COMPRAR EL LIBRO

lunes, 22 de diciembre de 2014

¡FELIZ NAVIDAD!


                         
                                  TE DESEO LAS MEJORES NAVIDADES DE TU VIDA Y EL MÁS

                                  VENTUROSO DE LOS AÑOS.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

PASIÓN



PASIÓN…

Si una vez un halo el amor nos rodea
y las sirenas van al compás de la marea,
si también el corazón se mueve a su son,
será como fruta prohibida que madura
sobre el tálamo, cual suspiros se jadea
y en la noche, del corazón, nace el sol.

Saudade de tus caricias, que anhelo,
que mi sangre vuelve en ardiente fuego
y aún siendo invierno nos calienta.
Ya lo malo se convierte en bueno
y nos parece haber alcanzado el cielo
exhaustos de intensa pasión.

El alborear de la mañana quiebra
con el fulgor iridiscente la penumbra
de la noche; las yemas de los dedos
deslizándose, cómplices, nos denuncian
de habernos henchido de lascivia,
de haber henchido los cuerpos de lujuria.

Redoblaré mi ternura separando
de tu rosa cada uno de los pétalos
con los que aíslo mi pensamiento,
y me mostraré límpido ante tus ojos,
fragante y fúlgida flor de invierno
en dulce concupiscencia con el rocío.

Me ahogaré entre delirios en las aguas
revueltas del manantial de tu amor,
y renaceré venturoso entre los arreboles
que dan color rosado a tu cara
y del fuego de tu mirada el calor,
desposeídos de máculas, tú y yo.

Serás para mí como la orilla del río,
serás el agua clara, piel y tersura;
serás la arena fina de mi desembocadura
que invade el mar de tu interior;
serás como olas colmadas de deseo
que se arrullan a mi piel con ardor.

Te ofreceré mis besos de azul color,
te ofreceré mis sueños más bellos,
te ofreceré mis días de rojo pasión
para que sientas la ternura que da la vida
y goces de cálidas perspectivas
que sólo nos brinda la fuerza del amor.

Sueño con días de dulces espejismos
que inviten, indiferentes, a sumergirnos
en el piélago de amores persistentes,
donde nuestros cuerpos se mezclen,
sus aromas despierten los sentidos
y nuestras almas pierdan la razón.

¡Ciertas noches se ciegan mis ojos
si no se humedecen mis manos secas!
¡Ciertas noches se acrecientan mis penas
si tu cuerpo y el mío no se encuentran!
¡Ciertas noches, de tristeza, amor mío…
las pasiones en un hálito se disgregan!

¡Ciertas noches suena un susurro
de lánguidas melodías de ausencia!,
que apenadas sirenas de fina aureola
torpemente tararean, porque falta
en nuestra cama el amor de la mujer
de apacible y sensual ofrenda.

¡Ciertas noches vuelan los sentimientos
exhaustos y perdidos en el tiempo!
Llévame a todas partes, amor,
y a todas partes conduce mis dedos,
así como tú eres mi cielo,
yo, ¡amor mío!, tu único deseo.


                                                      
                                                         Constantino Yánez V.   

lunes, 8 de diciembre de 2014

EL PLACER DE VIAJAR



—¡Hola! ¡Buenas tardes!
—Buenas tardes. “Usté” dirá—, respondió un muchacho con un mono azul, sin mangas.
—Por favor. Necesito que me llene el depósito de gasolina.
—Señora, es autoservicio… Pero es igual, se lo llenaré yo. Me ha ”caío” usté bien.
—Gracias. Muy amable.
—No es “amabilidá”, señora, Es que ahora no tengo mucho jaleo. Si hubiera más coches no podría servirle yo la gasolina, tendría que haberse “servio” usté.
—De todas formas, muchas gracias. Aunque por aquí no parece que pasen muchos coches…
—No crea. Según la hora. En las horas que van y vienen del trabajo si hay más movimiento.
—Se lo decía porque tiene usted dos surtidores y parecen bastante viejos.
—Lo son, lo son. Del año 67. Yo no había nacio “niaún”. Y a lo mejor usté tampoco.
—Ya quisiera yo. Yo nací dos años antes.
—Entonces ¿cuántos años tiene usté?
—Pues si estamos en el 2005, calcule usted.
—Yo es que de cabeza, me cuesta un poco. Bueno, no sé. Tendría que coger un “boli” y aquí no tengo.
—Tengo cuarenta años.
—Está usté nerviosa. Pare de moverse un poco. Le va a dar algo.
—Es que tengo prisa, no estoy nerviosa—, le dijo al muchacho mientras movía la cabeza con gesto de resignación.
—Va un poco lento, pero es muy exacto, ¿sabe usté? Y, ¿A dónde va usté por estos parajes? Porque usté no ha “venio” por aquí nunca.
—No. Es la primera vez que vengo. Me han dicho que por esta carretera llego a Carrerizo de la Sierra. ¿Sabe usted dónde está?
—Donde Cristo perdió la boina, señora. ¿A qué puede ir una mujer como usté a un pueblucho como ése? Señora no me hable de usté, que me hace un viejo.
—Está bien. ¿Le queda mucho al surtidor? Llevas una mancha negra en la barbilla, donde el hoyuelo.
—¡Toma! Si estuviera haciendo pasteles me mancharía de merengue. Son “ganjes” del oficio, señora.
—Eres muy simpático. ¿Cómo te llamas?
—Pedro. ¿Y usté?
—Edurne.
—Edurne. ¿Qué nombre es ese?

—Significa, nieve, pureza, blancura. Me puedes decir por dónde debo ir para llegar a Carrerizo.
—¿A Carrerizo del Río o de la Sierra?
—¡Carai! ¿Es que hay dos Carrerizos?
—Claro, señora Edurne. Carrerizo del Río y Carrerizo de la Sierra.
—Carrerizo de la Sierra.
—Pues es muy fácil, señora…
—Por favor, tutéame. No me digas más veces señora.
—¡Vale! ¡Vale! Ve como sí que está nerviosa, bueno, estás nerviosa—, enfatizó. —Mi jefe dice que no hable mucho con los clientes. Pero es como yo le digo: es que los gatos no me contestan—, le dijo mientras la máquina hizo un ronroneo.
—¿Se ha estropeado el surtidor?
—No. Qué va. Eso es el freno de la máquina. Lo hace cuando se para—, comentó, al tiempo que colgaba la manguera al costado del surtidor.
—Qué te debo, Pedro.
—Pues, veinticinco euros.
—Toma.
—Aquí no tengo cambio de cincuenta. Vamos a la oficina. ¿No quieres nada de la tienda?— Le sugirió, al tiempo que se encaminaban hacia ella. —Pasa Edurne.
—Gracias—. Se detuvo al darse de bruces con la puerta de cristal que no se abrió.
—Espera. Es que esta puerta hay que empentarla no se abre ella sola—, le dijo al tiempo que empujaba la hoja de la puerta y entraba él delante.
—Venga. Dame una botella de agua—, le pidió complaciente.
—No quieres una cervecita, Edurne, te convido yo. Es que me has “caío” bien, sabes. Hasta dentro de una hora larga, no viene por aquí ni Dios, y ya lo he “limpiao” todo.
—Vamos a tomar una cervecita.
—¿Cuala quieres. Mahou, San Miguel, Amstel?
—¿Qué más dará? Una. La que tú quieras.
—Pues la Cruz Campo, que me gusta a mí.
—Me vas a decir por donde he de ir a Carrerizo de la Sierra.
—Pues claro. Pero que prisas tienes. Edurne tómate la cerveza y después te lo digo, mujer. Si es muy fácil. Y, ¿tú de que trabajas?
—De profesora en la Universidad.
—¡Anda, mi madre! Ya decía yo que te veía muy “refiná”. Yo soy un poco burro, sabes. Pero no engaño a nadie. Hace calor, eh—, dijo el muchacho pasándose un pañuelo lleno de grasa que sacó del bolsillo.
—Sí. Hace mucho calor, ya es medio día—, admitió, moviéndose la blusa de atrás a delante, lo que provocó que se le desabrochara el botón y quedara el pecho casi al descubierto.
—¡Vaya! Edurne qué tetas.
—Disculpa Pedro. Se me ha desabrochado el botón de la blusa…
—No, no. Si tú estás “disculpá”. Pero que no hace falta que te lo abroches, si tienes calor, a mí no me importa. Mira yo también me desabrocho—, se bajó la cremallera del mono y quedo parte del pecho al aire.
—Apenas tienes pelo en el pecho.
—Pues tú aún tienes menos que yo.

Edurne se abrió la blusa como en un acto reflejo y se miró el canalillo, comprobando que efectivamente no tenía pelo, como si no conociera su cuerpo.
—Ves como no tienes pelos—, al tiempo que le pasó la palma de la mano por el centro del pecho.
—¡Pedro!
—No hagas caso Edurne, si eso no es “na”. Mira toca tú—, y se abrió el mono todo lo que pudo.
—Estás sudoroso, Pedro—, le dijo pasándole la mano por el pecho, de un lado a otro.
—Y más que voy a sudar.
—¡Anda!, tonto.
—Que si Edurne. Que me estoy poniendo burrucho. Es que a mí nunca me ha “tocao” una mujer tan guapa como tú.
—No me lo creo. Eres un chico muy apuesto y muy simpático—, Edurne notó, para su sorpresa, que se sentía excitada.
—Con la Jero, sólo, pero na. Ven—, le dijo abriendo la puerta del almacén.
—Oye, igual viene alguien.
—Aquí. Ni Dios, no te lo digo yo—, al mismo tiempo que le cogía el pecho con la mano.
—Espera un momento—, se desabrochó la blusa completamente y se sacó el faldón de entre la falda estrecha que le marcaba las caderas.
—Vaya un cuerpo tienes—, le decía Pedro, mientras besaba sus pechos.
—Pedro, lo que tienes ahí—, le echó la mano a la bragueta.
—Todo pa ti—, al tiempo que intentaba subirle la falda, pero le fue imposible.
—Espera—, se desabrochó la falda por atrás y la dejó caer al suelo con movimientos ligeros de las piernas. Ya iba a quitarse la braguita minúscula que llevaba.
—Déjame a mí—, apenas descubierto su pubis se lanzó ávido, como águila en pos de su presa y le introdujo la lengua. —Espera, espera, yo te la quito—, Edurne se inclinaba para bajar más la braguita con algo de precipitación.
—Déjame ahora a mí, Pedro—, le dijo Edurne jadeante, que se atracó de Pedro en la boca.
—¡Joer! ¡Joer!— Pedro no acertaba a decir nada más.
—Échate sobre la mesa—, la había cubierto con el papel de una bobina.
Edurne jadeaba mientras el muchacho ponía todo su empeño en las acometidas. Pedro no cesaba de mirar el cuerpo desnudo de Edurne. Y le asombraba los jadeos de ella, que casi llegaban a alaridos. Así estuvieron forcejeando durante más de diez minutos.
Sus cuerpos empapados quedaron inmóviles, y la respiración agitada. Cruzaron miradas cómplices…
—Ves como iba a sudar mucho más—, le dijo Pedro, al poco de reponerse. —Ahora ponte a trabajar. De buena gana echaba un sueño.
—A mí también me gustaría echar un sueño, Pedro. ¿Hay toalla en el baño?
—Sí.
En ese momento en la cara de Pedro se reflejó una gran decepción: sobre la mesa en la que se echó Edurne, sobresalía, entre el papel roto, una llave inglesa. Pedro se miró su miembro incrédulo, para cruzar una mirada después con ella.
—Voy a lavarme y quitarme el sudor—, comentó Edurne con una amplía sonrisa pícara y le pasó la mano por la mejilla. —No te preocupes.
—Edurne, me tiemblan las piernas, pero lo haría otra vez.
—¡Otra vez! No puede ser… ¿Me vas a decir ahora por dónde ir a Carrerizo de la Sierra?
—Claro. Sigue esta carretera y te meterás dentro del pueblo, pero estate atenta porque si no, te saldrás.
—He de seguir esta carretera…, y ¿ya está?
—Pues claro. Ya te había dicho que era muy fácil, Edurne.
—Gracias, Pedro—, y le dio un beso.
—Cuando vuelvas, te convido a otra cerveza—, le dijo socarrón.
—No sé, Pedro, si volveré por aquí.
—Sí. Sí. Volverás por aquí.
—¿Es que no hay otra carretera?
—Para volver a la Universidá no.
—Bueno, si no hay gente igual te veo cuando vuelva.

Apenas había pasado la hora de la siesta, cuando llegó Edurne de regreso a la gasolinera.
—Hola Pedro. Qué calor hace. Tú estás bien, ahí sentado.
—Ahora no se puede andar por afuera. ¿Quieres una cerveza, o un refresco?
—No. Después—, le contestó Edurne abriendo la puerta del almacén.



lunes, 1 de diciembre de 2014

MUJER MALTRATADA


                Hoy naciste luna fulgente,
                tierno vientre de tierra fértil,
                en penumbra, inmanente.
                Quisiste se mujer alegre
                y te quedaste en súplica estéril.
                Arañaste el último segundo,
                gritaste ilusiones fingidas.
                Resultaste opaca, incompleta,
                cual saco roto de mendigo
                que dispersa su verde yerba.
                 Hoy rezaste y eres atea
                 y amenazaste serena
                 con ser tenebrosa tormenta.
                 Hoy sucumbiste ante la vida,
                 llenaste tus pulmones secos
                 de ajadas amapolas marchitas.
                 Regalaste tu último suspiro,
                 regaste de sangre la arena.
                 Hoy naciste luna fulgente
                 y al nacer ya morías,
                 tierno vientre de tierra fértil,
                 hoy…,¡sucumbiste ante la vida!


                Constantino Yáñez.  


Poema que surgió del escalofriante relato de una mujer maltratada colgado en la red, y de la que ya no he sabido ni he podido localizar.

domingo, 23 de noviembre de 2014

FIESTA DE CARNAVAL






Apenas se había escondido el sol y empezaban a llegar los primeros invitados a casa de Fani con los disfraces más diversos. Era un chalet en las afueras, que tenía un camino de unos cincuenta metros hasta la casa, a ambos lados había bancales, tachonados de almendros, naranjos, oliveras… Ella les recibía ya disfrazada de Campanilla, con su vestido de lentejuelas, de escote generoso y su varita mágica, acompañada de su hermana Sandra, disfrazada de Cleopatra. A cada uno de los que llegaban, los tocaba con su varita en el mismo umbral de la puerta antes del protocolario saludo. En su extremo tenía una estrella y despedía destellos con los reflejos de la luz.

Hacía una tarde espléndida y apenas se había sentido el frío. Aquella jornada radiante contagió el ánimo de Fani, que ya de por sí era muy jovial, al tiempo que transmitía al resto de amigos su alegría. Su carita de niña no le había cambiado. Recogía su melena rubia a tirabuzones por encima de su cabeza, con un tocado a base de florecillas blancas con sus pistilos amarillos que, también, reflejaban destellos. Sus ojos azules y grandes, muy bien perfilados, aumentaban la belleza de su rostro, a pesar de cerrarlos de forma intermitente, en un tic. Tenía una buena estatura, y su cuerpo parecía esculpido por el mismísimo Miguel Ángel. Su mirada dulce y su voz aterciopelada embaucaban a quienes hablaban con ella, aunque detrás de esa imagen se ocultaba una mujer capaz de explotar al máximo sus dotes persuasivas cuando le movía algún interés.

Llegaron un gran número de amigos, todos ellos disfrazados: De lobo, Caperucita, Popeye, Olivia, Spiderman, Don Quijote, payasos… Se escuchaba la música estridente desde la calle. Apenas se entraba en la casa, debían sortear las guirnaldas que descendían desde el techo y las banderitas colganderas. Tras un pequeño recibidor, se pasaba al salón, en el que habían dispuesto una mesa pegada a la pared, cubierta con un vistoso mantel de papel, en la que se ofrecía pastelitos salados, alguna tortilla troceada en cuadraditos y frutos secos. Había, sobre un extremo de la mesa, en un gran recipiente sangría en la que los trozos de frutas se mecían ante las acometidas de los asistentes, justo a su lado una hilera de vasos de plástico y, sobre el otro extremo de la mesa, otro recipiente con latas de cervezas y refrescos entre cubitos desiguales de hielo. En la otra parte del salón se encontraban todas las sillas bien alineadas, quedando el espacio central diáfano para el baile. Desde el techo colgaban globos, banderitas, y algunas luces recubiertas con papeles de colores.

Cuando ya casi no cabía nadie llegó Esmeralda, su mejor amiga, disfrazada de Cenicienta, y tras el saludo con Fani, la pequeña Sandra y Esmeralda se fundieron en un prolongado abrazo. Esmeralda era una joven muy bella, prudente, amable y muy inteligente. Fani hacía de ella todo lo que quería. Esmeralda prefería guardar silencio antes que discutir con ella; coincidió en la misma puerta con Ricardo que se había disfrazado de lobo. Ricardo hacía gala de un carácter brusco, era todo lo contrario que Esmeralda, a quien a menudo no le importaba ridiculizar, como a todos; solía ser muy grosero y fanfarrón, mujeriego, engreído y muy seguro de sus fuerzas, tenía un cuerpo musculoso y un aspecto rudo. Su padre poseía buen ojo para los negocios y vivían de forma holgada, siempre tenía de todo aquello que fuera de última moda. Andaba detrás de Fani, pero no se detenía en tontear con la que tuviera delante
También apareció en esos momentos Peter Pan, personificado en Carlos. Fani, que salió a recibirlo —sustituyó la varita mágica por un vaso de sangría—, quedó encantada de que Carlos hubiera elegido el disfraz de Peter Pan. Y no menos estupefacto quedó él cuando vio ante sí a Campanilla, maravillosa, espléndida, bellísima. Fani le dio un beso de bienvenida y le introdujo al salón cogido de la mano.

Sandra corrió a saludarle en cuanto le vio. Sandra era quinceañera, también con buena altura, como su hermana, y de cuerpo armonioso, pero sin la gracia natural de Fani. Era algo retraída y muy servicial. Por eso quizás siempre había sido el ojito derecho de Esmeralda. Fani se lo llevó directamente a la mesa y le sirvió un vaso de sangría. Un grupo de chicas se acercaron alborozadas a saludar a Carlos y Fani quedó relegada a un segundo plano. Era un joven apuesto, moreno, un buen nadador que competía a nivel nacional. Sus pequeños ojos de color verde claro y una mirada cándida, tranquilizadora, le dotaban de un encanto poco común. Carlos se había teñido el cabello de un color rojizo, le salían unos mechones por debajo del gorrito verde de paño, por el que se alzaba una pluma casi del mismo color del cabello. Su jubón, también de color verde, abrazaba su cuerpo atlético, y un estrecho cinturón negro del que pendía un pequeño puñal sujetaba la malla verde que resaltaba todo aquello que cubría, junto a unos botines de color crema, con lo que se completaba su atuendo. Carlos en cuanto se percató de la presencia de Esmeralda, dejó al grupo de chicas y se fue hacia ella. Se saludaron efusivamente. Carlos y Esmeralda se conocían desde los años de guardería y desde entonces siempre habían estado estudiando juntos hasta su entrada en la universidad que tuvieron que separarse. Ella se había inclinado por la rama de Nanobiología, en Valencia y él por la de Fisiología, en Madrid. Fani aprovechó la ocasión para volver junto a Carlos y de nuevo se dirigió hacia ellos.

—Otra vez juntos—, dijo Fani a su llegada, con una amplia sonrisa.
—Sí, otra vez juntos—, ratificó Carlos, con entusiasmo.
—Ya tenía muchas ganas de verlo—, dijo Esmeralda apoyando su cabeza en el hombro de Carlos.
—No me refería a ti, me refería a mí—, apuntilló Fani. —Venga vamos a bailar— Fani tiró de la mano de Carlos y lo arrastró a la pista.

Después de bailar durante un buen rato, Fani pidió a Carlos y Esmeralda que le acompañaran para rellenar los baldes que contenían sangría y cerveza. Mientras Carlos llenaba el balde de sangría, ellas se dirigieron a un frigorífico en la cocina y sacaron latas de cerveza. A continuación colocaron sobre la mesa botellas de ron, whisky, ginebra y vodka. Mientras unos cuantos bailaban, otros se acercaron a la mesa para servirse alguna bebida. Entre tanto Sandra se veía acosada por Ricardo, que la abrazaba e intentaba besarla, lo que la joven trataba de esquivar, sirviendo a éste y sus amigos de risa.

Carlos esperaba, pegado a la mesa, a que Esmeralda concluyera. Vio como unas amigas, sentadas en la escalera, junto a un grupo de chicos y chicas, entre los que estaba Sandra, la llamaban. En aquel grupo se encontraba Ricardo, que divertía a todos con sus bufonadas, sin dejar de incordiar a Sandra. Esmeralda salió de la cocina y se fue hacia el grupo de amigas. Fani aprovechó la ocasión y se fue hacia Carlos, le tomó por el brazo y lo condujo hasta una habitación contigua y en cuanto se cerró la puerta se abalanzó sobre él. Carlos no tuvo tiempo de reaccionar. De repente se abrió la puerta con estrépito y apareció Ricardo con los ojos desorbitados, enrojecidos, farfullando palabras ininteligibles y con los puños cerrados. Se dirigió hacia ellos. Fani se interpuso pero la apartó de un empujón. Carlos dudó un instante y recibió el impacto de Ricardo en el pecho, pero enseguida respondió con varios certeros golpes que dejaron aturdido a Ricardo.

Acudieron todos los invitados a la habitación y vieron a Fani en los brazos de Carlos, sollozando y a Ricardo tumbado en el suelo comenzando a moverse.

—Lo siento Fani—, se excusó Carlos. Luego se desembarazó de ella y salió de la habitación apartando a los curiosos.
—¿Dónde vas?
Carlos no llegó a contestar y al salir de la habitación se encontró con Esmeralda.
—Me voy.
—¿Qué ha pasado?
—Lo de siempre. Ese imbécil de Ricardo que va puesto hasta las trancas y tiene que liar alguna.
—Espérame. Me voy contigo.
—No tienes por qué hacerlo. Quédate y diviértete.
—No. Te acompaño. No quiero estar más tiempo aquí.
—Como quieras.

Esmeralda tomó un chaquetón de lana de color marfil, que Carlos le ayudó a colocarse sobre los hombros, mientras salían a la calle. Entre tanto, Fani buscaba a Esmeralda por toda la casa hasta que la advirtieron que se había marchado con Carlos. Se asomó por la ventana y les vio caminar calle arriba.
—¿Sí?— Esmeralda respondió la llamada a su teléfono.
—…
—Fani. Ya te dije que no tenía ganas de jaleo. Y el energúmeno ese donde va no hace más que provocarlo.
—…
—No. Fani. No voy a volver.
—…
—Me voy con Carlos…
—…
—Me acompaña a casa...
—…
—Pregúntale a él— y le pasó el teléfono a Carlos.
—Dime.
—…
—No. Voy a acompañarla.
—…
—No, Fani. De momento voy a acompañarla y luego ya veremos.
—…
—Fani. No vamos a volver—, enfatizó Carlos. —Adiós—, y le pasó el teléfono a Esmeralda.
—¿Hola?
—…
—Fani, ya está bien. Además, si no hubieras invitado a Ricardo nada de esto hubiera sucedido.
—…
—Te has equivocado de plano. Tú has querido nadar entre dos aguas…, y ya ves.
—…
—Adiós.
Esmeralda colgó el teléfono, al tiempo que cogía a Carlos por el brazo.
Empezaba a refrescar y Esmeralda se pegaba más a Carlos, que le pasó el brazo por los hombros y la apretó contra su costado.
—¿Quieres que vayamos a tomar una copa?— Propuso Carlos.
—¿Así vestidos?
—¿Qué más da? Es Carnaval. Aunque si quieres nos cambiamos y nos vamos a cenar.
—Muy bien. Como quieras—, se apresuró a responder.
—¿Qué te ha dicho Fani?
—Nada. Bobadas suyas. Cree que todavía puede manipularme y no se da cuenta de que ya nos hemos hecho mayorcitas—. Y tras una pausa añadió, —No sale de su mundo. Y no me extrañaría que intentara cualquier cosa con tal de no permitir que salgamos juntos. Ella quisiera tenernos a todos a su disposición cuando le apetezca. Quiere estar contigo, por eso ha hecho que me llamaran el grupo de amigas cuando acabamos de reponer las cervezas, pero al mismo tiempo le gustaba tener a Ricardo comiendo de su mano por su dinero, y que compitierais por ella… ¡Qué cínica!

Carlos la escuchaba con admiración. La notó cambiada, con una fuerza arrolladora que nunca había demostrado. La veía altiva, segura de sí misma. La estaba observando desde un punto de vista diferente a como la había visto hasta ahora. Siempre la quiso de forma entrañable, como a una hermana, pero en esos momentos estaba sintiendo algo especial, extraordinario. Cualquier ligero contacto de sus cuerpos, en esta ocasión, le transmitía nuevas sensaciones, le estaba avivando la llama del deseo, que jamás había experimentado antes. Comenzaba a sentir curiosidad.

—Si he de ser sincero, te diré que me has sorprendido. Te he visto con decisión. Enérgica, Y eso me gusta.
—Pues espera un poco y te sorprenderás aún más.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. Ya lo verás.

No tardaron en llegar a casa de Esmeralda y Carlos quiso despedirse por un rato para ir a cambiarse él también. No se lo permitió. Carlos desde niño entraba a casa de Esmeralda como a la suya propia. Con sus padres mantenía una relación excelente. La madre de Esmeralda lo recibió jubilosa y tras bromear unos momentos con el atuendo que llevaba, le preguntó cómo le iba por Madrid. Continuaban hablando cuando apareció Esmeralda. Llevaba un vestido rojo de gasa, corto, con varios volantes pequeños a partir de la cintura. Un gran escote y sobre el pecho, en la parte izquierda una flor de la misma tela. Le caía sobre los hombros su melena negra, suelta, ligeramente rizada. Una gargantilla de oro blanco con una piedra en el centro acariciaba su cuello. Su atuendo se completaba con unos zapatos de tacón alto y una cartera de mano a juego. Carlos quedó maravillado. Aquella mujer no tenía nada que ver con la niña que hacía unos meses dejó en Petrer.

—¡Estás guapísima!
—Gracias. ¿Nos vamos?
—Cuando tú quieras.
—Que os divirtáis—, les deseó la madre de Esmeralda.
—Por supuesto, mamá—, le aseguró Esmeralda mientras caminaban hacia la puerta de la calle.
Carlos le abrió la puerta y salieron fuera.

Las farolas alumbraban lánguidamente la calle. Una brisa fresca acariciaba sus rostros. Y, aquel olor peculiar que se desprendía de los árboles que jalonaban ambas aceras, tupidos de hojarasca, le trajo, a Carlos, viejos recuerdos.

El contraste de la pareja era de lo más exótico, ella con su vestido de fiesta y el con su traje de Peter Pan. Apenas andados unos pasos ella se detuvo y sacó unas llaves de su cartera de mano y las luces de un coche Citroen C4 de color negro, muy nuevo, comenzaron a parpadear. Esmeralda le abrió la puerta con galantería.

—No esperaba menos de ti—, ironizó Carlos.
—No creas que va a ser siempre así, eh.
—Por mí no habría ningún problema, no me iba a quejar.
—Por si acaso después te sabe a poco y quieres más.
—Ah. A mi me gusta que me sirvan.
—Pues la llevas clara. Esto ha sido esta vez por la novedad. Pero ya se acabó—, sentenció ella mientras se introducía en el coche.
—Bien, pues yo te serviré a ti.
—Eso me gusta más—, comentó, sentándose con decisión al volante y mostrando unas piernas largas que Carlos no se reprimía en mirar.
—Te encuentro muy cambiada, Esmeralda.
—Para bien o para mal.
Carlos no contestó, pero se recostó sobre la puerta con la mano de Esmeralda prendida de la suya, y la miró sonriente, de arriba abajo.
—¿Te has comprado el coche para ir a Valencia?
—Sí, porque así no tengo que depender de los horarios de los trenes y autobuses. Yo no tengo unos horarios claros de salida de la facultad, por lo que no podía programar los viajes con antelación, y alguna vez me he tenido que quedar en el piso hasta el día siguiente. Y, entonces mi padre me compró el coche.
—Está muy bien.
—A mí me gusta mucho, y, me lleva y me trae…

Mientras se dirigían a casa de Carlos y entre banalidades sobre el coche que se había comprado. Esmeralda observaba como éste no dejaba de mirarla. «Parece que se haya dado cuenta hoy de que soy una mujer», se dijo. «Hoy he de saber qué piensa de mí, cómo me ve y que intenciones tiene conmigo», se propuso. Esmeralda estaba enamorada de Carlos desde hacía muchos años, aunque él parecía no haberse dado cuenta, lo que le había irritado en más de una ocasión. «También es cierto que Fani me ha quitado todo protagonismo desde siempre. Pero eso se ha acabado. Si no le tengo será porque él quiera, no porque no lo haya intentado», se convenció.

Ya en casa de Carlos, éste se fue a cambiar mientras Esmeralda, hablaba distendida con sus padres, que se sintieron muy complacidos con la visita. Carlos se vistió con un traje de corte moderno, color azul marino, y una camisa de rayas verticales de colores rojo, blanco y azul. Llevaba una gargantilla de cordón de cuero con unas bolitas simulando marfil en el centro. La madre alabó el carisma de su hijo, y Esmeralda no pudo reprimir la risa ante el asombro de todos.

—Te has dejado mechones de pelo tintados de rojo—, se excusó mientras reía.
—Es cierto, Carlos, cómo te has lavado el pelo—, aseveró la madre.
—Anda, vamos. Yo te lavaré la cabeza—, casi le ordenó Esmeralda, mientras seguía riendo.
—Ah, ¿No me quedan bien los mechones?— Bromeó Carlos.
—¡Anda! Quítate eso— le reprochó su madre.

Subieron al baño, después de haberle lavado la cabeza y quitado los restos de tinte del cabello, Carlos se había sentado en un taburete. Esmeralda le secó el pelo y se colocó delante de él mientras le administraba gomina. Carlos le paso las manos por la espalda a la altura de las caderas y la acercó hacia sí. Esmeralda se dejó llevar mientras sus manos acariciaban la cabeza de Carlos, que le besó a la altura de la cintura. Esmeralda se sentó sobre sus rodillas y le besó en los labios con delicadeza. En ese mismo instante sonó el teléfono de Esmeralda. Lo mostró a Carlos con desdén, era Fani. No quiso contestar la llamada.

—¡Anda, vámonos!— Dijo Esmeralda incorporándose.
—Espera un poco… Aunque sí, será lo mejor—, reconoció Carlos, que ya la atrajo de nuevo.
—No, por favor. Vámonos—, dijo ella ruborizada. —Salgamos a dar una vuelta.

Cenaron en el restaurante italiano “Bella Vita”. El salón presentaba una decoración cuidada. En un pequeño mostrador a la entrada, el maître les recibió y les condujo a una mesa pegada a unos grandes ventanales que daban a un jardín poco alumbrado. Desde aquella mesa se podía ver la sierra del Cid, sombreada por la oscuridad de la noche y algunas luces de las casas de campo. En la mesa había un pequeño jarrón blanco con imágenes antiguas y con dos rosas rojas, sobre un mantel rojo superpuesto sobre otro de color blanco. Carlos tomó una y se la ofreció a Esmeralda, que aceptó con una sonrisa.

Les llevaron unos entrantes a base de jamón, y trocitos de queso de Mozzarella con anchoas, que dieron paso a unos platos de “espaghetti alle noci”, y una espectacular ensalada, todo ello regado por un vino tinto de Chianti. Hablaron de cómo se desenvolvía cada cual en Valencia y Madrid. Carlos le cogió la mano en varias ocasiones e intercalaban las anécdotas con sugerentes comentarios de enamorados, amenizados con miradas cómplices.

—Quería confesarte algo, Esmeralda.
—Qué…
—Que siempre he estado…
En ese instante, el molesto timbre del móvil de Esmeralda los devolvió a la realidad.
—¡Mierda! Qué te dije… Fani esta haciendo lo posible porque no estemos juntos—, comentó a Carlos sin ocultar su enfado.
—Diga—, respondió Esmeralda.
—…
—¿Ricardo?
—…
—Pero cómo que se ha encerrado en el baño con Sandra. ¿Qué ha pasado, Fani?
—…
—¿Nadie ha hecho nada por detenerlo?
—…
—No lo puedo creer. Vamos para allí, Fani. Carlos vamos a casa de Fani. Ricardo se ha vuelto loco, ha tirado por el suelo todo lo que pillaba y se ha encerrado con Sandra en el baño y no la deja salir—, pidió a Carlos.
—Y, ¿qué vamos a hacer nosotros?
—No lo sé. Intentaremos hablar con él. Sandra debe estar pasándolo muy mal. Ella siempre ha tenido miedo de Ricardo.
—Ese cabrón acabará mal, y si es el sólo…
—A qué te refieres.
—Me refiero a que no haga ningún daño a nadie más. El alcohol y las drogas lo pierden. A eso le añades el carácter tan borde que tiene…
—Tengo miedo, Carlos—, le dijo mientras se introducían en el coche.
—Oye. ¿No será una treta de Fani?
—No creo que se atreva a bromear con eso.

No tardaron en llegar a casa de Fani. El portón de la cerca estaba abierto en sus dos hojas y el camino alumbrado que parecía la pista de un aeropuerto de noche, les llevaba hasta la puerta principal de la casa. Una higuera enorme se encontraba justo al final de camino en un ensanche en el que dejaban los coches aparcados. No había nadie en la calle y la música no se escuchaba. Entraron en la casa y cuando Fani les vio se fue hasta ellos y se abrazó a Carlos, entre sollozos. Aún quedaban restos de vasos y licor esparcidos por el suelo.

—¿Dónde están?— Le preguntó Carlos.
—En el baño de la planta de arriba.
—¿Por qué ha cogido a Sandra?— Le preguntó Esmeralda, evidenciando su enfado.
—No lo sé.
—Fani te he dicho mil veces que vigiles a tu hermana. Es casi una niña.
—Yo no estaba con Ricardo en ese momento—, le respondió Fani con altivez.
—Bueno vamos a ver si podemos hablar con él—, propuso Carlos apartando ligeramente a Fani, quien se aferró a su mano. —¿No ha hablado nadie con Carlos para disuadirle de que dejara a Sandra?
—Sí. Lo hemos intentado pero no escucha a nadie—, respondió Fani.
—¡Pobre Sandra!— Se limitó a decir Esmeralda, mientras ascendían al piso de arriba.
La escalera finalizaba en un rellano amplio, en el que se encontraban los dos amigos de Ricardo. Esmeralda se fue directamente a la puerta del baño y la golpeó con fuerza.
—¡Sandra! ¡Sandra!, contéstame. ¡Sandra!— Gritó Esmeralda casi histérica.
—Ricardo, deja salir a Sandra. No hagas más estupideces—, le recriminó Carlos.
—Déjame en paz—, respondió Ricardo con voz de borracho.
—Deja salir a Sandra, ¡cabrón! ¿Qué le has hecho? ¡Sandra!— El pánico se reflejaba en el rostro desencajado de Esmeralda.
—Bien. Ya estamos todos—, balbuceó desde el interior del baño.

Los dos amigos de Ricardo que estaban en el rellano se acercaron entorno a ellos. Permanecían expectantes, pero en silencio.

—Fani es la que tendría que estar dentro—, se escuchó decir desde el interior con una voz apagada.
—De acuerdo. Abre la puerta, deja salir a Sandra y entro yo, pero abre la puerta—, le apremió Fani.
—Tú has querido ligar con Carlos. Pero, yo sé que acabarás estando en mis brazos…
—Vamos, Ricardo. Abre la puerta y me tendrás a mí.
—Claro que te voy a tener a ti, pero antes que se vayan todos los que hay contigo.
—¿Sandra se encuentra bien?— Intervino Esmeralda.
—Sandra no puede hablar está borracha.
—Eh. Ricardo. Venga déjalo ya y vámonos a la discoteca a seguir la fiesta. Esto ya es aburrido—, le gritó uno de sus amigos.
—Largaos vosotros. Yo iré después.
—Aquí hemos venido juntos y nos vamos juntos. ¡Va tío! En la discoteca hay una fiesta que nos está esperando. Vámonos.
—¡Déjame en paz! Eh, Fani, si quieres que abra la puerta haz que se vayan todos.
—De acuerdo, ya se van. Abre la puerta, estoy sola—, dijo después de unos segundos.
—No te creo.
—Y ¿cómo lo vas a saber si no abres?
—No me la juegues. No sabes de qué soy capaz.
—Si no abres llamaremos a la policía—, insinuó Esmeralda.
—Ni se os ocurra. Entonces si soy capaz de cualquier cosa.
—No llamaremos a la policía—, dijo Carlos tratando de aplacar a Ricardo. —deja que entre Fani. Los demás nos apartaremos de la puerta.

Todos se retiraron menos Fani, y Carlos, que se agazapó a su lado, donde Ricardo no pudiera verle.

La angustia que sentía Fani iba en aumento, siendo compartida por Esmeralda que lloraba en silencio. La desazón la embargaba y sus pensamientos eran cada vez más tenebrosos a medida que pasaban los minutos. El no haber escuchado aún a Sandra les hacía presagiar lo peor. Se abrió levemente el quicio de la puerta, lo justo, para comprobar que sólo estaba Fani. Abrió un poco más y la tomó de la mano introduciéndola en el baño. Fani gritó presa de pánico. Ante el grito de Fani, Carlos y los amigos de Ricardo empujaron la puerta y entraron en tropel en el baño, seguidos de Esmeralda. Ricardo retrocedió y se sentó en la taza del water. Tenía los ojos enrojecidos y excesivamente abiertos, la vista perdida. Su cuerpo flácido se apoyaba sobre el respaldo. Presentaba el rostro demacrado, un perverso conato de sonrisa parecía reflejarse en la comisura de sus labios. Fani paralizada, de pie, se cubría la boca con ambas manos. Otro grito de desesperación surgió de Esmeralda que se echó al suelo junto al cuerpo yacente de Sandra.


Sandra estaba casi desnuda. Su disfraz destrozado, las braguitas en el suelo. La cara magullada y los ojos abiertos, parecían se iban a salir de sus órbitas. Esmeralda arrulló el cuerpo inerte de aquella niña y le susurró alguna cosa que hizo que ésta se le abrazara. Los amigos arrastraron a Ricardo escaleras abajo, lo introdujeron en su coche y se lo llevaron de allí. Carlos tomó la toalla que estaba sobre el toallero y se la echó para cubrir el cuerpo de Sandra que no soltaba a Esmeralda. Ambas amigas lloraban. Fani permanecía incrédula, incapaz de reacción alguna: unas lágrimas menudas hacían que el rímel corrido desfigurase sus mejillas.      

AL CRISTO DEL MONTE CALVARIO


                          (En busca de la esperanza)

                                   Todavía sigues en la Cruz clavado y porfías
                                   para que las personas nos llenemos de dichas.
                                   Yo te suplicaba que tuviéramos otro mañana
                                   y pasáramos raudos el camino de la desesperanza;
                                   que volviéramos los humanos a la felicidad perdida.

                                            Me recordaste a la Familia para que me apoyara,
                                   que era el pilar donde el amor y la fe se engarzan.
                                   Es el sustento de la vida, donde se enriquece el alma,
                                   donde no hay delito que sobrepase el perdón,
                                   donde reina la paz, la armonía y la calma.

                                              Aún hoy persisten los escribas y fariseos,
                                  depredadores de la más elemental humanidad,
                                  son como lobos camuflados de corderos;
                                  arrogantes fementidos de “golpe en pecho”,
                                  que sin valorar sus servicios airean su vanidad.

                                  Sabes que este mundo anda perdido
                                  de hombres pedantes y altaneros,
                                  cuya patria es este planeta embrutecido
                                  en el que la fe parece haberse perdido,
                                  caminando por inhumanos derroteros.

                                  Quienes se apoyan en la fe en Ti
                                  adquieren esa confianza orientadora,
                                  alejándose de sendas perturbadoras.
                                  Ungiéndose con el más sublime benjuí
                                  en aromas de vida esperanzadora.

                                  Danos, Señor, claridad y ternura,
                                  para poder obrar con humildad y alegría,
                                  que sea la fraternidad la mejor ventura,
                                  y que los humanos por los que porfías
                                  olviden para siempre su amargura.

           Constantino Yánez  

Último poema de la trilogía publicado en la revista de Semana Santa de Elda, de 2009.

lunes, 17 de noviembre de 2014

EL VERDUGO COMPASIVO





En el reino de Tragalot, perdido por entre las montañas, había un castillo, sobre una pequeña colina, desde el que se dominaba todo el valle. Un frondoso valle, en el que el suelo siempre estaba teñido de un manto verde, con un gran bosque; en él habitaban toda clase de animales: zorros, lobos, conejos, ardillas, ciervos, junto a una gran cantidad de pájaros. Entre el bosque y el castillo, hacia la izquierda, unas cuantas casas formaban una pequeña aldea. El rey Sinforoso, permitió que se establecieran un grupo de familias gitanas, venidas de la India. A cambio, en las fiestas del reino actuarían como bufones, saltimbanquis o incluso como actores que interpretaban parodias con las que criticaban la vida en la corte. Proveyeron la aldea de huertos en los que se cultivaba toda clase de hortalizas y verduras y una zona de árboles frutales en los que predominaban los manzanos, perales y membrilleros. Dentro de la fortaleza sólo vivían los nativos del reino de Tragalot, pero no por ello tenían prohibida la entrada los gitanos, que vendían sus cosechas a los habitantes de la fortaleza. Los gitanos debían llevar, al menos una vez a la semana, las mejores frutas, hortalizas y verduras al rey; en contrapartida el rey les aseguraba protección en caso de que fueran atacados por ejércitos de fuera.

En la fortaleza había una herrería, regentada por Simeón, que allí vivía; era su única pertenencia. Hombre corpulento, más bien gordo, no muy alto, con una nobleza que rayaba en la ingenuidad. Siempre andaba muy bien afeitado, él se jactaba de que se había hecho un cuchillo especialmente para afeitarse y salvo algún día que aparecía con varios cortes en la cara o el cuello —Simeón lo achacaba a que la noche anterior se había ahogado en vino—, siempre se distinguía de la mayoría que llevaban las barbas sin arreglar. Vestía con un pantalón ceñido abajo de las rodillas y bombacho en la cintura, sujeto con una soga; con una blusa de cordones, siempre desabrochada, si era invierno, o el torso desnudo si era verano, y siempre un delantal con peto de piel de ternero que sólo se quitaba para dormir. Sus brazos eran musculosos y enormes como su cuerpo, y mugrientos. Su cara redonda y sonrosada contrastaba con su cabello oscuro y rizado, casi siempre grasiento. Los ojos de un color marrón claro proyectaban una mirada tranquilizadora. Un olor agrio lo acompañaba donde quisiera que fuera. Por nombramiento real era el verdugo, encargado de ejecutar las sentencias sumarísimas del rey; muy a pesar suyo. El reino sólo se veía alterado por las fiestas y exhibiciones de los gitanos.

No tenía mujer ni hijos de los que preocuparse. Sólo Tin, un cachorro que una tarde, hacía ya varios años, se coló en su herrería era el único ser vivo por el que sería capaz de dar su brazo derecho. A una voz de Simeón, Tin salía por el bosque y siempre aparecía con algún conejo o faisán. Era un excelente cazador a pesar de ser un perro enorme; no se sabía muy bien si labrador o mastín, pero no tenía una raza definida. Todo lo compartía con Tin: comida, charlas, jergón. A veces mantenía largas conversaciones con Tin, que parecía escucharle pacientemente, inmutable, mientras duraba su razonamiento. El último bocado siempre era para Tin, y en el colchón de paja todas las mañanas aparecía el perro mientras Simeón se despertaba en el suelo.

A pesar de ser un reino muy tranquilo, en algunas ocasiones, tuvo que azotar a algún menesteroso por haber quitado alguna fruta u hogaza de pan para comer. En los momentos en que lanzaba el látigo sobre la espalda del acusado, Simeón, cerraba los ojos. En una ocasión fue requerido por el propio rey para que batiera con más energía el látigo porque no llegaba a brotar la sangre en la piel del reo, siendo el hazme reír del populacho. Después se pasaba un par de días que no podía probar bocado, su abatimiento era tal que apenas trabajaba.
Un cierto día un gitano fue condenado a muerte por la corte, por haber matado a un alguacil en una disputa; a medida que se iba acercando el día de la ejecución, Simeón, se sentía peor.
La noche anterior al día señalado para dar muerte al reo, Simeón, fue conducido a la prisión donde se encontraba el gitano. Se sentó en un taburete frente a la celda. El gitano estaba echado sobre un camastro de piedra. Se respiraba un fuerte hedor a inmundicia y las paredes rezumaban agua.
—Hola—, saludó Simeón.
—Hola. ¿Qué has venido por si acaso me escapo?—, le dijo el gitano con ironía.
—No. Parece que es lo que dice la justicia que hay que hacer para estos casos— le respondió.
—Ah. La justicia.
—Escucha, yo no estoy de acuerdo con esto. Creo que ni tú ni yo deberíamos estar aquí…
—No tienes que excusarte conmigo—, le interrumpió. —A mí no me importa, ya no me importa nada, pero al menos hablamos. Si no fueras tú sería cualquier otro—.
—¿Cómo te sientes?
—¿Cómo me puedo sentir?
—Claro, que tonto soy. Perdóname.
—No te preocupes, ya no tengo tiempo para molestarme.
—Ya.
—Creo que tú estas peor que yo.
—Psche. El pueblo está contigo. Dicen que hiciste lo correcto.
—Sí, pero ya ves donde estoy.
—¿Estás seguro que fue el alguacil?
—Y tan seguro. El alguacil se encontró con mi hija en el bosque, que estaba cogiendo piñas. Era una criatura morena, de grandes ojos negros y aún no tenía trece años. La golpeó y violó, abandonándola desnuda, muerta, al menos, eso creyó él. Pero sólo estaba inconsciente. Mi hija le conocía bien, porque en varias ocasiones había intentado besarla—, argumentó el gitano.
—¿Por qué dices que era, si está viva?
—Porque ahora no es más que una sombra de aquella chiquilla alegre, cantarina que nos alegraba los días.
—Tenías que haberle hecho pedazos y habérselos echado a los perros.
—Yo no quería ensañarme con él. Con que no viviera para contarlo para mí era suficiente.
—Ya—. Y añadió a continuación, —parece ser que el Rey no está muy de acuerdo con la sentencia que ha tenido que dictar. Dicen que la dictó por presiones de su corte.
—Habladurías. Si no hubiera estado de acuerdo no la habría dictado. Para eso es el Rey.
—Ya. Pero dicen que como fue el alguacil…
—Por eso murió el alguacil. No te iba a matar a ti, si quien violó a mi hija fue aquel cabrón.
—Naturalmente.

Aquella noche se hizo especialmente larga, parecía no pasar las horas. El gitano estaba muy tranquilo, al menos lo aparentaba. A veces se sumía en los más impenetrables silencios, sin que Simeón se atreviera a molestarle, y otras le hablaba de las cosas más mundanas. Incluso alguna vez se reía. Amarga risa, decía él. En otros momentos se sentaba sobre el camastro. En un par de ocasiones se cubrió la cara con sus manos, a Simeón le pareció escuchar algún sollozo; pero enseguida mostraba su entereza.
—¿Por qué me miras así?— le preguntó Simeón.
Hacía ya un rato que le contemplaba sin parpadear, con una mirada tímida y esperanzadora a la vez.
—Porque creo que necesitas relajarte. No te tomaré en cuenta que separes mi cabeza del cuerpo—, dijo el gitano en tono condescendiente.
—No hables así, por favor. Se me descompone el cuerpo de pensarlo.
—Lo siento. Sólo quería animarte.
—Sabes. Yo nunca he matado a nadie y…, si pudiera salir corriendo lo haría.
—No debes martirizarte, Simeón, tú tienes que cumplir con tu trabajo. Nadie te reprochará nada.
—Gracias, gitano. Todavía no sé como te llamas—, preguntó con voz trémula.
—Lorenzo.


El alba comenzaba a romper la noche. Una ligera claridad comenzaba a vislumbrarse y, Lorenzo, el gitano, seguía mostrando una entereza que para sí hubiera querido su verdugo. Se abrió la puerta del final de aquel lúgubre pasillo, iluminado por una sola antorcha y se acercaron varios soldados de la guardia del Rey, el alcalde y el reverendo, que intentó confesar al gitano, rehusando éste. Simeón seguía a la comitiva con el gesto demacrado. Llegado el momento, se encontraban sobre el patíbulo, el reo encapuchado con la cabeza apoyada sobre un tronco de madera y Simeón con un hacha enorme, fabricada por él mismo, secundados por el capitán de la guardia del rey, el reverendo y el alcalde que se encontraban en una esquina. Simeón sudaba abundantemente, sentía los músculos flácidos y tenía las piernas temblorosas. Un griterío enorme llenaba toda la plazuela, la mayoría en contra de la ejecución; algún que otro ávido de sangre incitaba a Simeón que movía la cabeza con desasosiego. La mujer y los hijos del reo al pie del patíbulo lloraban desconsoladamente, al tiempo que pedían clemencia. A la orden de ejecución, Simeón, asestó un golpe de hacha que tronó en toda la plaza como un día de tormenta. Un tumulto de risas siguieron al golpe. Simeón abrió los ojos despavorido y vio que había seccionado la capucha y el cabello del interfecto, dejando al aire el cuero cabelludo. El rey se cubría la boca con su mano derecha, al tiempo que sustituyó a Simeón como verdugo del reino.