro que te lo voy a llevar mañana, y pasado y al otro…—, le respondió con genio.
No, María. Me voy al Centro de Mayores “La Aurora”. Me han aceptado y mañana ingreso.
Ahí, pero si en esos sitios te despluman—, protestó María.
Con mi paga del mes, puedo pagarlo.
Por el plato de comida no lo hagas, a mí no me supone mayor esfuerzo.
Ya lo sé, María. Pero no puedo continuar así—, le dijo señalando el aspecto que presentaba la casa.
En eso tienes razón. ¡Maldita guasa! Raimon, yo no puedo hacerme cargo de otra casa, ya no me quedan fuerzas… Entiendo que no puedas vivir así. Además, debes relacionarte con la gente como siempre has hecho.
María se acercó a Raimon y lo rodeó con un abrazo tan lleno de sinceridad como de carnes, con lágrimas en los ojos.
Raimon se presentó en el Centro de Mayores La Aurora, con una maleta medio vacía: Cuatro mudas, varias camisas, tres pares de pantalones y un traje de hacía diez años, de cuando se casó la hija de María. Y, un porta-fotos con una fotografía de Anabel sonriendo, que siempre había tenido sobre su mesita de noche.
Fue recibido con amabilidad por los responsables del centro, que le acomodaron en una habitación, con un gran ventanal que daba a un patio interior. El patio era un frondoso jardín, de plantas exuberantes, árboles altos y de tupido ramaje que proporcionaban confortables sombras; plagado de flores: rosas, claveles, orquídeas, tulipanes, geranios, lirios…, lo que desde la primavera dotaba al jardín de un aroma muy agradable. Raimon era un amante de la naturaleza y sintió una enorme alegría al verse acomodado en aquella discreta habitación: una cama en la que colgaba hasta el suelo una cubierta por todo alrededor, con un cabezal poco ostentoso sujeto a la pared y una mesita a juego, que formaba parte del mismo cabezal. Un pequeño armario empotrado, suficiente para guardar sus pertenencias. Una serigrafía de una cabeza de caballo, enmarcada, colgada en la pared de enfrente a la cama. Un plafón pegado al techo y un tablero abatible colgado de la pared que hacía de mesa, con una silla de escaso respaldo, componían el contenido del que podía disponer en su intimidad.
A la hora de la comida fue presentado al resto de residentes. Se sentó junto a Práxedes, una mujer algo más joven que él, de rostro muy jovial y ojos vivarachos. Le estuvo hablando durante toda la comida. Se notaba que era una mujer de conducta refinada, inteligente. A pesar de su poco ánimo, Raimon, se sintió aliviado, aunque en algún momento hubiera preferido que se callara.
Con el paso de los días Práxedes, se había convertido en el lazarillo de Raimon. Pasaban todo el tiempo que podían en el jardín paseando o sentados en cualquiera de lo bancos, diseminados por el patio. Raimon recuperaba con rapidez su buen estado de ánimo, volvía a ser jovial y dicharachero, en sólo tres meses que llevaba en la residencia. Práxedes le recordaba en cierta manera a su esposa Anabel. Había abandonado su bastón para moverse por la residencia. Con tres pastillas diarias y buen humor, estaba consiguiendo recuperar su buen aspecto físico. Raimon tenía una cabellera abundante, de color blanco, ojos grandes, y una nariz aguileña, de 175 centímetros de alzada y muy erguido. No era mal parecido, aún poseía cierto encanto que volvía a aparecer desde que llegó al centro.
Práxedes leía todas las tardes después de la siesta, hasta que sus ojos pequeños, y azules como el Mediterráneo, le decían basta. Raimon sólo ojeaba los diarios y se detenía en alguna ocasión ante un titular que llamara su atención. Raimon pasaba más tiempo observándola, que con un diario en las manos. Su cabello de color castaño con mechas rubias, de media melena, que no llegaba a descansar en los hombros, su tez blanca y sonrosada, y su voz…, aquella voz dulce y melodiosa, junto a un cuerpo que a él le parecía el de una musa, le habían embaucado.
Raimon y Práxedes pasaban juntos todo el tiempo que les permitían las normas del centro. Todos los sábados por la tarde, organizaban un baile y Raimon enseñó a Práxedes. Ella no había tenido costumbre de bailar en su vida fuera del centro. Comenzaron a esquivar las normas y Raimon a la hora de la siesta se metía, de cuando en cuando, en la habitación de Práxedes. Hasta que un anciano, llamado Manuel, lo denunció a la directora.
Fueron el hazme reír de la reunión que se celebraba semanalmente, en la que cada cual daba su parecer de lo que sucedía en el centro.
Raimon estaba muy furioso, de hecho amenazó, blandiendo su bastón que ya no usaba, a Manuel, por lo que fue castigado a no salir de su habitación, mientras el resto de residentes estuvieran fuera.
Práxedes le visitaba en su habitación siempre que podía, y los ojos escuálidos y escudriñadores de Manuel no estaban al acecho.
Práxedes, si no estuvieras tú aquí, me volvía a mi casa—, le dijo Raimon con aflicción, apenas la vio entrar.
¡Anda! No digas tonterías. ¿Dónde ibas a estar mejor que aquí?
En mi casa, contigo.
Tanto tú como yo necesitamos cuidados…
Por eso mismo te he dicho que estaría mejor en mi casa contigo. Tú podrías ocuparte de mí y yo, por supuesto, de ti.
Porque haya algún energúmeno, que se meta donde no le llaman, no significa que no se pueda vivir bien en el centro.
Yo en el centro he estado muy bien, hasta que ese tal Manuel…
No le hagas caso, Raimon. Ese tal Manuel, no tiene más que envidia y celos de ti, porque él no me pudo conseguir.
Práxedes tenía una paciencia infinita con Raimon, al que le explicaba el significado de muchas de las frases que comenzaba a leer de los diarios y no comprendía. Práxedes le decía a menudo, que le estaba haciendo recordar, gratamente, su años de educadora. A pesar de sus intentos de calmar el ánimo de Raimon, él estaba empecinado en que aquel no era sitio para ellos dos.
Eran la comidilla del resto de residentes, que no cesaban en denunciarles a la dirección de los pasos que daban.
En la siguiente reunión Práxedes, sin esperar a que le dieran la palabra, se dirigió a sus compañeros.
Habéis hecho que una buena persona haya sido castigada, como un niño…
Práxedes no es tu turno…—, le empezó a decir la directora.
No me importa si es o no mi turno para expresar lo que siento—, la interrumpió con brusquedad. —No me va a hacer callar. Y después, si quiere, me castiga a mí también. Me parece que la envidia y los celos han sido el motor que ha movido esta patraña, o no, Manuel. Porque alguien o muchos de vosotros no admitáis que dos personas quieran pasar el resto de sus días juntos, se enamoren y puedan volver a ser felices, no se les puede condenar. Porque algunos de vosotros seáis incapaces de convivir con el resto no tenéis derecho a juzgar y a fastidiar a dos personas que sí son capaces de vivir juntos. Jamás he quebrantado las normas del centro. Jamás he alzado la voz a ninguna persona responsable ni a cualquiera de mis compañeros, pero creo que esto ya es excesivo—, dijo con la mirada puesta en la directora. —Usted, que se supone que nos conoce, se supone que cuida de que cada uno de nosotros se sienta feliz, no debería haberse inmiscuido en una pataleta por celos. Somos mayorcitos, señora. Y somos responsables de nuestros actos y consecuentes como personas cabales que hemos demostrado ser desde que estamos en “su” centro—. Y sin dar tiempo a una réplica se marchó en busca de Raimon, ante las insistentes llamadas de la directora.
Raimón y Práxedes esperaron a la hora de la siesta para abandonar el Centro de Mayores La Aurora. Cada uno con su maleta —aprovecharon que la recepcionista tomaba café con sus compañeras— salieron con sigilo. Cogidos de la mano caminaron durante un buen rato. Se sentaron en un banco del Parque Municipal, que estaba a medio camino de la residencia y la casa de Raimon. Unas palomas pululaban por su alrededor buscando qué comer y se dejaba sentir el olor a césped y tierra mojada. Oyeron pasar veloces a dos coches de policía por la avenida Reyes Católicos, que demarcaba el parque. Cuando salieron a la avenida, fueron requeridos por dos guardias, lo que les produjo inquietud. Un fuerte golpe entre dos coches en el cruce que tenían delante, distrajo la atención de los guardias que se interesaron por si había heridos, momento que aprovecharon Práxedes y Raimon para huir de los policías. Llegaron a la bifurcación de la calle Céspedes con la calle Antonio Maura en la que vivía Raimon y vieron a un policía hablar con María, que braceaba y parecía excitada. Volvieron por donde habían venido y se dirigieron a la estación de autobuses. Sacaron dos billetes para ir a Corralón del Tena, pueblo donde tenía su casa Práxedes, que estaba a diez kilómetros.
A medida que se acercaban al pueblo, desde lo alto, Raimon vio como el río Tena, en un gran meandro, parecía abrazar al pueblo. Tenía una gran masa de arboleda de un verdor precioso por todas partes. Sus casas eran bajas, bien encaladas y grandes, con hermosos portones. Cuando Práxedes introdujo la llave en la cerradura, se les acercaron dos policías nacionales y les pidieron que les acompañaran. Los vecinos de la mujer salieron a los portales al oír la discusión. Práxedes que jamás había dado qué hablar estaba sofocada. Mientras tanto Raimon les pedía explicaciones a la pareja de guardias, que se limitaban a decirle que no estaban detenidos, pero que debían acompañarles. Los vecinos recriminaron a la pareja de policías.
No tardó en llegar la hija de Práxedes, y los guardias se marcharon. Durante horas se dedicó a intentar convencer a su madre, mientras lanzaba duras miradas de desaprobación en dirección al pobre Raimon, que esperó sentado, imperturbable, en el sofá de la sala.

Por fin salió Práxedes y cogió a Raimon del brazo. Asi, juntos, como dos chiquillos, montaron en el coche de la hija de Práxedes, quien los condujo de vuelta al Centro de Mayores, cuando ya caía la tarde.