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domingo, 29 de junio de 2014

SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso.



Capítulo XVIII


Sissé dormía profundamente cuando le despertaron con zarandeos bruscos en el hombro. Sobresaltado dio un respingo hacia atrás al ver a dos hombres negros, agachados junto a él, indicándole en un susurro, en perfecto francés, que guardara silencio.
––¿Quién eres?— Le preguntó uno de ellos.
––Soy Sissé— le respondió azorado.
––¡No temas! No te haremos ningún daño. ¿Por qué te has quedado aquí, no te faltaban más que cinco minutos para llegar al campamento?— Le interrogó el mismo.
––Porque no conozco el monte— respondió medio aturdido, aún tumbado en el suelo.
––¿Te ha seguido alguien?— Volvió a consultar, sin quitarle la mano de su hombro, mientras el otro sólo observa a Sissé y de cuando en cuando a los alrededores.
––No. No, me ha seguido nadie. No me he cruzado con nadie desde la entrada de Beni Enzar— le aseguró Sissé.
––¿Cómo estás tan seguro? Quizá tú no les has visto y te seguían de lejos.
––Te aseguro que no me han seguido. No me falla ni la vista ni el oído. Y no necesito que nadie me enseñe a distinguir si alguien camina tras de mí.

––Está bien. Anda levántate y ven con nosotros. Aquí puedes correr peligro tú y los demás que estamos ahí arriba— le explicó. ––Es peligroso quedarse tan cerca del camino. Las rondas de los gendarmes marroquíes a veces suben buscándonos—. Y se presentaron ––Yo soy Huffam, y éste es Ibrahim.
Se incorporó Sissé y tendió la mano a ambos, para sacudirse, después, la ropa y quitarse la tierra adherida. Se puso de nuevo el chaquetón de piel, enrolló la tela gruesa de colores que utilizaba de jergón y la colocó sobre el dugutaampalan, que se lo echó al hombro; de igual manera tomó su ebawen y se lo colocó en el otro. Obedeciendo a sus mentores caminaba entre ambos, Huffam iba delante, abriendo camino, mientras que Ibrahim le guardaba las espaldas.
Dejaron la pista por la que ascendió Sissé, y se introdujeron por la izquierda en una senda escarpada, que andaba zigzagueante entre el pinar, parecía una trocha abierta especialmente para la ocasión. Huffam era un hombre algo más bajo que Sissé, con el pelo rapado, la tez brillante y una mirada conciliadora. Su voz ni grave ni aguda parecía embaucadora. Su cuerpo no era excesivamente robusto y sus movimientos mesurados. Transmitía tranquilidad. Por el contrario Ibrahim no infundía más que inquietud. Era algo más alto que Sissé, un cuerpo enorme, sus brazos fornidos y musculosos se conjuntaban con unas piernas largas y atléticas. No le dirigió más palabras a Sissé que las del saludo tras la presentación de Huffam. Su mirada inquisitiva le provocó un ligero escalofrío que le corrió por el cuerpo, al mirarle directamente a los ojos. Unas manazas inconmensurables envolvieron la de Sissé, cuando le saludó. Se movía con sigilo y al tiempo con una rapidez y agilidad impropias del volumen de su cuerpo. Tenía el pelo corto y rizado y una barba anillada tan negra como su cabello. Sissé intentó preguntar a Huffam y éste le hizo una seña para que guardara silencio mientras ascendían. Efectivamente, no habían pasado más de cinco minutos, cuando llegaron al campamento. Se podían ver por doquier tiendas rudimentarias hechas con palos atados con cuerdas de esparto, confeccionadas en la mayoría de los casos por ellos mismos, entre los troncos de los pinos pequeños y de arbustos. Las habían cubierto con ramas y plásticos, y otras con un simple cartón, con el fin de protegerse del relente que caía con bastante asiduidad: debajo dormitaban los habitantes del campamento. No tardaron en acudir hombres sobre todo y algunas mujeres y niños adormilados en los brazos de sus madres, que le contemplaban con cautela, o quizá con compasión.
––Éste es Sissé— le presentó Huffam, levantando un poco la voz, a las personas que se habían acercado a verle. ––Pronto les irás conociendo a todos Sissé, ahora no voy a presentártelos uno por uno.
Tomaron asiento en el suelo alrededor de una hoguera apagada, en la que con tres piedras de un mediano tamaño tenían formada una trébede.
––Sissé te presento a Rachel, mi mujer y Yonaida, mi hija—, que estaba despierta en los brazos de la madre.
Raquel se incorporó de la piedra donde estaba sentada y estrechó la mano de Sissé para saludarlo. Llevaba su cabello, grasiento, recogido en una coleta, un sueter de color verde de gran escote y una falda negra hasta los pies con adornos dorados en el extremo inferior, con apreciables restos de suciedad.
––Mucho gusto en conocerte Rachel. Hola Yonaida. ¡Que dulzura de niña! Y que bella es tu mujer Huffam. Debes estar contento, con la familia que tienes— le dijo mientras le hacía una carantoña a la pequeña que se escondió en los brazos de su madre.
––Es un placer conocerte Sissé— le correspondió Rachel. ––¿De dónde vienes?
––Soy de Malí…— Sin dejarle continuar Rachel le confirmó:
––Nosotros también somos de Malí.
––¿De que parte eres?— Le preguntó Huffam.
––Soy de Sikassó.
––Eres Duungomá. Nosotros somos de Kadiolo, por lo tanto de los Jowulu, aunque Rachel es de otro linaje y la pequeña nació en Nador— le indicó Huffam. Y añadió ––Somos Samogho.
––¡Vaya! Qué casualidad también de Malí— comentó Sissé.
––No. No es casualidad. Aquí somos varios de Malí, ya les irás conociendo. Muchos más congoleños como Ibrahim, o mejor zaireños como quiere que se les distinga, pero sobre todo nigerianos, son del país que más hay aquí. Aunque no creas, hay de infinidad de nacionalidades, indios, paquistaníes...— le informó, mientras Ibrahim permanecía imperturbable, sólo se limitaba a observar a Sissé. ––Este es nuestro campamento, Sissé, y desde ahora si tú quieres también el tuyo— le invitó Huffam.
––Estaré encantado de permanecer con vosotros—. Mientras seguía haciéndole carantoñas a la niña y bromeando con ella, que le sonrió tímidamente. —¿Yonaida nació en Nador?
––Sí. Ya andábamos por estos parajes, Sissé.
Sissé asintió con movimientos de cabeza, mientras seguía incitando a la niña. Al cabo de un buen rato les había contado el viaje que había hecho y detalles de Malí cuando llego el alba.
––Disfruta de tu primera aurora en el Monte Gurugú. Seguro que no has visto ninguna igual en tu vida— le aseguró Huffam.
––Es cierto, es muy bonita. Espectacular— comentó complacido Sissé. ––No sé si es la más bonita, pero ciertamente es distinta, maravillosa, esos contrastes de colores, de rojizo a dorado y posteriormente amarillento, con los reflejos en el mar. Qué colorido tan bonito.
––Te sorprenderá tanto o más la puesta del sol. Aquí el crepúsculo es por sí mismo un espectáculo, también— le indicó Huffam, al tiempo que le tendía una botella de agua. ––¿Quieres beber?
––Gracias— Sissé cogió la botella y echó un trago.
––Poco más te puedo ofrecer, Sissé. Bueno, para ser más correcto, nada más te puedo ofrecer.
––No debes preocuparte por mí. Te estoy muy agradecido— Sissé sacó la rama de dátiles que todavía le quedaba en su dugutaampalan y se los mostró a Yonaida, incitándole a coger alguno, al tiempo que los pasaba a Huffam, ––toma estos dátiles y comerlos, a mí ya no me hacen falta, comeré lo que vosotros.
––Gracias Sissé.
Huffam invitó a los presentes a tomar un dátil, no daba para más y la niña se lanzó con avidez a por uno, dándole Sissé otro más, que cogió vivaz, pero sin decirle una palabra. A continuación sacó un envoltorio de papel y con una mirada pícara trató Sissé de seducir a la pequeña Yonaida, al tiempo que desenvolvía con parsimonia los “blighat” que comprara en el pueblo de Afhir y que aún le quedaban. La pequeña Yonaida se acercó presurosa y cogió uno de los dulces, Sissé le dio uno más portándolo en la otra mano. Posteriormente tendió los dulces a Rachel y seguidamente a Ibrahim, que aceptó uno de ellos, para a continuación depositarlos sobre las piedras de la hoguera para que se sirvieran Huffam y los dos compañeros de campamento que todavía permanecían allí.
––Sissé— irrumpió de nuevo Huffam, ––tu generosidad puede que mañana te pase factura, porque seguramente no tendrás qué llevarte a la boca y ninguno de nosotros podremos corresponderte. Por tanto te aconsejo que si tienes algo que comer lo conserves mientras puedas.
––No importa Huffam. Yo vengo bien alimentado y no sería capaz de comer si veo que vosotros y sobre todo la niña estáis pasando hambre. Me lo quitaría yo de la boca para dárselo a ella.
––Muchas gracias, Sissé. Eso te honra––. Hizo una pausa. ––Aquí en este campamento tenemos unas normas de conducta por las que nos regimos, que todos respetamos y quien quiere permanecer con nosotros debe acatar— sentenció Huffam.
––Yo no quiero problemas, Huffam, consecuentemente tampoco los voy a crear. Acataré todo aquello que vosotros habéis acatado y respetáis, si vosotros lo aceptasteis anteriormente no pueden ser malas normas.
––Muy bien. Hacemos guardias para prevenir la llegada de los gendarmes. Últimamente nos han sorprendido dos veces y han sido especialmente duros. Han aumentado las rondas. De otra parte formamos grupos y vigilamos los movimientos de los guardias en la valla, tanto españoles como marroquíes. Y, por supuesto nadie intenta el asalto a la valla en solitario ––salvo algún inconsciente o que está solo en el monte—, para no poner en peligro la vida de los demás innecesariamente. Hay otros campamentos por el monte, pero éste está organizado así. Si lo deseas puedes ir a cualquiera de ellos que te acogerán como aquí— concluyó Huffam.
––Yo no me muevo de aquí, salvo que me echéis— admitió Sissé. Y añadió ––¿tanto madrugáis aquí?
––No. Nos has puesto en guardia al salirte de la pista e introducirte en el bosque a esas horas.
––¿Habías visto mi llegada?
––El vigía que estaba haciendo la guardia nos ha alertado, ya te he dicho que nos han sorprendido dos veces en poco tiempo.
––Ya entiendo.

––De acuerdo. Tú iras con Ibrahim que te irá informando detalladamente del funcionamiento del campamento, así te adaptarás antes— le propuso Huffam.
––Me parece bien. De acuerdo— aceptó Sissé, aunque algo turbado por la imagen enigmática de aquel gigantón.
––Ven, acompáñame y podrás dejar tus bultos al lado de donde yo descanso— le indicó Ibrahim, con amabilidad.
––¡Vamos!
––Como es muy temprano, todavía, será mejor que preparemos el lugar donde vayas a dormir y posteriormente daremos un paseo por el monte para que lo conozcas por si hubiera que salir por piernas.
Junto a la choza de Ibrahim, que no era tal, sólo tenía unos cartones sobre unas ramas entre dos pinos que tapaba el viento del Noreste, Sissé depositó el dugutaampalan y el ebawen. Justo al lado, a no más de un metro de la ubicación de Ibrahim, se colocó Sissé, bajo las ramas de un pino pequeño. Un aroma a madera de los cedros se respiraba por doquier, mezclándose con el de los pinos, así como algún encinar y el quejigo común. Colocó transversalmente unas ramas de pinos que seguramente el viento había tronchado hacía algún día, las ramas estaban desgarradas y secas, y puso sobre ellas unos plásticos gruesos de color verde, procedentes de bolsas de fertilizantes, que le proporcionó Ibrahim, dejando debajo sus bultos. Ibrahim le comunicó a Sissé que iba a ver a Huffam y que no tardaría nada, lo que aprovechó Sissé para sacar el dinero que llevaba en el ebawen ––casi tres mil euros— y colocarlos en el “abalbod” que lo sujetó en la cinturilla del pantalón, por su parte interior. Cuando al momento llegó Ibrahim vio el pasaporte, la tarjeta de identidad y unos euros y otros tantos dyrham marroquíes, sobre el dugutaampalan.
––¿Qué haces con eso?— Ibahim señaló a los documentos.
––¿Con qué?— Preguntó Sissé.
––Con los documentos.
––¿Qué quieres que haga? ¿Qué cosa se supone que debo hacer con ellos?
––Sissé, no debes llevarlos encima. Si te prendieran los gendarmes no durarías en Marruecos más de dos horas.
––¿Pero como no voy a llevar mi documentación?— Se extrañó Sissé.
––¿Es que no lo entiendes? Si te cogen saben de qué país eres y no tardan en repatriarte, mientras que si no llevas documentos no te pueden repatriar, porque no saben dónde enviarte. No puedes ponerles las cosas fáciles. ¿Entiendes ahora?
––Tienes razón.
––Debes estar atento a esos detalles.
––¿Qué me aconsejas que haga? ¿Los destruyo?
––Sería lo más conveniente. De todas formas ya no te van a servir ni aquí ni en España, porque te sucedería lo mismo; en cuanto sepan de dónde vienes allá que te mandan, sin pensarlo mucho.
––Muy bien los destruiré, en el momento que acabe de arreglar todo esto y el dugutaampalan, que está todo desordenado.
Volvió Ibrahim a marcharse en dirección hacia donde se encontraba Huffam y pensó Sissé que iba a contarle lo sucedido. Aprovechó, entre tanto, y bajo de un pino que había a unos dos metros, al que hizo una pequeña marca similar al amuleto que le regalara Maharafa, excavó un poco en la tierra junto al tronco y enterró sus documentos envueltos en un trozo de plástico que cortó del que colocara como techo. Cuando regresó Ibrahim ya lo tenía todo colocado y le estaba esperando. Unas ramas humeaban a unos dos metros.
––¿Ya los has destruido?
––Sí—, le mintió Sissé, señalando hacia el humo.
––Échale mucha más tierra que no salga humo, podría delatarnos si estuvieran los gendarmes cerca.
––Lo siento— echó tal cantidad de tierra tan velozmente que en un momento no quedó vestigio alguno del fuego, salvo por el olor de humo.
––Ven conmigo. Daremos un paseo por el monte, sin salir de la zona boscosa, para que veas la verja de cerca y los movimientos de los guardias españoles y quizá de los gendarmes marroquíes.
––¡Vamos!
Se adentraron por una trocha bajo los pinos, con un caminar pausado y a los pocos minutos comenzaron a ver la ciudad de Melilla, a la derecha Beni Enzar y la Mar Chica, y Nador, aún un poco más a la derecha, inmensa.
––Desde la cumbre se puede ver Argelia, las Islas Chafarinas y hasta Sierra Nevada, de Granada–– le comentó Ibrahim señalando con el dedo índice un punto indeterminado hacia el interior del monte.
––¿Tú lo has visto?
––Sierra Nevada no, pero las Chafarinas y Argelia sí.
Descendían por la cara opuesta de la que estaba ubicado el campamento, de vez en cuando se veía la pista de tierra zigzaguear entre los pinos y la maleza.
––¡Qué hermoso paisaje!
––Habla más bajo, Sissé— le advirtió Ibrahim. ––A partir de ahora hablaremos muy bajo o por medio de señas, a pesar de estar lejos es mejor tomar precauciones.
––De acuerdo— le susurró Sissé.
Continuaron su descenso por un tramo de senda más escarpado y le iba indicando Ibrahim todos los detalles del monte a Sissé. Al mismo tiempo, hizo hincapié en que observara detenidamente los movimientos de los guardias españoles, en ese momento, escasos. Contemplaban el final de la pinada y la explanada árida, y en algún punto el terreno abrupto que seguía a continuación hasta los límites de la valla.
––Mira Sissé ese grupo de macacos de ahí abajo. A veces nos han alarmado pensando que los ruidos que emiten eran de los gendarmes que se acercaban.
––¡Qué feos son!
––Ja, ja, ja. No son feos, hombre. Son diferentes.
––Y tan diferentes a los de nuestras latitudes.
––Observa las dos filas paralelas de la verja, están separadas por unos tres metros una de la otra. En lo más alto tiene alambre de espinos y sobre estos unas cuchillas bien afiladas que abren la carne en cuanto la rozan. Por ella o a pesar de ella, han conseguido cruzar algunos miles de personas que como nosotros tenían el sueño de pasar a Europa, no sin riesgos, cuentan algunos de los que cruzaron y posteriormente fueron devueltos hasta la frontera con Argelia, en Oujda...
––¿Los mandan hasta Oujda?–– Le interrumpió Sissé.
––Claro. Pero no les dejan en Oujda, les adentran cincuenta o sesenta kilómetros en el desierto argelino. Después los que volvieron hasta aquí para intentarlo una vez más, decían que el precio de pasar la valla es alto en la mayoría de casos: unos con fracturas de piernas, o manos, otros con cortes en las manos y el cuerpo hechos por las alambradas, y los más por hematomas de golpes con las porras de los guardias o las balas de goma que disparan. Y esos son los afortunados, hay algún otro que ha muerto en el intento–– le explicaba a Sissé en voz baja. ––En el recodo que hace la valla está el Barrio Chino y a continuación hacia el mar se encuentra el polígono industrial— le indicó señalando con el dedo. ––La verja en ese lugar sólo tiene tres metros de altura, por lo que no es muy difícil pasarla, siempre que se consiga sorprender a la policía––. Sissé recreó la vista en la ciudad de Melilla y en su bahía. ––Es nuestro sueño, nuestro bjetivo. Es más codiciada que cualquiera de las mujeres. Aquella ciudad que se ve en la lejanía es Nador— le señaló a continuación.
Le hizo señas para continuar hacia el Oeste y le seguía orientando en las distintas características del terreno y la valla que tenían frente a ellos. Una hora después de estar caminando, comenzaron a ascender monte arriba por un terreno más escarpado aún que por donde bajaron, pisando y saltando muchas veces los matojos y maleza; siempre por entre los pinos que les protegían de ser vistos.
––Es un monte con una fosca casi permanente de pinos. Tiene una altura de ochocientos noventa y dos metros. En la cumbre el gobierno marroquí tiene unas instalaciones a las que, obviamente, no se puede acceder. A una altura aproximada de ochocientos metros se encuentra un castillo en ruinas, que fuera del ejército español— le comentó Ibrahim. ––Es muy bello el monte, este manto verde que ves en el suelo está prácticamente por todo. Y el bosque de pinos es tremendamente frondoso, lo que nos beneficia. Observarás que evitamos la pista todo lo que podemos, aunque tengamos que caminar por pedregales y roquedos, eso es lo que deberás hacer tú cuando salgas sólo o acompañado; es más seguro. Las trochas son nuestras aliadas, por ellas los gendarmes apenas si pueden avanzar.
Ibrahim le indicó a Sissé una piedra para que se sentara haciendo él lo mismo en otra a su lado. Desde allí contemplaban la verja, la ciudad de Melilla, Beni Enzar y el mar de Alborán. Le hizo indicaciones de la situación del Barrio Chino, donde antes le explicó que la valla tenía tres metros y del puerto por el que entraba un ferri en aquel momento.
¡Bello paisaje! — Dijo Sissé
Es muy hermoso, Sissé. ¿Tienes novia? — Le preguntó Ibrahim
––Sí. Una mujer bellísima en Ségou.
––¿Estás seguro de que te esperará?
––No la he visto desde que salí de allí. Y llamarle…, tampoco es que le llame todos los días. Pero— hizo una pausa ––si me gustaría que me esperase. Yo creo que sí me esperará (no quiso darle detalles del niño que probablemente ya habría nacido). Pasé los mejores cinco días de mi vida con ella. Aunque la conocí cuando venía de viaje, allá por el mes de febrero, llegamos a congeniar muy bien, muy bien.
––Sí pareces enamorado y eso puede ser bueno..., o malo. Según como tú reacciones ante las adversidades, te puedes hundir o te puede insuflar más fuerza todavía.
––Espero que sea lo segundo que me dices— y prosiguió ––aunque verdaderamente me hizo prometerle que si tenía serias dificultades y mi vida corría peligro desistiría y volvería a Ségou con ella.
––Pues entonces ve preparando el equipaje y echa a andar.
––Se pasa mal, ¿eh?
––Más de lo que te puedas imaginar. Hay relatos de gentes que les han devuelto hasta la frontera y han vuelto para intentarlo de nuevo: son escalofriantes. Aunque siempre piensas: «a mí no me va a pasar».
Volvamos—, dijo Ibrahim.
Mientras ascendían, Ibrahim le comentaba a Sissé los distintos pormenores y detalles que se encontraban en el camino, intercalando con la conversación que llevaban.
––Y a ti ¿te espera alguna mujer?
––No. A mí no me espera nadie. Nadie me quiere. Ves yo no tengo ese dilema de si cumplir una promesa o no— ironizó Ibrahim.
––¿Cuánto tiempo llevas en el monte, Ibrahim?
––Yo llevo dos años y medio entre el monte Gururgú y los pinares de Rostrogordo.
––¿Dos años?
––Sí. Pero hay muchos otros que llevan bastante más que yo, incluso alguno lleva más de cinco años, con no sé cuantos intentos fallidos.
––¿Fallidos?— Preguntó Sissé.
––Sí. Sí. Fallidos. Esos que consiguen cruzar la verja alguna vez y les cogen, les devuelven a la frontera y éstos vuelven a intentarlo una y otra vez.
––Parece increíble.
––Pues no creas. No todos estamos aquí en el monte, hay gente desperdigada por las distintas aldeas como Farhana ––yo estuve seis meses deambulando y trabajando allí— y en poblaciones limítrofes, como Beni Enzar o el mismo Nador en los barrios del extrarradio, en la Universidad. Hay algunos que han intentado pasar escondidos en taxis, puesto que éstos suelen cruzar sin muchos problemas la frontera. Otros, incluso, lo intentan pasando en los bajos de los camiones o a nado por mar abierto.
––Me estoy sintiendo algo decepcionado con lo que me estás diciendo, Ibrahim.
––Bueno, es porque no llevas tiempo entre nosotros. Más adelante verás como todo te parece normal. No verás diferencias en pasar o en intentar pasar de una u otra forma, desde un punto o desde otro. Te dará todo igual, Sissé, lo que te importará será volverlo a intentar. Es tal la frustración, la desesperación que llegas a sentir que no te importará nada.
––Y ¿qué te ha traído a ti hasta aquí?
––Buena pregunta, Sissé, buena pregunta. ¡El Zaire! Me ha traído hasta aquí la guerra interminable del Zaire— le respondió apesadumbrado.
––Pero entonces puedes ser refugiado, podrías solicitar el asilo político, ¿no?
––¡Sí…! Sólo…, que no me lo reconocen.
––Pero ¿cómo no te lo van a reconocer Ibrahim?
––Pues eso, lo que te digo, que no me lo reconocen. Porque no tengo documentación, la destruí, bueno no fui yo, fueron los gendarmes marroquíes—. Y ante lo que sería otra pregunta de Sissé, decidió continuar, ––cuando llegué a Marruecos, ilusionado, porque no te puedes imaginar lo que tuve que pasar para llegar hasta aquí, me personé directamente en una comisaría en Nador, les dí mis papeles y les expuse mi caso. ¿Sabes como acabé…? En una celda, hacinado junto a no sé cuantos emigrantes más, sin papeles, sin dinero y como un delincuente. Me abandonaron junto a otros tantos inmigrantes en Argelia, tras la frontera de Oujda y gracias que no me deportaron a mi País, ¿y qué podía hacer...? Regresar cuanto antes, en esta ocasión como tantos otros sin papeles, a buscar la ocasión de poder llegar a España.
––¿Cómo puede ser que te trataran así? Es injusto. Hay un derecho internacional que te asiste ¿No?
––Pues simplemente no, Sissé. A nosotros no nos asiste ningún derecho, somos intrusos, indocumentados y además negros, quien sabe con qué intenciones…, es decir: delincuentes.
Una vez de vuelta en el campamento Sissé les dijo a Ibrahim y a Huffam que iba a descansar ya que apenas había dormido esa noche. Estaba echado bajo el improvisado dosel, pensando en la posibilidad de cruzar la frontera en un taxi, como le había oído comentar a Ibrahim. Era una posibilidad que veía más viable que el saltar las dos verjas. Pensar en que se les abría la carne con el simple roce de las cuchillas, le encogía el estómago. Por otra parte lo veía mucho más rápido y seguro. A primera hora de esa misma tarde les comunicó tanto a Huffam como a Ibrahim que bajaba a Beni Enzar para intentar pasar la frontera en taxi, lo que le desaconsejaron los dos, advirtiéndole que el precio era muy alto, rondaba los tres mil euros. Ante la insistencia de éste, únicamente se limitaron a recomendarle atención. En poco más de una hora llegó a la población de Beni Enzar, cargado con su equipaje. Deambuló por la población y entró en un bar, pidió un refresco y se acomodó en una mesa pequeña, redonda, que estaba vacía junto a una ventana; en una de las sillas colocó su equipaje. Se sabía observado por todos. Enseguida entabló conversación con cuatro jóvenes que estaban apoyados en la pequeña barra, haciendo comentarios y riendo de cuando en cuando. Estuvieron un buen rato con comentarios banales.
––Si vas al monte te caerá la noche pronto¾ le dijo uno de ellos.
––No. He bajado ahora de allí.
––¿Y a dónde vas, entonces?— Le preguntó otro de los muchachos.
––Me han dicho que hay aquí taxis que me pasarían a la otra parte de la frontera.
––Puede que te hayan informado bien o mal, según el caso.
––¿De qué caso me hablas?
––De lo que estés dispuesto a pagar por cruzar la frontera— le respondió el primero.
––Lo que cueste el viaje.
––Lo que cuesta el viaje no es poco. Es un viaje corto pero en el que todos se juegan mucho. Y el taxista no tiene necesidad de jugarse la piel.
––¿Quién es el taxista? ¿Puedo hablar con él y saber qué me costaría el viaje?
––Ya te he dicho que el viaje no cuesta poco y no sé si tú tendrás el dinero suficiente para costearlo.
––Una vez sepa por voz del taxista lo que me puede costar, veré si tengo o no suficiente dinero con el que poder pagar el viaje.
––El taxista aparecerá cuando tenga que hacer el viaje— apuntilló el mismo de antes.
––Está bien. Veo que no tenéis intención de presentarme al taxista…
––El viaje te cuesta dos mil quinientos euros— le dijo uno de los jóvenes.
––No me hagas reír. Os invito a un refresco, si me lo aceptáis, pero dejemos esta conversación.
––De acuerdo, aceptamos tu invitación. Tomaremos un té, ¿te apetece a ti?
––Sí, está bien.
––¿No tienes dinero para ese viaje, eh?
––Hombre eso es una barbaridad, es mucho dinero. Si me lo dijera el taxista pues podría discutirlo con él, pero contigo cómo negociamos el precio…, porque esa cantidad no puede ser, creo yo.
––No esperarás que te pase un taxi legalizado.
––Pues claro que sí— se apresuró en contestar Sissé. ––Dos mil quinientos euros y no me llevaría un taxi legal…
––Pues entonces prepara tres mil euros. Por menos no se va a arriesgar ningún taxista legalizado— le comentaron. ––Escucha. Si tienes el dinero en dos mil euros te llevamos, en un coche particular. Es lo que podemos hacer por ti.
––No. Si no puedo hablar con un taxista no me arriesgaré a hacer el viaje.
––Acabemos el té, te llevaremos a que hables con el taxista. No está lejos de aquí.
Sissé y los cuatro muchachos salieron del bar y se encaminaron hacia las afueras de la población. En un ensanche de la izquierda del camino había dos casas, donde estaba parado un taxi. A la llamada de uno de los muchachos, salió un hombre de mediana edad que respondía al nombre de Hassan.
––¿Quieres pasar la frontera?
––Sí. Así es–– le respondió Sissé.
––Te han dicho que ese viaje es caro...
––Sí, eso me han dicho, pero espero que lo discutamos.
––Muchacho, mi precio es de tres mil euros, si quieres que te lleve— le dijo tajante.
––No tengo tanto dinero— le anunció Sissé. ––Hasta dos mil euros le podría pagar, pero no tengo más.
––Lo siento, por dos mil euros no hago el viaje. Es muy arriesgado. Si me cogen pasándote me cuesta la cárcel y mi familia me necesita.
––Con tres mil euros ¿ya no le necesitaría su familia?
––No seas insolente, chico. Yo pongo mi precio, si te interesa lo pagas y si no continúa tirado en los montes unos cuantos años— le gruñó, al tiempo que hacía ademán de meterse en su casa.

––No tengo más que dos mil euros— al tiempo que sacó el fajo de billetes del bolsillo de la túnica y se los tendió al taxista.
––Te he dicho que son tres mil. Si no los tienes no es problema mío— y se introdujo en su casa.
Sissé no estaba dispuesto a pagar más y se volvió por el camino que anteriormente había llegado, para dirigirse al monte. Le insistieron los muchachos que ellos si le cruzaban la frontera española por esos dos mil euros, a lo que se negó. Uno de ellos se colocó ante él, le cortó el camino y le pidió el dinero, mientras los otros tres le rodearon. Sissé le apartó con una mano, respondiéndole el chico con un manotazo. Sissé dejó caer los bultos que portaba al suelo y se lanzó sobre él, se echaron los otros tres sobre Sissé que cayó derribado y se enzarzaron en una pelea en la que intervinieron todos. La arena del camino se elevaba sobre sus cuerpos ante el ímpetu de Sissé para no dejarse robar. Se intercambiaron puñetazos, patadas... A Sissé se le hizo la oscuridad a pesar de la luz de la tarde. Le asestaron una paliza considerable aunque no llegó a perder el conocimiento. Le quitaron los dos mil euros que sacara del bolsillo de la túnica, y sin registrarlo más, huyeron a la carrera los cuatro muchachos. En el abalbod le quedaban trescientos cincuenta dirhams y en su escondite anal setecientos cincuenta euros. Sissé se incorporó lentamente, se sacudió el polvo acumulado, recogió su equipaje y lo echó sobre el hombro. Se sentía dolorido y magullado por los golpes, pero no era lo que más le dolía. Le dolía mucho más su ingenuidad: «haber mostrado el dinero sin tener nada concretado con el taxista y delante de esos cuatro haraganes ha sido un error imperdonable, que he pagado muy caro», se reprochaba. «Voy a buscarlos y darles su merecido uno a uno…, pero será más adelante», se convenció así mismo.






miércoles, 25 de junio de 2014

SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso.



Capítulo XVII



Después de recogido todo el equipaje y recompuesto su dugutaampalan, se colocó el chaquetón de piel de cebú y retrocedió hasta la N-6, como le indicara el Egipcio. Tomó a la derecha para continuar la carretera por donde venían y al poco se encontró en el cruce que le dijera Missha. Eran las once de la mañana y la temperatura agradable. A la derecha se veían las casas de la población de Beni Ounif. Tomó a la izquierda la carretera que le debía llevar a Figuig, según indicaba una señal colocada en el mismo cruce. Empezaba a entrar en la Meseta de la cordillera del Atlas, era una “hamada” que apareció desde los primeros pasos. Un terreno árido en el que los ripios disgregados de forma aleatoria entorpecían su caminar. Se apartó un tanto de la carretera mientras iba pasando la población, que le quedaba a su derecha: «debe ser una barriada de Beni Ounif» pensó. Unas cuantas casas viejas aisladas jalonaban la margen derecha de la carretera N-17. Apenas hubo abandonado la población, que contemplaba desde un alcor próximo a la carretera, en el que se detuvo a comer unos dátiles, se resintió de la patada que le diera aquel energúmeno de Mohamed. Se rió, al mismo tiempo, de la ingenuidad de los cuatreros que le habían dejado todo su equipaje y el dinero. «Que extraño que no me hayan quitado el amuleto» pensó. «Ésos ignorantes debieron ser engañados por el cabrón de Mohamed» concluyó.
La falta de agua le incomodaba un poco. Después de engullir los dátiles le apetecía un buen trago de agua, pero el abayogh se quedó en el camión. «Si es cierto que la siguiente población está a unos diez kilómetros, tampoco tendré muchos problemas, la temperatura no es excesivamente alta» se convenció. Decidió continuar hasta Figuig. Caminaba por la carretera con el asfalto en mal estado, pero se andaba mejor que por el pedregal. Una señal anunciaba a ocho kilómetros la población de Figuig. Intentó encontrar el guelta que le dijera Missha a su izquierda, pero no veía más que una montaña que corría paralela a la carretera, de una altura considerable, poco después se percató de que el mencionado guelta se encontraba paralelo a la carretera, pero a su derecha. Se dirigió hacia él y caminó por su cauce seco y también pedregoso, sólo en algún punto quedaba restos de agua.
Pasó el puesto fronterizo por atrás y vio algún movimiento de gendarmes, que, por otra parte, daba la sensación de tranquilidad. Alrededor de la dos de la tarde estaba frente a la población de Figuig. Se detuvo a contemplar la población desde la lejanía, sobre el alto de la carretera. Vio que era un oasis de considerable tamaño. Se distinguía un inmenso zeriba, cuyas palmeras rodeaban e invadían la población. Un espigado minarete denunciaba la situación de una Masjid.
Se detuvo al lado de la carretera y se acabó de vestir con los ropajes Tuareg. Observó actividad en la población, sus gentes se desplazaban de un lado a otro, algunos se detenían y después de breves comentarios cada cual seguía su camino. Algo más allá vio que un hombre sacaba cajas del interior de una casa, seguramente de frutas y las colocaba delante de la fachada. Se adentró en el oasis, por la carretera por la que llegó desde Beni Ounif. Estaba bordeada de palmeras que se extendían por todas partes. Se acercó a una fuente que manaba agua por un caño y bebió hasta saciar su sed. Sintió el agradable olor a jazmines que transportaba el aire. Hacia el Este se encontraba la Masjid Badr según anunciaba un pequeño cartel. Continuó adentrándose por las callejuelas de arena, en las que por un lateral había una acequia por la que corrían las inmundicias, haciendo notorio un hedor desagradable. Una construcción ostentosa de piedra con la que se tropezó anunciaba, sobre una placa moderna “Kasba” y bajo de este nombre el de “Agram”. La entrada en forma de arco en medio de la calle le hizo detenerse a contemplarla. Una gran muralla que circundaba en ambos sentidos la población vieja, guardaba aquel dédalo de callejuelas de arena en el que las casas de barro eran del mismo color. Vio dos torres en cada uno de sus ángulos, por lo que dedujo que aquella ciudadela estaría delimitada por torres iguales. Llegó a una segunda mezquita “Masjid Taschraft”, situada hacia el Noroeste. Había varios bancos colocados sobre la explanada frontal. En uno de los bancos, tres hombres de cierta edad, hablaban entre ellos, seguramente de cosas banales, insustanciales, o de historias. Sus propias historias vividas a lo largo de los años, o quizá contándose simples aventuras que seguramente serían mentira. Se acercó Sissé y le miraron con extrañeza, aunque vestía al uso, su color contrastaba con su indumentaria. Habitaban varios hombres negros en la población, pero comprendieron que éste era un recién llegado y no estaban muy habituados a recibir visitas de extranjeros.
––¡Salam!— Saludó Sissé.
––¡Salam!— Le contestaron casi al unísono
––¿Pueden ustedes indicarme si hay aquí una agencia de transporte que se llama “Le Champion”?
––Sí, claro— le respondió uno de ellos.
––Te la encontrarás siguiendo esta misma calle a unos trescientos metros, cuando ensancha— le respondió otro que se había apresurado a informarle.
––Muchas gracias.
––¿Tú no eres targui?— le preguntó el tercero. ––¿De donde vienes?
––No, no soy targui. Pero no me hubiera importado serlo— le respondió. ––Yo soy de Malí, de Sikasso, pero en Tessalit tengo unos familiares y ellos me equiparon de esta forma para soportar la vida del desierto.
––Vas a Europa, ¿no?
––Sí. Efectivamente. Voy a Francia.
––De aquí también han salido muchos jóvenes para allá. Aquí hay pocas oportunidades para los jóvenes con ambición.
––Yo no sé como están aquí, pero en mi País no tenemos más remedio que buscarnos la vida en otros lugares— les confirmó Sissé.
––Es el eterno problema— sentenció el primero de los hombres. ––¡Siempre los políticos! Es igual en que país te encuentres, los Majzen no se preocupan de las necesidades de sus pueblos. Después se lamentan cuando hay un éxodo de sus conciudadanos. Siempre es igual— se lamentó.
––Bien. Muchas gracias, de nuevo, por la información. Ha sido agradable conversar con ustedes— les reconoció Sissé. ––Disculpen, me podrían indicar si hay un supermercado cercano.
––Sí. Sí. Está muy cerca, también, al doblar la calle en la misma esquina tienes un supermercado.
––Muchas gracias, una vez más.
––No hay de qué. Buen viaje. Que Allah te proteja, muchacho— le desearon los tres hombres que continuaron con su charla.
Compró una botella de agua y dos puertas más adelante del supermercado había un bar, en el que el gentío hablaba alzando la voz. Tomó un té y dos bollos y se dirigió hacia la agencia de transporte, que encontró enseguida. Un hombre con gesto rudo atendía tras una mesa atascada de papeles.
––¿Qué quieres?— le preguntó a Sissé, tosco.
––Vengo buscando a Mussahid.
––Yo soy Mussahid, ¿Qué quieres de mí?.
––Me envía Missha, el Egipcio. Me dio su dirección y me dijo que preguntara por usted, que me llevaría a Oujda.
––Esto es una agencia de transporte, no una ONG.
––Yo le pagaré el viaje. Sólo he venido por indicación de Missha.
––Está bien. El viaje te costará mil dinares.
––Sólo tengo setecientos— le dijo Sissé.
––Pues no te llevaré. Vete en el autobús y paga mil quinientos.
––Salvo que quiera cobrar en euros.
––Mejor en euros. Mañana a las seis salgo con el camión, si estás aquí te vienes, si no, no te esperaré. Y ahora dame el dinero.
––Le daré quinientos dinares ahora y el resto en Oujda.
––Escucha. No necesito tu dinero. Búscate la vida. Y no me hagas perder el tiempo— le increpó.
––No pretendo hacerle perder el tiempo, señor, sólo quiero asegurarme de que no me engañan.
Mussahid le miró fijamente de arriba a bajo, por encima de sus gafas, que se sujetaban casi en el extremo de la nariz. Frunció sus grandes cejas, se arregló el amplio bigote y dando golpecitos en la mesa con un lapicero que llevaba entre los dedos añadió:
––Si Mussahid te dice que te lleva, te lleva a Oujda. Yo no me complico la vida. No me dedico a transportar personas, yo transporto mercancías. Pero basta que te haya enviado Missha para no decirte que no. Si te interesa bien y si no adiós.
––De acuerdo, confiaré en usted— dijo Sissé tendiéndole cien euros, a pesar de tener muchas dudas.
––¿Cuál es tu nombre?
––Sissé.
––Muy bien, Sissé. Se puntual. No me gusta esperar—. Y añadió ––si te ves en alguna dificultad, siempre que no cometas algún delito, dile a quien sea que vas de mi parte. Y yo no engaño a nadie— le repitió desafiante.
––Muchas gracias, señor Mussahid. No tema usted, no soy ningún delincuente, no me gustan los problemas.
––Aquí no estamos muy acostumbrados a que nos visiten hombres negros. Se prudente.
––Descuide. Hasta mañana a las seis.
Con un gesto de la mano le dio su aprobación Mussahid, que continuó con su trabajo.

Sissé se encaminó calle arriba para conocer la población. Giró a la izquierda, todas las casas eran bajas, de barro sobre todo, excepto algún edificio moderno que tenía construida la fachada de ladrillo de cara vista. Llegó a L’École Bni Darit. Más adelante tomó la calle Route Azrou, que se adentraba por medio del palmeral gozando de una sombra placentera, aunque no hacía un calor excesivo. Tras un buen trecho caminando, alcanzó el Jardín Municipal y a su lado Oeste el Hospital de Figuig. Atravesó el Jardín Municipal y se vio frente a la “Masjid Ksar Ouled Slimane”, tras bordearla contemplando su construcción siguió por la misma calle y se tropezó con un cartel que anunciaba le Marché aux Légummes y la Gendarmerie Royale. Continuó caminando por la N-17 que confluía justo a la altura de la Gendarmerie, y a su izquierda se levantaba el Hotel El Malyas. Después de un ligero ajuste en el precio, sin demasiado regateo, tomó una habitación en la que poder descansar. En esta zona de la Meseta del Atlas, las noches eran especialmente frías, algo a lo que Sissé no se había acostumbrado a pesar del tiempo que había vivido en Tessalit. Le comentó el recepcionista, un hombre joven, que había un huésped más a parte de él. Era una habitación muy modesta con una cama antigua, un pequeño armario raído y un lavamanos de madera envejecida con un espejo algo desportillado en sus extremos, una jofaina y una jarra con el esmalte desconchado, y a los lados dos toallas una de ellas de baño. Una vez acomodado en la habitación y después de haber tomado un buen baño en la toilette común, salió para seguir conociendo la población. Cruzó la N-17 y llegó frente a la gran Mezquita Al Moussala. Había un mercado en el que se hacinaban las personas, Sissé pasó desapercibido entre los transeúntes que vestían de igual forma, solo el color de su piel y su envergadura le hacían destacar. Un puesto de zapatillas deportivas, dispuestas colgando por los cordones sobre un alambre tensado a lo largo del puesto, llamó su atención. Otro puesto a continuación de alfombras de diferentes tamaños, tramas y colores. Algunos más adelante de tejidos de infinidad de colorido. Otros tantos de frutas, que vendían al peso o por piezas, compró unas naranjas y un puñado de dátiles. Habían varios puestos de productos característicos diseminados por el mercado: de mantequilla cocida, leche en polvo y lana de oveja. Observando el mercado y sus gentes, Sissé, concluyó que no había gran diferencia de los mercados de Malí, salvo las personas que aquí eran menos dicharacheras, no tenían la alegría de sus compatriotas, y algunos productos característicos. Aquí hablaban entre ellos el Tamazigh, que entendía con bastante solvencia, salvo alguna palabra suelta. En su deambular siguió caminando por el Boulevard Hassan II, que así se llamaba la N-17 en su travesía de la población. Una gran acequia de riego, venía desde las afueras de la población, desde un hontanar al Norte sobre la falda de la montaña. La acequia confluía en un punto a la entrada de la población en que un dédalo de piedras colocadas armoniosamente distribuía el agua por pequeños canales construidos en un escaso espacio de terreno, que a su vez llevaban el agua hacia los diferentes puntos del pueblo. El agua perfectamente canalizada era la vida de Figuig, un oasis enclavado en la meseta de la cordillera del Atlas en el que contrastaban las arenas desérticas, con los terrenos áridos de las zonas montañosas. El clima no era tan extremo como el de la zona sahariana, por el día no hacía ese calor asfixiante del desierto, sin embargo el frío era intenso en la noche montañosa. La vegetación se presentaba exuberante, con sus miles de palmeras datileras, y con los animales característicos del desierto: escarabajos, escorpiones, arañas... Su población estaba compuesta por varias “Ighermawen”, todas de origen bereber: Al-Wadday, Al-Amar, Al-Lamiz, Al-Solimán, Al-aNaj, Al-Addi, Iznayen.
Figuig era un vergel en medio de la nada, entre la cordillera del Atlas y el Gran Erg Occidental, en el que se cultivaban toda clase de legumbres, hortalizas, cereales y algunas frutas, como dátiles, naranjas. Acabadas las plantaciones giró a la izquierda y después de una gran extensión deshabitada se adentró en la población, de nuevo, por el Oeste, por el Boulevard Abdelouafi, pasó ante la escuela Al Moukhtar Soussi, donde fue interceptado por un policía local.
Dame tu documentación. ¿Dónde vas?
Voy dando un paseo.
Un paseo ¿eh? No te muevas— al tiempo que otro gendarme le empujó pegándolo a la pared, al tiempo que le sujetaba la mano por atrás de la espalda. —¿Qué vienes a hacer aquí?
Estoy de paso. Mañana me voy con el señor Mussahid.
¿El de la agencia? ¿Le conoces?
Sí, el mismo.
Sin acabar de ojear el pasaporte se lo tendio a Sissé, —ya te puedes ir— le dijo.
Nos está mintiendo— comentó el otro guardia.
No. Déjalo marchar. Mussahid no le da su nombre a cualquiera.
Quedaron los dos gendarmes observando como Sissé se alejaba, girando la cabeza de cuando en cuando. Tomó por la izquierda y se vio dentro del Agram, entre angostas callejuelas de casas distribuidas de forma laberíntica, con grandes portones de madera envejecida, raídas muchas de ellas, otras tantas agrietadas por las inclemencias meteorológicas y el paso inexorable del tiempo. Todas las puertas con enormes llaves de hierro que sus habitantes dejaban introducidas en las cerraduras, muchas de ellas oxidadas. Puertas que por lo general siempre permanecían abiertas. Un carro provisto de una caja metálica tirado por un pequeño asno, se cruzó en su camino, recogía la basura por las callejas de arena, de fachadas y pilares desconchados. Llegó a la Rue Al Kissarjat, frente a un taller de reparación de bicicletas, en el que las cubiertas y cámaras de las ruedas se amontonaban en varios lugares; y, de aquí al Boulevard Hassan II, para alcanzar el hotel El Malyas. Le causó muy buena impresión lo que había conocido de la población y de sus gentes, sobre todo de Mussahid que parecía gozar de buena reputación.

Sissé antes de las seis de la mañana ya esperaba ante la puerta de la agencia de Transportes de Le Champion. No tardó en llegar Mussahid, que le saludó con agrado, interesándose por cómo había pasado el día anterior, lo que le relató Sissé con todo detallé, haciendo hincapié en que tuvo que utilizar su nombre para que le dieran una habitación en el hotel El Malyas y, posteriormente, a unos policías locales que le pidieron la documentación. Una sonrisa maliciosa asomó en su rostro. Mussahid tenía el camión preparado y partieron inmediatamente. Giró el camión en la carretera N-17 hacia el Oeste, por una falsa planicie entre un terreno árido. Se adentraron en la cordillera del Atlas, empinándose la carretera y con descensos vertiginosos, «al menos está asfaltada» pensó Sissé. Se dirigían hacia el norte con grandes rectas, adentrándose en el sistema montañoso. Sobre las ocho de la mañana llegaron a Bouarfa, población que bordeó Mussahid por el Este, pasando delante de la Cárcel de Bouarfa, l’Ecole Primaire Ibn Tachfine, continuando viaje por la misma carretera de montaña. Una vez en Tendrara, a la salida de la población, bajo una arboleda detuvo Mussahid el camión, para descansar.
––Sissé, debes vestir como un targui, para entrar en Oujda, como viniste ayer; cámbiate la indumentaria, para que te dejen en paz los gendarmes. No ven con buenos ojos a los negros que viajáis a Europa, que sois muchos— le dijo Mussahid.
––Bien, no tengo ningún problema, ahora me cambiaré— le respondió. ––Pero ¿por qué esa manía con los hombres negros? Sólo queremos ir a Europa para trabajar.
––No es sólo con los hombres Sissé…
––Ya entiendo. Pero de todas formas, tanto hombres como mujeres negros no vamos a Europa por gusto, vamos por necesidad, por salvar la vida, unos por el hambre y otros por las guerras; si por gusto fuera nos quedaríamos en nuestros países, en nuestras tierras, con nuestras familias.
––Eso es cierto. Pero hay a mucha gente que el resto del mundo no les importamos un pimiento—. Y añadió Mussahid, —cuanto más podredumbre tengamos nosotros muchos más se enriquecen unos pocos.
––Pero no es justo. Todos tenemos derecho a una vida digna. Y, mientras no se meta uno en líos deberían dejarle en paz.
––Así debería de ser, pero no lo es.
––No comprendo esa maldad de muchas personas...
––Hay muchos intereses creados, Sissé. El que tiene el poder económico posee el poder sobre el mundo.
––Mussahid, yo creo que si sólo fuera una cuestión económica no les importaría que trabajáramos en Francia o en cualquier otro país, mayor riqueza generaríamos y más ricos se harían esas gentes, ¿no?
––Visto desde ese punto de vista, tienes razón. Pero quizá se muevan más hilos que nosotros desconocemos.
––Maldad. Yo creo que no es más que maldad.
Después de dos horas de parada en las que comieron unos dulces, tomaron té y hablaron de todos los temas posibles, retomaron el viaje. El descanso les vino bien y siguieron con un buen ritmo por la N-17, con el asfalto en buenas o malas condiciones según el lugar.
Me dijeron unos ancianos que de Figuig habían salido muchos jóvenes hacia Francia— dijo Sissé.
Sí, es cierto. Han emigrado muchos, pero no todos por necesidad—, contestó Mussahid al tiempo que sacaba del bolsillo posterior del pantalón un billetero que se le escapó de entre los dedos.
El billetero se abrió y cayeron varios papeles en el suelo de la cabina, tarjetas y una fotografía de una niña. Sissé lo recogió todo y se lo tendió a Mussahid.
¿La niña de la fotografía es tu hija?
Sí… Lo fue.
Lo siento Mussahid…
Tengo dos hijos y una hija más, pero aquella…, ahora tendría dieciséis años. En el año 1994 tuve un accidente con un viejo camión, y mi hija Almudena, que así se llamaba murió en él. Me acompañaban ella y su madre y la desgracia apagó nuestras vidas.
Atravesaban otro macizo montañoso en los confines de la cordillera del Atlas, entre una niebla medianamente densa, que les hizo aminorar la marcha. Pasaron por Genfouda, una aldea entre montañas.
En aquellos años la carretera no estaba como ahora. Estaban de obras y habían habilitado un carril provisional de tierra, llovía con intensidad y en una de las curvas se me fue el camión y caímos en un terraplén de dos metros sólo, pero fue suficiente. Mi mujer resultó con fracturas en una pierna y el brazo y yo únicamente algunas magulladuras, pero Almudena... El camión quedó inservible y la mercancía toda perdida. Los dos años siguientes hasta que llegó Omar, mi tercer hijo fueron un verdadero infierno. Con el accidente creímos que la vida se había acabado para nosotros, la desolación que sentimos no te la podría explicar con palabras. Mi mujer entró en una depresión tan fuerte que no podíamos dejarla a solas ni un momento. Hasta que quedó embarazada de Omar no comenzó a ilusionarse de nuevo. Después con la ayuda de nuestras familias y amigos compre otro camión no tan viejo como aquel y pudimos resurgir, a los ocho años pude comprar este camión.
A veces la vida nos golpea con dureza, de una forma o de otra…
Aquello fue extremadamente duro, Sissé, porque con la parte económica pasas angustias, pero cuando te tocan los hijos…, es mortal. Yo me repetí muchas veces que Alá debió llevarme a mí y haber dejado a Almudena. Espero que Alá me perdonara por aquello.
Alrededor de mediodía avistaron la ciudad de Oujda, siguieron por la derecha por la circunvalación del Este, mientras la carretera continuaba rodeando la ciudad por el Oeste. Le Groupe Escolaire Al Arhams, les quedó a la izquierda, a continuación un precioso jardín vallado, circundaba el Lycée Charif El Idrissi, justo enfrente del cementerio municipal. A unos trescientos metros más adelante detuvo Mussahid el camión y le indicó a Sissé que había acabado su viaje, estaban en la Estación de Autobuses de Oujda. Descendieron ambos del camión y antes de despedirse le dijo Sissé:
––Mussahid, me sentiría muy honrado si aceptaras comer conmigo. Me gustaría invitarte––, le dijo Sissé antes de despedirse.
––Gracias Sissé. Pero no quiero que te sientas obligado conmigo.
––No. No es porque me considere en deuda contigo, pero si quiero agradecerte la gentileza que has tenido. Además, tendrás que comer. ¿No?
––Bien..., sí. Algo tendremos que comer— admitió Mussahid. ––De acuerdo, veamos los horarios de los autobuses y después nos vamos a comer. Aparcaremos el camión en la misma estación de autobuses, aquí en la avenida no podemos dejarlo.
Volvieron a subir al camión y tomaron la rotonda y haciendo el cambio de sentido salieron por la derecha entrando en el recinto de la estación de autobuses y justo enfrente en un ensanche destinado a maniobrar, Mussahid aparcó el camión y lo cerró. Se introdujeron en un galpón en el que había varias tiendas comerciales y otros tantos despachos. Uno de ellos tenía un gran ventanal opaco en el que había dos ventanillas más pequeñas por las que expendían los billetes. Hasta las tres de la tarde no salía el primer autobús hacia Nador y posteriormente a las cinco salía otro, para el que Sissé sacó un billete. Mussahid le propuso a Sissé acercarse al lugar de descarga, el Aswaq Essalam, dejar el camión allí y comer en el restaurante del centro comercial donde él solía comer, aceptando de muy buen gusto. Pasaron ante el Lycée Omar Ben Abdelaziz y la Iglesia de Sant Louis. La estación de ferrocarril quedaba a la izquierda de la iglesia, continuaron por la misma avenida hasta la altura de la Masjid Ennajat y abandonar la avenida por la derecha, donde a quinientos metros se encontraba el centro comercial. Lo rodearon para aparcar el camión a la espalda del mismo, en la zona de descarga. Tras saludar a los encargados de la descarga, que le indicaron que hasta las cinco o cinco y media no le podían descargar, apremió a Sissé a seguirlo. Bordearon a pie el recinto y entraron por la entrada principal del establecimiento, acomodándose en un restaurante en el que saludaron con afecto a Mussahid, bromeando con él.
––Ya has contratado un ayudante ¡por fin!, ¡ya era hora!— le jalearon los empleados.
––No hagas caso Sissé, estos siempre están de broma—. Y les dijo a ellos ––Ahora lo siento pero no os podré pagar la comida, he de pagar al empleado, de modo que en otro viaje cobraréis.
––Muy bien, de acuerdo, sabes que tú aquí no tienes ningún problema, ahora daremos de comer a tu empleado y tú comerás cuando pagues— riendo todos la ocurrencia de uno de los camareros.
Tras varias bromas dirigidas de unos a otros, comieron en demasía, a requerimiento de Sissé. Mientras esperaban a que se hiciera la hora de marchar uno a la estación de autobuses y el otro a descargar tomaron el té, después de degustado el primero, pidió Sissé un segundo té para ambos.
––Sissé, no se te ocurra cambiarte de ropa. Toma, llévate varias tarjetas de visita de la agencia. Si te parara la mujazniyya, les dices que eres empleado mío, que estás realizando gestiones comerciales, captando clientes para mí en la zona— le dijo mientras le tendía unas cuantas tarjetas de la Agencia de transportes Le Champion.
––Muchas gracias Mussahid. ¿Qués es la mujazniyya?
Es la policía, les llamamos así, coloquialmente, más bien con despecho.
––Ah, ya. Muchas gracias, de nuevo, Mussahid. Esto no lo olvidaré nunca. Sabía que no me equivocaba contigo...
––Bueno, bueno. No seas tan confiado, cuida mucho con quien te la juegas, Sissé, me has caído muy bien, desde que entraste a mi casa y me dolería que te sucediera algo desagradable. Hay demasiados desaprensivos... ¡Ah! Por cierto, ¿como conociste a Missha, el Egipcio? Quería preguntártelo antes pero se me había pasado.
––Fue en una situación bastante desagradable— se lamentó Sissé.
––¿Qué os pasó?
––Salimos de Kidal un convoy de tres camiones que debería llegar a Saïda, allí dos de ellos continuarían hasta Al Jaza’ir y otro se dirigía a otra ciudad próxima..., no recuerdo el nombre, donde también debía ir y se supone que debería dejarme.
––¿Tlemcen?––, le ayudó Mussahid.
––Eso es, Tlemcen. Yo viajaba con un tal Mohamed. Missha viajaba de ayudante de un tal Marcel en uno de los camiones que se dirigían a Al Jaza’ir. Ya cuando íbamos a partir el tal Mohamed me pidió una cantidad que no teníamos establecida; bueno, realmente quien pactó la cantidad fue mi jefe de Tessalit que me facilitó el viaje en este convoy. Yo le dije que le daría la cantidad pactada, la mitad en ese momento y el resto a la llegada a Tlemcen, lo que aceptó de mala gana ante mi amenaza de denunciarle a su jefe. Todo el viaje que duró cuatro días, fui muy desconfiado, no me parecía buena persona. Cuando íbamos a partir de Bèchar, justo antes de llegar a los camiones ––donde yo esperaba— se reunieron los cinco hablando bajo y dirigiéndome algunas miradas de soslayo, aquello me puso en guardia, era la última etapa y esa reunión nunca antes se había producido. Y..., efectivamente, al llegar a Beni Ounif, ya entrada la noche, se detuvieron los tres camiones y me obligaron a bajar. Allí intentaron robarme. Por fortuna antes de partir de Bèchar, desconfiado, les dije que iba a hacer mis necesidades fisiológicas y me deje entre uno de los bolsillos y el bolso de viaje los diez mil dinares que me faltaba por pagarle, más otros tres mil por si estaba yo en lo cierto de mi sospecha. El resto del dinero tres mil euros y setecientos dinares, los enrollé cuidadosamente, los envolví en papel de unos alimentos y me lo introduje en el ano––, esto provocó una gran risotada de Mussahid. ––Me desvalijaron todo el equipaje pero no se lo llevaron y Mohamed sólo encontró los diez mil dinares que yo le había preparado en un bolsillo del ebawen, más lo tres mil que llevaba conmigo. Me desnudaron por orden de Mohamed y me golpeó, me dio patadas en el estómago y el pecho, y ante esto se sublevaron los otros cuatro compañeros de viaje apartándole de mí mientras le increpaban, Missha se quedó conmigo, entonces fue cuando me dijo que te buscara y me pidió, finalmente, que le perdonara.
––Eres inteligente, y perspicaz…— se alegró Mussahid. ––Ahora comprendo tu desconfianza cuando llegaste a la agencia. No puedo creer que Missha hiciera algo así. Me cuesta creer que se dejara llevar—. Y añadió ––no es que haya tenido mucha personalidad ese muchacho, pero que llegara hasta ese punto no lo podía imaginar. El llamarle el egipcio, es por que en una ocasión él dijo que descendía de allí, después supimos que no era cierto, pero ya le reconocíamos así y con eso se quedó. Hemos coincidido varias veces para descargar en el Aswaq y hemos comido juntos en alguna ocasión, aquí, precisamente. Y me ha parecido siempre una buena persona, pobre de espíritu, pero buena persona— le dijo Mussahid, demostrando su conmiseración que no trató de ocultar.
––Y seguramente lo es— intercedió Sissé, ––de no ser así no me hubiera ayudado después. Quizá por lo que estás diciendo, se dejó llevar, hasta que se dio cuenta de las verdaderas intenciones de aquel cabrón, seguramente les engañaría.
––Sí, es posible. Es más, seguro que fue como tú planteas, pero incluso así no se justifica su acción—. Y dirigiéndose a los dos camareros, que acudieron a la mesa a requerimiento de Mussahid, les dijo: ––¿sabéis lo que ha hecho Missha…? Ha ayudado a un ladrón a robar a este muchacho y dejarlo tirado en Beni Ounif— les confirmó, ante la sorpresa e incredulidad de los camareros.
Después de ciertos comentarios de desaprobación de todos, Sissé les pidió la cuenta y los camareros les invitaron a otro té. Uno de ellos se comprometió a llevarlo hasta la estación de autobuses, que le cogía de paso. Cuando estaban fuera del restaurante, Sissé, se despidió de Mussahid efusivamente.
––Utiliza mis consejos, Sissé, en caso de que te sea necesario. Cuídate mucho, y buen viaje, que Alá te acompañe.
––Gracias, Mussahid. Muchas gracias. Y que Alá te acompañe a ti también.

Alrededor de las cuatro y media entró Sissé en la estación de autobuses, donde le dejó el camarero del restaurante del centro comercial que le había traído en motocicleta. Había dos patrullas de policía dentro del recinto. Dos gendarmes que se encontraban en la puerta de su dependencia, se dirigieron hacia él.
––¡Documentación!–– Le solicitaron. ––¿Dónde vas?
––A Nador— al tiempo que les extendía el pasaporte.
––¿No sabes que no se puede pasar a España?
––Pues no lo sabía. Pero de todas formas no es mi destino.
––Ah, no. ¿Y dónde vas?— Le preguntó uno de los mujazniyya en tono arrogante.
––Ya les he dicho que voy a Nador. Voy de trabajo.
––No nos hagas reír— le dijeron.
––Es cierto. Trabajo para Mussahid, para la Agencia de Transportes Le Champion, de Figuig—, al tiempo que les mostraba las tarjetas de visita.
––Yo no he visto nunca a un targui que vaya de trabajo y lleve los bultos que tú llevas, salvo que vaya a hacer un largo viaje— le conminó un agente, mientras el otro escudriñaba exhaustivamente el pasaporte, sin encontrar nada anormal que pudiera delatar su falsificación.
––Tenga en cuenta que yo trabajo por toda la zona y vamos de cara al otoño, por lo que necesito no sólo ropa estiva.
––¡Ya! Y vas a ver a los clientes vestido así—, al tiempo que le cogía con dos dedos la manga de la camisa que le regalara Asshiá.
––No, sólo cuando voy de viaje de un sitio a otro, como ahora. Es la mejor forma de mitigar el calor entre el día o el frío en la noche. Piense que vengo de Figuig.
––Toma tu pasaporte. No te metas en jaleos.
Sissé se encaminó hacia el autobús alejándose de los gendarmes, que se quedaron observándolo. El autobús tenía el portón lateral abierto para que fueran depositando los usuarios su equipaje. Sissé introdujo el suyo y tomó su asiento, colocándose en una ventanilla. Apenas si había gente en el vehículo, sólo dos personas estaban sentadas en sus respectivos asientos y observaban al nuevo viajero.
––¡Mierda!–– Dijo Sissé en voz baja. ––Tenía que haber cambiado euros por dìrham en el restaurante. Sólo me queda el cambio que me han dado de la comida.
Una llamada por megafonía anunció la inminente salida del autobús a Nador. Una turba de gente se arremolinó ante las puertas del vehículo, que en poco tiempo lo llenaron a rebosar. Alrededor de las cinco y media se puso en movimiento el autobús. Tomaron la N-2, el Boulevard d’Hassan El Oukili, dentro de la ciudad. Pasaron delante de la estación de ferrocarril, el cementerio Judío, l’Ecole Moulay Yousef y el hotel Ibis Moussafir Oujda, dejando atrás le Marché Aux Legumes, la Mezquita Layla Khadija, el Parque Sidi Mohamed, el Complexe Isly Golf y por fin el aeropuerto. Ya no quedaba vestigio alguno de la ciudad de Oujda. Viajaban por la carretera N-16 y pasaron la pequeña población de Beni Drar. Entraron a la ciudad de Afhir, donde hizo una parada el autobús, en la plaza de Correos, junto al Banco de Marruecos. Descendió Sissé del autobús y se adentró en un comercio que quedaba junto al Banco en el que vendían distintos productos alimenticios, sobre todo dulces y frutas, vio higos secos y le vino el recuerdo de Maharafa, para a continuación asaltarle el de Aicha que le hizo estremecerse de satisfacción e inquietud al mismo tiempo. Pidió a la dependienta, una señora bien entrada en años, muy agradable que hablaba incesantemente con cada uno de los que despachaba, unos “bligat”, que le envolvió en un papel encerado de alimentación, unos higos secos y una botella de agua. Apremió a la señora porque podía perder el autobús. Dejaron atrás la aldea de Village Oulad Abdellah. Transitaban por un erial en el que los campos estaban perfectamente cuidados y dedicados a la explotación agrícola, Sissé los observó con meticulosidad. Otra pequeña aldea se presentó a su paso, Lamriss. Desenvolvió con cuidado el papel en el que estaban los bligat y los comió con parsimonia. Se relamió los labios varias veces. Más tarde un cartel anunciador de la ciudad de Saïdia, avisaba de la proximidad de la costa. Se percibía la cercanía del mar, una cierta humedad y el ligero olor a salitre lo corroboraba. Comenzó a caer el sol y se difuminaba el paisaje con la luz del día cuando alcanzaron el Parque Natural de Moulouya, donde desembocaba el río que le daba nombre. La puesta del sol tiñó de rojo el mar dejando una estampa maravillosa ante los ojos de Sissé que no perdía detalle, estaba ensimismado por un espectáculo que le parecía fascinante. Viajaban bordeando casi en paralelo el mar de Alborán, aquel bello espectáculo que contemplaba por primera vez en su vida le pareció algo extraordinario. Llegaron a la población costera de Ras El Ma, donde se detuvo de nuevo el autobús junto a la Mezquita. Entraron a una nueva población pequeña y pesquera, partida en dos por la carretera, Kariat Arkmane, que embellecía, más todavía, el marco del Mediterráneo.
––Aquí mismo empezaremos a bordear la Mar Chica, donde se encuentra la ciudad de Nador, aunque nos quedan unas decenas de kilómetros. Descansaremos quince minutos––, anunció el chófer del autobús al pasaje.
Era una bahía protegida por un gran espigón natural de una especial belleza, en el que se hallaba situado el Parque Natural de Arkmane. Sissé no dejaba de recrear su vista en el mar. Ahora era la luz de las edificaciones y las farolas las que rielaban sobre las aguas del mar que parecía un espejo. Sissé recorrió la calle principal, perpendicular a la carretera que cruzaba la población hasta bajar a la playa. Volvió a subir por el mismo lugar, <<al menos puedo estirar las piernas, algo entumecidas>> pensó, mientras comía unos dátiles secos. Un fuerte olor a jazmines que se entremezclaban de cuando en cuando con la de eucaliptos, acompañaba al olor a mar inundando la población. Los comercios estaban abiertos y exponían sus productos en la calle. Una voz del chófer del autobús apremió a los viajeros a colocarse en sus asientos para re-emprender el viaje. A través de la ventanilla Sissé observaba la calle por la que había caminado y pensó que sería un bonito pueblo para vivir. Enseguida dejaron atrás Kariat Arkmane.
Llegaron a un cruce con la N-19 en una gran rotonda, giró el autobús a la derecha por aquella nueva carretera desde la que se apreciaba un cuartel militar y más adelante una estación de servicio, justo antes de entrar en la ciudad de Nador. Eran las nueve y media de la noche cuando tomaron a la izquierda l’Avenue Des Far, para llegar a la estación de autobuses de Nador. Sissé quedó impresionado por la magnitud de la ciudad, la cantidad de edificaciones suntuosas y monumentos que había visto en su trayecto. Justo a la salida de la estación de autobuses estaba situada la comisaría de policía, la que esquivó para evitar cualquier incidente. Volvió por l’Avenue Des Far, hasta la confluencia con l’Avenue Hassan II y la siguió hasta su confluencia con l’Avenue Mohamed V, dejando atrás el Centro Comercial. Esa misma avenida le llevó hasta el Complexe Culturel de Nador, tomó a la izquierda y pasó ante el Consulat d’Espagne. En su caminar se encontró con el Mausolée Sidi Ali, justo enfrente del puerto de Nador. Una señal indicaba: Beni Enzar diez kilómetros y continuó por esa misma carretera pegada a la costa. Había caído la noche cerrada y sólo una media luna, que iluminaba de forma tenue, le permitía ver las cabrillas de las olas del mar, plateadas por la luz de la luna, que rompían unas veces en un franja minúscula de arena y otras sobre las rocas. Le pareció el mar tan bonito de noche como de día, «aunque algo más tétrico» se dijo así mismo. No podía ver nada en aquella inmensidad oscura hacia el interior del mar, salvo algún fanal de las barcas de pesca que faenaban próximas. El viento de gregal, un tanto molesto, le sacudía de costado, la temperatura algo fresca pero aún agradable le hacía más llevadero el paseo. Se recreaba en la contemplación de algún monumento o en una construcción que llamara su atención o simplemente el mar. Pasó por delante de la Mezquita Terraka y poco más allá Le Fourriére Municipale de Nador, donde se apiñaban los vehículos. Atravesó, algo más adelante, una gran pinada que seguía paralela a la carretera perdiéndose hacia el interior; después un fuerte olor a eucaliptos y a madera de enebros le llegó con nitidez. Una señal erguida en un cruce indicaba: Palais Royal de Nador. Era casi media noche cuando se apartó de la carretera y se acercó a la orilla del mar, se sentó sobre las rocas y sacó una de las ramas de dátiles y los higos secos que le quedaban de los que comprara en Afhir. Un fuerte olor a salitre se mezclaba con el olor de los pinos y eucaliptos, acompañados por el rumor del mar que tenía a sus pies. Comía despacio mientras escuchaba el canto monótono, aveces chispeante, de las olas. Contemplaba cómo la oscuridad del mar era quebrantada por el parpadeo de los fanales de las pequeñas barcas que faenaban a esas horas bajo un manto de estrellas en el firmamento que formaban un bello telón plateado a la Luna. En varias ocasiones, rompió su quietud alguna estrella fugaz que cruzó enloquecida.
Después de haber comido los higos y un par de dátiles que confundían su sabor con la salinidad del ambiente, había completado el menú nocturno y retomó el camino hacia Beni Enzar. Se mezclaron todos aquellos olores de pinos, eucaliptos y salitre con un intenso olor a sargazo, las rocas estaban cubiertas por una gruesa capa de algas que se mecían con los embates sensibles de las olas. La humedad le caló sus huesos y se colocó el chaquetón de piel de cebú. Llegó a Beni Enzar de madrugada, parecía una población desierta, no se cruzó con nadie. A las cuatro de la madrugada llegó al monte Gurugú. «Final de etapa, por fin» se dijo. Una suprema sensación de euforia eclipsaba las dificultades padecidas desde que emprendiera su viaje de la travesía del desierto. En su ascensión por una pista de tierra y piedras, iba contemplando la población de Beni Enzar y los reflejos que emitía en el mar. En un esfuerzo infructuoso intentó ver las costas españolas mirando hacia el horizonte, una masa negra, inmensa, fue lo máximo que alcanzó a percibir, «ya lo veré de día» se animó. En un momento, tras un buen rato de ascensión ––calculó que debía faltar poco para la cumbre— se apartó del camino, extendió la manta que le diera su madre y recostándose bajo un pino, se cubrió con el chaquetón de piel de cebú.