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lunes, 16 de diciembre de 2013

DIASPORA SUBSAHARIANA - V




V
          Al fin alcanzaron el horizonte                                  
          esperanzador de su desventura,                               
          y sentados en el otero donde                        
          observan la valla de la apostura.                               

          Sueñan que pasándola tantos males             
          acaban, y retorna la esperanza,                                 
          y que tras ella pudiera esperarles                              
          un mundo más humano, de bonanza.                       

          Sueñan que tras la valla aquel infierno                     
          en libertad y respeto se torna,                                  
          la tierra prometida del averno                                  
          es lejana y el ánimo les transforma.              

          Sueñan en un mundo donde cada uno                     
          escriba, sin sangre, su propia historia,                      
          y los campos no estén llenos de brunos                    
          cuerpos mutilados y sangres propias.

Un grito seco la calma quebranta,                            
-¡Police!-, corren y no saben dónde.            
          Sus huellas en la tierra les delatan,               
          cientos de negros inopes se esconden.                     
        
                     *                      *                      *             

miércoles, 30 de octubre de 2013

PASIÓN...2



Te ofreceré mis besos de azul color,
te ofreceré mis sueños más bellos,
te ofreceré mis días de rojo pasión
para que sientas la ternura que da la vida
y goces de cálidas perspectivas
que sólo nos brinda la fuerza del amor.

Sueño con días de dulces espejismos
que inviten, indiferentes, a sumergirnos
en el piélago de amores persistentes,
donde nuestros cuerpos se mezclen,
sus aromas despierten los sentidos
y nuestras almas pierdan la razón.

¡Ciertas noches se ciegan mis ojos
si no se humedecen mis manos secas!   
¡Ciertas noches se acrecientan mis penas
si tu cuerpo y el mío no se encuentran!
¡Ciertas noches, de tristeza, amor mío…
las pasiones en un hálito se disgregan!

¡Ciertas noches suena un susurro
de lánguidas melodías de ausencia!,
que apenadas sirenas de fina aureola
torpemente tararean, porque falta
en nuestra cama el amor de la mujer
de apacible y sensual ofrenda.

¡Ciertas noches vuelan los sentimientos
exhaustos y perdidos en el tiempo!
Llévame a todas partes, amor,
y a todas partes conduce mis dedos;
así como tú eres mi cielo, quiero
yo, ¡amor mío!, ser tu único deseo.

viernes, 25 de octubre de 2013

PASION... 1




Si una vez un halo el amor nos rodea
y las sirenas van al compás de la marea,
si también el corazón se mueve a su son,
será como fruta prohibida que madura
sobre el tálamo, cual suspiros se jadea
y en la noche, del corazón, nace el sol.

Saudade de tus caricias que anhelo
que mi sangre vuelve en ardiente fuego
y aún siendo invierno nos calienta.
Ya lo malo se convierte en bueno
y nos parece haber alcanzado el cielo
exhaustos de intensa pasión.

El alborear de la mañana quiebra
con el fulgor iridiscente la penumbra
de la noche; las yemas de los dedos
deslizándose, cómplices, nos denuncian
de habernos henchido de lascivia,
de haber henchido los cuerpos de lujuria.

 Redoblaré mi ternura separando
de tu rosa cada uno de los pétalos
con los que aíslo mi pensamiento,
y me mostraré límpido ante tus ojos,
fragante y fúlgida flor de invierno
en dulce concupiscencia con el rocío.

Me ahogaré entre delirios en las aguas
revueltas del manantial de tu amor,
y renaceré venturoso entre los arreboles
que dan color rosado a tu cara
y del fuego de tu mirada el calor,
desposeídos de máculas, tú y yo.

Serás para mí como la orilla del río,
serás el agua clara, piel y tersura;
serás la arena fina de mi desembocadura
que invade el mar de tu interior;
serás como olas colmadas de deseo
que se arrullan a mi piel con ardor.

martes, 8 de octubre de 2013

SUFRIMIENTO





De la noche los últimos momentos 
                                   ante la incipiente albura de la mañana
                                   mueren y se desvanecen lánguidamente.
                                   En el lecho con la mirada perdida,
                                   fija en ninguna parte, obnubilada.
Rompe la calma una sola campana
que distrae mi abatido pensamiento,
falto del poema más dulce de mi alma.  

Del pasado los fugaces acontecimientos,
sueños, realidades, vida mundana,
se agolpan y confunden en mi mente. 
Sueño que estoy soñando. La tez lívida.
                                   No se en que punto de la madrugada
me he perdido, ¿o ya era la mañana?,
en el piélago de los sentimientos
del inmenso mar de mi mente azorada.

Los lúgubres nimbos del pensamiento         
oprimen mi pecho, ¡ahora la campana!
                                   ¡Yo, sufriendo una ansiedad inmanente!
                                   Veo una y otra vez esa imagen vivida
del accidente, la alegría acabada.
¡El golpe! ¡Carnes heridas!, insanas.
La brusca tempestad del lamento
brama en lo más recóndito de mis entrañas.

                                   Despierto y estoy soñando, contento,
                                   tras lo lóbrego no ha pasado nada,
                                   mi pobre espíritu maltrecho en calma.

jueves, 3 de octubre de 2013

TALLER DE ESCRITURA CREATIVA...


                                               Disfrutarás del placer de escribir. 

martes, 24 de septiembre de 2013

EL CARDENAL INQUIETO - CUENTO



Era la segunda vez que se recluían los cardenales en la Capilla Sixtina, en cónclave, para elegir al nuevo Papa. Las disertaciones de cada uno eran extensas y eruditas. Explicaban al resto del colegio cardenalicio cómo debería ser el nuevo Papa, cuáles las reformas que debería experimentar la Iglesia y cuándo llevarlas a la práctica. Sus Eminencias escuchaban con atención al orador de turno, que se movía por el amplio pasillo central, y, al que en algún momento interrumpían si tenían alguna objeción. Los cardenales estaban sentados en mesas dispuestas en dos largas filas a cada uno de los lados de la Capilla. Las filas más pegadas a las paredes sobre un pequeño pedestal más elevado que corría a lo largo de toda la nave. En la parte central de la fila de mesas pegada a la pared, uno de los cardenales, se movía inquieto. Era observado con desaprobación por el resto y sobre todo por el orador que tenía la palabra.   
—Eminencia. ¿Ve poco interesante mi discurso?—, Le preguntó el orador que se esforzaba en la exposición de su tesis.
—No. Su Eminencia Reverendísima—, se limitó a contestar.
“Es necesario aumentar la fe en los creyentes. Los dogmas deben ser aceptados y para ello, propongo, Eminencias…
Al poco de volver en su disertación comenzaron los movimientos inquietos del mismo cardenal.
—Evidentemente le resulta poco interesante mi exposición a Su Eminencia. Pero, aún así, me gustaría acabar mi discurso con el debido respeto, Eminencias—, dijo dirigiendo la mirada al resto de congregados.
—Le pido disculpas a Su Eminencia Reverendísima una vez más. En mi intención jamás estuvo el distraerle y mucho menos interrumpirle—, un sonoro retortijón de tripas fue el remate de su disculpa. Mirándole con asombro los dos cardenales que tenía a ambos lados.
—Pues estoy en condición de asegurarle, Eminencia, que lo está consiguiendo.
—De nuevo le pido humildemente perdón Eminencia Reverendísima. Le ruego continúe con su erudita exposición…
Sentado en la silla como estaba, con los codos sobre la mesa, decidió echarse hacía atrás sobre el respaldo de la silla y  la cabeza apoyada en la pared, lo que le dio una panorámica extraordinaria de la cúpula pintada por Miguel Ángel. Aquellas imágenes le sustrajeron un tanto de su indisposición, que no obstante, le avisaba de cuando en cuando, para indignación de uno y otros.
Eminencias, es de extraordinaria importancia la adaptación de la Iglesia a la sociedad actual, y sólo se podría conseguir bajo la iluminación del Espíritu Santo…”, evocaba el cardenal con miradas de soslayo hacia el cardenal inquieto.
Entre tanto el cardenal inquieto, recostado sobre el respaldo de la silla, contemplaba los frescos de la cúpula de la Capilla Sixtina, pintados por Miguel Ángel, moviéndose de cuando en cuando en su asiento.
«Ya ves, hace quinientos años Miguel Ángel, ya tenía claro que el culto al cuerpo era de lo más importante. Cuántos desnudos, parece del pueblo llano, mientras la nobleza los pintaba vestidos, o vete tú a saber, si era al contrario» pensaba, entre retortijón y retortijón. «¡Santo Dios! Si todos esos culos estuvieran como el mío. Podría ser peor que la lluvia ácida…», un mohín de satisfacción se cerró con una leve sonrisa. «Entonces si iba a decir: “le interesa poco mi discurso”. Pero lo mejor, indiscutiblemente, sería irnos de aquí y volver mañana. No sé si voy a poder…»  
—¿Sucede a Su Eminencia algo extraordinario por lo que no pueda permanecer atento a la disertación de Su Eminencia Reverendísima?— Intervino el decano del Colegio Cardenalicio.
—Eminencias Reverendísimas, jamás pretendí focalizar la atención sobre mi humilde persona y perturbar la concentración del Sacro Colegio Cardenalicio—, comenzó a disculparse el Cardenal inquieto—, pero es evidente, que aún con mis mejores intenciones, no lo he podido evitar. Por ello, Eminencias, vuelvo a pedir perdón. Es algo que está lejos de mí el evitarlo, salvo que obtenga la autorización del Sacro Colegio de ausentarme unos minutos—, un rumor inundó la Capilla Sixtina.       —Sus Eminencias Reverendísimas—, continuó diciendo rojo como el vestido que llevaba, —deben conocer que mi inquietud no es debido a falta de atención y mucho menos por desconsideración a quien tan dignamente hace la exposición de su tesis, si no, a unos movimientos incontrolados en mi interior como consecuencia de la ingesta de un plato de judías, exquisito por cierto, y del que soy especial fervoroso consumidor, aunque en esta ocasión me están jugando una mala pasada; produciéndome una diarrea a la que debería atender convenientemente, Eminencias—, acabó con una ligera inclinación de cabeza.
—Atienda, atienda, Su Eminencia—, le urgió el decano.
Un clamor inundó la Capilla Sixtina, los comentarios jocosos y risas de los cardenales reunidos, corrieron a mayor velocidad que la bondad del Espíritu Santo, entre la ira reflejada en el rostro del cardenal que pronunciaba su discurso. Risas, que aumentaron por la tardanza en abrir las puertas los vigilantes de la Guardia Suiza, que las custodiaban, mientras el cardenal inquieto las golpeaba con insistencia, sin cesar de retorcerse.  

domingo, 15 de septiembre de 2013

ENAMORADOS



Hacía ya tres meses que su esposa había muerto, y él, cada vez, tenía más dificultad para desenvolverse solo. Raimon, a sus setenta años, por primera vez, no le encontraba sentido a la vida. Una severa artrosis parecía haberse cebado en él desde que faltaba su esposa, porque no se tomaba la medicación que en su día le ordenó el médico. Siempre vivió locamente enamorado de Anabel. Nada era suficiente para su Anabel, como él decía. Pero desde que su mujer desapareció su movilidad quedó reducida y ya no podía bailar. Anabel, toda su vida, había sido una apasionada del baile y Raimon le había acompañado siempre porque era lo que a ella más le gustaba. Desde entonces ya no había bailado, salvo algunos pasos desperdigados cuando se dirigía de un lado a otro de su casa, generalmente acompañado de unas lágrimas pertinaces.
Raimon sentía unas ganas locas por bailar. «Antes bailaba por complacer a Anabel, pero ahora que ella no me empuja a hacerlo…, necesito bailar», se obstinaba. Y se arrancó, apoyado en su bastón, a dar unos pasos. «Esto no es lo mismo», se dijo, y cesó en su empeño, arrojando el bastón en el que se apoyaba, con rabia, contra el respaldo del sofá.
Su casa siempre había estado limpia, ordenada, y ahora comenzaba a presentar signos de dejadez.
María, su vecina, en la que siempre se habían apoyado, era una mujer gruesa, que gritaba, maldecía y protestaba por cualquier cosa, con la cara sonrosada y la respiración difícil. Tenía casi su misma edad y un marido postrado en la cama desde hacía tres años, debido a su demencia senil. Cuando necesitaba moverlo llamaba a Raimon, que jamás se negó y le ayudaba siempre que estaba en su casa. Desde que se casaron, Anabel y María, se habían llevado como hermanas. A partir de la muerte de Anabel, María, todos los días, le llevaba un plato de comida a Raimon.
María no me traigas el plato de comida a partir de mañana—, le dijo Raimon emocionado.
¡Maldita guasa! Claro que te lo voy a llevar mañana, y pasado y al otro…—, le respondió con genio.
No, María. Me voy al Centro de Mayores “La Aurora”. Me han aceptado y mañana ingreso.
Ahí, pero si en esos sitios te despluman—, protestó María.
Con mi paga del mes, puedo pagarlo.
Por el plato de comida no lo hagas, a mí no me supone mayor esfuerzo.
Ya lo sé, María. Pero no puedo continuar así—, le dijo señalando el aspecto que presentaba la casa.
En eso tienes razón. ¡Maldita guasa! Raimon, yo no puedo hacerme cargo de otra casa, ya no me quedan fuerzas… Entiendo que no puedas vivir así. Además, debes relacionarte con la gente como siempre has hecho.
María se acercó a Raimon y lo rodeó con un abrazo tan lleno de sinceridad como de carnes, con lágrimas en los ojos.
Raimon se presentó en el Centro de Mayores La Aurora, con una maleta medio vacía: Cuatro mudas, varias camisas, tres pares de pantalones y un traje de hacía diez años, de cuando se casó la hija de María. Y, un porta-fotos con una fotografía de Anabel sonriendo, que siempre había tenido sobre su mesita de noche.
Fue recibido con amabilidad por los responsables del centro, que le acomodaron en una habitación, con un gran ventanal que daba a un patio interior. El patio era un frondoso jardín, de plantas exuberantes, árboles altos y de tupido ramaje que proporcionaban confortables sombras; plagado de flores: rosas, claveles, orquídeas, tulipanes, geranios, lirios…, lo que desde la primavera dotaba al jardín de un aroma muy agradable. Raimon era un amante de la naturaleza y sintió una enorme alegría al verse acomodado en aquella discreta habitación: una cama en la que colgaba hasta el suelo una cubierta por todo alrededor, con un cabezal poco ostentoso sujeto a la pared y una mesita a juego, que formaba parte del mismo cabezal. Un pequeño armario empotrado, suficiente para guardar sus pertenencias. Una serigrafía de una cabeza de caballo, enmarcada, colgada en la pared de enfrente a la cama. Un plafón pegado al techo y un tablero abatible colgado de la pared que hacía de mesa, con una silla de escaso respaldo, componían el contenido del que podía disponer en su intimidad.
A la hora de la comida fue presentado al resto de residentes. Se sentó junto a Práxedes, una mujer algo más joven que él, de rostro muy jovial y ojos vivarachos. Le estuvo hablando durante toda la comida. Se notaba que era una mujer de conducta refinada, inteligente. A pesar de su poco ánimo, Raimon, se sintió aliviado, aunque en algún momento hubiera preferido que se callara.
Con el paso de los días Práxedes, se había convertido en el lazarillo de Raimon. Pasaban todo el tiempo que podían en el jardín paseando o sentados en cualquiera de lo bancos, diseminados por el patio. Raimon recuperaba con rapidez su buen estado de ánimo, volvía a ser jovial y dicharachero, en sólo tres meses que llevaba en la residencia. Práxedes le recordaba en cierta manera a su esposa Anabel. Había abandonado su bastón para moverse por la residencia. Con tres pastillas diarias y buen humor, estaba consiguiendo recuperar su buen aspecto físico. Raimon tenía una cabellera abundante, de color blanco, ojos grandes, y una nariz aguileña, de 175 centímetros de alzada y muy erguido. No era mal parecido, aún poseía cierto encanto que volvía a aparecer desde que llegó al centro.
Práxedes leía todas las tardes después de la siesta, hasta que sus ojos pequeños, y azules como el Mediterráneo, le decían basta. Raimon sólo ojeaba los diarios y se detenía en alguna ocasión ante un titular que llamara su atención. Raimon pasaba más tiempo observándola, que con un diario en las manos. Su cabello de color castaño con mechas rubias, de media melena, que no llegaba a descansar en los hombros, su tez blanca y sonrosada, y su voz…, aquella voz dulce y melodiosa, junto a un cuerpo que a él le parecía el de una musa, le habían embaucado.
Raimon y Práxedes pasaban juntos todo el tiempo que les permitían las normas del centro. Todos los sábados por la tarde, organizaban un baile y Raimon enseñó a Práxedes. Ella no había tenido costumbre de bailar en su vida fuera del centro. Comenzaron a esquivar las normas y Raimon a la hora de la siesta se metía, de cuando en cuando, en la habitación de Práxedes. Hasta que un anciano, llamado Manuel, lo denunció a la directora.
Fueron el hazme reír de la reunión que se celebraba semanalmente, en la que cada cual daba su parecer de lo que sucedía en el centro.
Raimon estaba muy furioso, de hecho amenazó, blandiendo su bastón que ya no usaba, a Manuel, por lo que fue castigado a no salir de su habitación, mientras el resto de residentes estuvieran fuera.
Práxedes le visitaba en su habitación siempre que podía, y los ojos escuálidos y escudriñadores de Manuel no estaban al acecho.
Práxedes, si no estuvieras tú aquí, me volvía a mi casa—, le dijo Raimon con aflicción, apenas la vio entrar.
¡Anda! No digas tonterías. ¿Dónde ibas a estar mejor que aquí?
En mi casa, contigo.
Tanto tú como yo necesitamos cuidados…
Por eso mismo te he dicho que estaría mejor en mi casa contigo. Tú podrías ocuparte de mí y yo, por supuesto, de ti.
Porque haya algún energúmeno, que se meta donde no le llaman, no significa que no se pueda vivir bien en el centro.
Yo en el centro he estado muy bien, hasta que ese tal Manuel…
No le hagas caso, Raimon. Ese tal Manuel, no tiene más que envidia y celos de ti, porque él no me pudo conseguir.
Práxedes tenía una paciencia infinita con Raimon, al que le explicaba el significado de muchas de las frases que comenzaba a leer de los diarios y no comprendía. Práxedes le decía a menudo, que le estaba haciendo recordar, gratamente, su años de educadora. A pesar de sus intentos de calmar el ánimo de Raimon, él estaba empecinado en que aquel no era sitio para ellos dos.
Eran la comidilla del resto de residentes, que no cesaban en denunciarles a la dirección de los pasos que daban.
En la siguiente reunión Práxedes, sin esperar a que le dieran la palabra, se dirigió a sus compañeros.
Habéis hecho que una buena persona haya sido castigada, como un niño…
Práxedes no es tu turno…—, le empezó a decir la directora.
No me importa si es o no mi turno para expresar lo que siento—, la interrumpió con brusquedad. —No me va a hacer callar. Y después, si quiere, me castiga a mí también. Me parece que la envidia y los celos han sido el motor que ha movido esta patraña, o no, Manuel. Porque alguien o muchos de vosotros no admitáis que dos personas quieran pasar el resto de sus días juntos, se enamoren y puedan volver a ser felices, no se les puede condenar. Porque algunos de vosotros seáis incapaces de convivir con el resto no tenéis derecho a juzgar y a fastidiar a dos personas que sí son capaces de vivir juntos. Jamás he quebrantado las normas del centro. Jamás he alzado la voz a ninguna persona responsable ni a cualquiera de mis compañeros, pero creo que esto ya es excesivo—, dijo con la mirada puesta en la directora. —Usted, que se supone que nos conoce, se supone que cuida de que cada uno de nosotros se sienta feliz, no debería haberse inmiscuido en una pataleta por celos. Somos mayorcitos, señora. Y somos responsables de nuestros actos y consecuentes como personas cabales que hemos demostrado ser desde que estamos en “su” centro—. Y sin dar tiempo a una réplica se marchó en busca de Raimon, ante las insistentes llamadas de la directora.
Raimón y Práxedes esperaron a la hora de la siesta para abandonar el Centro de Mayores La Aurora. Cada uno con su maleta —aprovecharon que la recepcionista tomaba café con sus compañeras— salieron con sigilo. Cogidos de la mano caminaron durante un buen rato. Se sentaron en un banco del Parque Municipal, que estaba a medio camino de la residencia y la casa de Raimon. Unas palomas pululaban por su alrededor buscando qué comer y se dejaba sentir el olor a césped y tierra mojada. Oyeron pasar veloces a dos coches de policía por la avenida Reyes Católicos, que demarcaba el parque. Cuando salieron a la avenida, fueron requeridos por dos guardias, lo que les produjo inquietud. Un fuerte golpe entre dos coches en el cruce que tenían delante, distrajo la atención de los guardias que se interesaron por si había heridos, momento que aprovecharon Práxedes y Raimon para huir de los policías. Llegaron a la bifurcación de la calle Céspedes con la calle Antonio Maura en la que vivía Raimon y vieron a un policía hablar con María, que braceaba y parecía excitada. Volvieron por donde habían venido y se dirigieron a la estación de autobuses. Sacaron dos billetes para ir a Corralón del Tena, pueblo donde tenía su casa Práxedes, que estaba a diez kilómetros.
A medida que se acercaban al pueblo, desde lo alto, Raimon vio como el río Tena, en un gran meandro, parecía abrazar al pueblo. Tenía una gran masa de arboleda de un verdor precioso por todas partes. Sus casas eran bajas, bien encaladas y grandes, con hermosos portones. Cuando Práxedes introdujo la llave en la cerradura, se les acercaron dos policías nacionales y les pidieron que les acompañaran. Los vecinos de la mujer salieron a los portales al oír la discusión. Práxedes que jamás había dado qué hablar estaba sofocada. Mientras tanto Raimon les pedía explicaciones a la pareja de guardias, que se limitaban a decirle que no estaban detenidos, pero que debían acompañarles. Los vecinos recriminaron a la pareja de policías.
No tardó en llegar la hija de Práxedes, y los guardias se marcharon. Durante horas se dedicó a intentar convencer a su madre, mientras lanzaba duras miradas de desaprobación en dirección al pobre Raimon, que esperó sentado, imperturbable, en el sofá de la sala.

Por fin salió Práxedes y cogió a Raimon del brazo. Asi, juntos, como dos chiquillos, montaron en el coche de la hija de Práxedes, quien los condujo de vuelta al Centro de Mayores, cuando ya caía la tarde. 

sábado, 31 de agosto de 2013

PASEO POR EL PARQUE





Paseaba siempre solo por el parque, deambulaba meditabundo y de vez en cuando se sentaba en el primer banco que tenía más a mano, sacaba un pequeño bloc de notas y un bolígrafo y anotaba cualquier cosa. Guardaba su pequeño bloc y el bolígrafo y hasta otro momento en el que volvía a realizar la misma operación. Unas veces permanecía sentado un buen rato, otras, apenas guardados sus útiles de memoria se levantaba y emprendía el paseo.
Día tras día, repetía los paseos. Repetía la acción de sacar la libretita y anotar y volverlos a guardar, en muchas ocasiones muy despacio, casi ceremoniosamente. A veces, cuando permanecía largo tiempo sentado en algún banco parecía extasiado, como perdido en el tiempo y en el espacio. Le invadía el ambiente. Él, decía que le penetraba la vida. Lo que en aquel momento carecía de importancia, después a los días plasmaba sobre papel lo que recordaba de aquellos momentos, o lo que creía recordar. Lo que había sucedido o no había sucedido, pero podía haber ocurrido. Y de ahí llenaba folios y folios, muchos de ellos de cosas que guardaban una relación, otros tantos de cosas inconexas, pero que no destruía, no tiraba, los guardaba después de clasificarlos.
Aquella mañana de otoño estaba sentado en uno de los bancos del parque, observaba como, de cuando en cuando, se mecían las hojas en el aire antes de llegar al suelo. Los árboles iban cambiando de aspecto, los que unas semanas atrás tenían un manto verde de hojas ahora resultaban esqueléticos y con sus hojas amarillentas, ocres. A veces pensaba que la naturaleza en eso se había equivocado, cuando más frío hacía los árboles perdían su manto, aunque no era más que un pensamiento irónico con el que distraer su mente en un momento determinado. Estaba anotando en su libretita aspectos que le llamaban la atención cuando, a su lado, se sentó un chico, de unos doce años, cargado con una mochila voluminosa.

—Qué haces—, se interesó el chico.
—Escribo.
—Para qué
—Para saber más. Tú, ¿no escribes también?
—Sí. A veces.
—¿Cuando vas al colegio?
—Si, pero es un rollo—, respondió con desgana.
—Sí, tienes razón. Aprender es un rollo.
—¿Qué es lo que has escrito?
—Toma, léelo tu mismo. Mis ojos están cansados—, le tendió la libretita.
—¿Por qué escribes y después haces rayas?
—Para separar unas cosas de otras. ¿Por qué hoy nos ha ido al colegio?
—Sí he ido, pero tenía que ir al médico—, le mintió.
—Te crecerá la nariz.
—Es verdad. Un man-to o-cre, ama-ri-llento. No entiendo tu letra—, se excusó.
—Sí la entiendes, leías lo que había escrito, sólo que sin fluidez. Te falta práctica, como no entras a clase no aprendes—. Y sin dejarle comentar —ya sé que es un rollo…—
—Yo sí que sé leer, en los libros leo bien, pero tu letra no la entiendo... Para qué escribes esas cosas.
—Para escribir luego cuentos, novelas… Para escribir libros.
—¿Tú escribes libros? A mí me gustaban mucho los cuentos. Yo leía los libros de Espinete. Tenía un libro que me gustaba mucho y lo leí varias veces: La Cabaña del Tío Tom.
—¡Ah! La Cabaña del Tío Tom, qué buen libro. ¿Y ahora ya no lees?
—No.
—¿Por qué?
—Porque me voy por ahí, con mis amigos. Mi casa es un rollo.
—¿Cómo puedes decir que tu casa es un rollo?
—En mi casa, mi papá y mi mamá, siempre están chillando. ¿Tú vives solo?
—No. Vivo con mi mujer. Un día le diré que me acompañe para que la conozcas. Hace unos rollitos buenísimos. Pero sería después del colegio, no has de hacer más novillos.
—¿Qué son novillos?.
—Pues, no acudir a clase. ¿Cómo le llamas tú?.
—Hacer “boína”. Bueno me voy. Otro día vendré a hablar contigo.
—Pero será después de salir de clase, Yo nunca vengo a estas horas al parque. Escucha, si quieres el jueves a partir de las cinco nos vemos aquí, vendré con mi mujer y te traerá unos rollitos para que los pruebes.
—¡Vale!— Y se marchó despidiéndose con la mano. —¿Como te llamas?—
—José Luis. ¿Y, tú?
—Iker.
—Adiós, Iker. Hasta el jueves.
—Adiós.

Mientras le veía marcharse sintió algo de pena. Iker daba la sensación de ser un niño despierto, no debería tener dificultad para aprender. Pero el problema que tenía detrás le estaba condicionando, «es una lástima», se dijo. 

Resultaba curioso, aparentemente, en sus paseos, parecía que todo su alrededor no le inmutaba, que carecía de importancia, pero más tarde cuando escribía en los folios reflejaba hasta los más ínfimos detalles. Describía minuciosamente los olores de las calles, los perfumes de las plantas del parque, la visión de algún animalito y su protocolo frotando sus antenas o mandíbulas antes de coger cualquier hoja o piel de pipa caída en el suelo, que anteriormente tiraran las cuadrillas de jovenzuelos. Los cambios de tonalidades de las hojas de los árboles según hubiera caído el rocío o no. Cómo se filtraban los rayos de sol por entre la hojarasca. El piar diferente de los distintos pajarillos que habitaban los parques o las calles. Las charlas de los ancianos, sentados al sol o la sombra, según la estación en que se encontraban. Los gritos de los niños si jugaban o se mecían en los columpios, o los gritos de las madres si sus retoños no les obedecían o corrían algún riesgo. Le gustaba especialmente tocar con sus propios dedos las hojas de los árboles, de los setos, de las flores, el césped…, para más tarde plasmar sus impresiones sobre el papel, qué hojas eran suaves, cuáles eran rudas, ásperas, aquellas que dejaban perfumes en los dedos, aquellas otras que se mecían, frágiles, y a las que no perturbaba con su contacto. Le gustaba especialmente un rosal solitario, sobre un rincón del parque, que echaba unas rosas grandes, de color rojo púrpura intenso y su perfume se percibía varios pasos antes de llegar a él. Siempre se detenía ante el rosal y acariciaba sus capullos, frotaba sus dedos en los pétalos de las rosas para que permaneciera su perfume y más tarde seguir oliéndolo; y le hablaba… Cada día le parecía más hermoso. Apenas si escribía sobre él, no quería compartir con nadie su intimidad con el rosal.   
Generalmente llenaba folios y folios con una escritura dulce, apasionada; aunque  algún que otro resultaba su lectura abrupta, quebradiza, cuando esto sucedía, solía encogerse de hombros, como disculpándose por algo, pero no los destruía, todo lo guardaba por si en alguna ocasión pudiera servirle.  
Aquel jueves a las cinco de la tarde volvió a sentarse, junto a Olga, su mujer, en el mismo banco en el que hablara con Iker. Apenas unos minutos después, apareció el muchacho cargado de su mochila, que dejó junto al banco.

—Iker, esta es Olga, mi mujer.
—Hola—, saludó.
—Hola, Iker. Eres muy guapo—, correspondió ella.
—Gracias. Sabes, ya no he faltado a clase—, se dirigió a José Luis.
—Perfecto. Me parece maravilloso que no faltes a clase, así aprenderás mucho y de mayor podrás ser lo que tú quieras. Mira, Olga te ha traído los rollitos que te dije.
—Son pequeños, mi abuelita hace…, bueno hacía, unos rollos más grandes. Sabían a anís, ahora ya no los hace, siempre dice que está cansada, pero lo que le pasa es que está enferma.
—¿Los vas a probar?— Se interesó Olga.
—Sí—, se echó uno a la boca. —¡Hum! Qué bueno.
—Ya te lo dije, Iker.
—¿Te gustan?
—Sí me gustan.
—Pues te haré siempre que quieras.
—Están muy buenos. Gracias—, al tiempo que le devolvía el paquetito de los rollos.
—Cómo. ¿No los quieres? Son para ti—, dijo José Luis.
—Todos para mí. Gracias—, le dio un beso y luego hizo lo mismo con Olga.

Un sentimiento emocionado invadió al matrimonio.

—He vuelto a leer La Cabaña del Tío Tom.
—No me digas que estás leyendo de nuevo.
—Sí. Quiero escribir libros como tú— comentó, echándose otro rollo a la boca.
José Luis y Olga no pudieron evitar emocionarse de nuevo.
—Eso sería estupendo. Él escribe muy bien, Iker.
—¿Tú me ayudarías a escribir?— le consultó con voz melosa.
—Naturalmente que sí. Iker, me haría mucha ilusión leer antes que nadie lo que hayas escrito.                     
—Vale—, respondió ilusionado.
—Sobre qué tenéis que escribir.
—Sobre lo que queramos, es un concurso de redacción de todos los colegios. Pero no sé lo que escribir.
—Ya se te ocurrirá algo.
—Por qué no escribes la historia del Tío Tom en este tiempo—, le propuso Olga.
—Ahora no hay esclavos—, repuso algo desilusionado.
—Bien, pero si que hay personas que han venido del extranjero y trabajan en lo que pueden—, le animó José Luis.
—¡Sí! Y puedo poner que los secuestran, porque ahora no se venden las personas.
—Perfecto, Iker. Es una idea buenísima. Les cambias los nombres a los personajes y ya está.
—Sí, eso haré. Me encerraré en mi habitación y haré la redacción— añadió con cierta tristeza.
—Siguen chillando tus padres.
—Sí. Se riñen siempre. Y, a mí me da mucha rabia.
—¿Se pegan también?
—No. Se chillan mucho y se dicen palabrotas y mi hermana pequeña se pone a llorar y no le hacen caso. Yo cuando estoy en casa la cojo y me la llevo a mi habitación. A ella también le da rabia, por eso llora.
—Has de ser fuerte, Iker. Y ayudar a tu hermanita. Haces muy bien al recogerla y llevártela a tu habitación cuando gritan.
—Diles a tus padres que no se chillen delante de vosotros—, le sugirió Olga.
—Ya se lo digo que no me gusta que se riñan, pero no me hacen caso. Me dicen: tú cállate.
—Bueno, debes ser valiente. Y haz como te ha dicho Olga. Es lo mejor.
—Ahora me tengo que marchar a casa. ¿Volveremos a vernos?
—Claro. Cuando tú quieras, Iker.
—¿El jueves también?
—Si a ti te parece bien, nos vemos el jueves a la misma hora.
—Vale, hasta el jueves—. Y les dio otro beso de despedida.
—Gracias, Iker. Hasta el jueves.

El matrimonio observaba como se alejaba Iker. Se marchaba contento, silbando. José Luis y Olga se miraron sin decir una sola palabra. A medida que se acercaba el día del jueves crecía la ansiedad en el matrimonio, que no veían que llegara la hora del encuentro con Iker. Olga por nada iba a renunciar a la cita, a aquel crío lo llevaba en el corazón. Llegada la hora estaban el matrimonio sentados en el banco de costumbre, miraban el reloj sin cesar, algo de inquietud comenzaba a asomar en sus rostros, Olga no lo disimulaba y trasladaba su preocupación a su esposo que pretendía aparentar más insensible, aunque los nervios comenzaban a traicionarle.

—¡José Luis! ¡Olga!— Gritaba Iker desde lejos, que llegaba corriendo.
—¡Gracias a Dios!— Irrumpió la mujer.
—¡Por fin!— Se dijo para sí mismo José Luis.
—¡Hola!— Saludó jovial Iker, que jadeaba. Dejó la mochila en el suelo y besó al matrimonio.
—Hola, Iker. Pensaba que ya no venías—, le dijo Olga, que había cambiado el semblante.
—He tardado porque a la salida del colegio ha habido “bulla” entre dos chicas— se excusó.
—¿Se han reñido?— Consultó José Luis.
—Sí. Y se tiraban de los pelos. La más gordita, de la que se reían, ha tirado al suelo a la jefa de la pandilla que se ha ido llorando a su casa.  
—No deberías meterte en las riñas. Es más, deberías haber avisado a los profesores—, le reprendió José Luis.
—Yo no me meto en las “bullas”. Pero si aviso a los profesores me dicen chivato y vienen a por mí. No he traído la redacción porque no la he terminado, al otro jueves ya la traigo y la ves.
—De acuerdo, Iker. Entonces ¿la has empezado?
—Sí, claro. He de marcharme ya, tengo que quedarme con mi hermana, mi mamá ha de llevar a mi abuelita al médico.
—Muy bien, Iker. Pero toma llévate esta bolsita de rollitos para ti y para tu hermana—, le tendió Olga.
—Muchas gracias—. Después de darles sendos besos se marchó. —¡Adiós!—.
—Adiós, Iker, respondieron al unísono.
—El próximo jueves te traeré una tarta de chocolate—, dijo Olga levantando la voz.
—¡Vale! ¡Hasta el jueves!

jueves, 22 de agosto de 2013

TALLER DE ESCRITURA CREATIVA DE MANUEL YAGÜE MANZANARES

www.manoloyague.com
Taller de escritura y literatura en el que Manuel Yagüe, te hace un seguimiento personalizado, recomendándote dónde corregir, que aspectos potenciar, trabajando todos los entresijos de la escritura. Te enseñará trucos con los que mejorar tu forma de escribir. Y podrás dirigirte a él cuantas veces quieras para consultar cualquier duda.

domingo, 18 de agosto de 2013

FIESTA DE CARNAVAL




Apenas se había escondido el sol y empezaban a llegar los primeros invitados a casa de Fani con los disfraces más diversos. Era un chalet en las afueras, que tenía un camino de unos cincuenta metros hasta la casa, a ambos lados había bancales, tachonados de almendros, naranjos, oliveras… Ella les recibía ya disfrazada de Campanilla, con su vestido de lentejuelas, de escote generoso y su varita mágica, acompañada de su hermana Sandra, disfrazada de Cleopatra. A cada uno de los que llegaban, los tocaba con su varita en el mismo umbral de la puerta antes del protocolario saludo. En su extremo tenía una estrella y despedía destellos con los reflejos de la luz.
Hacía una tarde espléndida y apenas se había sentido el frío. Aquella jornada radiante contagió el ánimo de Fani, que ya de por sí era muy jovial, al tiempo que transmitía al resto de amigos su alegría. Su carita de niña no le había cambiado. Recogía su melena rubia a tirabuzones por encima de su cabeza, con un tocado a base de florecillas blancas con sus pistilos amarillos que, también, reflejaban destellos. Sus ojos azules y grandes, muy bien perfilados, aumentaban la belleza de su rostro, a pesar de cerrarlos de forma intermitente, en un tic. Tenía una buena estatura, y su cuerpo parecía esculpido por el mismísimo Miguel Ángel. Su mirada dulce y su voz aterciopelada embaucaban a quienes hablaban con ella, aunque detrás de esa imagen se ocultaba una mujer capaz de explotar al máximo sus dotes persuasivas cuando le movía algún interés.
Llegaron un gran número de amigos, todos ellos disfrazados: De lobo, Caperucita, Popeye, Olivia, Spiderman, Don Quijote, payasos… Se escuchaba la música estridente  desde la calle. Apenas se entraba en la casa, debían sortear las guirnaldas que  descendían desde el techo y las banderitas colganderas. Tras un pequeño recibidor, se pasaba al salón, en el que habían dispuesto una mesa pegada a la pared, cubierta con un vistoso mantel de papel, en la que se ofrecía pastelitos salados, alguna tortilla troceada en cuadraditos y frutos secos. Había, sobre un extremo de la mesa, en un gran recipiente sangría en la que los trozos de frutas se mecían ante las acometidas de los asistentes, justo a su lado una hilera de vasos de plástico y, sobre el otro extremo de la mesa, otro recipiente con latas de cervezas y refrescos entre cubitos desiguales de hielo. En la otra parte del salón se encontraban todas las sillas bien alineadas, quedando el espacio central diáfano para el baile. Desde el techo colgaban globos, banderitas, y algunas luces recubiertas con papeles de colores.
Cuando ya casi no cabía nadie llegó Esmeralda, su mejor amiga, disfrazada de Cenicienta, y tras el saludo con Fani, la pequeña Sandra y Esmeralda se fundieron en un prolongado abrazo. Esmeralda era una joven muy bella, prudente, amable y muy inteligente. Fani hacía de ella todo lo que quería. Esmeralda prefería guardar silencio antes que discutir con ella; coincidió en la misma puerta con Ricardo que se había disfrazado de lobo. Ricardo  hacía gala de un carácter brusco, era todo lo contrario que Esmeralda, a quien a menudo no le importaba ridiculizar, como a todos; solía ser muy grosero y fanfarrón, mujeriego, engreído y muy seguro de sus fuerzas, tenía un cuerpo musculoso y un aspecto rudo. Su padre poseía buen ojo para los negocios y vivían de forma holgada, siempre tenía de todo aquello que fuera de última moda. Andaba detrás de Fani, pero no se detenía en  tontear con la que tuviera delante
 También apareció en esos momentos Peter Pan, personificado en Carlos.  Fani, que salió a recibirlo —sustituyó la varita mágica por un vaso de sangría—, quedó encantada de que Carlos hubiera elegido el disfraz de Peter Pan. Y no menos estupefacto quedó él cuando vio ante sí a Campanilla, maravillosa, espléndida, bellísima. Fani le dio un beso de bienvenida y le introdujo al salón cogido de la mano.
Sandra corrió a saludarle en cuanto le vio. Sandra era quinceañera, también con buena altura, como su hermana, y de cuerpo armonioso, pero sin la gracia natural  de Fani. Era algo retraída y muy servicial. Por eso quizás siempre había sido el ojito derecho de Esmeralda. Fani se lo llevó directamente a la mesa y le sirvió un vaso de sangría. Un grupo de chicas se acercaron alborozadas a saludar a Carlos y Fani quedó relegada a un segundo plano. Era un joven apuesto, moreno, un buen nadador que competía a nivel nacional. Sus pequeños ojos de color verde claro y una mirada cándida, tranquilizadora, le dotaban de un encanto poco común. Carlos se había teñido el cabello de un color rojizo, le salían unos mechones por debajo del gorrito verde de paño, por el que se alzaba una pluma casi del mismo color del cabello. Su jubón, también de color verde, abrazaba su cuerpo atlético, y un estrecho cinturón negro del que pendía un pequeño puñal sujetaba la malla verde que resaltaba todo aquello que cubría, junto a unos botines de color crema, con lo que se completaba su atuendo. Carlos en cuanto se percató de la presencia de Esmeralda, dejó al grupo de chicas y se fue hacia ella. Se saludaron efusivamente. Carlos y Esmeralda se conocían desde los años de guardería y desde entonces siempre habían estado estudiando juntos hasta su entrada en la universidad que tuvieron que separarse. Ella se había inclinado por la rama de Nanobiología, en Valencia y él por la de Fisiología, en Madrid. Fani aprovechó la ocasión para volver junto a Carlos y de nuevo se dirigió hacia ellos.

—Otra vez juntos—, dijo Fani a su llegada, con una amplia sonrisa.
—Sí, otra vez juntos—, ratificó Carlos, con entusiasmo.
—Ya tenía muchas ganas de verlo—, dijo Esmeralda apoyando su cabeza en el hombro de Carlos.
—No me refería a ti, me refería a mí—, apuntilló Fani. —Venga vamos a bailar— Fani tiró de la mano de Carlos y lo arrastró a la pista.
    
Después de bailar durante un buen rato, Fani pidió a Carlos y Esmeralda que le acompañaran para rellenar los baldes que contenían sangría y cerveza. Mientras Carlos llenaba el balde de sangría, ellas se dirigieron a un frigorífico en la cocina y sacaron latas de cerveza. A continuación colocaron sobre la mesa botellas de ron, whisky, ginebra y vodka. Mientras unos cuantos bailaban, otros se acercaron  a la mesa para servirse alguna bebida. Entre tanto Sandra se veía acosada por Ricardo, que la abrazaba e intentaba besarla,  lo que la joven trataba de esquivar, sirviendo a éste y sus amigos de risa.
Carlos esperaba, pegado a la mesa, a que Esmeralda concluyera. Vio como unas amigas, sentadas en la escalera, junto a un grupo de chicos y chicas, entre los que estaba Sandra, la llamaban. En aquel grupo se encontraba Ricardo, que divertía a todos con sus bufonadas, sin dejar de incordiar a Sandra.  Esmeralda salió de la cocina y se fue hacia el grupo de amigas. Fani aprovechó la ocasión y se fue hacia Carlos, le tomó por el brazo y lo condujo hasta una habitación contigua y en cuanto se cerró la puerta se abalanzó sobre él. Carlos no tuvo tiempo de reaccionar. De repente se abrió la puerta con estrépito y apareció Ricardo con los ojos desorbitados, enrojecidos, farfullando palabras  ininteligibles y con los puños cerrados. Se dirigió hacia ellos. Fani se interpuso pero la apartó de un empujón. Carlos  dudó un instante y recibió el impacto de Ricardo en el pecho, pero enseguida respondió con varios certeros golpes que dejaron aturdido a Ricardo.
Acudieron todos los invitados a la habitación y vieron a Fani en los brazos de Carlos, sollozando y a Ricardo tumbado en el suelo comenzando a moverse.

—Lo siento Fani—, se excusó Carlos. Luego se desembarazó de ella y salió de la habitación apartando a los curiosos.
—¿Dónde vas?
Carlos no llegó a contestar y al salir de la habitación se encontró con Esmeralda.
—Me voy.
—¿Qué ha pasado?
—Lo de siempre. Ese imbécil de Ricardo que va puesto hasta las trancas y tiene que liar alguna.
—Espérame. Me voy contigo.
—No tienes por qué hacerlo. Quédate y diviértete.
—No. Te acompaño. No quiero estar más tiempo aquí.
—Como quieras.

Esmeralda tomó un chaquetón de lana de color marfil, que Carlos le ayudó a colocarse sobre los hombros, mientras salían a la calle. Entre tanto, Fani buscaba a Esmeralda por toda la casa hasta que la advirtieron que se había marchado con Carlos. Se asomó por la ventana y les vio caminar calle arriba.
—¿Sí?— Esmeralda respondió la llamada a su teléfono.
—…
—Fani. Ya te dije que no tenía ganas de jaleo. Y el energúmeno ese donde va no hace más que provocarlo.
—…
—No. Fani. No voy a volver.
—…
—Me voy con Carlos…
—…
—Me acompaña a casa...
—…
—Pregúntale a él— y le pasó el teléfono a Carlos.
—Dime.
—…
—No. Voy a acompañarla.
—…
—No, Fani. De momento voy a acompañarla y luego ya veremos.
—…
—Fani. No vamos a volver—, enfatizó Carlos. —Adiós—, y le pasó el teléfono a Esmeralda.
—¿Hola?
—…
—Fani, ya está bien. Además, si no hubieras invitado a Ricardo nada de esto hubiera sucedido.
—…
—Te has equivocado de plano. Tú has querido nadar entre dos aguas…, y ya ves.
—…
—Adiós.
Esmeralda colgó el teléfono, al tiempo que cogía a Carlos por el brazo.
Empezaba a refrescar y Esmeralda se pegaba más a Carlos, que le pasó el brazo por los hombros y la apretó contra su costado.
—¿Quieres que vayamos a tomar una copa?— Propuso Carlos.
—¿Así vestidos?
—¿Qué más da? Es Carnaval. Aunque si quieres nos cambiamos y nos vamos a cenar.
—Muy bien. Como quieras—, se apresuró a responder.
—¿Qué te ha dicho Fani?
—Nada. Bobadas suyas. Cree que todavía puede manipularme y no se da cuenta de que ya nos hemos hecho mayorcitas—. Y tras una pausa añadió, —No sale de su mundo. Y no me extrañaría que intentara cualquier cosa con tal de no permitir que salgamos juntos. Ella quisiera tenernos a todos a su disposición cuando le apetezca. Quiere estar contigo, por eso ha hecho que me llamaran el grupo de amigas cuando acabamos de reponer las cervezas, pero al mismo tiempo le gustaba tener a Ricardo comiendo de su mano por su dinero, y que compitierais por ella… ¡Qué cínica!
Carlos la escuchaba con admiración. La notó cambiada, con una fuerza arrolladora que nunca había demostrado. La veía altiva, segura de sí misma. La estaba observando desde un punto de vista diferente a como la había visto hasta ahora. Siempre la quiso de forma entrañable, como a una hermana, pero en esos momentos estaba sintiendo algo especial, extraordinario. Cualquier ligero contacto de sus cuerpos, en esta ocasión, le transmitía nuevas sensaciones, le estaba avivando la llama del deseo, que jamás había experimentado antes. Comenzaba a sentir curiosidad.
—Si he de ser sincero, te diré que me has sorprendido. Te he visto con decisión. Enérgica, Y eso me gusta.
—Pues espera un poco y te sorprenderás aún más.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. Ya lo verás.
No tardaron en llegar a casa de Esmeralda y Carlos quiso despedirse por un rato para ir a cambiarse él también. No se lo permitió. Carlos desde niño entraba a casa de Esmeralda como a la suya propia. Con sus padres mantenía una relación excelente. La madre de Esmeralda lo recibió jubilosa y tras bromear unos momentos con el atuendo que llevaba, le preguntó cómo le iba por Madrid. Continuaban hablando cuando apareció Esmeralda. Llevaba un vestido rojo de gasa, corto, con varios volantes pequeños a partir de la cintura. Un gran escote y sobre el pecho, en la parte izquierda una flor de la misma tela. Le caía sobre los hombros su melena negra, suelta, ligeramente rizada. Una gargantilla de oro blanco con una piedra en el centro acariciaba su cuello. Su atuendo se completaba con unos zapatos de tacón alto y una cartera de mano a juego. Carlos quedó maravillado. Aquella mujer no tenía nada que ver con la niña que hacía unos meses dejó en Petrer.
—¡Estás guapísima!
—Gracias. ¿Nos vamos?
—Cuando tú quieras.
—Que os divirtáis—, les deseó la madre de Esmeralda.
—Por supuesto, mamá—, le aseguró Esmeralda mientras caminaban hacia la puerta de la calle.
Carlos le abrió la puerta y salieron fuera.
Las farolas alumbraban lánguidamente la calle. Una brisa fresca acariciaba sus rostros. Y, aquel olor peculiar que se desprendía de los árboles que jalonaban ambas aceras, tupidos de hojarasca, le trajo, a Carlos, viejos recuerdos.
El contraste de la pareja era de lo más exótico, ella con su vestido de fiesta y el con su traje de Peter Pan. Apenas andados unos pasos ella se detuvo y sacó unas llaves de su cartera de mano y las luces de un coche Citroen C4 de color negro, muy nuevo, comenzaron a parpadear. Esmeralda le abrió la puerta con galantería.
—No esperaba menos de ti—, ironizó Carlos.
—No creas que va a ser siempre así, eh.
—Por mí no habría ningún problema, no me iba a quejar.
—Por si acaso después te sabe a poco y quieres más.
—Ah. A mi me gusta que me sirvan.
—Pues la llevas clara. Esto ha sido esta vez por la novedad. Pero ya se acabó—, sentenció ella mientras se introducía en el coche.
—Bien, pues yo te serviré a ti.
—Eso me gusta más—, comentó, sentándose con decisión al volante y mostrando unas piernas largas que Carlos no se reprimía en mirar.
—Te encuentro muy cambiada, Esmeralda.
—Para bien o para mal.
Carlos no contestó, pero se recostó sobre la puerta con la mano de Esmeralda prendida de la suya, y la miró sonriente, de arriba abajo.
—¿Te has comprado el coche para ir a Valencia?
—Sí, porque así no tengo que depender de los horarios de los trenes y autobuses. Yo no tengo unos horarios claros de salida de la facultad, por lo que no podía programar los viajes con antelación, y alguna vez me he tenido que quedar en el piso hasta el día siguiente. Y, entonces mi padre me compró el coche.
—Está muy bien.
—A mí me gusta mucho, y, me lleva y me trae…

Mientras se dirigían a casa de Carlos y entre banalidades sobre el coche que se había comprado. Esmeralda observaba como éste no dejaba de mirarla. «Parece que se haya dado cuenta hoy de que soy una mujer», se dijo. «Hoy he de saber qué piensa de mí, cómo me ve y que intenciones tiene conmigo», se propuso. Esmeralda estaba enamorada de Carlos desde hacía muchos años, aunque él parecía no haberse dado cuenta, lo que le había irritado en más de una ocasión. «También es cierto que Fani me ha quitado todo protagonismo desde siempre. Pero eso se ha acabado. Si no le tengo será porque él quiera, no porque no lo haya intentado», se convenció.
Ya en casa de Carlos, éste se fue a cambiar mientras Esmeralda, hablaba distendida con sus padres, que se sintieron muy complacidos con la visita. Carlos se vistió con un traje de corte moderno,  color azul marino, y una camisa de rayas verticales de colores rojo, blanco y azul. Llevaba una gargantilla de cordón de cuero con unas bolitas simulando marfil en el centro. La madre alabó el carisma de su hijo, y Esmeralda no pudo reprimir la risa ante el asombro de todos.
—Te has dejado mechones de pelo tintados de rojo—, se excusó mientras reía.
—Es cierto, Carlos, cómo te has lavado el pelo—, aseveró la madre.
—Anda, vamos. Yo te lavaré la cabeza—, casi le ordenó Esmeralda, mientras seguía riendo.
—Ah, ¿No me quedan bien los mechones?— Bromeó Carlos.
—¡Anda! Quítate eso— le reprochó su madre.
Subieron al baño, después de haberle lavado la cabeza y quitado los restos de tinte del cabello, Carlos se había sentado en un taburete. Esmeralda le secó el pelo y se colocó delante de él mientras le administraba gomina. Carlos le paso las manos por la espalda a la altura de las caderas y la acercó hacia sí. Esmeralda se dejó llevar mientras sus manos acariciaban la cabeza de Carlos, que le besó a la altura de la cintura. Esmeralda se sentó sobre sus rodillas y le besó en los labios con delicadeza. En ese mismo instante sonó el teléfono de Esmeralda. Lo mostró a Carlos con desdén, era Fani. No quiso contestar la llamada. 
—¡Anda, vámonos!— Dijo Esmeralda incorporándose.
—Espera un poco… Aunque sí, será lo mejor—, reconoció Carlos, que ya la atrajo de nuevo.
—No, por favor. Vámonos—, dijo ella ruborizada. —Salgamos a dar una vuelta.

Cenaron en el restaurante italiano “Bella Vita”. El salón presentaba una decoración cuidada. En un pequeño mostrador a la entrada, el maître les recibió y les condujo a una mesa pegada a unos grandes ventanales que daban a un jardín poco alumbrado. Desde aquella mesa se podía ver la sierra del Cid, sombreada por la oscuridad de la noche y algunas luces de las casas de campo. En la mesa había un pequeño jarrón blanco con imágenes antiguas y con dos rosas rojas, sobre un mantel rojo superpuesto sobre otro de color blanco. Carlos tomó una y se la ofreció a Esmeralda, que aceptó con una sonrisa. 
Les llevaron unos entrantes a base de jamón, y trocitos de queso de Mozzarella con anchoas, que dieron paso a unos platos de “espaghetti alle noci”, y una espectacular ensalada, todo ello regado por un vino tinto de Chianti. Hablaron de cómo se desenvolvía cada cual en Valencia y Madrid. Carlos le cogió la mano en varias ocasiones e intercalaban las anécdotas con sugerentes comentarios de enamorados, amenizados con miradas cómplices.
—Quería confesarte algo, Esmeralda.
—Qué…
—Que siempre he estado…
En ese instante, el molesto timbre del móvil de Esmeralda los devolvió a la realidad.
—¡Mierda! Qué te dije… Fani esta haciendo lo posible porque no estemos juntos—, comentó a Carlos sin ocultar su enfado.
—Diga—, respondió Esmeralda.
—…
—¿Ricardo?
—…
—Pero cómo que se ha encerrado en el baño con Sandra. ¿Qué ha pasado, Fani?
—…
—¿Nadie ha hecho nada por detenerlo?
—…
—No lo puedo creer. Vamos para allí, Fani. Carlos vamos a casa de Fani. Ricardo se ha vuelto loco, ha tirado por el suelo todo lo que pillaba y se ha encerrado con Sandra en el baño y no la deja salir—, pidió a Carlos.
—Y, ¿qué vamos a hacer nosotros?
—No lo sé. Intentaremos hablar con él. Sandra debe estar pasándolo muy mal. Ella siempre ha tenido miedo de Ricardo.
—Ese cabrón acabará mal, y si es el sólo…
—A qué te refieres.
—Me refiero a que no haga ningún daño a nadie más. El alcohol y las drogas lo pierden. A eso le añades el carácter tan borde que tiene…
—Tengo miedo, Carlos—, le dijo mientras se introducían en el coche.
—Oye. ¿No será una treta de Fani?
—No creo que se atreva a bromear con eso.
No tardaron en llegar a casa de Fani. El portón de la cerca estaba abierto en sus dos hojas y el camino alumbrado que parecía la pista de un aeropuerto de noche, les llevaba hasta la puerta principal de la casa. Una higuera enorme se encontraba justo al final de camino en un ensanche en el que dejaban los coches aparcados. No había nadie en la calle y la música no se escuchaba. Entraron en la casa y cuando Fani les vio se fue hasta ellos y se abrazó a Carlos, entre sollozos. Aún quedaban restos de vasos y licor esparcidos por el suelo.
—¿Dónde están?— Le preguntó Carlos.
—En el baño de la planta de arriba.
—¿Por qué ha cogido a Sandra?— Le preguntó Esmeralda, evidenciando su enfado.
—No lo sé.
—Fani te he dicho mil veces que vigiles a tu hermana. Es casi una niña.
—Yo no estaba con Ricardo en ese momento—, le respondió Fani con altivez.
—Bueno vamos a ver si podemos hablar con él—, propuso Carlos apartando ligeramente a Fani, quien se aferró a su mano. —¿No ha hablado nadie con Carlos para disuadirle de que dejara a Sandra?
—Sí. Lo hemos intentado pero no escucha a nadie—, respondió Fani.
—¡Pobre Sandra!— Se limitó a decir Esmeralda, mientras ascendían al piso de arriba.
La escalera finalizaba en un rellano amplio, en el que se encontraban los dos amigos de Ricardo. Esmeralda se fue directamente a la puerta del baño y la golpeó con fuerza.
—¡Sandra! ¡Sandra!, contéstame. ¡Sandra!— Gritó Esmeralda casi histérica.
—Ricardo, deja salir a Sandra. No hagas más estupideces—, le recriminó Carlos.
—Déjame en paz—, respondió Ricardo con voz de borracho.
—Deja salir a Sandra, ¡cabrón! ¿Qué le has hecho? ¡Sandra!— El pánico se reflejaba en el rostro desencajado de Esmeralda.
—Bien. Ya estamos todos—, balbuceó desde el interior del baño.
Los dos amigos de Ricardo que estaban en el rellano se acercaron entorno a ellos. Permanecían expectantes, pero en silencio. 
—Fani es la que tendría que estar dentro—, se escuchó decir desde el interior con una voz apagada.
—De acuerdo. Abre la puerta, deja salir a Sandra y entro yo, pero abre la puerta—, le apremió Fani.
—Tú has querido ligar con Carlos. Pero, yo sé que acabarás estando en mis brazos…
—Vamos, Ricardo. Abre la puerta y me tendrás a mí.
—Claro que te voy a tener a ti, pero antes que se vayan todos los que hay contigo.
—¿Sandra se encuentra bien?— Intervino Esmeralda.
—Sandra no puede hablar está borracha.
—Eh. Ricardo. Venga déjalo ya y vámonos a la discoteca a seguir la fiesta. Esto ya es aburrido—, le gritó uno de sus amigos.
—Largaos vosotros. Yo iré después.
—Aquí hemos venido juntos y nos vamos juntos. ¡Va tío! En la discoteca hay una fiesta que nos está esperando. Vámonos.
—¡Déjame en paz! Eh, Fani, si quieres que abra la puerta haz que se vayan todos.
—De acuerdo, ya se van. Abre la puerta, estoy sola—, dijo después de unos segundos.
—No te creo.
—Y ¿cómo lo vas a saber si no abres?
—No me la juegues. No sabes de qué soy capaz.
—Si no abres llamaremos a la policía—, insinuó Esmeralda.
—Ni se os ocurra. Entonces si soy capaz de cualquier cosa.
—No llamaremos a la policía—, dijo Carlos tratando de aplacar a Ricardo.     —deja que entre Fani. Los demás nos apartaremos de la puerta.
Todos se retiraron menos Fani, y Carlos, que se agazapó a su lado, donde Ricardo no pudiera verle.
La angustia que sentía Fani iba en aumento, siendo compartida por Esmeralda que lloraba en silencio. La desazón la embargaba y sus pensamientos eran cada vez más tenebrosos a medida que pasaban los minutos. El no haber escuchado aún a Sandra les hacía presagiar lo peor. Se abrió levemente el quicio de la puerta, lo justo, para comprobar que sólo estaba Fani. Abrió un poco más y la tomó de la mano introduciéndola en el baño. Fani gritó presa de pánico. Ante el grito de Fani, Carlos y los amigos de Ricardo empujaron la puerta y entraron en tropel en el baño, seguidos de Esmeralda. Ricardo retrocedió y se sentó en  la taza del water. Tenía los ojos  enrojecidos y excesivamente abiertos, la vista perdida. Su cuerpo flácido se apoyaba sobre el respaldo. Presentaba el rostro demacrado, un perverso conato de sonrisa parecía reflejarse en la comisura de sus labios. Fani paralizada, de pie, se cubría la boca con ambas manos. Otro grito de desesperación surgió de Esmeralda que se echó al suelo junto al cuerpo yacente de Sandra.
Sandra estaba casi desnuda. Su disfraz destrozado, las braguitas en el suelo. La cara magullada y los ojos abiertos, parecían se iban a salir de sus órbitas. Esmeralda arrulló el cuerpo inerte de aquella niña y le susurró alguna cosa que hizo que ésta se le abrazara. Los amigos arrastraron a Ricardo escaleras abajo, lo introdujeron en su coche y se lo llevaron de allí. Carlos tomó la toalla que estaba sobre el toallero y se la echó para cubrir el cuerpo de Sandra que no soltaba a Esmeralda. Ambas amigas lloraban. Fani permanecía incrédula, incapaz de reacción alguna: unas lágrimas menudas hacían que el rímel corrido desfigurase sus mejillas.