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sábado, 31 de agosto de 2013

PASEO POR EL PARQUE





Paseaba siempre solo por el parque, deambulaba meditabundo y de vez en cuando se sentaba en el primer banco que tenía más a mano, sacaba un pequeño bloc de notas y un bolígrafo y anotaba cualquier cosa. Guardaba su pequeño bloc y el bolígrafo y hasta otro momento en el que volvía a realizar la misma operación. Unas veces permanecía sentado un buen rato, otras, apenas guardados sus útiles de memoria se levantaba y emprendía el paseo.
Día tras día, repetía los paseos. Repetía la acción de sacar la libretita y anotar y volverlos a guardar, en muchas ocasiones muy despacio, casi ceremoniosamente. A veces, cuando permanecía largo tiempo sentado en algún banco parecía extasiado, como perdido en el tiempo y en el espacio. Le invadía el ambiente. Él, decía que le penetraba la vida. Lo que en aquel momento carecía de importancia, después a los días plasmaba sobre papel lo que recordaba de aquellos momentos, o lo que creía recordar. Lo que había sucedido o no había sucedido, pero podía haber ocurrido. Y de ahí llenaba folios y folios, muchos de ellos de cosas que guardaban una relación, otros tantos de cosas inconexas, pero que no destruía, no tiraba, los guardaba después de clasificarlos.
Aquella mañana de otoño estaba sentado en uno de los bancos del parque, observaba como, de cuando en cuando, se mecían las hojas en el aire antes de llegar al suelo. Los árboles iban cambiando de aspecto, los que unas semanas atrás tenían un manto verde de hojas ahora resultaban esqueléticos y con sus hojas amarillentas, ocres. A veces pensaba que la naturaleza en eso se había equivocado, cuando más frío hacía los árboles perdían su manto, aunque no era más que un pensamiento irónico con el que distraer su mente en un momento determinado. Estaba anotando en su libretita aspectos que le llamaban la atención cuando, a su lado, se sentó un chico, de unos doce años, cargado con una mochila voluminosa.

—Qué haces—, se interesó el chico.
—Escribo.
—Para qué
—Para saber más. Tú, ¿no escribes también?
—Sí. A veces.
—¿Cuando vas al colegio?
—Si, pero es un rollo—, respondió con desgana.
—Sí, tienes razón. Aprender es un rollo.
—¿Qué es lo que has escrito?
—Toma, léelo tu mismo. Mis ojos están cansados—, le tendió la libretita.
—¿Por qué escribes y después haces rayas?
—Para separar unas cosas de otras. ¿Por qué hoy nos ha ido al colegio?
—Sí he ido, pero tenía que ir al médico—, le mintió.
—Te crecerá la nariz.
—Es verdad. Un man-to o-cre, ama-ri-llento. No entiendo tu letra—, se excusó.
—Sí la entiendes, leías lo que había escrito, sólo que sin fluidez. Te falta práctica, como no entras a clase no aprendes—. Y sin dejarle comentar —ya sé que es un rollo…—
—Yo sí que sé leer, en los libros leo bien, pero tu letra no la entiendo... Para qué escribes esas cosas.
—Para escribir luego cuentos, novelas… Para escribir libros.
—¿Tú escribes libros? A mí me gustaban mucho los cuentos. Yo leía los libros de Espinete. Tenía un libro que me gustaba mucho y lo leí varias veces: La Cabaña del Tío Tom.
—¡Ah! La Cabaña del Tío Tom, qué buen libro. ¿Y ahora ya no lees?
—No.
—¿Por qué?
—Porque me voy por ahí, con mis amigos. Mi casa es un rollo.
—¿Cómo puedes decir que tu casa es un rollo?
—En mi casa, mi papá y mi mamá, siempre están chillando. ¿Tú vives solo?
—No. Vivo con mi mujer. Un día le diré que me acompañe para que la conozcas. Hace unos rollitos buenísimos. Pero sería después del colegio, no has de hacer más novillos.
—¿Qué son novillos?.
—Pues, no acudir a clase. ¿Cómo le llamas tú?.
—Hacer “boína”. Bueno me voy. Otro día vendré a hablar contigo.
—Pero será después de salir de clase, Yo nunca vengo a estas horas al parque. Escucha, si quieres el jueves a partir de las cinco nos vemos aquí, vendré con mi mujer y te traerá unos rollitos para que los pruebes.
—¡Vale!— Y se marchó despidiéndose con la mano. —¿Como te llamas?—
—José Luis. ¿Y, tú?
—Iker.
—Adiós, Iker. Hasta el jueves.
—Adiós.

Mientras le veía marcharse sintió algo de pena. Iker daba la sensación de ser un niño despierto, no debería tener dificultad para aprender. Pero el problema que tenía detrás le estaba condicionando, «es una lástima», se dijo. 

Resultaba curioso, aparentemente, en sus paseos, parecía que todo su alrededor no le inmutaba, que carecía de importancia, pero más tarde cuando escribía en los folios reflejaba hasta los más ínfimos detalles. Describía minuciosamente los olores de las calles, los perfumes de las plantas del parque, la visión de algún animalito y su protocolo frotando sus antenas o mandíbulas antes de coger cualquier hoja o piel de pipa caída en el suelo, que anteriormente tiraran las cuadrillas de jovenzuelos. Los cambios de tonalidades de las hojas de los árboles según hubiera caído el rocío o no. Cómo se filtraban los rayos de sol por entre la hojarasca. El piar diferente de los distintos pajarillos que habitaban los parques o las calles. Las charlas de los ancianos, sentados al sol o la sombra, según la estación en que se encontraban. Los gritos de los niños si jugaban o se mecían en los columpios, o los gritos de las madres si sus retoños no les obedecían o corrían algún riesgo. Le gustaba especialmente tocar con sus propios dedos las hojas de los árboles, de los setos, de las flores, el césped…, para más tarde plasmar sus impresiones sobre el papel, qué hojas eran suaves, cuáles eran rudas, ásperas, aquellas que dejaban perfumes en los dedos, aquellas otras que se mecían, frágiles, y a las que no perturbaba con su contacto. Le gustaba especialmente un rosal solitario, sobre un rincón del parque, que echaba unas rosas grandes, de color rojo púrpura intenso y su perfume se percibía varios pasos antes de llegar a él. Siempre se detenía ante el rosal y acariciaba sus capullos, frotaba sus dedos en los pétalos de las rosas para que permaneciera su perfume y más tarde seguir oliéndolo; y le hablaba… Cada día le parecía más hermoso. Apenas si escribía sobre él, no quería compartir con nadie su intimidad con el rosal.   
Generalmente llenaba folios y folios con una escritura dulce, apasionada; aunque  algún que otro resultaba su lectura abrupta, quebradiza, cuando esto sucedía, solía encogerse de hombros, como disculpándose por algo, pero no los destruía, todo lo guardaba por si en alguna ocasión pudiera servirle.  
Aquel jueves a las cinco de la tarde volvió a sentarse, junto a Olga, su mujer, en el mismo banco en el que hablara con Iker. Apenas unos minutos después, apareció el muchacho cargado de su mochila, que dejó junto al banco.

—Iker, esta es Olga, mi mujer.
—Hola—, saludó.
—Hola, Iker. Eres muy guapo—, correspondió ella.
—Gracias. Sabes, ya no he faltado a clase—, se dirigió a José Luis.
—Perfecto. Me parece maravilloso que no faltes a clase, así aprenderás mucho y de mayor podrás ser lo que tú quieras. Mira, Olga te ha traído los rollitos que te dije.
—Son pequeños, mi abuelita hace…, bueno hacía, unos rollos más grandes. Sabían a anís, ahora ya no los hace, siempre dice que está cansada, pero lo que le pasa es que está enferma.
—¿Los vas a probar?— Se interesó Olga.
—Sí—, se echó uno a la boca. —¡Hum! Qué bueno.
—Ya te lo dije, Iker.
—¿Te gustan?
—Sí me gustan.
—Pues te haré siempre que quieras.
—Están muy buenos. Gracias—, al tiempo que le devolvía el paquetito de los rollos.
—Cómo. ¿No los quieres? Son para ti—, dijo José Luis.
—Todos para mí. Gracias—, le dio un beso y luego hizo lo mismo con Olga.

Un sentimiento emocionado invadió al matrimonio.

—He vuelto a leer La Cabaña del Tío Tom.
—No me digas que estás leyendo de nuevo.
—Sí. Quiero escribir libros como tú— comentó, echándose otro rollo a la boca.
José Luis y Olga no pudieron evitar emocionarse de nuevo.
—Eso sería estupendo. Él escribe muy bien, Iker.
—¿Tú me ayudarías a escribir?— le consultó con voz melosa.
—Naturalmente que sí. Iker, me haría mucha ilusión leer antes que nadie lo que hayas escrito.                     
—Vale—, respondió ilusionado.
—Sobre qué tenéis que escribir.
—Sobre lo que queramos, es un concurso de redacción de todos los colegios. Pero no sé lo que escribir.
—Ya se te ocurrirá algo.
—Por qué no escribes la historia del Tío Tom en este tiempo—, le propuso Olga.
—Ahora no hay esclavos—, repuso algo desilusionado.
—Bien, pero si que hay personas que han venido del extranjero y trabajan en lo que pueden—, le animó José Luis.
—¡Sí! Y puedo poner que los secuestran, porque ahora no se venden las personas.
—Perfecto, Iker. Es una idea buenísima. Les cambias los nombres a los personajes y ya está.
—Sí, eso haré. Me encerraré en mi habitación y haré la redacción— añadió con cierta tristeza.
—Siguen chillando tus padres.
—Sí. Se riñen siempre. Y, a mí me da mucha rabia.
—¿Se pegan también?
—No. Se chillan mucho y se dicen palabrotas y mi hermana pequeña se pone a llorar y no le hacen caso. Yo cuando estoy en casa la cojo y me la llevo a mi habitación. A ella también le da rabia, por eso llora.
—Has de ser fuerte, Iker. Y ayudar a tu hermanita. Haces muy bien al recogerla y llevártela a tu habitación cuando gritan.
—Diles a tus padres que no se chillen delante de vosotros—, le sugirió Olga.
—Ya se lo digo que no me gusta que se riñan, pero no me hacen caso. Me dicen: tú cállate.
—Bueno, debes ser valiente. Y haz como te ha dicho Olga. Es lo mejor.
—Ahora me tengo que marchar a casa. ¿Volveremos a vernos?
—Claro. Cuando tú quieras, Iker.
—¿El jueves también?
—Si a ti te parece bien, nos vemos el jueves a la misma hora.
—Vale, hasta el jueves—. Y les dio otro beso de despedida.
—Gracias, Iker. Hasta el jueves.

El matrimonio observaba como se alejaba Iker. Se marchaba contento, silbando. José Luis y Olga se miraron sin decir una sola palabra. A medida que se acercaba el día del jueves crecía la ansiedad en el matrimonio, que no veían que llegara la hora del encuentro con Iker. Olga por nada iba a renunciar a la cita, a aquel crío lo llevaba en el corazón. Llegada la hora estaban el matrimonio sentados en el banco de costumbre, miraban el reloj sin cesar, algo de inquietud comenzaba a asomar en sus rostros, Olga no lo disimulaba y trasladaba su preocupación a su esposo que pretendía aparentar más insensible, aunque los nervios comenzaban a traicionarle.

—¡José Luis! ¡Olga!— Gritaba Iker desde lejos, que llegaba corriendo.
—¡Gracias a Dios!— Irrumpió la mujer.
—¡Por fin!— Se dijo para sí mismo José Luis.
—¡Hola!— Saludó jovial Iker, que jadeaba. Dejó la mochila en el suelo y besó al matrimonio.
—Hola, Iker. Pensaba que ya no venías—, le dijo Olga, que había cambiado el semblante.
—He tardado porque a la salida del colegio ha habido “bulla” entre dos chicas— se excusó.
—¿Se han reñido?— Consultó José Luis.
—Sí. Y se tiraban de los pelos. La más gordita, de la que se reían, ha tirado al suelo a la jefa de la pandilla que se ha ido llorando a su casa.  
—No deberías meterte en las riñas. Es más, deberías haber avisado a los profesores—, le reprendió José Luis.
—Yo no me meto en las “bullas”. Pero si aviso a los profesores me dicen chivato y vienen a por mí. No he traído la redacción porque no la he terminado, al otro jueves ya la traigo y la ves.
—De acuerdo, Iker. Entonces ¿la has empezado?
—Sí, claro. He de marcharme ya, tengo que quedarme con mi hermana, mi mamá ha de llevar a mi abuelita al médico.
—Muy bien, Iker. Pero toma llévate esta bolsita de rollitos para ti y para tu hermana—, le tendió Olga.
—Muchas gracias—. Después de darles sendos besos se marchó. —¡Adiós!—.
—Adiós, Iker, respondieron al unísono.
—El próximo jueves te traeré una tarta de chocolate—, dijo Olga levantando la voz.
—¡Vale! ¡Hasta el jueves!

jueves, 22 de agosto de 2013

TALLER DE ESCRITURA CREATIVA DE MANUEL YAGÜE MANZANARES

www.manoloyague.com
Taller de escritura y literatura en el que Manuel Yagüe, te hace un seguimiento personalizado, recomendándote dónde corregir, que aspectos potenciar, trabajando todos los entresijos de la escritura. Te enseñará trucos con los que mejorar tu forma de escribir. Y podrás dirigirte a él cuantas veces quieras para consultar cualquier duda.

domingo, 18 de agosto de 2013

FIESTA DE CARNAVAL




Apenas se había escondido el sol y empezaban a llegar los primeros invitados a casa de Fani con los disfraces más diversos. Era un chalet en las afueras, que tenía un camino de unos cincuenta metros hasta la casa, a ambos lados había bancales, tachonados de almendros, naranjos, oliveras… Ella les recibía ya disfrazada de Campanilla, con su vestido de lentejuelas, de escote generoso y su varita mágica, acompañada de su hermana Sandra, disfrazada de Cleopatra. A cada uno de los que llegaban, los tocaba con su varita en el mismo umbral de la puerta antes del protocolario saludo. En su extremo tenía una estrella y despedía destellos con los reflejos de la luz.
Hacía una tarde espléndida y apenas se había sentido el frío. Aquella jornada radiante contagió el ánimo de Fani, que ya de por sí era muy jovial, al tiempo que transmitía al resto de amigos su alegría. Su carita de niña no le había cambiado. Recogía su melena rubia a tirabuzones por encima de su cabeza, con un tocado a base de florecillas blancas con sus pistilos amarillos que, también, reflejaban destellos. Sus ojos azules y grandes, muy bien perfilados, aumentaban la belleza de su rostro, a pesar de cerrarlos de forma intermitente, en un tic. Tenía una buena estatura, y su cuerpo parecía esculpido por el mismísimo Miguel Ángel. Su mirada dulce y su voz aterciopelada embaucaban a quienes hablaban con ella, aunque detrás de esa imagen se ocultaba una mujer capaz de explotar al máximo sus dotes persuasivas cuando le movía algún interés.
Llegaron un gran número de amigos, todos ellos disfrazados: De lobo, Caperucita, Popeye, Olivia, Spiderman, Don Quijote, payasos… Se escuchaba la música estridente  desde la calle. Apenas se entraba en la casa, debían sortear las guirnaldas que  descendían desde el techo y las banderitas colganderas. Tras un pequeño recibidor, se pasaba al salón, en el que habían dispuesto una mesa pegada a la pared, cubierta con un vistoso mantel de papel, en la que se ofrecía pastelitos salados, alguna tortilla troceada en cuadraditos y frutos secos. Había, sobre un extremo de la mesa, en un gran recipiente sangría en la que los trozos de frutas se mecían ante las acometidas de los asistentes, justo a su lado una hilera de vasos de plástico y, sobre el otro extremo de la mesa, otro recipiente con latas de cervezas y refrescos entre cubitos desiguales de hielo. En la otra parte del salón se encontraban todas las sillas bien alineadas, quedando el espacio central diáfano para el baile. Desde el techo colgaban globos, banderitas, y algunas luces recubiertas con papeles de colores.
Cuando ya casi no cabía nadie llegó Esmeralda, su mejor amiga, disfrazada de Cenicienta, y tras el saludo con Fani, la pequeña Sandra y Esmeralda se fundieron en un prolongado abrazo. Esmeralda era una joven muy bella, prudente, amable y muy inteligente. Fani hacía de ella todo lo que quería. Esmeralda prefería guardar silencio antes que discutir con ella; coincidió en la misma puerta con Ricardo que se había disfrazado de lobo. Ricardo  hacía gala de un carácter brusco, era todo lo contrario que Esmeralda, a quien a menudo no le importaba ridiculizar, como a todos; solía ser muy grosero y fanfarrón, mujeriego, engreído y muy seguro de sus fuerzas, tenía un cuerpo musculoso y un aspecto rudo. Su padre poseía buen ojo para los negocios y vivían de forma holgada, siempre tenía de todo aquello que fuera de última moda. Andaba detrás de Fani, pero no se detenía en  tontear con la que tuviera delante
 También apareció en esos momentos Peter Pan, personificado en Carlos.  Fani, que salió a recibirlo —sustituyó la varita mágica por un vaso de sangría—, quedó encantada de que Carlos hubiera elegido el disfraz de Peter Pan. Y no menos estupefacto quedó él cuando vio ante sí a Campanilla, maravillosa, espléndida, bellísima. Fani le dio un beso de bienvenida y le introdujo al salón cogido de la mano.
Sandra corrió a saludarle en cuanto le vio. Sandra era quinceañera, también con buena altura, como su hermana, y de cuerpo armonioso, pero sin la gracia natural  de Fani. Era algo retraída y muy servicial. Por eso quizás siempre había sido el ojito derecho de Esmeralda. Fani se lo llevó directamente a la mesa y le sirvió un vaso de sangría. Un grupo de chicas se acercaron alborozadas a saludar a Carlos y Fani quedó relegada a un segundo plano. Era un joven apuesto, moreno, un buen nadador que competía a nivel nacional. Sus pequeños ojos de color verde claro y una mirada cándida, tranquilizadora, le dotaban de un encanto poco común. Carlos se había teñido el cabello de un color rojizo, le salían unos mechones por debajo del gorrito verde de paño, por el que se alzaba una pluma casi del mismo color del cabello. Su jubón, también de color verde, abrazaba su cuerpo atlético, y un estrecho cinturón negro del que pendía un pequeño puñal sujetaba la malla verde que resaltaba todo aquello que cubría, junto a unos botines de color crema, con lo que se completaba su atuendo. Carlos en cuanto se percató de la presencia de Esmeralda, dejó al grupo de chicas y se fue hacia ella. Se saludaron efusivamente. Carlos y Esmeralda se conocían desde los años de guardería y desde entonces siempre habían estado estudiando juntos hasta su entrada en la universidad que tuvieron que separarse. Ella se había inclinado por la rama de Nanobiología, en Valencia y él por la de Fisiología, en Madrid. Fani aprovechó la ocasión para volver junto a Carlos y de nuevo se dirigió hacia ellos.

—Otra vez juntos—, dijo Fani a su llegada, con una amplia sonrisa.
—Sí, otra vez juntos—, ratificó Carlos, con entusiasmo.
—Ya tenía muchas ganas de verlo—, dijo Esmeralda apoyando su cabeza en el hombro de Carlos.
—No me refería a ti, me refería a mí—, apuntilló Fani. —Venga vamos a bailar— Fani tiró de la mano de Carlos y lo arrastró a la pista.
    
Después de bailar durante un buen rato, Fani pidió a Carlos y Esmeralda que le acompañaran para rellenar los baldes que contenían sangría y cerveza. Mientras Carlos llenaba el balde de sangría, ellas se dirigieron a un frigorífico en la cocina y sacaron latas de cerveza. A continuación colocaron sobre la mesa botellas de ron, whisky, ginebra y vodka. Mientras unos cuantos bailaban, otros se acercaron  a la mesa para servirse alguna bebida. Entre tanto Sandra se veía acosada por Ricardo, que la abrazaba e intentaba besarla,  lo que la joven trataba de esquivar, sirviendo a éste y sus amigos de risa.
Carlos esperaba, pegado a la mesa, a que Esmeralda concluyera. Vio como unas amigas, sentadas en la escalera, junto a un grupo de chicos y chicas, entre los que estaba Sandra, la llamaban. En aquel grupo se encontraba Ricardo, que divertía a todos con sus bufonadas, sin dejar de incordiar a Sandra.  Esmeralda salió de la cocina y se fue hacia el grupo de amigas. Fani aprovechó la ocasión y se fue hacia Carlos, le tomó por el brazo y lo condujo hasta una habitación contigua y en cuanto se cerró la puerta se abalanzó sobre él. Carlos no tuvo tiempo de reaccionar. De repente se abrió la puerta con estrépito y apareció Ricardo con los ojos desorbitados, enrojecidos, farfullando palabras  ininteligibles y con los puños cerrados. Se dirigió hacia ellos. Fani se interpuso pero la apartó de un empujón. Carlos  dudó un instante y recibió el impacto de Ricardo en el pecho, pero enseguida respondió con varios certeros golpes que dejaron aturdido a Ricardo.
Acudieron todos los invitados a la habitación y vieron a Fani en los brazos de Carlos, sollozando y a Ricardo tumbado en el suelo comenzando a moverse.

—Lo siento Fani—, se excusó Carlos. Luego se desembarazó de ella y salió de la habitación apartando a los curiosos.
—¿Dónde vas?
Carlos no llegó a contestar y al salir de la habitación se encontró con Esmeralda.
—Me voy.
—¿Qué ha pasado?
—Lo de siempre. Ese imbécil de Ricardo que va puesto hasta las trancas y tiene que liar alguna.
—Espérame. Me voy contigo.
—No tienes por qué hacerlo. Quédate y diviértete.
—No. Te acompaño. No quiero estar más tiempo aquí.
—Como quieras.

Esmeralda tomó un chaquetón de lana de color marfil, que Carlos le ayudó a colocarse sobre los hombros, mientras salían a la calle. Entre tanto, Fani buscaba a Esmeralda por toda la casa hasta que la advirtieron que se había marchado con Carlos. Se asomó por la ventana y les vio caminar calle arriba.
—¿Sí?— Esmeralda respondió la llamada a su teléfono.
—…
—Fani. Ya te dije que no tenía ganas de jaleo. Y el energúmeno ese donde va no hace más que provocarlo.
—…
—No. Fani. No voy a volver.
—…
—Me voy con Carlos…
—…
—Me acompaña a casa...
—…
—Pregúntale a él— y le pasó el teléfono a Carlos.
—Dime.
—…
—No. Voy a acompañarla.
—…
—No, Fani. De momento voy a acompañarla y luego ya veremos.
—…
—Fani. No vamos a volver—, enfatizó Carlos. —Adiós—, y le pasó el teléfono a Esmeralda.
—¿Hola?
—…
—Fani, ya está bien. Además, si no hubieras invitado a Ricardo nada de esto hubiera sucedido.
—…
—Te has equivocado de plano. Tú has querido nadar entre dos aguas…, y ya ves.
—…
—Adiós.
Esmeralda colgó el teléfono, al tiempo que cogía a Carlos por el brazo.
Empezaba a refrescar y Esmeralda se pegaba más a Carlos, que le pasó el brazo por los hombros y la apretó contra su costado.
—¿Quieres que vayamos a tomar una copa?— Propuso Carlos.
—¿Así vestidos?
—¿Qué más da? Es Carnaval. Aunque si quieres nos cambiamos y nos vamos a cenar.
—Muy bien. Como quieras—, se apresuró a responder.
—¿Qué te ha dicho Fani?
—Nada. Bobadas suyas. Cree que todavía puede manipularme y no se da cuenta de que ya nos hemos hecho mayorcitas—. Y tras una pausa añadió, —No sale de su mundo. Y no me extrañaría que intentara cualquier cosa con tal de no permitir que salgamos juntos. Ella quisiera tenernos a todos a su disposición cuando le apetezca. Quiere estar contigo, por eso ha hecho que me llamaran el grupo de amigas cuando acabamos de reponer las cervezas, pero al mismo tiempo le gustaba tener a Ricardo comiendo de su mano por su dinero, y que compitierais por ella… ¡Qué cínica!
Carlos la escuchaba con admiración. La notó cambiada, con una fuerza arrolladora que nunca había demostrado. La veía altiva, segura de sí misma. La estaba observando desde un punto de vista diferente a como la había visto hasta ahora. Siempre la quiso de forma entrañable, como a una hermana, pero en esos momentos estaba sintiendo algo especial, extraordinario. Cualquier ligero contacto de sus cuerpos, en esta ocasión, le transmitía nuevas sensaciones, le estaba avivando la llama del deseo, que jamás había experimentado antes. Comenzaba a sentir curiosidad.
—Si he de ser sincero, te diré que me has sorprendido. Te he visto con decisión. Enérgica, Y eso me gusta.
—Pues espera un poco y te sorprenderás aún más.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. Ya lo verás.
No tardaron en llegar a casa de Esmeralda y Carlos quiso despedirse por un rato para ir a cambiarse él también. No se lo permitió. Carlos desde niño entraba a casa de Esmeralda como a la suya propia. Con sus padres mantenía una relación excelente. La madre de Esmeralda lo recibió jubilosa y tras bromear unos momentos con el atuendo que llevaba, le preguntó cómo le iba por Madrid. Continuaban hablando cuando apareció Esmeralda. Llevaba un vestido rojo de gasa, corto, con varios volantes pequeños a partir de la cintura. Un gran escote y sobre el pecho, en la parte izquierda una flor de la misma tela. Le caía sobre los hombros su melena negra, suelta, ligeramente rizada. Una gargantilla de oro blanco con una piedra en el centro acariciaba su cuello. Su atuendo se completaba con unos zapatos de tacón alto y una cartera de mano a juego. Carlos quedó maravillado. Aquella mujer no tenía nada que ver con la niña que hacía unos meses dejó en Petrer.
—¡Estás guapísima!
—Gracias. ¿Nos vamos?
—Cuando tú quieras.
—Que os divirtáis—, les deseó la madre de Esmeralda.
—Por supuesto, mamá—, le aseguró Esmeralda mientras caminaban hacia la puerta de la calle.
Carlos le abrió la puerta y salieron fuera.
Las farolas alumbraban lánguidamente la calle. Una brisa fresca acariciaba sus rostros. Y, aquel olor peculiar que se desprendía de los árboles que jalonaban ambas aceras, tupidos de hojarasca, le trajo, a Carlos, viejos recuerdos.
El contraste de la pareja era de lo más exótico, ella con su vestido de fiesta y el con su traje de Peter Pan. Apenas andados unos pasos ella se detuvo y sacó unas llaves de su cartera de mano y las luces de un coche Citroen C4 de color negro, muy nuevo, comenzaron a parpadear. Esmeralda le abrió la puerta con galantería.
—No esperaba menos de ti—, ironizó Carlos.
—No creas que va a ser siempre así, eh.
—Por mí no habría ningún problema, no me iba a quejar.
—Por si acaso después te sabe a poco y quieres más.
—Ah. A mi me gusta que me sirvan.
—Pues la llevas clara. Esto ha sido esta vez por la novedad. Pero ya se acabó—, sentenció ella mientras se introducía en el coche.
—Bien, pues yo te serviré a ti.
—Eso me gusta más—, comentó, sentándose con decisión al volante y mostrando unas piernas largas que Carlos no se reprimía en mirar.
—Te encuentro muy cambiada, Esmeralda.
—Para bien o para mal.
Carlos no contestó, pero se recostó sobre la puerta con la mano de Esmeralda prendida de la suya, y la miró sonriente, de arriba abajo.
—¿Te has comprado el coche para ir a Valencia?
—Sí, porque así no tengo que depender de los horarios de los trenes y autobuses. Yo no tengo unos horarios claros de salida de la facultad, por lo que no podía programar los viajes con antelación, y alguna vez me he tenido que quedar en el piso hasta el día siguiente. Y, entonces mi padre me compró el coche.
—Está muy bien.
—A mí me gusta mucho, y, me lleva y me trae…

Mientras se dirigían a casa de Carlos y entre banalidades sobre el coche que se había comprado. Esmeralda observaba como éste no dejaba de mirarla. «Parece que se haya dado cuenta hoy de que soy una mujer», se dijo. «Hoy he de saber qué piensa de mí, cómo me ve y que intenciones tiene conmigo», se propuso. Esmeralda estaba enamorada de Carlos desde hacía muchos años, aunque él parecía no haberse dado cuenta, lo que le había irritado en más de una ocasión. «También es cierto que Fani me ha quitado todo protagonismo desde siempre. Pero eso se ha acabado. Si no le tengo será porque él quiera, no porque no lo haya intentado», se convenció.
Ya en casa de Carlos, éste se fue a cambiar mientras Esmeralda, hablaba distendida con sus padres, que se sintieron muy complacidos con la visita. Carlos se vistió con un traje de corte moderno,  color azul marino, y una camisa de rayas verticales de colores rojo, blanco y azul. Llevaba una gargantilla de cordón de cuero con unas bolitas simulando marfil en el centro. La madre alabó el carisma de su hijo, y Esmeralda no pudo reprimir la risa ante el asombro de todos.
—Te has dejado mechones de pelo tintados de rojo—, se excusó mientras reía.
—Es cierto, Carlos, cómo te has lavado el pelo—, aseveró la madre.
—Anda, vamos. Yo te lavaré la cabeza—, casi le ordenó Esmeralda, mientras seguía riendo.
—Ah, ¿No me quedan bien los mechones?— Bromeó Carlos.
—¡Anda! Quítate eso— le reprochó su madre.
Subieron al baño, después de haberle lavado la cabeza y quitado los restos de tinte del cabello, Carlos se había sentado en un taburete. Esmeralda le secó el pelo y se colocó delante de él mientras le administraba gomina. Carlos le paso las manos por la espalda a la altura de las caderas y la acercó hacia sí. Esmeralda se dejó llevar mientras sus manos acariciaban la cabeza de Carlos, que le besó a la altura de la cintura. Esmeralda se sentó sobre sus rodillas y le besó en los labios con delicadeza. En ese mismo instante sonó el teléfono de Esmeralda. Lo mostró a Carlos con desdén, era Fani. No quiso contestar la llamada. 
—¡Anda, vámonos!— Dijo Esmeralda incorporándose.
—Espera un poco… Aunque sí, será lo mejor—, reconoció Carlos, que ya la atrajo de nuevo.
—No, por favor. Vámonos—, dijo ella ruborizada. —Salgamos a dar una vuelta.

Cenaron en el restaurante italiano “Bella Vita”. El salón presentaba una decoración cuidada. En un pequeño mostrador a la entrada, el maître les recibió y les condujo a una mesa pegada a unos grandes ventanales que daban a un jardín poco alumbrado. Desde aquella mesa se podía ver la sierra del Cid, sombreada por la oscuridad de la noche y algunas luces de las casas de campo. En la mesa había un pequeño jarrón blanco con imágenes antiguas y con dos rosas rojas, sobre un mantel rojo superpuesto sobre otro de color blanco. Carlos tomó una y se la ofreció a Esmeralda, que aceptó con una sonrisa. 
Les llevaron unos entrantes a base de jamón, y trocitos de queso de Mozzarella con anchoas, que dieron paso a unos platos de “espaghetti alle noci”, y una espectacular ensalada, todo ello regado por un vino tinto de Chianti. Hablaron de cómo se desenvolvía cada cual en Valencia y Madrid. Carlos le cogió la mano en varias ocasiones e intercalaban las anécdotas con sugerentes comentarios de enamorados, amenizados con miradas cómplices.
—Quería confesarte algo, Esmeralda.
—Qué…
—Que siempre he estado…
En ese instante, el molesto timbre del móvil de Esmeralda los devolvió a la realidad.
—¡Mierda! Qué te dije… Fani esta haciendo lo posible porque no estemos juntos—, comentó a Carlos sin ocultar su enfado.
—Diga—, respondió Esmeralda.
—…
—¿Ricardo?
—…
—Pero cómo que se ha encerrado en el baño con Sandra. ¿Qué ha pasado, Fani?
—…
—¿Nadie ha hecho nada por detenerlo?
—…
—No lo puedo creer. Vamos para allí, Fani. Carlos vamos a casa de Fani. Ricardo se ha vuelto loco, ha tirado por el suelo todo lo que pillaba y se ha encerrado con Sandra en el baño y no la deja salir—, pidió a Carlos.
—Y, ¿qué vamos a hacer nosotros?
—No lo sé. Intentaremos hablar con él. Sandra debe estar pasándolo muy mal. Ella siempre ha tenido miedo de Ricardo.
—Ese cabrón acabará mal, y si es el sólo…
—A qué te refieres.
—Me refiero a que no haga ningún daño a nadie más. El alcohol y las drogas lo pierden. A eso le añades el carácter tan borde que tiene…
—Tengo miedo, Carlos—, le dijo mientras se introducían en el coche.
—Oye. ¿No será una treta de Fani?
—No creo que se atreva a bromear con eso.
No tardaron en llegar a casa de Fani. El portón de la cerca estaba abierto en sus dos hojas y el camino alumbrado que parecía la pista de un aeropuerto de noche, les llevaba hasta la puerta principal de la casa. Una higuera enorme se encontraba justo al final de camino en un ensanche en el que dejaban los coches aparcados. No había nadie en la calle y la música no se escuchaba. Entraron en la casa y cuando Fani les vio se fue hasta ellos y se abrazó a Carlos, entre sollozos. Aún quedaban restos de vasos y licor esparcidos por el suelo.
—¿Dónde están?— Le preguntó Carlos.
—En el baño de la planta de arriba.
—¿Por qué ha cogido a Sandra?— Le preguntó Esmeralda, evidenciando su enfado.
—No lo sé.
—Fani te he dicho mil veces que vigiles a tu hermana. Es casi una niña.
—Yo no estaba con Ricardo en ese momento—, le respondió Fani con altivez.
—Bueno vamos a ver si podemos hablar con él—, propuso Carlos apartando ligeramente a Fani, quien se aferró a su mano. —¿No ha hablado nadie con Carlos para disuadirle de que dejara a Sandra?
—Sí. Lo hemos intentado pero no escucha a nadie—, respondió Fani.
—¡Pobre Sandra!— Se limitó a decir Esmeralda, mientras ascendían al piso de arriba.
La escalera finalizaba en un rellano amplio, en el que se encontraban los dos amigos de Ricardo. Esmeralda se fue directamente a la puerta del baño y la golpeó con fuerza.
—¡Sandra! ¡Sandra!, contéstame. ¡Sandra!— Gritó Esmeralda casi histérica.
—Ricardo, deja salir a Sandra. No hagas más estupideces—, le recriminó Carlos.
—Déjame en paz—, respondió Ricardo con voz de borracho.
—Deja salir a Sandra, ¡cabrón! ¿Qué le has hecho? ¡Sandra!— El pánico se reflejaba en el rostro desencajado de Esmeralda.
—Bien. Ya estamos todos—, balbuceó desde el interior del baño.
Los dos amigos de Ricardo que estaban en el rellano se acercaron entorno a ellos. Permanecían expectantes, pero en silencio. 
—Fani es la que tendría que estar dentro—, se escuchó decir desde el interior con una voz apagada.
—De acuerdo. Abre la puerta, deja salir a Sandra y entro yo, pero abre la puerta—, le apremió Fani.
—Tú has querido ligar con Carlos. Pero, yo sé que acabarás estando en mis brazos…
—Vamos, Ricardo. Abre la puerta y me tendrás a mí.
—Claro que te voy a tener a ti, pero antes que se vayan todos los que hay contigo.
—¿Sandra se encuentra bien?— Intervino Esmeralda.
—Sandra no puede hablar está borracha.
—Eh. Ricardo. Venga déjalo ya y vámonos a la discoteca a seguir la fiesta. Esto ya es aburrido—, le gritó uno de sus amigos.
—Largaos vosotros. Yo iré después.
—Aquí hemos venido juntos y nos vamos juntos. ¡Va tío! En la discoteca hay una fiesta que nos está esperando. Vámonos.
—¡Déjame en paz! Eh, Fani, si quieres que abra la puerta haz que se vayan todos.
—De acuerdo, ya se van. Abre la puerta, estoy sola—, dijo después de unos segundos.
—No te creo.
—Y ¿cómo lo vas a saber si no abres?
—No me la juegues. No sabes de qué soy capaz.
—Si no abres llamaremos a la policía—, insinuó Esmeralda.
—Ni se os ocurra. Entonces si soy capaz de cualquier cosa.
—No llamaremos a la policía—, dijo Carlos tratando de aplacar a Ricardo.     —deja que entre Fani. Los demás nos apartaremos de la puerta.
Todos se retiraron menos Fani, y Carlos, que se agazapó a su lado, donde Ricardo no pudiera verle.
La angustia que sentía Fani iba en aumento, siendo compartida por Esmeralda que lloraba en silencio. La desazón la embargaba y sus pensamientos eran cada vez más tenebrosos a medida que pasaban los minutos. El no haber escuchado aún a Sandra les hacía presagiar lo peor. Se abrió levemente el quicio de la puerta, lo justo, para comprobar que sólo estaba Fani. Abrió un poco más y la tomó de la mano introduciéndola en el baño. Fani gritó presa de pánico. Ante el grito de Fani, Carlos y los amigos de Ricardo empujaron la puerta y entraron en tropel en el baño, seguidos de Esmeralda. Ricardo retrocedió y se sentó en  la taza del water. Tenía los ojos  enrojecidos y excesivamente abiertos, la vista perdida. Su cuerpo flácido se apoyaba sobre el respaldo. Presentaba el rostro demacrado, un perverso conato de sonrisa parecía reflejarse en la comisura de sus labios. Fani paralizada, de pie, se cubría la boca con ambas manos. Otro grito de desesperación surgió de Esmeralda que se echó al suelo junto al cuerpo yacente de Sandra.
Sandra estaba casi desnuda. Su disfraz destrozado, las braguitas en el suelo. La cara magullada y los ojos abiertos, parecían se iban a salir de sus órbitas. Esmeralda arrulló el cuerpo inerte de aquella niña y le susurró alguna cosa que hizo que ésta se le abrazara. Los amigos arrastraron a Ricardo escaleras abajo, lo introdujeron en su coche y se lo llevaron de allí. Carlos tomó la toalla que estaba sobre el toallero y se la echó para cubrir el cuerpo de Sandra que no soltaba a Esmeralda. Ambas amigas lloraban. Fani permanecía incrédula, incapaz de reacción alguna: unas lágrimas menudas hacían que el rímel corrido desfigurase sus mejillas.     

jueves, 15 de agosto de 2013

CURSO DE ESCRITURA CREATIVA



He seguido el último curso On Line de escritura creativa, en el taller de Manuel Yagüe Manzanares, Han sido nueve meses de intenso trabajo, al ritmo que mis condiciones me permitían. La atenta mirada y el intenso seguimiento de los trabajos, por parte del profesor, ha hecho que su orientación en las muchas carencias y el impulso de las pocas habilidades que tengo, han dado su fruto.

He podido percibir los cambios experimentados en mi forma de escribir a lo largo del curso, tanto en estilo como en ritmo, en la recreación de personajes y en la descripción de paisajes y entornos sujetos a las escenas de cada relato. La fluidez en los diálogos. Han sido nueve meses bien aprovechados. Hasta octubre, Manolo, que iniciaremos el nuevo curso. Al que invito a todo aquel que lo desee.




domingo, 11 de agosto de 2013

LA VIUDA




La señora Pilar, mujer jubilada desde hacía algunos años, vivía sola en su casa unifamiliar. Tenía alguna dificultad para subir y bajar las escaleras, debido al reuma que padecía, que le castigaba sin piedad. Para salir a la calle debía descender cuatro escalones, siempre sujetándose a la baranda de madera de la escalinata. En cada peldaño maldecía, sobre todo los días de humedad. El pórtico de dos metros cuadrados sostenido con dos columnas en la parte de delante, cubiertas por sendas enredaderas, estaba secundado con dos sillones de mimbre a cada uno de los lados y detrás mismo de éstos dos macetones de hortensias muy pomposas. En el lado derecho del pórtico y de forma circular se encontraba el salón, y en el izquierdo su dormitorio. En el amplio zaguán tenía un recibidor, sobre éste una fotografía de su marido y al lado un pequeño jarrón de cristal de un color azulón con una rosa artificial —hacía tiempo que se cansó de recogerlas del rosal del jardín—, un espejo enmarcado al tono del mismo taquillón completaba la entradita. Justo enfrente del recibidor, al otro lado del zaguán y pegado a la puerta un paragüero metálico y, entremedias, un gran felpudo en el que debían limpiarse las suelas de los zapatos todo aquel que la visitara. Las visitas no eran muy frecuentes por no verse sometidas a una estricta vigilancia, por parte de la señora Pilar, salvo tres amigas: Sofía, Engracia y Anabel, con las que solía tomar café con leche y unas pastas todas las tardes, y echar alguna partida de cartas o parchís, en la cocina. Cada día se reunían en casa de una de ellas. A partir del felpudo, el suelo de parquet cubría las estancias de toda la casa, que limpiaba de forma casi obsesiva todos los días, a pesar de que cada semana acudía la asistenta a limpiar la casa.
El salón estaba compuesto por una gran mesa rodeada de seis sillas a juego y una suntuosa vitrina de época donde se veían una vajilla de porcelana, de la que se sentía especialmente orgullosa, y una cristalería de cristal de Bohemia. Una lámpara de seis brazos flotaba sobre la mesa. Toda la parte circular del salón que daba a la calle, era un ventanal con las cortinas corridas de color marfil, por donde solía observar la calle con discreción. Delante de las cortinas tenía un sofá, también de forma circular, de color blanco, que ocupaba todo el ventanal; una mesa de centro y dos sillones a juego. Una lámpara de pie a un lado suspendía su enorme tulipa cromada sobre la mesa, y al otro lado, otra lamparita de sobremesa, metálica, con una base redonda y un pie que parecía una clave de sol; su tulipa, de tela, recordaba los cascos de los soldados ingleses en las colonias de ultramar. Fea. Una lámpara horrenda, aunque ninguna de sus amigas se atrevía a decírselo, a pesar del daño que producía a la vista, aparte de desentonar abruptamente con el resto de la decoración. La señora Pilar cuando se enfadaba levantaba la cabeza y respiraba hondo para rebufar a continuación. Los pelillos de su bigote se estremecían con gesto retador y no tenía empacho en descargar su ira con quien tuviera delante. En el salón las reunía si algún día debían tratar algún tema relacionado con la Hermandad de Santa Clotilde, a la que pertenecían y de la que ella era secretaria.
Un corto pasillo con el baño a la parte derecha, conducía a su habitación, una vetusta cama y su armario, en los que resaltaban sus grandes torneados. Se complementaba con una butaca tapizada de tela de terciopelo púrpura y las cortinas que cubrían los grandes ventanales circulares, como en el salón. Una lámpara central de cuatro brazos con grandes tulipas de cristal y dos pequeños apliques de pared daban iluminación a la amplia habitación. Sobre el cabezal un cuadro con una mujer con su niño en brazos. Sobre la mesita más alejada una fotografía enmarcada de su esposo, en la más próxima a ella un despertador y el libro que estaba leyendo. La cubierta de lana, acolchada, y cosida en forma de rombos, con unos rosetones en colores pálidos y los faldones de seda daba una señorial visión del cuarto.
Frente al dormitorio, una amplia cocina, vestida con muebles de madera natural con una bancada de granito multicolor con vetas grises, negras y rojas, soportada sobre tres muebles bajos de grandes cajoneras. Equipada de electrodomésticos. Pegado al último módulo y formando rincón, había una puerta de aluminio, en su parte superior con cristal, cubierto por un visillo, daba acceso a un gran patio interior, en el que habían varios hilos de tender, unas macetas con lirios, alguna hortensia y un aloe. Al final del patio, al lado derecho, un pequeño cuarto con la lavadora, una pila y una estantería en la que todavía guardaba una caja de herramientas de su marido y algún que otro trasto, que generalmente no utilizaba. Pegada a la entrada a la cocina una escalera interior por la que se accedía a la planta de arriba, donde se encontraban dos dormitorios montados, que daban a la parte interior, pintados uno de color azul y el otro en un color salmón, de los hijos que nunca tuvo. Frente a estas habitaciones un gran despacho en el que solía escribir su esposo, y, contiguo, separado por unas puertas de madera correderas, una hermosa biblioteca  con una gran mesa de época en el centro con una pequeña lámpara,  también de época. Un gran sillón de despacho, de piel, contrastaba con la decoración, pero se colocó por cabezonería de su marido lo que le acarreó no pequeños problemas con su esposa, que no permitía tal desajuste decorativo.                   

lunes, 5 de agosto de 2013

DIASPORA SUBSAHARIANA IV




Suerte huidiza que indolentes aceptan, 
impertérritos continúan su viaje                        
por los senderos que la vida estrecha                
a osados a partir sin equipaje.               
   
A medida que se acercan al norte                      
su color negro extraño le contemplan,              
a veces desahuciados; en consorte                    
con la guadaña sus rodillas doblan.      
               
Por tantas policías extorsionados,         
devueltos hacia la última frontera,                    
de nuevo buscan su objetivo, dados                 
a lozanos sueños mientras esperan.                               

Atraviesan las puertas del infierno,                  
los satanes lémures allí quedaron,                     
mientras, fuera de su arrullo fraterno,
contemplando tierra europea lloraron.                                       
        *                      *                      *