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martes, 26 de abril de 2016

¿A QUÉ HUELEN LAS NUBES?



¿A QUÉ HUELEN LAS NUBES?


Pienso un momento en la pregunta y me doy cuenta que jamás me había detenido a pensar en esto. ¿A qué puede oler una nube?... Me siento el más ignorante de los humanos, no soy capaz de encontrar una respuesta coherente, convencido de que responda lo que responda me aproximaré bastante a la barbaridad, eso siempre que no la exceda.
Si las nubes están formadas por partículas diminutas de agua o hielo según la altura, no pueden oler a nada: el agua es inodora.
Los seres humanos somos los seres más irracionales que hay sobre la tierra, somos los únicos capaces de destruir el lugar donde vivimos y estar orgullosos de ello: construimos indiscriminadamente, echamos una cantidad ingente de humos a la atmósfera entre las fábricas y los vehículos, quemamos montes… Todas estas indignidades que a priori producen beneficios económicos, ¿tendrán algo que ver con el olor de las nubes? Yo, no lo sé. Pero parece evidente que las sequías se prolongan más de lo habitual, las lluvias se han reducido considerablemente con relación a unos cuantos años atrás y la temperatura asciende de forma preocupante.
Seguramente, lo trascendental no será ¿a qué huelen las nubes? Sino ¿a qué olemos la humanidad?

sábado, 9 de abril de 2016

UN DÍA DE RESACA



                                          UN DÍA DE RESACA

            Gilberto, los jueves de cada semana, salía de copas con sus amigos. Virtu su mujer no se oponía porque él era un hombre que controlaba muy bien las situaciones. Sólo la vecina de al lado, doña Amante, reprendía tanto a Virtu como a Gilberto por las salidas semanales de éste último.
            Aquella noche Gilberto se encontraba más eufórico que de costumbre y tanto él como sus amigos alargaron la velada. Fueron de pub en pub; los amigos ya de madrugada salieron cogidos por los hombros y cantando cada uno lo que recordaba, sirviéndoles de risa. Entre traspiés llegó a la puerta de su casa, la empujó levemente, estaba por medio pasillo cuando tropezó con algo que casi le hizo caer. Apareció Jeckill, su perro, que pronto agachó la cabeza y volvió por donde había venido, mientras Gilberto, tambaleante, le señalaba silencio con un dedo en los labios. Volvió sobre sus pasos y se alumbró con el móvil: ¡Joder! El gato de doña Amante, dijo, tapándose la boca con la mano. Se agachó a tocarlo porque no se movió el animalito y comenzó a acariciarlo. Gilberto no estaba para muchas cavilaciones y cogió entre sus brazos al desdichado animal y lo llevó a casa de la vecina, empujó la puerta y colocó al gato en su canasto.
            A la mañana siguiente, Gilberto, salió temprano para ir al trabajo, los viernes entraban una hora antes y acababan a medio día. Al regresar a su casa vio un movimiento fuera de lo común en casa de doña Amante, pero lo que le alarmó realmente fue la presencia de una ambulancia. Virtu salió a recibirle a la puerta de su casa con un pañuelo en la mano y los ojos enrojecidos de haber llorado. Gilberto preguntó por lo que había sucedido y su mujer le explicó que a doña Amante le había dado un infarto. Al gato lo había enterrado la tarde anterior y por la mañana apareció en su canasto, le explicó. Gilberto tragó saliva.

viernes, 8 de abril de 2016

PERSECUCIÓN IMPLACABLE




                                    PERSECUCIÓN IMPLACABLE

            Andrews se encontraba en paro desde hacía seis meses. Desde que llegó a España había estado trabajando en casa de un alto ejecutivo bancario, lo que le había permitido vivir holgadamente con su familia. Fueron tres años en los que no se habían privado de nada. Vivían en la misma casa del ejecutivo y tenían un buen sueldo tanto él como su esposa que se encargaba de la limpieza de la casa. Andrews hacía de mayordomo, de chofer, o de sirviente, según se le antojaba a doña Soledad, la señora de la casa, de mediana edad, bien parecida y muy dominante. En muchas ocasiones su esposo tuvo que prescindir del chofer porque ella le exigía que Andrews se quedara en casa para hacer cualquier trabajo doméstico.
Doña Soledad se pasaba las horas observando a Andrews y suspirando por tenerlo en su cama. Un buen día le exigió que entrara al baño con ella para enjabonarle la espalda. Andrews se excusó con que el señor le había ordenado que llevara al banco donde trabajaba una documentación que había olvidado. Doña Soledad se quedó mirándolo de hito en hito y le hecho la mano a la entrepierna, Andrews reculó disculpándose con la señora, ante la irritación de ésta.
Andrews y su familia fueron despedidos, acusado de propasarse con la señora. Antes de marcharse, doña Soledad, le aseguró que volvería a ella de rodillas, que la llamaría implorándole.
Andrews y su mujer no encontraban trabajo desde que salieron de la casa. Algunas horas trabajó portando publicidad por las calles centrales de Madrid, o limpiando escaparates y sin razón alguna era despedido. Su esposa no tenía mejor suerte, sólo con una vecina mayor a la que cuidaba unas horas conseguía apenas para la comida. Sus hijos tuvieron que cambiar de colegio. La situación comenzaba a ser desesperada. Aquella mañana Andrews le dijo a su esposa que tenía trabajo y no sabía cuándo volvería. Llevó a los niños al colegio como todas las mañanas y se fue a una cabina de teléfonos. Antes de media hora un coche negro se detuvo ante él, abrieron la puerta y Andrews se subió al vehículo, que reprendió la marcha inmediatamente.
Estaba anocheciendo cuando Andrews entró en su casa, llevaba unas bolsas atestadas de comida y unas cajitas con chucherías que dio a sus hijos. Andrews se quedó parado ante su esposa, que permanecía inmóvil y vio que unas lágrimas furtivas surcaban su rostro de ébano.

jueves, 7 de abril de 2016

VIDA EN LA ESPESURA



VIDA EN LA ESPESURA


Camilo y Vanesa de diez y cuatro años respectivamente vivían con su madre en un piso del centro de la ciudad. Hasta que se marchó su padre vivieron holgadamente, les abandonó cuando Vanesa contaba con tan solo dos años sin haberse interesado desde entonces por su familia. Desde que se marchara el padre, Marta, la madre, tuvo muchos problemas con el alcohol y posteriormente con las drogas.
Los chicos sufrieron inanición por falta de alimentos, Marta no hacía la compra, salvo botellas de vino. De cuando en cuando les daba alguna moneda para que se compraran algo de bollería. Eran las vecinas las que se preocupaban de la alimentación de los pequeños.
Camilo cuando alcanzó los dieciséis años se fue a vivir su vida, harto de ver a su madre borracha diariamente, ya nunca se supo más de él. Vanesa a sus trece años se conocía todos los centros de salud de la población y los centros de ayuda a las personas con adicciones. Era compadecida por los distintos profesionales que veían en ella a una niña muy dulce que no merecía la vida que estaba viviendo. Todos resaltaban la entereza y la madurez ante una situación tan lamentable para una niña. Vanesa tiraba de su madre hasta que la hacía entrar en casa y no la dejaba un momento a solas, a pesar de los improperios y barbaridades que le decía.
Pasaron los años, Vanesa se hizo novio y entró en el mundo de las drogas. Pensó muchas veces en dejar a su madre sola y vivir con su chico, pero jamás tuvo la decisión suficiente para hacerlo, lo que le acarreó problemas con su novio, hasta el punto de dejar la relación. Vanesa veía el deterioro físico galopante de su madre y trataba de convencerla para internarla en un centro de rehabilitación, respondiendo Marta con insultos. Por otra parte, Vanesa, cada día, estaba más enganchada, hasta que un fin de semana fue a parar al centro hospitalario. Después de tres días volvió a su casa y encontró a su madre tendida en el suelo, tras llamar a una ambulancia la llevó al hospital, estuvo ingresada quince días, sin que Vanesa se moviera de su lado.
Vanesa consiguió montar un salón de peluquería que atendía de mala manera, porque el cuidado de su madre se iba haciendo cada vez más imprescindible. Vanesa había cumplido los treinta y después de muchos años consiguió dejar aquel mundo de espesura. El trabajo le absorbía, una clientela selecta y fiel cada vez más exigente le requería una dedicación absoluta, lo que conllevó dejar más tiempo a solas a su madre. Una noche, después de acabar de trabajar, Vanesa salió de copas con unas amigas, cuando llegó de madrugada a su casa, su madre, yacía tendida en el pasillo casi a la altura de la puerta de la escalera. En el salón había una botella de brandy con más de la mitad de licor y una caja de Valium, dos de las tabletas vacías de pastillas.

miércoles, 6 de abril de 2016

RAÍCES



                                                    RAÍCES

Almudena acababa de llegar al aeropuerto de Barajas, en Madrid. Una maleta y mucha ilusión era todo su equipaje. Se detuvo un momento observando como muchos familiares se abrazaban con recién llegados, mostrando efusivas muestras de cariño; algunas lágrimas se adivinaban en muchos  de los rostros observados.
Tomó un taxi y le pidió le llevara a una pensión del centro de la capital. Durante el trayecto de su billetero extrajo una fotografía de una pareja de niños que observó durante gran tramo del recorrido. El taxista la contemplaba por el espejo retrovisor del interior del vehículo. Almudena era una mujer mulata, de un moreno no muy intenso, tenía buena altura, ojos de color verde claro, delgada y una melena que le quedaba sobre los hombros. Vestía elegantemente, sin llegar a ser llamativa y con su fuerte personalidad llamaba la atención.
Su vida en Nicaragua fue treméndamente dura. Muerta su madre cuando aún era una niña, su padre cogió a su hermano Fernando y se volvió hacia España, dejándola abandonada a su suerte. Trabajó desde niña en un estercolero, más tarde de niñera con una familia de terratenientes y por último como prostituta para poder viajar a España.
A la mañana siguiente se  fue a la comisaría de policía más próxima y preguntó por el paradero de su padre y su hermano. El policía que le atendió le dijo que apenas supiera alguna cosa él mismo iría a la pensión a comunicárselo. Después de una semana que dedicó a conocer Madrid y tratar de averiguar algo por su cuenta, sin conseguir nada, el policía que la atendiera se personó en recepción y le dio una nota con la dirección del que pudiera haber sido su padre, que faltaba hacía muchos años. Le advirtió que era una barriada del extrarradio de Madrid, bastante conflictiva, aconsejándole que no fuera sola, si esperaba a la tarde él mismo la acompañaría. Almudena después de tomar un café con el policía y agradecerle su interés se despidió y fue en busca de la dirección que acababa de proporcionarle. 
Después de media hora llegó a la dirección indicada. El taxi se detuvo en una plazoleta casi desierta, el taxista le advirtió que llevara cuidado que no era un buen lugar para una señorita como ella. Solo unos cuantos jóvenes desarrapados estaban sentados en el suelo vociferando hasta que vieron descender a Almudena y dirigirse hacia ellos. Almudena llevaba la fotografía de los niños en la mano, cuando llegó a la altura de los jóvenes, éstos, estaban de pie. Le tendió la fotografía al que se encontraba más adelantado del grupo, después de observarla le preguntó quién era y que buscaba por allí. Almudena respondió que buscaba a su hermano Raúl. El joven observando la fotografía de nuevo le dijo que quizá podrían ayudarle, le animó a que les acompañara. Almudena camino tras del grupo recelosa, no confiaba demasiado en aquel muchacho. Se introdujo el grupo en una nave abandonada y se echaron sobre la muchacha a la que fueron a desnudar y ella les pidió que no le hicieran daño, que no se iba a oponer a sus deseos. Una vez acabó el primero le tendió la fotografía al segundo que ya se encontraba desnudo, éste dio un respingo y se cubrió, para al momento lanzarse contra el muchacho que ya había copulado tirándole al suelo y golpeándole repetidamente. El resto de chicos le cogieron y le apartaron  del agredido. Almudena se había vestido a medias y se fue decidida hacia el muchacho ¡Raúl! ¡Raúl! Abrazándose ambos entre lágrimas.       

martes, 5 de abril de 2016

HUYENDO DE LA RUTINA





HUYENDO DE LA RUTINA

Camelia era directora de banco, contaba con cuarenta y cinco años. Un porte altivo y su vestimenta elegante le dotaban de una gran personalidad;  y dos hijas gemelas que estudiaban en Londres. Su esposo, industrial del calzado, viajaba constantemente por el mundo vendiendo sus zapatos. Sus vidas se habían tornado anodinas. Pocas cosas hacían juntos; cuando él se encontraba en casa no había quién le sacara de ella. Camelia agobiada del trabajo diario, estresante donde los hubiera, de vez en cuando hacía alguna escapada para evadirse.
Aquella mañana de viernes estaba resultando fastidiosa, no más que cualquier otro viernes,  pero quizá ella estaba más susceptible. El fin de semana estaría sola en casa y no le apetecía en absoluto. Abrió una página de viajes en internet y compró un billete de ida y vuelta a París, con hotel incluido.
En la capital francesa se hospedó en el hotel Eiffel Seine. Era media tarde y  dejó el equipaje en la habitación, echó una mirada al baño y aunque era todo algo reducido, la habitación le resultó agradable. Inmediatamente bajó al bar. Se sentó en uno de los sofás del salón, era mullido y confortable, tenía dos almohadones grandes de color rojo a cada uno de los lados; pegado a una de los ventanales que daban a la calle. Comenzaba a anochecer y el ocaso se mezclaba con la iluminación tenue de la calle dando una imagen seductora, como ella había soñado alguna vez y que no había experimentado en los viajes anteriores con su esposo. Una sensación de embriaguez le sacudió su interior, se apretaba inconscientemente el almohadón contra su pecho mientras su imaginación volaba incontrolada. La melodía de un acordeón se dejaba oír lejano. Un joven camarero rompió aquel embrujo que envolvía a Camelia, haciendo que regresara a la tierra y dejara apoyado el cojín en el asiento del sofá. Pidió un Martini.
Pasó al comedor para cenar en el mismo hotel, tomó asiento en una mesa redonda con un quinqué en el centro, en el que una mecha encendida titilaba una luz pobre. Acababan de servirle una botella de vino: Vosne Romanée, de Borgoña, se acercó la copa a la boca y no se resistió a olerlo ligeramente, daba un primer sorbo cuando se acercó un hombre maduro, de cabello cano, excelentemente vestido y refinado en sus gestos. Camelia le miró con tanto descaro como aquel caballero se había colocado ante ella. Ha elegido un buen vino―, fue el comentario que hizo de presentación en un perfecto francés. A lo que ella correspondió con un no menos preciso: ―Merci,  monsieur―.

La cena fue amena y ambos salieron a pasear por la orilla del Sena. A su derecha se podía ver majestuosa la Torre Eiffel, unas barcazas bajaban el río entre dulces melodías, cargadas de gentes que a Camelia le parecieron enamorados. Tras un largo paseo culminaron la noche entregándose sin reservas y sin dar muestras del más cínico amor.      

lunes, 4 de abril de 2016

UN DÍA EN ELPUEBLO



UN DÍA EN EL PUEBLO

Jairo junto a su familia, todos los años, pasaba las vacaciones de verano en el pueblo de su madre: Villarejo de Arriba. Era un pequeño pueblo enclavado en la falda de una colina, desde donde se divisaba un esplendoroso valle. Sus alrededores eran de un frondoso bosque  de cedros, encinas y pinos que derramaban sus aromas para regocijo de sus vecinos. Unos kilómetros antes de llegar estaba Villarejo de Abajo, que gozaba de todos los servicios de los que carecía Villarejo de Arriba. Las malas lenguas de los pueblos comentaban que los servicios no llegaron a “Arriba” porque los políticos se cansaron de tanto subir.
Jairo vivía en casa de sus abuelos, era un mocetón de veinte años, con menos luces que el pueblo en la procesión del Silencio.  Don Crisantemo, el cura de Villarejo de Arriba, siempre iba buscando a Jairo para que le hiciera las labores más penosas. Aquella mañana tórrida, con un sol plomizo que derretía los pensamientos, Don Crisantemo pidió a Jairo que le acompañara hasta el huerto que le había cedido don Agustín para que, al menos, el cura pudiera comer; a la Iglesia no entraban ni las mujeres en domingo. Ante la reticencia del joven, el cura le prometió que sería nombrado monaguillo de honor de la Iglesia, a lo que Jairo, muy ufano, accedió encantado.
Jairo cargó con el capazo y caminaba tras don Crisantemo que se pasaba un pañuelo algo mugriento por la cara y el cuello secándose el sudor. Llegados al huerto, era un pequeño trozo de tierra en medio de una gran pendiente, don Crisantemo se echó a los pies de un gran pino, mientras tanto Jairo colocó en el capazo una calabaza, a continuación unos pimientos, cuando el cura se tiró un sonoro pedo. Jairo le dijo a don Crisantemo que no se tirara los pedos tan gordos que iba a agujerear el ozono, excusándose el reverendo con que aquella noche había cenado unas judías que le sobraron de mediodía. Jairo continuó diciendo que los pedos agujereaban la capa de ozono, replicándole don Crisantemo que quién le había dicho semejante barbaridad. Respondió Jairo un tanto airado que, su padre decía que los pedos de las vacas habían roto el ozono, que su padre leía mucho. Don Crisantemo alzando la voz le replicó que su padre no había leído nunca.
Jairo, con mal humor, dejó caer sobre el capazo un melón que acababa de recolectar, con tan mala fortuna que el capazo volteó rodando la calabaza, el melón, los pimientos y los tomates ladera abajo. Don Crisantemo se incorporó como un resorte, se arremangó las sotanas y corrió en pos de calabaza, melón, pimientos y tomates ante el regocijo de Jairo con los brazos en jarras.

viernes, 1 de abril de 2016

¿A QUÉ HUELEN LAS NUBES?



¿A QUÉ HUELEN LAS NUBES?

Pienso un momento en la pregunta y me doy cuenta que jamás me había detenido a pensar en esto. ¿A qué puede oler una nube?... Me siento el más ignorante de los humanos, no soy capaz de encontrar una respuesta coherente, convencido de que responda lo que responda me aproximaré bastante a la barbaridad, eso siempre que no la exceda.
Si las nubes están formadas por partículas diminutas de agua o hielo según la altura, no pueden oler a nada: el agua es inodora.
Los seres humanos somos los seres más irracionales que hay sobre la tierra, somos los únicos capaces de destruir el lugar donde vivimos y estar orgullosos de ello: construimos indiscriminadamente, echamos una cantidad ingente de humos a la atmósfera entre las fábricas y los vehículos, quemamos montes… Todas estas indignidades que a priori producen beneficios económicos, ¿tendrán algo que ver con el olor de las nubes? Yo, no lo sé. Pero parece evidente que las sequías se prolongan más de lo habitual, las lluvias se han reducido considerablemente con relación a unos cuantos años atrás y la temperatura asciende de forma preocupante.
Seguramente, lo trascendental no será ¿a qué huelen las nubes? Sino ¿a qué olemos la humanidad?