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miércoles, 28 de mayo de 2014

SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso.


                                               
                                                                   CAPÍTULO X


Hacía un buen rato que había amanecido y Sissé aún se desperezaba en la cama. Maharafa echada a su lado, dormía sobre las sábanas revueltas, que olían a cuerpos sudados y a semen. Sissé recreó la vista sobre aquel cuerpo desnudo, de carne tersa y contorno suntuoso. «Espléndida», concluyó. Observaba con lascivia aquellas curvas sinuosas, la perfección de su espalda hasta las nalgas prominentes. Desvió la mirada hacia el espejo del armario que tenía en frente, en el que se veía a los dos cuerpos inmóviles. Sus pechos con gotas de transpiración brillaban ante los reflejos de una lámpara de luz tenue. Contemplaba con deleite aquella piel tersa, de ébano, que se deslizaba por el vientre para finalizar entre los muslos, y sus piernas largas, algo separadas que dejaban entrever parte de su sexo todavía húmedo. Pensó que era un hombre afortunado.
Maharafa se despertó y vio a Sissé que con la cabeza levantada, apoyada sobre su mano, la contemplaba. Se giró hacia él y tras una sonrisa casi forzada le besó los labios.
I ni sogoma– le dijo Sissé con aquella sonrisa seductora.
I ni sogoma– contestó Maharafa.
Maharafa se incorporó y cubrió su cuerpo con un “bou-bou” de tul labrado, de color azul pastel con flores del mismo color en tonos más oscuros, por la que dejaba entrever de forma sutil su silueta desnuda. Invitó a Sissé a levantarse, a lo que éste correspondió, obedeciendo sumiso. Tomaron el baño juntos continuando con sus juegos sexuales. Maharafa preparó unas frutas y leche para desayunar, dieron buena cuenta del desayuno y después de recoger los utensilios utilizados, salieron para mostrar a Sissé la ciudad.
Maharafa le sirvió de guía contándole la historia, costumbres, vida social y política, de Mopti. Según se encontraban con diferentes etnias le explicaba a Sissé las distintas costumbres, lenguas y señas de identidad que tenían: Bozo, Peul, Dogon, Songhai, Bellah, Tuareg... Maharafa se deleitaba con la narración de los pormenores de cada uno de los pueblos, que casi todos ellos utilizaban la lengua bamana para entenderse entre sí. Se acercaron a las casas más antiguas de Mopti construidas en los siglos XIV y XV, todas ellas de barro, en las que resaltaban los muros atravesados por estacas que sobresalían de las fachadas y servían de contrafuertes, distintas y más austeras que las casas de construcción más moderna de estilo colonial. Observaron a unos pastores de cebúes indicándole ella que eran de la etnia Bellah. Otros, algo más alejados pastoreaban vacas y cabras, –son de la etnia Peul–, le dijo, aclarándole que se distinguían de los anteriores por el sombrero de forma cónica que llevaban sobre sus cabezas.
Se acercaron a los astilleros donde en varios talleres artesanos de construcción de pinazas sus obreros trabajaban entre cánticos y golpes de martillos. Aquella era una tradición ancestral que iba sucediéndose en el tiempo, generación tras generación. Había varias pinazas de colores vivos y diferentes que estaban siendo reparadas, algunas otras finalizando su construcción. Se construían manualmente. Bajo un techado de tela, al lado de las pinazas, tenían un pilar de largos tablones de madera de caïceldrat, con los que modelaban cuidadosamente los cascos de las embarcaciones.
Únicamente utilizan cinceles, martillos, sierras, tenazas y grandes clavos, que previamente los han hechos, también, manualmente, los herreros– le informó Maharafa. —Una vez finalizada se encarga un calafateador de impermeabilizar la madera con estopa y brea, con gran cuidado, para a continuación pintar, también, a mano, el casco con colores diversos. Así hasta proceder a realizar la botadura de la embarcación.
Poco más allá de los astilleros había unos cuantos hombres discutiendo de forma airada, tras ellos, un grupo de unos ocho o diez, de pie, expectantes. Todos estaban ataviados con calzones anchos, “Caftanes” sujetos en la cintura o sueltos y “chèche” hechos de una banda de tela rodeando sus cabezas de forma peculiar, del que destacaba el “Litham”, de distinto color que utilizaban desde que eran adultos para cubrirse el rostro, y por otra parte, también les distinguía socialmente. Tras ellos una cantidad ingente de placas de sal, bien apiladas, dispuestas para ser cargadas en pinazas o camiones según fuera su destino. Al momento dejaron la discusión, se dieron un efusivo apretón de manos y comenzaron a hablar más distendidos.
Ya se han puesto de acuerdo en el precio de la sal–, le dijo a Sissé, al tiempo que pasaban delante del grupo. –Son Tuareg. Traen la sal del oasis de Bilma, o del de Fachi, en Níger. Seguramente habrán hecho un intercambio de sal por mijo y por otras varias cosas que necesiten llevar de vuelta— añadió. –Transitan a través del desierto con cientos de camellos caminando, meciéndose sobre la arena en la inmensidad del desierto sin hacer ruido. La caravana avanza bajo un sol que quema desde arriba y desde abajo, con la mirada puesta en un horizonte que es siempre igual. Hay un proverbio Tuareg que dice: “O ves el horizonte bajo tus pies o nunca dejará de alejarse”. Pertenecen a la “azalai”, la única superviviente de las grandes caravanas que durante más de dos milenios han atravesado el Sahara de norte a sur y de este a oeste permitiendo a sus habitantes comerciar e intercambiar productos. Cada vez se transporta más con camiones y eso va diezmando la cantidad de expediciones que organizan y la cantidad de camellos que las componen. La mayoría de las caravanas parten del macizo del Aïr, a unos trescientos kilómetros al norte de Agadez. A partir de allí se adentran en la nada más absoluta, en el desierto del Tènerè, para recorrer seiscientos kilómetros hasta las minas de Bilma. Sólo existen dos puntos de avituallamiento de agua: los pozos del Árbol del Tènerè, donde un poste metálico recuerda que allí hubo una solitaria acacia que creció en la arena, era el único árbol a cuatrocientos kilómetros a la redonda que un camionero libio partió al estrellarse contra él; y el oasis de Fachi. Cuatro meses de viaje, entre ir y volver por tierras inhóspitas.
Sissé estuvo escuchando a Maharafa con suma atención, le estaba ampliando los escasos conocimientos que él poseía sobre el pueblo Tuareg y sus caravanas. Al mismo tiempo, le creó cierta inquietud, por un momento sintió pánico ante la travesía que tenía que hacer del desierto. No imaginaba que pudiera ser tan duro y peligroso.
Hay una leyenda que dice que los barrancos de Bilma cantan y que su melodía atraviesa el desierto para guiar las caravanas. No es más que el viento que choca contra las paredes del acantilado de Kaouar y emite un silbido. Los “tubu”, habitantes del oasis, mantienen viva esa leyenda.— Le aclaró Maharafa. –Los Tuareg pertenecen al grupo de los bereberes que habitan en el norte de África y en la antigüedad recibían el nombre de libios por parte de griegos y romanos, como consecuencia de la invasión árabe del siglo VII al XI. Los Tuareg se refugiaron en los macizos centrales del desierto conservando la lengua original “el tamasheq” y la antigua escritura “tifinagh”. Los artesanos Tuareg están influenciados por una tradición islámica en la que dominan los motivos decorativos geométricos: la cruz, el damero, la red de rombos, el triángulo equilátero, las puntas de flecha estilizadas...— Concluyó Maharafa.
¿Cómo conoces tanto a este pueblo?
Porque de siempre me ha apasionado. Bueno de siempre no. Desde que me casé. Mi marido trataba mucho con ellos y él despertó mi interés. Yo hablo tamasheq.
Ya te oí hablar con los del campamento a orillas del río, donde nos invitaron a tomar el té tan amablemente.
Ah, sí. Es cierto. Es muy fácil, a poco que te lo propongas. Yo acompañé en varias ocasiones a mi marido a Tombouctou y hablaba con las mujeres. Al principio se reían de mí pero al poco ya empezamos a mantener unas conversaciones algo fluidas.
En su caminar por la ciudad le seguía haciendo referencia de todo aquello que se presentaba ante sus ojos.
Mopti tiene infinidad de canales y zonas inundables y está situada sobre tres islas unidas entre sí mediante dos puentes de ladrillo rojo y adobe que seguramente podrán tener más de doscientos años– le dijo.
La mayoría de las calles, muchas de ellas de arena desértica –también las había asfaltadas– tenían acequias abiertas en los flancos de las vías en las que depositaban toda clase de desechos, permaneciendo de forma constante un hedor repugnante. Por ello habían instalado carteles indicadores de buenas costumbres, que le señaló Maharafa, incitando la curiosidad de Sissé, en los que se veía una persona depositando los desechos en la acequia y otro al lado los depositaba sobre un cubo junto a la misma acequia. Alrededor de la zona portuaria, se entremezclaban aquellos olores de despojos, con los de “jege wusu”, “jege jalan”, “jege kene” y ”jege jirannen”, y el lodo putrefacto de la orilla del río, por lo que resultaba, un aire irrespirable. Alcanzaron Le Marché des Souvenirs en el que se extendían distintos puestos de productos dispares, todos dispuestos para la venta o el transporte. Una algarabía ensordecedora y repetitiva les acompañó durante su paseo por el mercado. Por otra parte, no dejaba de ser una característica de las negociaciones de las transacciones entre unos y otros.
No suelo venir por aquí—. Le aclaró, Maharafa, al tiempo que escudriñaba todo lo que había a su alrededor, –salvo que precise alguna cosa en concreto suelo servirme en le Marché Ottawa. Me molesta la forma en que miran a una mujer que camina sola.
Sissé se colocó tras ella para sortear un grupo de personas que les llegaba de frente, para situarse rápidamente a su altura, de nuevo.
Podemos ir a algún otro lado si te apetece— le sugirió mirándola a la cara.
No. Ahora no voy sola–, le dijo insinuante. –En algún momento hasta a mí me resulta extraña alguna de las situaciones que se dan. ¡Es curioso!
Pues a mí me gusta lo que estamos viendo hasta ahora. Me parece normal—, Admitió Sissé con una sonrisa.
Maharafa vestía un “caftán” de multitud de colores, tocada su cabeza con el Hiyab convencional de color crema que hacía resaltar su tez negra y lúcida, unos pantalones ceñidos en los tobillos y unas babuchas de piel de cabra marrón, con pespuntes en crudo que le permitían caminar con comodidad. Pasaron delante de un puesto en el que se ofertaba ropa únicamente, tenían expuestos varios tipos de prendas: Hiyab, Jilyab, Caftán, chilabas..., con una gran gama de colores y modelos diferentes: lisos, bordados, estampados. Se aproximó Sissé y compró un “jilyab” de seda verde pastel, con bordados característicos en oro. Lo regaló a Maharafa que estaba a su lado y ésta se lo colocó sobre la cabeza, sustituyendo el que llevaba. Le cubría el cuello y los brazos, hasta la cintura, realzando aún más su extraordinaria belleza.
No tenías por qué comprar nada...
Es lo menos que podía hacer.
Muchas gracias, Sissé. Es muy bonito.
Te queda muy bien.
Gracias, de nuevo– le dijo Maharafa con una leve sonrisa.
De tanto en tanto, se perdían en conversaciones banales, insustanciales, comentando aquello que ocurría en su entorno, estando unas veces de acuerdo y otras discrepando sin ningún énfasis. Esas conversaciones se entremezclaban con silencios prolongados mientras deambulaban por L’Avenue de L’Independance, observando, cada cual, aquello que llamaba su atención. Llegaron a la Gran Mezquita, de estilo sudanés. Su construcción estaba compuesta por varias naves comunicadas entre sí. Su fachada la formaba un módulo central en el que se encontraba la puerta principal de entrada. Una gran puerta abovedada, coronada por tres columnas impresionantes, rematadas por sendos pináculos. Dos módulos más, uno a cada costado del central en el que resaltaban grandes muros opacos, en los que destacaban únicamente las traviesas de madera que sobresalían de ellos y servían de sostén de los propios muros. Estos módulos estaban igualmente coronados por columnas más pequeñas finalizadas por otros tantos pináculos de tamaños más reducidos. La Gran Mezquita, llamada de Komoguel, fue construida entre 1933 y 1935. Antes que esta, en el mismo lugar se encontraba ubicada la anterior de 1908. Medía treinta y un metros de largo por diecisiete metros de ancho.
A su regreso al pasar de nuevo por le Marché des Souvenirs. Se acercaron a un puesto Tuareg de orfebrería y tras el riguroso regateo compró Maharafa una Cruz Tuareg, de plata, en forma de rombo con un círculo superior. Rodeando los costados del rombo una franja labrada y en el centro una piedra de cornalina tallada, de color rojo-anaranjado. El vendedor le colocó un cordón trenzado de piel de cebú a requerimiento de Maharafa, que la regaló a Sissé. Quedó éste sorprendido, negándose a aceptarlo, para admitirlo después ante la insistencia de ella, que se lo abrochó colgándolo a su cuello.
Espero que te acompañe a lo largo de tu vida, Sissé– al tiempo que le besó en la mejilla con cariño.
Entre comentarios jocosos llegaron a L'Avenue Mobita Keita y giraron a la izquierda alcanzando le Boulevard de le Fleuve para regresar a casa de Maharafa. Ya se había alcanzado el mediodía y el sol se había tornado tórrido, haciendo un calor insoportable, asfixiante. Una calima que persistía durante toda la mañana sobre Mopti, diluía un tanto la visión a distancia y daba sensación de más calor.
Sissé observaba la gran sala donde se encontraban sentados sobre unas grandes almohadas. Estaba circundada por diversas columnas y arcos abovedados de mármol, formando un cuadrado, característicos del estilo árabe. Habían dos grandes tapices sobre sendas paredes, una frente a la otra. Desde la posición que ocupaban parecían como enmarcados entre columnas, aunque había una distancia de unos dos metros desde las propias columnas hasta las paredes que ocupaban los tapices. Eran una representación de alguna batalla histórica de los sarracenos. Unos velos de tul de distintos colores colgaban sobre el lado derecho de Sissé, cubriendo el acceso a un gran salón, por medio de un arco secundado por un arimez a cada lado y cubierto por un albízer de azulejos característicos, en el que se adivinaban gran cantidad de libros perfectamente colocados sobre una librería de madera torneada de caïceldrat. Maharafa le invitó a pasar a la sala. Una gran mesa a juego, sobre el centro de la sala sostenía un par de libros y al lado una lámpara de sobremesa característica. Sobre sus cabezas, colgaba del techo una gran lámpara, también, de estilo árabe, con gran cantidad de cristales de diferentes colores, rematados por perfiles dorados. Maharafa estuvo callada, viendo como Sissé escudriñaba la sala.
Mi esposo era un amante acérrimo de todo lo relacionado con el mundo árabe, su cultura, su historia, su arquitectura, su religión, sus gentes en sus diferentes etnias, sus costumbres. Él creció aquí, era agregado comercial y su padre fue diplomático— se decidió a informar a Sissé, que asintió repetidas veces.
Sí, eso se comprende viendo tu casa— asintiendo de nuevo.
Es cierto. Ya mi suegro decoró la casa mezclando el estilo Luis XV y el árabe, pero después mi marido casi lo transformó todo, sólo dejó algunos muebles en las habitaciones y la biblioteca, sobre todo, de los que trajo su padre de Francia, el resto ya ves que es árabe.
Eh. Pues a mí me gusta.
A mí también, Sissé.
Maharafa, ¿cómo es que entraste a formar parte de la Asociación para ayudar a las mujeres contra la ablación? Tú tienes una posición cómoda, ¿para que complicarte la vida?
A raíz de la muerte de mi marido. Me encontré extremadamente desolada, perdida, sin saber que sería de mí, no porque no tuviera medios para subsistir –mi esposo me había declarado heredera universal de todos sus bienes–, pero sí en el aspecto anímico. Tenía veintitrés años y viuda. El dolor más grande que yo he sufrido en mi vida ha sido el no darle un hijo, precisamente porque murió cuando me practicaron la cesárea porque yo no podía tener un parto normal, debido a mi mutilación– dijo con retintín. –Bueno eso es lo que yo he pensado siempre, aunque me dijeron que el niño ya venía muerto y por eso tuvieron que hacer la cesárea algo antes de tiempo. Eso fue seis meses antes de su muerte, que sucedió cuando todavía no me había restablecido de aquel golpe. Iba superándolo gracias al cariño y calor que él me brindó siempre, desde el primer momento. Yo me encontraba afligida, más por él que por mí. Mi esposo había puesto una enorme ilusión en el nacimiento del niño...– Después de un ligero carraspeo continuó. –Un día salió de viaje hacia Tombouctou y una vez allí se adentraron en el desierto para visitar un poblado Tuareg. Él viajaba de copiloto y tras una gran duna el “4 x 4” se hundió en la arena, mientras intentaban sacar el todoterreno aparecieron un grupo de Tuareg que se brindaron a ayudarles para asesinarlos una vez estaban confiados. Yo creí que mi vida se había acabado, ya no tenía sentido, deseaba con todas mis fuerzas la muerte. Una amiga que colaboraba estrechamente con la Asociación me llevó en varias ocasiones para realizar alguna gestión –no me dejaba sola un momento— y empecé a conocer casos dramáticos de ablación, de violaciones criminales, de secuestros... Después de varias visitas a la asociación, cuando me encontraba en casa, a solas, ya no me ocupaba todo el tiempo el recuerdo de mi marido, empecé a compartirlo con los distintos casos que iba conociendo en la asociación. Cada vez sentía más empatía con todas aquellas mujeres que sufrían. En mi mente se instalaban por más tiempo sus casos, sin llegar a olvidar a mi esposo, es cierto, pero ya no ocupaba tanto tiempo, al contrario, cada vez menos. Estas últimas experiencias que yo iba teniendo en la asociación, unidas a las que adquirí en el hospital me marcaron muy profundamente y me juré y perjuré de que mi futuro estaría ligado estrechamente, lo más estrechamente que pudiera con la asociación. Los recuerdos de mi marido quedaron para mis momentos de intimidad—. Y añadió con los ojos cristalinos, –cuando me encontraba en el hospital convaleciente, ingresó una joven con dieciocho años, era su cuarto parto y su cuarta cesárea. Tenía una cara de adulta que no correspondía a su edad: podía aparentar sobre los treinta años perfectamente o quizá más. Padecía la mutilación genital más severa, como yo. Ella había sido violada por su propio esposo. Murieron los dos, su bebé y ella. Todo este cúmulo de circunstancias me acabó de convencer: lucharía lo que pudiera para evitar en el futuro casos como los que habíamos sufrido aquella joven y yo misma. Mi futuro estaría ligado, definitivamente, a la asociación A.M.S.O.P.T., y así fue como decidí enrolarme en esto.
Un carraspeo cortó el relato de Maharafa.
¡Vamos!— Dijo Maharafa. —Sissé ha llegado la hora de tu partida—. Ambos se levantaron y tras coger él su dugutaampalan, más pesado que otras veces –Maharafa la había llenado de abundantes provisiones— salieron de su casa.
Se colocó el jilyab de seda verde pastel, con bordados en oro que le regaló Sissé. Atravesaron el jardín, que éste rastreó una vez más, fue hasta el arriate y cortó una rosa blanca y la entregó a Maharafa, que la olió con mimo. Giraron a la izquierda tomando le Boulevard de le Fleuve, en sentido hacia el puerto, bordeando la orilla del Río Bani, por el que navegaban algunas pinazas. Les resultaba agradable caminar bajo la arboleda, el sol ya no quemaba; pero el suelo dónde no alcanzaba la sombra sí, desprendiendo un calor sofocante todavía. Caminaban despacio, como si ambos desearan que no acabara ese momento, que no llegara la hora de embarcar. Maharafa de cuando en cuando olía la rosa.
No te había imaginado con un hijo...
No. No. No llegue a tenerlo, murió por la complicación que ya te he comentado al hacerme la cesárea, advirtiéndome con anterioridad que no podían darme garantías de que todo saliera bien. Bueno es a lo que yo me aferro, te repito. Pero de todas formas aquello me afectó mucho. A mi mente acude muchas veces ese recuerdo... Y, ¿por qué no me habías imaginado a mí con un hijo?
Un silencio casi solemne se hizo de momento, mientras pensaba Sissé en qué respuesta darle. Maharafa estaba algo emocionada.
No sé. Creo que desde que te vi en Sègou me formé un concepto equivocado...
¿Qué concepto?– Interrogó sarcástica.
Bueno, quería decir, que te vi. muy altiva, muy joven... No era el tipo de madre que yo tenía en mi cabeza.
Espero no haberte decepcionado.
Sabes que no. Todo lo contrario. Me hubiera gustado conocerte mucho antes.
No me digas que habrías competido con mi marido.
No. No me refería a eso. Entre otras cosas yo no habría tenido ninguna posibilidad.
No te subestimes. Eres una gran persona y un gran hombre, capaz de hacer feliz a cualquier mujer– le dijo mirándole a los ojos.
Muchas gracias, Maharafa.
Espero que no tengas ningún problema en el resto del viaje, pero si así fuera, no dudes en llamarme, haré todo lo que esté en mis manos para ayudarte–, cambió de tema. Para ello se proporcionaron sus respectivos números telefónicos. –De todas formas te repito, si quieres quedarte en mi casa, aún estás a tiempo...
¿Tú aceptarías que viviese en tu casa? –Preguntó Sissé.
Y tras una pausa, sin dejar de mirarle a los ojos, respondió con voz entrecortada:
Quizá será mejor que te marches. No creo que pudiéramos mantener una relación duradera.
Muchas gracias, otra vez, Maharafa, sabes que he de seguir mi camino. Antes o después lo haría–. Se ajustó innecesariamente el dugutaampalan en el hombro, en un acto reflejo, porque ya se la había colocado al salir de su casa. –Ahora tiene más peso del habitual.
Te he puesto dátiles, unos cacahuetes, un trozo de queso, pescado ahumado y algún higo, para que te acuerdes de mí. Pero un hombre como tú no tendrá problemas para transportar el dugutaampalan— añadió.
Una sonrisa de ambos cerró el comentario, al tiempo que Maharafa se le cogió del brazo a Sissé.
Alcanzaron la zona portuaria tras quince minutos de caminar calmo. En el Sumare estaban ultimando los preparativos para zarpar. Había acabado el mercado y un ingente número de personas iban y venían incesantemente, mezclándose trabajadores del puerto con pasajeros, que en ocasiones debían esquivarse para no tropezar unos con otros. Le recalcó repetidas veces que tuviera mucho cuidado.
A la menor dificultad llámame– le volvió a insistir.
Te agradezco de corazón todo lo que has hecho por mí, estoy en deuda contigo. No te podré olvidar jamás. Maharafa te llevaré siempre en mi corazón. Si todo va bien, cuando vuelva de Francia pasaré a verte– le prometió.
Yo te lo agradeceré.
Maharafa le dio un beso en la mejilla y se abrazaron.
Viaja en el mismo lugar que lo hemos hecho hasta aquí, no tendrás ningún problema. El capitán está al corriente de todo. Lleva mucho cuidado y está muy atento a todo lo que sucede a tu alrededor, que no te sorprendan, Sissé—. Le recalcó una vez más. –¡Ah! Y lucha por la abolición de la Mutilación Genital Femenina allá donde te encuentres, lucha por mantener vivos esos valores y acuérdate de mí.
Está segura que nunca te podré olvidar.
Se despidieron con verdadero afecto, con un largo abrazo, besándose varias veces en las mejillas. Ambos tenían un nudo en la garganta, deslizaron sus dedos lentamente por sus manos entrelazadas, mirándose fijamente a los ojos, manifestándose en silencio un cariño contenido. Sissé la atrajo hacia sí y le acercó los labios para besarle sutilmente en la boca, al tiempo que la abrazaba, a lo que ella correspondió con la misma sutileza. La emoción comenzaba a ahogar las palabras. Se deshicieron del abrazo y Sissé sin volverse subió al buque.
Maharafa permaneció inmóvil viendo como se alejaba aquel joven que había llenado su corazón aquellos tres días y por el que estaba sintiendo algo especial, que sólo experimentó con su esposo. Se había enamorado de aquel chico nueve años más joven. Una parte de ella se resistía a enamorarse. «No es más que un acaloramiento pasajero, que pronto concluirá, apenas desaparezca de tu vida», se decía. Sin embargo, había otra parte en su interior que se empeñaba en el derecho que tenía a ser feliz y a hacer feliz, y por qué no podía ser con Sissé. Aquellos pensamientos comenzaban a atormentarla, hasta el punto de pensar en correr a su lado y abandonarse a su suerte. Una fuerte ansiedad le corría por todo su cuerpo que se negaba a controlar. Aquella fuerza interior era muy superior a su efímera resistencia a enamorarse, como se prometiera a la muerte de su esposo. Sissé se apostó en el mismo banco de proa que viajara con Maharafa, como le había indicado, en donde dejó apoyado el dugutaampalan sobre el respaldo y se acercó a babor apoyándose en el pasamano, desde donde divisaba el puerto, el arco de entrada a la ciudad, el monolito y el gran parque. Maharafa permanecía inmóvil en el lugar donde la dejara Sissé, al que saludó alzando el brazo, siendo correspondida de igual forma. Al poco tiempo un sonar de sirena previno a los pasajeros de la leva del barco. Subieron la escalera metálica con celeridad y la fijaron sobre el costado del buque. Varios empleados del puerto soltaban las amarras de proa y popa. Se apartaba el Sumare con lentitud del muelle a lo que Sissé no prestaba la más mínima atención. Estaba sumido en saludar a Maharafa con énfasis, que se pasaba la mano por el jilyab, y a la que gritaba intentando decirle algo que ella era incapaz de oír. Entre tanto un multitudinario agitar de brazos tanto de tierra como desde la nave ultimaban las despedidas, haciendo ellos lo mismo. La emoción embargaba a Maharafa a la que escaparon unas lágrimas que evitó enjugarse para que Sissé no apreciara su desolación. Otro sonar prolongado de sirena y el barco inició su navegar, aumentando poco a poco la velocidad de crucero que seguía siendo lenta. Maharafa continuaba inmóvil observando como el buque alcanzaba la bocana del puerto para girar a estribor en busca del río Níger, antes de desaparecer.
Se habían situado algo retirados de él, un señor de mediana edad y un joven ataviados con sendas chilabas de color blanco, y tocados, ambos, por un turbante voluminoso, blanco igualmente, del que se desposeyeron. Se arrodillaron a barlovento, encarándose hacia la Meca e iniciaron los rezos. Se sentaron sobre sus talones, las palmas de la mano mirando al cielo e inclinándose después hasta tocar la frente en el suelo del barco. Entretanto continuaba Sissé mirando hacia el embarcadero, donde estaba anteriormente abarloado el Sumare, sin poder distinguir a Maharafa, que se había diluido entre el poco gentío que todavía permanecía en el puerto contemplando la marcha del barco.
Sissé observó con indiferencia a los dos musulmanes que rezaban; a pesar de profesar la misma religión, aunque con bastante escepticismo. El fundamentalismo musulmán no había calado en él, como no tenía arraigo en el pueblo maliense, que sin embargo, poseía una riqueza espiritual muy fuerte. Estaba impregnado de una profunda religiosidad, como casi todos los pueblos africanos; pero aún demasiado influenciado por la religión animista, profesada desde antaño. Su creencia estribaba en la existencia simultánea de varios mundos diferentes; pero al mismo tiempo ligados entre sí: el primero era el que le rodeaba, la realidad visible, palpable, que se componía de seres vivos, personas, animales y plantas, y de objetos inanimados como las piedras, el aire, el agua, sobre todo el agua. El segundo era el de los antepasados, de los que habían muerto antes que ellos, aunque por cercanía en el tiempo, no parecían haber muerto de forma definitiva. En sentido metafísico seguían vivos y parecía que participaban de la vida real, influyendo en ella y hasta moldeando su desarrollo, provocando los acontecimientos, tanto buenos como malos, positivos como negativos. Por tanto, el estar bien con los antepasados se convertía en una condición indispensable para tener una vida feliz. Si bien la inmensa mayoría era de religión musulmana, era un pueblo que no había abandonado sus atávicas creencias animistas, por lo que le daban una importancia suprema a los espíritus de sus antepasados y lo demostraban portando algún bàgan de éstos, que les protegía.
«En Sikasso casi nadie tiene la costumbre de rezar como estos árabes», pensó. Ante cualquier dificultad sus plegarias iban dirigidas a sus difuntos por medio del jefe del clan. Se regían estos clanes sobre unas normas de relevantes consecuencias: un hombre y una mujer de un mismo clan no podían mantener relaciones sexuales entre ellos. Caería sobre el clan un sin fin de desgracias, porque era considerado un delito muy grave que provocaría la cólera de los espíritus de los antepasados. Todo clan tenía un jefe electo por los miembros que lo formaban. El famma era el nexo de unión entre las dos partes inseparables del clan: los antepasados y los vivos. El recuerdo de su mò-kè le llegó con una imagen nítida, cuando les impartía las clases de iniciación, así como las leyendas de los antepasados del pueblo bamana. De la riqueza que había en la tierra, que no había más que trabajarla para comprobarlo, siempre le repetía lo mismo. Las asambleas de la comuna: cómo el abuelo era respetado… Recordaba con añoranza a su abuelo, cuando repetía tantas veces aquel proverbio bamana: “La realidad es aquella, que cuando dejas de creer en ella, no desaparece”. Se echó mano al pecho para tocar con sus dedos su “bàgan” y se percató que no era el que quería tocar, «se lo regalé a Aicha», recordó, al advertir que el que lleva colgado al cuello era la Cruz Tuareg, que le regalara Maharafa, con la piedra de cornalina.
Volvió a asaltarle el recuerdo de Aicha, a la que no había llamado todavía. «¿Qué será de Aicha?» Pensó. Deambulaban por su mente pensamientos dispares, de un lado aquellos que le incitaban a la tranquilidad: «Aicha está bien, sólo que no ha podido soportar verte marchar», como le dijo Maharafa. De otro, aquellos que le producían desasosiego: «Aicha no ha soportado que la abandones y de ahí que no haya llegado para despedirte. Si tú no la quieres lo suficiente para quedarte, renuncia a ti y quizá esté con Sekou», se decía así mismo. Le atormentaban los segundos pensamientos que le producían inquietud. Se propuso llamarla más entrada la noche. Continuó apoyado en el pasamano del barco contemplando los parajes, entre contrastes de luces y sombras que se sucedían a lo largo de la orilla del río Bani. Estaban casi en la confluencia con el Níger, sobre un gran estuario formado por el desaguadero del Bani y el curso del Níger. En ese instante se incorporaron los dos musulmanes que estaban rezando, provocando que Sissé se girara, dedicándoles una mirada indiferente; el más adulto con una barba recia pintando canas, le miró con cierto desdén y ambos le saludaron.
¡Salam Malecum!
¡Malecum Salam!— Respondió Sissé. Haciendo una inclinación con la cabeza.
Se sentó en el banco, tomó su dugutaampalan del que sacó unas frutas y las comió con avidez. Una hermosa puesta de sol se unió al bello espectáculo del estuario entre el Níger y el Bani, sus aguas enrojecidas, lo que le hizo recordar la fábula de las siete plagas que contó Maharafa, cuando Aarón golpeó con su vara las aguas del Nilo y se convirtieron en sangre, «Habrá estado aquí ese Aarón», ironizó Sissé. Las aguas de los dos ríos contrastaban con tonos diferentes.
Se dejó caer en una de las hamacas y sacó el teléfono del interior de la mochila y llamó a Aicha. La incertidumbre le provocó cierto nerviosismo.
Tras varios tonos sin recibir respuesta, paró el teléfono. Después de unos momentos de duda, volvió a llamar a Aicha. Una vez más el tono insistente del móvil le anunciaba que no recibiría respuesta. Eso le inquietó. Recostado en la hamaca con gesto serio trató de encontrar una explicación a la falta de respuesta de Aicha.


SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso.



                                                                      CAPÍTULO IX

El Sumare zarpó muy temprano, apenas si había despuntado el Sol. El alba en el Níger difuminaba un rosicler que por sí solo ya era un espectáculo. «Un bello espectáculo», convinieron ambos, que atrapaba a quien lo contemplara. Convirtió al río en un manto de hilos de plata que se contoneaban al paso del barco, al ritmo de las olas que proyectaba hacia las orillas. Recordaron el ocaso del día anterior con las nubes enrojecidas, reflejándose los arreboles sobre las aguas del Níger. Maharafa hizo similitud con una de las siete plagas de Egipto, cuando “Aarón golpea con la vara las aguas del río Nilo y toda ella se convierte en sangre. Sissé se extrañó con ese comentario, y le explicó Maharafa que aquel pasaje formaba parte de la religión católica.
«En el Níger se recrea el paso del tiempo. Malí ha cambiado poco», se dijo Maharafa. Las mosquiteras que cubrían la entrada al interior del buque se movían por un liviano hálito, parecían levitar sus velos blancos, azules y verdes al encuentro con el sol y la libertad de la multitud de pájaros que les acompañaban, como queriendo imitarles. Esa sensación de libertad se respiraba por todas partes a lo largo del curso del río. El calor comenzaba a dejarse sentir con fuerza. Sirvieron un desayuno a base de arroz, leche y frutas, que Maharafa y Sissé engulleron con avidez y salieron raudos a la cubierta de proa. Muchos de los viajeros se acercaron a las pasarelas de estribor para saludar a los de otro barco, más pequeño, también de pasajeros, con el que se cruzaron. Hicieron silbar sus sirenas estridentes los capitanes de ambas embarcaciones. Las personas se deseaban feliz viaje mutuamente de un barco a otro, entre un griterío enorme, casi histérico, intercalándose con fuertes risotadas de los pasajeros de ambos buques. Maharafa y Sissé permanecieron impasibles en sus hamacas.
Sissé había estado un tanto lacónico durante todo el día, a pesar de los comentarios distendidos de Maharafa, que habían obtenido casi siempre respuestas breves. Tras un navegar tedioso, antes de caer la tarde, el capitán del Sumare fue en busca de Maharafa, hallándola junto a Sissé, sentados en el banco de Proa. El capitán llevaba la camisa sudada y una prominente barba blanquecina escondía gran parte de su cara. Maharafa le presentó a Sissé al que saludó con agrado. El capitán les invitó al puente, hacía un calor sofocante a pesar de llevar todas las ventanillas abiertas y les ofreció un té. Charlaron de cosas banales y recordaron viejos tiempos durante un buen rato. Después, tras agradecer al capitán la deferencia, volvieron a la proa del barco.
Habían transcurrido un par de horas más de navegación parsimoniosa, únicamente alterada por la vista de algunas pequeñas aldeas cuando se divisó un poblado peul: –Kouakouro– le anunció Maharafa. Un pequeño rebaño de cebúes bebía diseminado por la orilla del río. Otros tantos pastaban algo más retirados, sus pastores saludaban con una amplia sonrisa el paso del Sumare que había reducido la marcha ostensiblemente. Se detuvo en un pantalán donde amarraron los cabos, y apenas fijados, las nativas se lanzaron al agua para presentar sus productos a los viajeros, saliendo del río al tiempo que desembarcaban sus posibles clientes a quienes se los ofertaban. Unas niñas con Pay-pays de colores y mujeres con calabazas llenas de leche de cebú, intentaban vender a los recién llegados sus productos. Mientras tanto se iniciaba el proceso de la tarde anterior, para montar el campamento, de nuevo; pasarían la noche en Kouakouro.
Comenzaba el trasiego de personal del barco para montar de nuevo el campamento. Se agruparon las mismas personas que la noche de antes, instintivamente se volvían a reunir a la luz tenue de las lámparas de carburo; sólo la familia de la hechicera había cambiado de grupo, buscando aumentar su negocio. Esa noche sufrían una invasión de mosquitos que, revoloteaban inquisidores por todas partes. Un zumbido continuo, interrumpido por otros tantos cachetes en brazos, piernas y cuello sobre todo, acompañaba las labores de montaje del campamento. La brisa de un aire poco más fresco que el de la pasada noche soplaba de noreste y hacía más agradable la estancia, pero acercaba un olor intenso a estiércol de los rediles más próximos.
Después de desayunar –aquella mañana les sirvieron el desayuno en el campamento– partió de nuevo el Sumare rumbo a Mopti, donde llegaron alrededor de las cinco de la tarde tras una etapa, como el resto del viaje, monótona y lenta. Sólo fue amenizada por los diversos paisajes y entornos que cautivaban a todo aquel que los veía por primera vez, así como algún grupo de casas peculiares de bozos y peuls. Accedieron al puerto por una gran bocana en el río Bani, que habían remontado desde hacía poco tiempo.
Maharafa invitó a Sissé a pasar unos días en su casa, a lo que se negó galantemente, aduciendo que tenía pasaje hasta Gao. Aceptó, no obstante, pasar esa noche ante la insistencia de Maharafa, el buque no zarpaba hasta la tarde del día siguiente. Iban descendiendo del barco y Sissé observaba todo aquello que tenía ante sus ojos. Lo primero que se avistaba después de descender del barco, era un parque junto al río, cuya entrada se encontraba presidida por un monolito en forma piramidal, sobre un plinto de barro de un color verdoso-amarillento, asentado sobre un gran pedestal circular. Justo a su lado, la Puerta de la Ciudad, un gran Arco, simulando al del Triunfo, de barro igualmente, coronado por formas cónicas propias de la arquitectura Peúl. A medida que avanzaban por el paseo del parque, Maharafa, le iba explicando a Sissé cómo se fundó la ciudad de Mopti.
Fue un campamento de la etnia Bozo, pueblo de pescadores, como creo que te he dicho en algún momento. Se formó en la confluencia de los ríos Bani y Níger. Moptí significa “Reunión de etnias: Bamana, Peul, Bozo, Dogón y Tuaregs”. Fue el puerto fluvial más importante, desde el que los franceses exportaban las plumas de avestruz y del “herón” a finales del siglo XIX y principios del XX. Está construida sobre tres islotes unidos por diques que separan ambos ríos. En las riberas del puerto, como has visto, hay diferentes almacenes en los que cargan los barcos, en unos las tablas de sal que llegan desde Tombouctou o Gao; en otros el mijo que viene desde Ségou; hay otros en los que se encuentra apilado el pescado seco y ahumado en montones de más de un metro de altura. Desde aquí se exporta el pescado y la sal a diferentes países de nuestro entorno, tanto en pinazas como en camiones frigoríficos. Más abajo están los astilleros donde se construyen las pinazas con métodos artesanales– concluyó.
Alcanzaron la Avenue de L’Independance, la avenida principal de Moptí, que caminaron durante un buen trecho hasta alcanzar Le Marche Ottawa. Llegaron poco después al Boulevard de le Fleuve, una gran avenida de tierra rojiza, paralela al curso del río Bani, bordeada a ambos lados por grandes acacias que le proporcionaban una sombra continua, que mitigaba ese sol implacable que caía aún a esas horas sobre Mopti. Maharafa anunció a Sissé, que ya estaban próximos a su casa. Pronto se detuvieron ante una gran vivienda. Tenía una cancela con una puerta de dos hojas de madera, por la que se accedía a un jardín delantero, repleto de vegetación. Una vegetación exuberante de plantas autóctonas y otras foráneas. Ordenadas por unos pasillos perfectamente formados, delimitando aquel admirable arriate muy bien cuidado; a su vez, cercado por un muro de casi un metro de altura, coronado con una balaustrada, todo ello de barro. Era una suntuosa casa de estilo colonial. Una amplia entrada a la vivienda, estaba precedida de tres peldaños. Maharafa explicó a Sissé que era propiedad de los antepasados de su esposo, y había pasado de su padre a él y consecuentemente después a ella. Sissé contemplaba con admiración la vivienda.
Maharafa preparó el baño al que invitó a Sissé, que lo tomó con verdadero placer, para a continuación bañarse ella misma. Preparó la cena, a base de pollo, pez capitán y unas frutas, que habían comprado en el mercado Ottawa, a su paso. Mientras comían hablaban, distendidos, sobre cosas banales e intrascendentes. Una vez finalizada la cena sacó Maharafa un “samovar” de bronce que portaba un grifo por donde verter el té y dos vasos, en los que lo sirvió.
¿Qué es esto?— Consultó Sissé extrañado del artilugio.
Es un “samovar ruso”, es una tetera un tanto especial que trajo mi marido en uno de sus viajes.
Es muy bonita la tetera– comentó Sissé.
Sí, sí lo es, pero no es una tetera propiamente..., la trajo mi marido de Mauritania en uno de sus viajes. Está hecha de forma artesanal, es de bronce y está labrada a mano y su mecanismo es diferente, aunque el resultado sea el mismo– le aclaró ella. –Muchos de los objetos los conseguía mi marido en sus viajes. El que más me gusta es una “gumía” egipcia con la funda y la empuñadura de oro con piedras preciosas incrustadas, se incorporó para acercársela a Sissé, es una verdadera joya. Otros objetos que me gustan mucho son ese juego de cajas octogonales de taracea, comprados en el zoco de Damasco— le señaló con el dedo índice. –Has estado muy callado durante todo el día. ¿Te pasa algo?
No. Sólo que esta noche me ha costado dormirme. He estado pensando en la conversación que tuvimos ayer sobre la ablación.
¿Y has llegado a alguna conclusión diferente a tus pensamientos de ayer?– Le preguntó Maharafa con algo de ironía, ante la mirada de Sissé.
Sigo teniendo muchas dudas Maharafa. Antes de hablar contigo de la ablación, yo, tenía las cosas claras, pero a raíz de nuestra conversación ya no tengo seguridad en nada. Me siento confuso. Por una parte, veo a mis hermanas y, hoy daría cualquier cosa porque no hubieran vivido aquel martirio. ¿Sabes? Hasta ayer yo no percibía el dolor que habrían sufrido. Jamás me había parado a pensarlo. Por otra parte es una costumbre tan arraigada en nuestras vidas que parece imposible que pueda ser maliciosa...
Es lógico que tengas dudas. Eres joven y no has vivido en tu familia ninguna desgracia como consecuencia de ese problema. Pero tú, sólo debes acordarte de cuando te circuncidaron, ¿sentiste dolor?... Pues eso multiplícalo varias veces y es lo que sentimos nosotras. No tienes más que ver la cantidad de mujeres que sujetan a una niña para practicarles la ablación.
A nosotros también nos sujetan...
Pero la ablación nuestra es mucho más agresiva, Sissé.
No entiendo el por qué de esa práctica si se les hace daño a las niñas ni para qué.
Sólo para mantener la hegemonía del hombre sobre la mujer. Sólo para eso.
Me he sentido mal desde anoche que he pensado en esto, y no encontraba una justificación a mi convencimiento de qué era lo justo...
Bien, Sissé. Lo importante es que has recapacitado sobre el tema y parece que estás convencido de que no es justo que se mantenga esta costumbre en nuestras vidas.
Maharafa..., sigo teniendo muchas dudas, no soy capaz de determinar que esto tenga que desaparecer de nuestras costumbres...
Sissé. Esta costumbre nuestra, por atávica, no deja de ser una crueldad y debemos convencernos todos de que es así y, que se debe abolir inmediatamente, tanto por humanidad, como por salud, como por respeto a la vida.
Seguramente tendrás razón. Pero yo no dejo de tener un mar de dudas.
Maharafa le paso la mano por su cabello con gesto complaciente y le incitó a hablar de su viaje para cambiar de tema, a lo que Sissé accedió por deferencia a su anfitriona más que por lo que le apetecía hablar de ello.
¿Has pensado qué harás una vez instalado en Francia? Porque, por cierto, ¿en qué zona te has propuesto vivir?— Preguntó Maharafa.
Mi objetivo es Lyon. Porque hay allí unos familiares de Conrad, primo del faama de nuestro clan. Por ello he de llegar a Tessalit para que me oriente. Por indicación de su primo, me dirá cómo llegar a Francia; y una vez allí ponerme en contacto con sus familiares para que me ayuden a instalarme.
¿Y como piensas hacer el viaje?
Una vez en Tessalit, veré de acogerme a algún convoy que cruce el Tanezrouf. Me han aconsejado que no lo intente cruzar sólo, después pasar Argelia y desde allí llegar a Trípoli. Una vez en Trípoli embarcar hasta Italia y después a Francia— le refirió con convencimiento.
Si vas a Trípoli, ¿por qué no sales desde Agadez, por el Teneré? No es que sea menos peligroso que el Tanezrouf, pero es más directo.
A fuerza de ser sincero, no sé qué es lo que haré. No tengo claro donde dirigirme. Una vez en Tessalit y después de hablar con Conrad ya tomaré la decisión más conveniente. Pero ahora mismo...
Ese viaje te llevará tiempo y te costará dinero. ¿Has pensado en cómo conseguirlo? Por qué no pensarás robar, ¿verdad?— se interesó, mientras servía otra taza de té.
No, no. El robo no está en mis planes– se apresuró a responder. –No lo he hecho nunca y no lo voy a hacer ahora. A medida que me vaya quedando sin francos trabajaré donde pueda, continuaré viaje y así sucesivamente hasta llegar a mi destino.
¿Sabes que hay infinidad de peligros acechando a los inmigrantes? Debes huir de las mafias que te lo ponen todo muy fácil.
Sí. De esas mafias he oído hablar y desde luego que no me dejaré embaucar por nadie. Trataré de valerme por mí mismo mientras pueda.
¿No has valorado la posibilidad de pasar por Marruecos a España? Desde allí está más próximo y parece más fácil. La policía española es más permisiva que la italiana, a pesar de que están anunciando la impermeabilización de sus fronteras.
En un principio sí había visto la posibilidad de hacer la travesía como tú me estás diciendo, pero sin llegar a considerarla, porque tenía en mente la ruta que te he comentado. Fue la que me dijo Alaine, el camionero que me llevó hasta Kinyan. Pero no obstante, también quería comentarlo con el tal Conrad a ver qué opina él— respondió al tiempo que sorbía un poco de té.
Ya me dijiste la promesa que hiciste a tu familia, pero… ¿por qué no sospesas la posibilidad de quedarte en nuestra tierra?, parece que tienes grandes conocimientos agrícolas y tú podrías contribuir a cambiar la situación económica y social en nuestro País; y al mismo tiempo estarías con quien quieres.
Imaginaba que llegarías ahí. ¿De qué me estas hablando, Maharafa? Sabes que en Malí la situación política, social y sobre todo económica, son un caos. ¿Qué perspectivas de futuro tenemos, sobre todo los más jóvenes? Cada vez la posibilidad de sobrevivir es más incierta. ¿Qué futuro les podría facilitar yo a mis hijos si formara aquí una familia?, cuando la mortandad infantil es escalofriante, el trabajo brilla por su ausencia, la educación de los niños es casi utópica en el medio rural y no hablemos ya de la salud… Y por si eso no bastara, ¿le unimos las sequías?— interrogó con sarcasmo, –o quizá ¿las plagas de langosta? Y, por si todavía no es suficiente ¿unas lluvias torrenciales?, que provoquen inundaciones históricas. Qué digo históricas, dramáticas… No, Maharafa, no. Las posibilidades de vida en nuestra tierra, como tú dices, no merecen la pena cuando en Europa se vive con sueldos cien veces superiores, tienes derecho a asistencia sanitaria para ti y los tuyos, tus hijos tienen derecho a la educación en escuelas perfectamente organizadas. No se puede comparar, Maharafa. No hay comparación posible.
Maharafa quedó un tanto contrariada. Sabía que Sissé tenía mucha razón en sus palabras. Pero no se iba a rendir tan pronto. Era una mujer convencida de que había que luchar entre todos por mejorar la vida en Malí, sobre todo los más jóvenes.
Eres muy objetivo en tus apreciaciones. Tienes razón en las consideraciones que haces, pero necesitamos jóvenes como tú, como Aicha. Muchos como vosotros que estén dispuestos a luchar por mejorar nuestro País. No será fácil, pero debemos luchar todos juntos para cambiar nuestra sociedad y modo de vida, o es que piensas que en Europa no hay catástrofes naturales.
Sabes, Maharafa. No sólo se puede sacar a nuestro País de la miseria luchando desde dentro, también desde fuera se puede hacer una gran labor. Los que están fuera envían dinero a sus familiares, y eso también es generar riqueza. Quizá seamos pocos, todavía, los que pensamos en emigrar. Imagina si se multiplicaran por unos cuantos miles los emigrantes y enviaran todos parte de sus recursos aquí. ¿Cuánto no se generaría?, y ahí sería cuando tú y tanta gente como tú podría realizar una gestión importante para cambiar nuestro pueblo. Para que Malí se convirtiera en el país que todos deseamos, en el que hubiera trabajo suficiente para todos y en donde poder cobijarnos una vez acabada nuestra vida laboral fuera.
No pienses que tú eres de los primeros en emigrar, hay un gran flujo de personas, de compatriotas nuestros que han salido de Malí con ese propósito. Pero son muchos de los que no se tienen noticias de que lo hayan conseguido.
Maharafa dio por concluida la conversación viendo que Sissé tenía las ideas muy claras al respecto, que había reflexionado suficientemente antes de decidir su marcha y que no conseguiría cambiar su opinión.
Sissé, acabemos el té y vayamos a descansar, se está haciendo tarde y estoy cansada— le propuso.
Se levantó éste de un salto y cogió los dos vasos de té en una mano y el samovar en la otra.
¿Dónde van?
¿Cómo es que haces labores exclusivas de las mujeres?— Preguntó extrañada.
Ves. Ya estoy luchando por cambiar, al menos, la sociedad.
Rieron ambos la ocurrencia de Sissé. Se dirigieron a continuación a una de las habitaciones en las que había una gran cama con dosel labrado y unas mosquiteras de tul liso de seda blanco que la rodeaban. Sissé no disimuló su asombro a la vista de la cama sentándose en ella y comprobando el estado del colchón. Era una habitación decorada estilo Luis XV, en consonancia con el resto de la casa, con un gran armario torneado de madera de roble de seis puertas, una cómoda delicadamente tallada y torneada de la misma madera y dos mesitas a juego en los flancos de la cama. Dos sillones, uno a cada lado del tálamo. Las paredes recubiertas de papel pintado y unos apliques de luz a juego. Se apreciaba que aquellos muebles tenían muchos años, pero su estado de conservación era perfecto. Se introdujeron en la cama y Sissé la rodeó con sus brazos, con una de sus manos le cogió suavemente un pecho, Maharafa se la retiró inmediatamente y la bajó al estómago.
Aquí no, Sissé—. Le dijo casi en un susurro, al tiempo que con su mano sujetaba con cierta presión la de él.
Lo siento. Discúlpame— se excusó Sissé.
Le presionó de nuevo ambas manos en señal de aceptación. Maharafa sintió la erección de Sissé que no pudo controlar y se pegó a él con más fuerza. Una de sus manos que sujetaba la de él la llevó de nuevo al pecho que antes le reprimiera, iniciando, Sissé, un masaje suave para intensificarlo poco a poco, que hizo que aumentara la excitación de ambos. Sissé posó su mano sobre la cadera de Maharafa y le acariciaba con sutileza la pierna, de nuevo volvió a sujetarle la mano con fuerza, cediendo ante el empeño de Sissé de llegar hasta donde se unían los muslos.
Espera Sissé– le rogó casi en un suplicio, apartándole la mano. –Ven.
Se dirigieron a una habitación contigua, bastante más discreta en su decoración pero confortable igualmente, con una cama menos pomposa en la que se acostaron.
Aquella es la habitación conyugal y me da reparo estar con alguien que no fuera mi marido– se excusó Maharafa.
Maharafa no te preocupes, lo entiendo perfectamente. Si quieres que no hagamos nada, lo entenderé también. Quizá me he tomado una libertad que no debía.
No. No es eso. No es que no quiera estar contigo, sólo que en aquella habitación me abruman demasiados recuerdos y he sentido una congoja...
De nuevo entrelazaron sus cuerpos, Maharafa no se reprimió y permitió a Sissé llegar hasta lo más íntimo de su cuerpo, sintió especial sensación ante los últimos tocamientos de Sissé y cada vez estaba más excitada por los besos en el cuello y en los lóbulos de las orejas y el roce frenético de sus carnes. Con suma parsimonia se recrearon en las caricias previas, sus cuerpos eran recorridos con sus manos, con sus bocas, sus lenguas que llegaban a provocar el deseo más salvaje del ser humano. Maharafa se le subió encima besándolo frenéticamente. Un buen rato de caricias hizo que subiera la tensión de forma desmesurada. Con suma precaución y ayudado por ella, Sissé la había penetrado. Sus cuerpos sudorosos jadeaban, con la respiración entrecortada y gemidos espontáneos ante los movimientos cadenciosos y violentos de Maharafa, mientras, él le sujetaba con sus manos los pechos que de cuando en cuando apretaba. Maharafa iba perdiendo lentamente la excitación de hacía sólo un momento. Sissé por el contrario aumentaba su estado febril. Con un movimiento de Sissé se invirtió la posición y ahora era él quien con movimientos enérgicos de cadera la penetraba.





domingo, 25 de mayo de 2014

SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso.



                                         Capítulo VIII


Con el albor de la mañana del día seis de febrero, Sissé se acercó al restaurante L’Esplanade, en la bocana del puerto, para tomar el desayuno con Aicha. Con el deseo de compartir sus últimos momentos en Ségou con ella. Desde la terraza del restaurante donde tomó asiento en una de las mesas, divisaba el buque en donde embarcaría en poco tiempo, los muelles adyacentes, en los que todavía había atracadas infinidad de pinazas y la calle por donde debía descender Aicha para llegar al puerto. «El despuntar del día es, sencillamente, hermoso» se dijo así mismo. El agua había tomado un color plateado iridiscente, que no tardaría en tornarse del color pardo de la arena. Un grato aroma a té le llegó de momento. Esperaba con ansiedad que Aicha llegara. Su conciencia estaba dividida. Apartarse de esa mujer le costaba una enormidad, no podía quitarla de su pensamiento, tampoco quería. Pensar en ella le revolucionaba la sangre, le llenaba de ánimo, de vitalidad. «El lugar es precioso, difiere mucho ver los paisajes desde la terraza del restaurante, contemplando el río Níger desde lo alto a hacerlo desde la orilla» pensó. Le ofrecieron en unas bandejas típicas, verduras, pollo, patatas, fruta y refresco. Se había permitido un lujo que ya no se volvería a repetir. Quería obsequiar a Aicha…, pero se estaba retrasando. Un mal presentimiento comenzó a azorarlo. El inicio de su último día en Ségou comenzaba a volverse muy tenso, desde luego no era como él lo había planeado. 
Vio a todos los amigos que se acercaban a despedirlo; todos, excepto Aicha y el resto de las chicas. Una gran inquietud le agobiaba por momentos. Recordó la respuesta desproporcionada de Aicha ante la pregunta de si había salido con Sekou; cierta desconfianza comenzaba a apoderarse de él. Los amigos le estaban buscando por el restaurante, en el que ya se había acumulado gran cantidad de personas, les vio deambular y les llamó. Se acercaron y tomaron asiento junto a él, gastando alguna broma y dándole algunas palmadas en la espalda para mitigar el tenso ambiente que no intentó disimular. 
–Leopold, sabes donde está Aicha. 
–No, no sé nada de ella, desde ayer en que os marchasteis. Es más, pensaba que ya estaría aquí contigo. 
Se percató de que Aicha no iba a venir y aquel desasosiego se apoderó aún más de Sissé. Invitó a sus amigos a compartir el desayuno que le habían traído hacía un momento, del que no probó bocado. Después de unos momentos de conversar entre todos ellos y dándose recíprocas recomendaciones, una llamada por megafonía, casi ininteligible, anunció la pronta salida del buque e invitaba a los pasajeros a embarcar. Después de unos efusivos abrazos con todos los compañeros, a los que prometió que estaría en contacto por mediación de Aicha, ascendió al buque desde el que se giraba para despedirse de sus amigos, oteando, al mismo tiempo, la calle por la que debía haber llegado Aicha.
Zarparon poco más tarde rumbo a Mopti, entre toques de sirena. Los amigos de Sissé permanecían en el embarcadero observando como se alejaba a bordo de aquel antiguo barco. Era un enorme barco de fabricación alemana del año 1964, según rezaba en una placa conmemorativa de su botadura, raída por el paso inexorable del tiempo. Llevaba más de cuarenta años navegando. Un gran cartel pintado con su nombre: “SUMARE”, se hacía visible desde lejos. Estaba pintado de color blanco y azul, y tenía tres plantas de altura; era una mezcla de carguero y transbordador. Innumerables pinazas multicolores, con toldos grises, azules, verdes, de todos los colores imaginables y la bandera de Malí, estaban varadas en el puerto meciéndose al compás de las olas que emitía el Sumare desde su casco. Los pescadores que preparaban sus aparejos saludaban con entusiasmo la salida del buque. Había algo más adelante un astillero, donde varias barcas de diversos tamaños estaban acabándose de construir de forma artesanal. A un lado se apilaban grandes tablones de madera y delante de estos un barco que estaban finalizando su construcción, pintándolo de vivos y diversos colores. 
Los patrones separaban las pinazas de la orilla con una gran pértiga,  zarpando tras el gran buque. Desde el barco, Sissé, vio un niño y una niña, seguramente hermanos, que en el muelle vendían bananos en unas mugrientas bandejas que llevaban encima de la cabeza, sobre un pañuelo anudado rojo y blanco a modo de turbante. Los niños sonreían: el niño, más pequeño, llevaba el torso descubierto y un calzón blanco con el escudo del Lyon, como su compatriota Diarrá, futbolista de ese equipo francés; y la niña, que portaba un bonito vestido en colores amarillo y azul con grandes estampados, gritaban agradecidos: –¡toubabou, toubabou, mercí!–, a unos turistas que les habían comprado unos bananos y les obsequiaron con unas monedas, agitando una de sus manos.
Sissé, taciturno, se despedía de sus amigos con movimientos de su mano derecha. Su mirada felina rastreaba la dársena en busca de Aicha sin conseguir detectarla. Abajo, en tierra, las mujeres que llegaban en ese momento, excepto Aicha, permanecieron junto al resto de amigos, algunas lágrimas furtivas fueron testigos mudas ante la partida de Sissé. 
–¡“Ka an be”!–, gritaban dando saltos y agitando sus manos con energía para llamar su atención. Sissé les correspondió con movimientos de su mano con disimulada desgana. 
Una tristeza enorme embargó el corazón de Sissé. Un nudo en la garganta le ahogaba, el pecho que parecía le iba a estallar. La ansiedad le estaba jugando una mala pasada, de nuevo. La cara se le descompuso y un rictus agrio marcaba su rostro. No obstante, se esforzaba en saludar a las recién llegadas y corresponder a su entusiasmo. Se sentó en el único banco de madera que había en babor, junto a la puerta de acceso, abatido. Bajó la cabeza cubriéndose la cara con ambas manos. Perdidos de vista sus amigos, una voz de mujer le dijo que respirara hondo, varias veces, le insistía. Agradeció con un gesto de la mano porque sólo fue capaz de balbucear unas palabras que nadie podía entender. Tras repetir varias veces la respiración profunda y acompasada, como le habían indicado, se sintió algo mejor. La presión del pecho iba desapareciendo. Mantenía aún la cabeza baja y seguía cubriendo su rostro con las palmas de sus manos. Quien le orientó para su recuperación, le colocó su mano en la cabeza deslizándola delicadamente hacia atrás, un sobresalto le alarmó y su corazón multiplicó sus latidos. Un momento de euforia y una enorme satisfacción le sacudió todo su cuerpo. «No puede ser» se dijo. Aunque deseaba con todas sus fuerzas que fuera. Elevó la cabeza y clavó su mirada en ella. Quedó perplejo y algo contrariado al descubrir que no era Aicha, ante sí tenía a la misma mujer que vio la primera noche en el Festival sobre el río Níger y que siguió con la vista descaradamente. «Si esa noche estaba bella, ahora está bellísima. Parece no afectarle en absoluto el horario de la mañana después de cuatro días intensos de fiesta» se dijo. Por un momento sintió una desolación enorme, aunque no le desvió la mirada. La mujer le dirigió una increíble sonrisa, con un movimiento sutil de la comisura de los labios, para finalmente mostrar ligeramente sus blancos y perfectos dientes con una sonrisa más amplia. Sissé no atinaba a saber si era más sensual su sonrisa o su mirada, ambas le embaucaron desde la primera vez que la vio. En esta ocasión vestía un pantalón tejano y chaqueta color crudo, sobre una camiseta con grandes estampados en crema y otros en color negro, entremezclados todos ellos sobre fondo verde. Su pelo, media melena que apenas le descansaba sobre los hombros, con puntas estiradas de desigual corte, que en esta ocasión llevaba a la vista, hacía juego con el color marrón de sus grandes y sesgados ojos, cejas perfectamente arregladas. Daba la impresión de ser una mujer distinguida, que no se dedicaba a las labores de la tierra.
–Siento haberte decepcionado– se limitó a decir. 
Trató de levantarse del banco en un gesto de cortesía y se trastabilló estando a punto de caer. Sissé se disculpó por su torpeza, a lo que respondió la señora con una carcajada contenida a medias. La mujer le tendió la mano mientras le miraba de hito en hito, con una mirada dulce, tranquilizadora. Sissé, le correspondió ofreciéndole la suya y tratando de mirarla de igual modo; pero desvió finalmente su mirada… En un instante había explorado todo su cuerpo recreándose en su pecho, para a continuación dejar la vista perdida en el horizonte y tratar de desahogar así la situación.
–Mi nombre es Maharafa, Maharafa Dakoté– irrumpió la mujer con una voz dulce.

–Sissé es el mío, señora– dijo, al tiempo que esbozaba una sonrisa. –He quedado algo aturdido al verla. No podía imaginar que estuviera usted aquí.
–Ya lo he observado– replicó. ¿He pasado el aprobado?– le interrogó sarcásticamente. 
En ese momento, Sissé, sintió una sensación de sofoco por la que no pudo articular palabra. No respondió más que con aquella dulce sonrisa, pero al mismo tiempo, disculpándose, bajó levemente la cabeza. Se acercaron a la Proa del barco y se apoyaron sobre el pasamanos de hierro pintado de blanco, rugoso, a saber cuántas pasadas de pintura llevaría superpuestas.
Entre tanto el barco seguía con su lento navegar por el río Níger. Un monótono y ronco repiqueteo del motor interrumpía de cuando en cuando los cánticos y las chácharas de los pescadores que faenaban en el río, sobresaltándose y maldiciendo el silbido estridente y grave de la sirena que el capitán hacía sonar a su paso. Pasaron delante de una zona canalizada del río en el margen derecho, después de salir de un gran meandro. La parte más elevada de la ribera se encontraba protegida por un pretil de argamasa rojiza coronado con lajas del mismo barro cocido. Servía de asiento para el descanso de los viandantes, que deambulaban por Le Route de la Corniche, una avenida ancha, de esa misma tierra rojiza, que acompañaba paralela el curso del río a lo largo de los ocho kilómetros que tenía la ciudad. Toda aquella avenida estaba bordeada de balanzanes en la que destacaba sobremanera una enorme que proyectaba una sombra inmensa. Le llamó la atención a Sissé el tamaño de la acacia y contemplándola creyó ver a Aicha apostada bajo aquel gran árbol. Levantó su mano instintivamente hasta media altura en su intento de saludarla, aunque sólo le correspondieron unos niños sentados sobre aquel pretil con una amplia sonrisa, que agitaban sus brazos sin parar. Colocó su mano con delicadeza sobre la pulsera de cuero que le regalara ella. 
Aicha, estaba apostada junto al gran tronco de la acacia, semioculta, expectante, siguiendo el movimiento del barco, en el que había localizado desde el primer momento a Sissé junto a aquella mujer. Le despidió colocándose una mano en su corazón y la otra sobre el bàgan que Sissé le regalara. Para no perturbarlo no se dejó ver. «Posiblemente se marcharía peor» pensó Aicha. Una enorme desazón le invadió de momento e irrumpieron unas lágrimas, sintiéndose incapaz de controlarlas. Recordaba, apoyada en el tronco del balanzán, el impacto tan favorable causado al verle por primera vez, aquel aire distraído entre tanto gentío. Tan complaciente. Sumida en los recuerdos jugueteaba con el bàgan entre sus dedos, imaginando que era su cuerpo con el que no había perdido el contacto. También recordaba aquella sonrisa entrañable, que le cautivó cuando la esbozó por primera vez al ser presentados. «Su mirada felina, sus ojos de color verde claro, escudriñadores de todo aquello que se moviera a su alrededor» se decía para sí misma. Aicha abrió la boca y tomó aire para expulsarlo en un suspiro, mientras continuaba acariciando el bàgan con añoranza. «Su mentón marcado, su pelo anillado y su complexión fuerte dando apariencia de un hombre de aspecto rudo y sin embargo, esos ojos, y sobre todo su mirada dulce, tierna como la de un niño... Su cuerpo atlético, de anchos hombros y sus grandes manos, tan sensibles en sus caricias» seguía recordando. Continuaba apoyada en el tronco tras el que se ocultaba, mientras veía alejarse el barco poco a poco, inspirando aquel aire cálido, aún respirable. Con gesto melancólico, observaba como se abrían los surcos de espuma blanca, que proyectaba a su paso el buque desde su proa llegando hasta la orilla y zarandeando las pinazas que ya faenaban. Le asaltaron los recuerdos de la primera noche juntos en el río, y la segunda… Ya no era capaz de distinguir a Sissé, se había empequeñecido hasta tal punto el Sumare que apenas si distinguía las siluetas de las personas que viajaban en él. Esperó hasta que el barco desapareció desdibujado en el horizonte y se marchó de regreso a su casa, sumida en sus recuerdos; con la mirada cristalina y su cuerpo sudoroso a pesar de la hora temprana de la mañana. Se sintió desdichada.
«Mi ansia por ver a Aicha me ha traicionado» pensó Sissé. Seguía tensó su rostro. Hacía un momento que se había vuelto a sentar junto a la mujer en el banco de babor.
–No deberías preocuparte– trató de animarle Maharafa, –quizá no soportaba verte partir.
–Gracias– le respondió Sissé, asintiendo con la cabeza. –Pero son tantas las ganas que tengo de verla, de estar con ella…, he estado tentado de quedarme en Ségou, y disculparme con mi familia; pero…, no puedo traicionarlos. Esperan mucho de mí.
–Y, ¿por qué no te has quedado?— Se interesó Maharafa. –Seguro que tu familia lo habría entendido y te hubiera apoyado. ¿Vas a Europa, eh?
–Sí. Ese es mi destino… Seguramente sí me habrían apoyado; sin embargo yo no me lo hubiera perdonado nunca. Hemos hablado mucho de este viaje en mi casa y me ha costado convencer a mi padre. A mi madre no logré convencerla. Pero una vez convencido mi padre, ella tenía que aceptarlo, no puedo decepcionarlos– parecía reflexionar en voz alta. –Es mucha la miseria que tenemos en mi casa, aunque verdaderamente no pasamos hambre, somos cinco hermanos, yo soy el mayor y…, en fin, no sé. Creo que estoy obligado a tratar de sacar a mi familia adelante.
–Tú también tienes derecho a hacer de tu vida lo que quieras– le replicó Maharafa, –no tienes la culpa de las necesidades de tu familia. La vida en nuestro país es así, por eso necesitamos de todos para cambiar aquello que se puede cambiar. Está muy bien que mires por todos ellos de esa manera. Pero no creas que en Europa todo es más fácil. Pasan verdaderas calamidades muchos de los que emigran. La vida no es placentera en un país extranjero y menos para los negros. Todavía hay muchas personas que nos miran como seres inferiores, como si nuestros sentimientos no fueran similares a los suyos. Y estas diferencias se hacen más notorias cuando el autóctono cree que vas a quitarle su trabajo; consecuentemente, la vida para el emigrante se hace más dura— concluyó, ante el asombro de Sissé que le parecía que hablaba con conocimiento de causa.
Sissé escuchó con atención a aquella mujer, le recordaba al profesor de la universidad de Bamako, que le instruyó sobre la historia de Ségou, en el autobús. Su voz aterciopelada se asemejaba mucho a la del profesor, incluso la cadencia con la que hablaba. Ambos después de cada frase dejaban un espacio de silencio para que pudiera asimilar todo lo que escuchaba; ¾de esa manera te interesa más lo que dicen¾ le aseguró el profesor.
–¿Ha estado usted en Europa? 
–Sí, en varias ocasiones y te aseguro que no todos los emigrantes lo pasan bien. He visto a muchos durmiendo bajo puentes o casas abandonadas cubriéndose con un simple cartón o un plástico de las inclemencias del tiempo, que te puedo asegurar que son bastante más duras que aquí si careces de medios. Y eso sin hablar de lo que comen...
–Maharafa he de dejarla– trató de excusarse Sissé. –Yo viajo en la tercera planta y estamos en la primera. No puedo permanecer más tiempo aquí o me llamarán la atención.
Ascendieron ambos por una escalera interior hasta la segunda planta, Maharafa le cogió la mano a Sissé sacándolo a cubierta. Se dirigieron hacia la proa del barco, ante la incredulidad de Sissé que no se atrevía a protestar ante la situación que estaba viviendo. Se sentaron uno junto al otro en uno de los banco de madera de ébano que estaban situados a cada una de los lados de la puerta de acceso al interior de un gran salón.
–Permanece sentado aquí mientras yo voy un momento en busca del capitán del barco– le ordenó decidida.
Sissé, no salía de su asombro, no alcanzaba a comprender lo que le estaba sucediendo. Aquella mujer disponía lo que quería y él no era capaz, siquiera, de preguntar el por qué hacía aquello. «Me está bien dejarme llevar, para cortarla a toda hora estoy a tiempo» se decía. «No, en cuanto llegue me despido de ella y me voy para arriba, a mi sitio» trató de convencerse. «Es una mujer arrolladora, con lo dulce que es, la forma de hablar y la voz tan melosa, y hace de mí...» se dijo. 
Sissé continuó intentando encontrar una explicación a lo que estaba viviendo desde que embarcara, cuando observó que se acercaba Maharafa con paso decidido, y un rictus alegre en su rostro esbozando una ligera sonrisa. 
–Todo está resuelto para que viajes conmigo en esta planta al no estar completas las plazas.
–¿Ha ido usted en busca del capitán para pedirle que yo viaje aquí, con usted? No puedo creerlo.
–¿Por qué no lo puedes creer? 
–Pues..., porque no es muy normal, Maharafa, que usted me ayude... Bueno, que me haya atendido cuando estaba cabizbajo, bien, lo puedo entender, pero, hasta tomarse la molestia de hablar con el capitán, para que yo viaje con usted, estará de acuerdo conmigo en que muy normal no es. 
–¿Por qué no iba a ser normal? Eres un joven educado, has pasado un mal rato..., si yo puedo aliviarte, ¿qué hay de anormal en eso? Además, ha accedido inmediatamente. Tenemos muy buena amistad. El capitán era muy buen amigo de mi marido y hemos viajado en innumerables ocasiones en su barco, tanto antes con mi marido como ahora yo sola.
En la tercera planta viajaban numerosos viajeros, comerciantes sobre todo, bajo un gran toldo, llevando sus mercancías desde Koulikoro hasta los mercados de Moptí, Tombouctou o Gao. Portaban bananos, mangos, tomates, arroz, cacahuetes, madera, vacas y cabras. Cada cual se las arregló como pudo. Andaban mezclados personas, animales y mercancías sin orden ni control, echados por la cubierta. Cada cual tomaba un sitio donde viajar junto a sus pertenencias y ya no lo cambiaría mientras estuviera en el barco. En aquella cubierta destacaban los diversos colores de los “Boubous” y algunos de los turbantes, que eran enormes y contrastaban con su piel oscura. Un grupo de jóvenes y algunas mujeres cantaban y tocaban palmas, entre risas, mientras la mayoría de los hombres habían formado un corro, sentados en el suelo y hablaban distendidos. 
Iban dejando atrás los poblados bozos en las orillas del Níger, eran eminentemente pescadores. Sus capturas solían ser, casi siempre, el pez Capitán, los enormes Siluros y las carpas; con dichas capturas comerciaban en la misma ribera del río, como hicieran en el mercado de Sègou. En la orilla había un grupo de grandes árboles de mango.
–Observe esos mangos tan grandes con infinidad de hojas de ese color violeta rojizo que contrasta con el verde intenso de las hojas adultas del mango, denotan que son hojas jóvenes y darán paso a la flor polígama de color verde-amarillento para posteriormente convertirse en el fruto– le explicaba Sissé. 
A lo largo de la ribera del Níger la vegetación era abundante y en los árboles se concentraban una cantidad ingente de pájaros que parecían querer competir entre sí haciéndose oír; con sus gorjeos y trinos embellecían la paleta polícroma del África bamana.
–Observe los martines pescadores...– le dijo Sissé.
–No me hables de usted, por favor– le interrumpió.
–Está bien. Como quieras. Mira los martines pescadores, añaden una pincelada de colores con el azul, el naranja y el blanco o verde de sus cuerpos en el apacible discurrir del curso del río, cuando se posan en los riscos y ramas de las orillas. Desde esa altura, en la que se muestran sacudiendo la cola y la cabeza, acechan a sus desprevenidas presas y con el pico de puñal que tienen se lanzan en picado al agua cuando ven algún pez. Mira: garzas blancas– dijo Sissé señalando con el dedo. –Los pájaros tejedores son comedores de semillas, sus picos son cónicos redondeados. Sabías que los tejedores se dividen en cuatro tipos: búfalos, gorriones, típicos y viudos. Mira esos machos que coloraciones tan brillantes. Esos rojos, esos otros amarillos y negros...
–¿Cómo puedes saber desde aquí que son machos?– Le preguntó Maharafa.
–Porque son los machos los que tienen esos colores vivos.
–¡Por favor! Que ignorante soy.
–No se puede saber de todo– casi se disculpó Sissé–, y continuó. –Algunas especies muestran variaciones de coloración sólo en la temporada reproductiva. Los pájaros tejedores, se conocen, también, como pinzones tejedores, deben su nombre a sus nidos que elaboran entretejidos, son los más elaborados de entre todas las demás aves. Construyen sus nidos juntos, generalmente varios en una misma rama. Los machos tejen el nido y lo usan como una forma de exhibición para seducir a las hembras– le iba explicando Sissé, ante la expectación de Maharafa, sorprendida por los conocimientos de éste.
–¿Cómo conoces tanto de estos pájaros?
–Por mi padre. Cuando salíamos a cazar y les veíamos siempre me explicaba todos los pormenores que él conocía. Yo le replicaba que ya me lo había dicho en muchas ocasiones, pero él siempre me decía que si quería cazar alguna pieza, cuanto más conociera de ella más fácil me sería capturarla. 
Pasaron delante de extensos campos de arroz y otros de cultivo de hortalizas, diseminados a lo largo de la ribera del Níger. Se podían ver pequeñas casas de adobe y techumbres de paja y cañas propias del pueblo bozo, que se encontraban ubicadas en restingas en medio del río.
–Ciertos poblados Bozos, que habitan a lo largo del río, de cabañas construidas de barro y tejados de caña y paja, son abandonadas temporalmente mientras dura la crecida del río– le dijo en esta ocasión Maharafa, al tiempo que los señalaba con el dedo índice extendiendo el brazo.
Sobre el mediodía, sentados a la sombra en sendas hamacas, bajo la marquesina que formaba el piso superior del Sumare, donde se hacía más llevadero aquel sol tórrido y el calor sofocante, llegaron a la presa de Markala, construida por los franceses entre los años 1.934 y 1.947, a la que giraron visita turística. 
–La presa la construyeron para poder llevar el agua a los campos de cultivo de algodón, maíz y caña de azúcar. Hicieron un canal anexo de navegación de ocho kilómetros, con esclusas para poder pasar los barcos– le informó Maharafa.
–Este lago es inmenso– dijo Sissé. 
–Claro. Es un embalse que tiene alrededor de veintiocho kilómetros. Ves esos son los canales que construyeron y que se utilizan para el desagüe de la presa.
–Vaya un puente. Nunca había visto nada igual.
–Al margen de que ha sido muy beneficioso para la zona, porque se ha construido la central hidroeléctrica de Sélingué, y se riegan tierras al rededor de 75 kilómetros hacia el norte, permitiendo que se cultive arroz y hortalizas, el caudal del río con su construcción bajó veinte centímetros. 
Sissé, sacó de su dugutaampalan aceitunas, dátiles y unos higos secos y los ofreció a Maharafa.
–¡Hummm!..., higos. Me encantan, son mi bocado preferido— le agradeció al tiempo que se echaba uno a la boca.
–¡Toma más!— Le ofreció complacido Sissé.
–No. Come tú.
–No te preocupes por mí. Prefiero que comas tú, yo comeré después. 
–De ninguna manera—. Sentenció Maharafa. –Comeremos los dos—. Cogió el higo más grande y lo colocó con delicadeza en la boca a Sissé.
Sissé, creyó desvanecerse allí mismo, se sentía azorado, al tiempo que masticaba con parsimonia y miraba a Maharafa gratamente extrañado. No entendía que eso le estuviera pasando a él. Una mujer culta, influyente, bellísima y que le dé la comida como si fuera un niño, o un enamorado. La situación le sobrepasaba, no sabía qué hacer. De buena gana le correspondería de igual forma; pero no se atrevía. Se limitó a mirarla de hito en hito mientras continuaba masticando lentamente el higo seco. Le correspondió Maharafa con otra mirada igual sosteniéndole la suya sin ningún pudor y Sissé, empezó a sentir un escalofrío que le corría todo el cuerpo, de arriba abajo.
–No te alteres—. Le dijo Maharafa, a Sissé, colocándole su mano cariñosa sobre el hombro, seguida de una gran carcajada. Cogiendo, a continuación, otro higo.
Sissé, igualmente, esbozó una sonrisa. Tras varias horas de navegación llegaron al poblado de Koa y advirtieron un intenso movimiento en el personal del barco, prepararon ciertos aparejos que habían pasado desapercibidos hasta ese momento para los viajeros. Mientras tanto, el Sumare, se aproximaba lentamente al embarcadero, a modo de pantalán que se internaba en el río en un gran recodo, donde atracó. Dispusieron de una pasarela de metal, solamente alterado el suelo por unas barras transversales en relieve del mismo metal, delimitadas por dos pasamanos en los que asirse para descender del barco sin peligro. 
–Pasaremos la noche aquí– le indicó Maharafa.
Unos cuantos empleados del buque desembarcaron rápidamente y se apresuraban a montar varias carpas, improvisando un campamento, al que proveyeron de varias lámparas de carburo, mientras descendían el resto de pasajeros. No tardaron en tener el campamento dispuesto.
–Pernoctaremos por grupos– añadió Maharafa; mientras paseaban por la ribera del río. El sol había comenzado su ocaso, bellísimo. Proporcionaba al Níger unas tonalidades entre rojizas y doradas, verdaderamente espectaculares. Muy cerca del improvisado campamento que estaban montando, había otro campamento, formado por varias “jaimas” de una caravana Tuareg, al que llegaron en su paseo. Maharafa les saludo en su lengua tamasheq y gentilmente les invitaron a tomar té. Ceremonia que constaba en servirlo tres veces. 
–La primera vez sabe amargo, como la vida– comentaron.
Contaban historias de toda índole, unas ancestrales y otras contemporáneas. Refirieron que tras la guerra en Costa de Marfil, viajaban por el río Níger contrabandistas de diamantes que iban hasta Bamako para venderlos o cambiarlos por otras mercancías que les eran necesarias. Contaban de sus travesías por el desierto cargados de sal, que vendían en diferentes países de la zona de África Central y Oriental, hasta Egipto. Aquellas penosas rutas en las que las tormentas de arena las hacían especialmente duras. Condiciones a las que este pueblo nómada se había habituado especialmente, haciendo del desierto su propio hábitat.
–El segundo té sabe fuerte, ligeramente azucarado, como el amor– dijeron echando una ojeada a los recién llegados.
Desde donde se encontraban sentados se podía contemplar la Mezquita de Koa, preciosa, entre dos luces. Estaba hecha de barro rojizo. Formaba parte del pasado de la historia de Malí; era una reliquia arquitectónica, en la que todavía se conservaba la tradición de restaurar los muros a la manera de los antepasados, manteniéndola en un estado de conservación excepcional. Sobresalían de entre sus muros gran cantidad de estacas transversales, ejerciendo la función de contrafuertes de los propios muros de barro. Continuaron refiriendo la historia del pueblo Tuareg y sacaron una tercera tetera.
–Y, el tercero es dulce como la muerte¾. Comentó el jefe de los Tuareg, estaban todos sentados circundando el pequeño fuego donde calentaban el agua.
El crepúsculo había oscurecido la tarde quedando una noche cerrada en un instante, y las lámparas de carburo iluminaban con una luz tenue el improvisado campamento del barco, lo que les servía de orientación para su vuelta, después de haber agradecido a los Tuareg su hospitalidad. 
–No sabía que hablaras su lengua– dijo Sissé.
–Me defiendo sólo. Viajé varias veces a poblados Tuareg con mi esposo y aprendí algo..., a hacerme entender.
–Pues has estado muy bien, dialogando con ellos.
–Porque son sabios y se han dado cuenta que no podía continuar hablando en su lengua durante mucho más tiempo. 
No tardaron en llegar al campamento a pesar de aquella oscuridad pertinaz. Se oyó algún mugido de las vacas; alguien dijo que estaban mareadas, lo que rieron el resto de mercaderes que se habían apostado en un círculo. Aquel olor agrio que les acompañaba se introducía a través de las fosas nasales dejando una sensación de picor. El canto de los grillos se escuchaba por todas partes, y los mosquitos parecían resabiados ante la llegada de aquel puñado de intrusos, por lo que de cuando en cuando se oía alguna que otra palmada. Las ranas croaban insistentes en la ribera del río y de forma aislada se escuchaba resoplar a las lechuzas. 
El grupo en el que se encontraba Sissé y Maharafa, estaba compuesto por un variopinto grupo de personas, en el que destacaba una abuela, su hija y su nieta que decían dirigirse a Tombouctou. Eran “sorciéres” shongäy, etnia extendida, sobre todo, en la gran curva del Río Níger, desde Tombouctou hasta Gao. La abuela tenía los pies tatuados con dibujos hendidos en la piel. En un momento y de un salto se colocó frente a Sissé, sorprendiendo a todos, tendió una pequeña estera de esparto entre los dos, y tras unos conjuros lanzó unas conchas “cauríes” que se utilizaban antiguamente como monedas, con las que decía adivinar el futuro. Sissé le preguntó por Aicha, ante la mirada dubitativa y escurridiza de la vieja que observaba a Sissé y Maharafa alternativamente, con cierto descaro, y tras dedicarle unas cuantas lisonjas palabras que hicieron reír al resto del círculo, le vaticinó un prometedor futuro:
–Con ella tendrás oro en las manos. No debes alejarte mucho de ella. Seguramente debieras renunciar a algunas cosas, si éstas te apartan de esa mujer– le sugirió con cierta pomposidad en sus palabras. –Tu próximo futuro está lleno de dificultades, de serias dificultades. No inmediatamente, pero sí en un tiempo no muy lejano, aunque las solventarás– concluyó con gesto serio. 
De otro sorprendente salto para su edad, se colocó frente al viajero que se encontraba junto a Sissé y le colocó al mismo tiempo la estera que utilizaba para sus premoniciones, haciéndole señas para que depositara alguna moneda para empezar, lo que originó las risas del resto de personas.
Sissé quedó muy complacido por el anuncio de la anciana sobre Aicha, pero al mismo tiempo un tanto dubitativo por los comentarios últimos; miró a los ojos a Maharafa, que se encogió de hombros. Él no le había comentado a la hechicera en ningún momento sus intenciones. «Espero que se equivoque la anciana y no tenga demasiados problemas» se dijo. No le dio mayor importancia. «Será una expresión que utiliza la hechicera con ambigüedad para todos igual, así no se equivoca» pensó. Después otros viajeros también fueron advertidos de buenos o malos augurios, según el previo depósito de algunas monedas, entre el regocijo de todo el grupo. Apenas comenzaron a servir la cena que fue elaborada en las cocinas del barco, se acabaron las hechicerías. 
La noche estaba cerrada, intensamente oscura, sólo se veían algunas luces distantes unas de otras. Las estrellas en el firmamento, fieles a su cita noctívaga, se contemplaban en escasas ocasiones; la Luna había faltado esa noche a su cita, debido a unas nubes pertinaces. La oscuridad incitaba a los enigmas en los que las noches africanas eran propicias, acrecentándose el magnetismo de África en general y de la zona del Sáhel en particular. A lo lejos, sobre el río, se veía una luz muy tenue que aparecía y desaparecía, era la de un fanal de alguna pinaza que aprovechaba la quietud de la noche para pescar. Una vez acabada la cena el gentío iba retirándose a las tiendas de campaña para descansar. Maharafa y Sissé permanecieron sentados todavía un buen rato. Habían bajado la voz instintivamente al retirarse los primeros compañeros de viaje, hablaban de Aicha, de los sentimientos que Sissé había experimentado por primera vez en su vida. La tenía siempre en su pensamiento. Le comentó a Maharafa, que le escuchaba atentamente, que apenas se hubiera instalado en Francia vendría a por ella. Sólo le interrumpía de vez en cuando para infundirle ánimo en que la recuperara cuanto antes.
–¿Qué te ha parecido la predicción de la anciana?– Consultó Maharafa al poco tiempo.
–Bien. No le doy mayor importancia. Lo que te dicen es algo que te gusta oír; pero nada más– respondió Sissé, casi con indiferencia.
–Ya has visto que te ha augurado un futuro prometedor junto a ella.
–Sí. Pero qué esperabas que dijera, que me olvidara de ella, cuando le he preguntado yo– se justificó Sissé. –¿Es que tú crees en esas premoniciones?
–No. No es que yo crea, quería saber qué te había parecido a ti. Te he visto un tanto..., dubitativo– le dijo Maharafa.
–Bueno es cierto que he dudado, pero no por la profecía de esa mujer. Ya sabes que antes de partir ya estaba con el sentimiento dividido. 
Se hizo un momento de silencio. No se separaron ni un instante desde que embarcaran en Sègou. Ambos se encontraban muy a gusto en compañía. Sissé le incitó a que le hablara de ella, a lo que Maharafa accedió, resuelta, sin más.
–Soy de Mopti. Tengo veintinueve años. Vengo de una familia humilde de pescadores, por lo tanto pertenezco a la etnia Bozo, la más antigua en Mopti. Me he criado entre las riberas del río Níger y el río Bani, su principal afluente. Tengo dos hermanos y una hermana más. Estuve casada, mi marido murió en un accidente, bueno no fue por un accidente, les asaltaron en medio del desierto, se resistieron y fueron asesinados, precisamente por Tuareg el pueblo al que más ayudó. Y a partir de entonces me incorporé a la Asociación “A.M.S.O.P.T.” y comencé a recorrer poblaciones de nuestro país, tratando de concienciar a las autoridades y jefes de poblados de la crueldad que significaba la ablación, con el ánimo de que tomaran parte en el problema y la prohibieran institucionalmente. Por eso he estado en Ségou en el I Festival sobre el río Níger, hablando de ese mismo tema...
–Ah, sí. Por cierto, la madre de Aicha y su amiga son unas mujeres que están luchando también por lo mismo, según me dijo Aicha.
–¿Cómo se llaman?
–Pues..., no lo sé. Sólo sé que a la hermana mayor de Aicha, Chantal, se la practicaron y estuvo al borde de la muerte, y desde entonces ya no la han practicado en sus respectivas familias. Y la madre de Assisa se llevó a su hija a la montaña para evitar que le realizaran la ablación. 
–Sí, puede ser. Lo recuerdo vagamente de cuando relataron su caso. Contaron muchos relatos similares. 
–¿Por qué ese empecinamiento en acabar con la ablación?– le consultó Sissé, sin pensárselo dos veces. –Si siempre se ha practicado. Forma parte de nuestras costumbres y de nuestra cultura. Es la única forma de que la mujer llegue virgen al matrimonio.
Con el semblante desencajado por tan mayúscula sorpresa ante la reflexión de Sissé, Maharafa le recriminó, sin ánimo de ocultar su enfado.
–No acabo de entender cómo es posible que un muchacho joven, como tú, mantenga esos razonamientos– y prosiguió, –la mujer tiene sus derechos. La mujer debe elegir cuándo y con quien se casa; y sentir los mismos placeres que los hombres sentís cuando se copula, o simplemente cuando se masturba. Poder gozar de su cuerpo cuándo le apetezca. La mujer debe ser la única que decida si quiere llegar virgen al matrimonio o no. O es que tú serías incapaz de querer a una mujer que ya hubiera estado con otro hombre— y sin dejarle hablar, –o mejor aún, tú estás declarándote enamorado de Aicha. ¿Le has preguntado si ha estado antes con algún otro chico? 
Sissé recordó el caso de Sekou, aunque sólo pudo abrir la boca para contestarle, ella sin permitirle pronunciar palabra siguió interrogándole.
–¿Ella se entregó a ti con indiferencia? ¿A caso fuiste tú el indiferente? ¿Le estabas mintiendo? ¿Te mentía ella a ti?
Sissé se encontraba abrumado ante el bombardeo de preguntas sin que le diera la posibilidad de responder, con una sonrisa casi irónica. Maharafa continuaba con su gesto compungido, con una inquisidora mirada, a cada instante más enojada, quizá, por aquella sonrisa perversa de Sissé. Iba a preguntar de nuevo, cuando Sissé levantó su mano… Maharafa cedió en su ímpetu, al tiempo que observó que se había formado un semicírculo a sus espaldas de las personas que aún quedaban fuera de las tiendas. Escuchaban: unos atónitos y las otras complacidas jaleando la exaltación de Maharafa, no sin alguna mirada airada por parte de algunos esposos. Sissé la tomó por el brazo y la apartó un poco del grupo de gente, que eran quienes habían retomado la discusión.
–Maharafa. Yo estoy criado en esa forma. En mi casa todas las mujeres han sido circuncidadas, y son felices– le comentó con el mismo aire irónico.
–¿Se lo has preguntado a tu madre?— Le interrumpió ella con cierto desdén.
Sissé se sintió algo molesto, por el tono de la pregunta; aún así, prosiguió con aquella sonrisa peculiar, que empezaba a resultar desquiciante a Maharafa, a pesar de haberla encontrado seductora desde que lo conoció.
–En mi familia somos polígamos, mi padre tiene dos mujeres, que son las que puede mantener– mintió Sissé. –Si pudiera mantener más… Y mis hermanas, a pesar de lo que digas, llegarán vírgenes al matrimonio.
Maharafa abrió los brazos en un aspaviento, al tiempo que hizo un gesto con la cabeza de desesperación. Ya no le permitió hablar más y reinició su ofensiva.
–Sissé. El que tus hermanas lleguen vírgenes al matrimonio es lo que menos importa, si ellas no son capaces después de querer a sus respectivos maridos, de entregarse a ellos sin trabas. Y, te aseguro que no se entregarán, si como dices tienen practicada la mutilación genital. No sentirán nada, ¡nada!– repitió irritada. –Hasta el punto que el coito será un tormento para ellas y no te quiero decir si quedaran embarazadas… Sé bien de que te hablo, Sissé, a mí me hicieron la infibulación. Es la forma más agresiva de la ablación, la más salvaje y consiste en la extirpación del clítoris y labios mayores y menores. No sé si tienes idea de qué te estoy hablando– le insinuó colérica. –Después de la extirpación, hacen un cosido de ambos lados de la vulva hasta que queda prácticamente cerrada, dejando únicamente una abertura para la sangre menstrual y la orina. La “circuncisión faraónica” la llaman también, ¡valientes papanatas!— exclamó, con cierta ironía y gesto triste. 
–¡Qué bárbaro! Me estoy sintiendo mal.
–No tiene importancia. Pero imagina como nos pudimos sentir nosotras... Cuando me casé, afortunadamente, yo pude elegir con quien, tuvieron que deshacer lo que de niña me habían hecho, tuvieron que cortarme por donde antes habían cosido y rehacer lo que antes habían destrozado. ¿Sabes para qué? ¡Para nada! Para no sentir nada. Solo aversión cuando tenía que acostarme con mi esposo. –Y te aseguro que yo quería a mi marido como a nadie en el mundo, pero una vez teníamos que hacer el amor…, se acababa todo el cariño. El daño psicológico que me hicieron de niña, aún de mayor lo llegué a superar. Sólo con el cariño y la comprensión de mi esposo y el tratamiento de un especialista llegué a mejorar ostensiblemente. ¿Tú has visto practicar la Mutilación Genital Femenina, alguna vez?– le consultó Maharafa desafiante.
–No–. Respondió Sissé. –Solo sé que mis hermanas gritaban, gemían, lloraban amargamente. Yo tenía que alejarme, no soportaba escucharlas…– admitió.
–¡Ah! ¿Y todavía defiendes esa práctica, admitiendo que no soportabas sus gritos?– le interrumpió. –Sissé, ¿sabes cuantas formas de Mutilación Genital Femenina hay?– inquirió Maharafa, que se contestó así misma… –¡Tres! La circuncisión o amputación del prepucio del clítoris, pudiendo extirparse en parte o en su totalidad el clítoris. Otra forma más agresiva es la escisión o mutilación del prepucio total o parcial del clítoris y los labios menores, conservando los labios mayores. Y una tercera, la infibulación, que ya te he explicado en qué consiste. Y, ¿sabes todo esto para qué?... Sólo para mantener la hegemonía del hombre sobre la mujer. Sólo para eso– enfatizó Maharafa, enojada.
–Maharafa, cuando estuve con Aicha, la primera noche…, bueno todas, hicimos el amor y ella llegado un momento jadeaba, me apretaba con fuerza contra su cuerpo y me arañó la espalda. Sentí una gran satisfacción por que ella no era una víctima de la Mutilación Genital Femenina. 
–¡Maldito egoísta! ¿Entonces por qué has hecho esas reflexiones?– le interrumpió Maharafa, confundida.
–No sé Maharafa, yo no acabo de verlo tan mal... Yo creo que la ablación está tan arraigada en nuestras costumbres... Tengo un mar de dudas. Mis hermanas si tienen hecha la circuncisión, aunque no con el consentimiento de mi madre, bueno, o sí, no lo sé. Sí es cierto que no tuvo el valor de enfrentarse a su gente como la madre de Aicha y se lo ha reprochado muchas veces– concluyó. 
–Francamente me sorprende que tú hagas esas consideraciones, no se corresponden con tu edad. Me he sentido frustrada. He sentido que mi trabajo no servía de nada, si no había conseguido que, al menos, entre la juventud se hablara de ello y se rechazara. Según las estadísticas, la práctica de la ablación afecta en la actualidad alrededor de unos ciento treinta y cinco millones de mujeres y niñas en el mundo. Efectivamente, forma parte de nuestra cultura, como tu bien dices, siendo practicada indistintamente por musulmanes, cristianos y animistas.
–Que sea un delito yo creo que es excesivo. Yo tampoco quiero para mí una mujer con la mutilación…– Apuntó Sissé.
–Eso no es justo, Sissé— le reprendió Maharafa. –Hay que luchar por abolir la Mutilación Genital Femenina; pero no se puede criminalizar a las víctimas, porque no son más que eso, víctimas y como tal hay que protegerlas. Es como las mujeres y niñas violadas salvajemente: son rechazadas en el mayor de los casos, incluso, por sus propias familias y no digamos ya de sus comunidades, y eso no es justo. 
A medida que Maharafa hablaba, observaba como se marcaba un rictus compungido en Sissé, su rostro reflejaba la angustia y tensión que la desgracia ajena produce en las personas con una mínima sensibilidad. Sissé quedó sorprendido y sólo le correspondió con su sonrisa y una tierna mirada de agradecimiento. Permaneció buen rato en silencio, meditando sobre lo relatado por Maharafa que lo había sobrecogido. Maharafa, por su parte, que le había estado observando todo ese tiempo, convencida de la bondad de Sissé, le propuso ir hacia la tienda.
–Mañana tendremos que madrugar.
Cuando entraron en la tienda observaron una estera para dos personas que habían distribuido previamente en el suelo, el resto todas ocupadas. Cruzaron ambos las miradas, Sissé quedó algo confuso, Maharafa le cogió de la mano haciéndole que se echara a su lado. 
–I ni su–, le dijo Maharafa con una sonrisa.
–I ni su– le contestó Sissé.