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lunes, 5 de noviembre de 2018

ATARDECER



                     ATARDECER







             Marcelo caminaba con paso decidido por el camino principal de la finca, sin saber muy bien a dónde. Un portazo tras de sí rompía con su pasado. Por equipaje no llevaba más que un zurrón y un cayado que se confeccionara él mismo con la supervisión de su abuelo poco antes de morir. Su madre lo observaba con semblante serio desde el quicio de la ventana del piso superior de la hacienda donde siempre habían vivido. Su padre había salido muy temprano a trabajar a la Quintilla en unos bancales bastante apartados que el indiano tenía fuera de la finca. 

             La precariedad en su vida y la de su familia fue siempre una constante, aunque nunca les faltó de nada. Marcelo era un joven de veinte años, de complexión fuerte, ciento setenta y cinco centímetros de alzada, ojos verdes, cabello negro y rizado, muy extrovertido aunque últimamente había cambiado de forma ostensible su carácter.

             Una ligera brisa blandía los trigales a su paso. Marcelo los observaba y pasó su mano con fruición cogiendo algunas espigas que se deslizaban entre sus dedos. Aquellos extensos campos de trigo le parecían lo más bello del mundo. Siempre se dijo que él acabaría su vida allí mismo, como su abuelo primero y su padre después...      

Los acontecimientos le obligaban a marchar lo más lejos de allí, en busca de nuevas oportunidades, a requerimiento de su madre.

Aquella misma mañana se enfrentó a don Lorenzo, el terrateniente de la finca en la que trabajaba toda la familia, desde que aquel hombre llegado de América se instalara en la hacienda. Siquiera los prados dorados a la caída del sol le animaban, ¡tanto como le gustaba contemplarlos! Su ánimo roto. Lágrimas furtivas se deslizaban por su rostro de cuando en cuando. No pudo soportar ver a su madre desnuda bajo del cuerpo del patrón en relación amorosa.
   
Aquella mañana, Marcelo, había dejado olvidado el zurrón con la comida en la cocina y a media mañana entró por el porche principal de la casa, unas columnas enmarcaban el acceso, con dos sillones de madera de nogal a ambos lados y yedras por la fachada. Al abrir la puerta que daba entrada a un gran recibidor, vio a su madre echada sobre una gran alfombra y al patrón sobre ella. Propinó tal paliza a don Lorenzo que lo dejó inconsciente.

―¿Qué haces salvaje? Lo vas a matar― le dijo la madre.
―Eso es lo que quiero, madre.
―Va a ser tu perdición. ¡Suéltalo!
―¡Madre quítese de en medio! Y cúbrase.
―Pues no le pegues más.

Marcelo dejó caer al suelo el cuerpo inerte de don Lorenzo con el labio partido, la nariz echando sangre y la cara ensangrentada, entre sollozos se giró para no ver el cuerpo desnudo de su madre.

―Ve a la cocina y trae una palangana de agua y unos trapos limpios― le dijo ella, autoritaria.

El muchacho obedeció sin rechistar y volvió acompañado de la sirvienta que se echó las manos a la cabeza al ver a don Lorenzo desnudo y ensangrentado. La madre de Marcelo se había vestido de mala manera y con el delantal le limpiaba el rostro a don Lorenzo al que había cubierto con sus ropas.
―¡Dios santo! ¿Lucía qué ha pasado aquí?― Exclamó Carmen la sirvienta.
―No ha pasado nada. Carmen tú sigue con lo tuyo que ahora voy yo a preparar la comida.
―¡Qué desgracia! Ya veremos lo que pasa ahora― decía Carmen retirándose.
―Y tú― le dijo a su hijo. ―ayúdame a vestirlo.
―Yo no toco a ese cerdo.
―¡Pues ya te puedes ir de aquí a toda prisa!― Le dijo Lucía a su hijo.

Marcelo giró sobre su derecha y se encaminó hacia una nave contigua donde se encontraban las habitaciones de los empleados.

Marcelo fue en busca de su padre. Pasado el mediodía se encontró con él, estaba a la sombra de un gran roble, comiendo. La mula descargada del arado rebuscaba entre los terruños los restos de  paja y pan que le había echado previamente. El ribazo que delimitaba el bancal estaba justo detrás del roble, tenía esparragueras y matas de hinojo. Un fuerte olor a estiércol de una vaquería próxima llegaba con el aire. A la vista de cómo llegaba  Marcelo, su padre se alarmó y poniéndose en pie fue al encuentro de su hijo.

―¿Qué pasa, Marcelo, qué haces tú por aquí?
―Me voy de casa, padre.
―¿Cómo que te vas de casa? ¿Qué ha pasado para que hayas tomado esa decisión?
―Padre…― después de una pausa continuó ―don Lorenzo ha violado a madre― le dijo con los ojos llenos de lágrimas.

Su padre volvió sobre sus pasos y agachando la cabeza se sentó donde antes se encontraba.

―Le he sacudido, padre. Ha quedado tendido en el suelo inconsciente, sangraba por la nariz y la boca y madre me ha dicho que me fuera enseguida de allí.
―¿Y dónde piensas ir?― Se limitó a decir.
―No lo sé, padre... ¿Dónde cree usted que debo ir?
―No sé. Pero vete lejos, Marcelo. Haz tu vida en otra parte― le dijo con voz lastimosa y sin levantar la cabeza.
―Pero..., padre, ¿no me va a decir más que eso?
―¿Qué quieres que te diga? Eres ya un hombre― le dijo su padre mirando a Marcelo a los ojos
―Padre ¿qué se supone que debía haber hecho? Estaba violando a mi madre― el padre se limitó a mirarle lívido. ―Debemos denunciarlo a la Guardia Civil.
―Marcelo ¿qué crees que va a hacer la Guardia Civil?
―Algo harán. Padre al menos lo llevarán al cuartelillo. No podemos quedarnos cruzados de brazos.
―No harán nada. Y de hacer algo será ponernos a nosotros en evidencia.
―Los guardias son amigos nuestros. Usted ha hablado muy a menudo con ellos y...
―Nosotros no somos más amigos de la Guardia Civil que don Lorenzo. A quien creerían sería a él antes que a nosotros.
―¿Quiere decir que tenemos que estarnos de brazos cruzados mientras un cabrón viola a nuestras mujeres?
―Es mejor dejar las cosas como están.
―No puedo entenderlo, padre. Han violado a su mujer, ¡a mi madre!
―¿Qué crees que puedo hacer yo? Perderme, como tú ahora mismo.
―¿Y no se ha perdido ya? ¿Qué hay de su hombría? ¿Con qué cara va a mirar a sus amigos?
―Posiblemente tengas razón, ya me he perdido, pero no por lo de ahora, sino hace muchos años.
―Padre ¿qué quiere decir? Hábleme claro, que ya no soporto esta angustia.
―Siéntate― casi le ordenó el padre. Marcelo le obedeció, se sentó a su lado, sin dejar de mirarlo a la cara.

El padre de Marcelo comenzó su narración con voz más pausada, casi trémula.

―La hacienda donde vivimos pertenecía a los amos de los padres de don Lorenzo. Sus padres trabajaban en la finca, al igual que mis padres y los de tu madre. El padre de don Lorenzo era el capataz de la hacienda y el propietario le había dado todas las atribuciones sobre la finca, desentendiéndose el amo para atender otros asuntos. El padre de don Lorenzo hacía y deshacía como le venía en gana. Y a decir verdad la finca mejoró mucho, según contaban― Marcelo escuchaba con atención a su padre. ―La mujer del amo era algo más alta que su marido, muy guapa y altiva. Siempre se paseaba por donde estaban trabajando los operarios cuando su marido estaba fuera, levantando la admiración entre ellos. Aquella mujer se encaprichó de su capataz, el padre de don Lorenzo, que no le hacía ascos y al parecer tampoco le medraba los riesgos que corría. De todos era sabido que cuando el patrón faltaba de su casa, su mujer y el capataz tenían encuentros amorosos. A pesar de eso la finca seguía mejorando porque los operarios temían el carácter duro, muchas veces severo del capataz. A todo esto don Lorenzo, tu madre y yo, que éramos de la misma edad, siempre andábamos jugando juntos...
―Padre ¿qué relación tiene esto con mi madre?
El hombre continuó hablando como si nadie le hubiera interrumpido.

―Un día que el amo salió de la finca y los amantes se encontraban en la cama, no se supo muy bien porqué, el amo volvió y les cogió a los dos echados. El amo cogió una escopeta de caza  del armero y no mató a su capataz porque la mujer se interpuso entre ellos asegurando que era ella quien le obligaba a complacerla. Aquel mismo día los padres de Don Lorenzo con su hijo salieron hacia el destierro, en La Española. Y la señora se marchó de la casa y ya no se supo nada más de ella.  Hace veintitrés años que volvió el indiano a estas tierras y compró la finca a su propietario que fue el ultrajado por su padre― continuó narrando. ―Don Lorenzo una vez tomó posesión de la hacienda reunió a todos los operarios, al vernos se le iluminaron los ojos y nos llamó a su lado. Tanto a tu madre como a mí aquel rostro, a pesar de la barba, nos resultaba  familiar, pero en un primer momento no fuimos capaces de saber quién era. A tu madre le dio el puesto de cocinera y a mí el de capataz.
―Ése no es el caso de madre― volvió a interrumpir a su padre, que levantando la mano en señal de que no había acabado continuó.
―Los tres hablábamos muy a menudo de nuestras vidas: don Lorenzo de su aventura en La Española y nosotros de lo aburrida que era la vida en estas tierras. Don Lorenzo nos contó que su madre murió en la travesía del Océano y a los pocos meses de estar allí, su padre, se esposó con una ricachona francesa que le dio dos hijos más y según don Lorenzo esta mujer también murió a los pocos años de unas fiebres que azotaron la isla. Don Lorenzo era un hombre alto, apuesto y mujeriego.
―¿Quiere decir que ahora se venga don Lorenzo haciendo el mismo daño que le hicieron a él?
―Don Lorenzo dejó en La Española unas plantaciones de caña de azúcar muy grandes. Él no estaba dispuesto a vivir con sus dos hermanastros y por eso le pidió al padre parte de la herencia para volverse a España― hizo una pausa. ―Al principio todo iba muy bien, pero Don Lorenzo pronto empezó a fijarse en tu madre: era muy guapa y muy buena cocinera. A los siete meses tu madre quedó embarazada  y don Lorenzo puso a una criada para ayudarla...
―¿Carmen?— Le interrumpió.
―No. Carmen vino después. Es algo mayor que tú, pero en aquella época era una niña. Don Lorenzo, por entonces, cortejaba a Lourdes, la hija de don Camilo, con el fin de hacerse el terrateniente del pueblo. Don Camilo era el dueño de la hacienda de la Loma que linda con esta. Tenía gran cantidad de cabezas de ganado. Pero lo desestimó. Don Lorenzo habló con tu madre y conmigo y nos obligó a casarnos..., y a los seis meses llegaste tú...
―¿Don Lorenzo es mi padre? ¿Cómo llegó usted a aceptar aquello?― Increpó a su padre al tiempo que se incorporaba.

―Marcelo eran tiempos muy difíciles y yo quería a tu madre...

―¿Cómo pudo caer tan bajo? ¿Cuándo pensaban decírmelo? ¿O no me lo iban a decir nunca?
―Marcelo yo he estado muchas veces tentado de hablarte sobre esto, pero después no tenía el valor suficiente, pensaba en el daño que...
―¿Padre sabe el daño que me ha hecho ahora?

Marcelo tras una desdeñosa mirada y sin decir una palabra más se volvió a su casa. Su padre quedó sentado en la misma piedra, cabizbajo. Lo que Marcelo supuso fue una violación, no era más que una relación amorosa que venía de años atrás, de tantos como tenía él. En sus pensamientos maldecía el día que había nacido. Le atormentaba enormemente saber que don Lorenzo era su padre. Ahora empezaba a comprender cómo su padre no había levantado la voz cuando le dijo qué era lo que había sucedido en la hacienda. Marcelo maldecía que su padre consintiera aquella situación y jamás hubiera protestado ni recriminado la actitud de su madre. Nunca les había escuchado discutir airadamente. Aquello que comenzaba a ver con claridad le sobrecogía aún más el alma.  


Marcelo llegó a media tarde a la hacienda con gesto desencajado y un rictus rancio que asustó a su madre, que viéndole llegar  salió a recibirlo con el ánimo de no permitirle la entrada a la casa. Marcelo la apartó con el brazo haciéndola trastabillar, sin dirigirle la mirada. Lucía presintió la gravedad del momento y corrió en pos de su hijo que no la escuchaba. Hijo y madre entraron a la casa casi a un tiempo,  Marcelo cogió una horca que decoraba la pared del porche y se dirigió a la habitación en la que creía estaba su padre. Lucía entre gritos pedía a Marcelo que recapacitara. Apenas entró en la habitación Marcelo levantó la horca con las dos manos en posición amenazante y se dirigió a la cama, se giró hacia su madre y bajó la horca. Lucía retrocedió y aprovechó el momento para dejarle encerrado en la habitación con una vuelta de la llave. Marcelo estuvo durante un buen rato golpeando la puerta hasta desmoronarse entre sollozos.

Después de calmados los ánimos Lucía y don Lorenzo con la cara demacrada, subieron a la habitación y encontraron a Marcelo echado en el suelo, inmóvil y con los ojos abiertos, la mirada fija en ninguna parte. La madre se echó a su lado y le zarandeó hasta hacerlo reaccionar. Los tres se sentaron en la cama y hablaron, hasta que un campesino llegó exhausto. Carmen le condujo a la habitación donde los tres hablaban.

―Don Lorenzo, el padre del chico..., ha sido encontrado ahorcado en el roble de la Quintilla.