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lunes, 4 de abril de 2016

UN DÍA EN ELPUEBLO



UN DÍA EN EL PUEBLO

Jairo junto a su familia, todos los años, pasaba las vacaciones de verano en el pueblo de su madre: Villarejo de Arriba. Era un pequeño pueblo enclavado en la falda de una colina, desde donde se divisaba un esplendoroso valle. Sus alrededores eran de un frondoso bosque  de cedros, encinas y pinos que derramaban sus aromas para regocijo de sus vecinos. Unos kilómetros antes de llegar estaba Villarejo de Abajo, que gozaba de todos los servicios de los que carecía Villarejo de Arriba. Las malas lenguas de los pueblos comentaban que los servicios no llegaron a “Arriba” porque los políticos se cansaron de tanto subir.
Jairo vivía en casa de sus abuelos, era un mocetón de veinte años, con menos luces que el pueblo en la procesión del Silencio.  Don Crisantemo, el cura de Villarejo de Arriba, siempre iba buscando a Jairo para que le hiciera las labores más penosas. Aquella mañana tórrida, con un sol plomizo que derretía los pensamientos, Don Crisantemo pidió a Jairo que le acompañara hasta el huerto que le había cedido don Agustín para que, al menos, el cura pudiera comer; a la Iglesia no entraban ni las mujeres en domingo. Ante la reticencia del joven, el cura le prometió que sería nombrado monaguillo de honor de la Iglesia, a lo que Jairo, muy ufano, accedió encantado.
Jairo cargó con el capazo y caminaba tras don Crisantemo que se pasaba un pañuelo algo mugriento por la cara y el cuello secándose el sudor. Llegados al huerto, era un pequeño trozo de tierra en medio de una gran pendiente, don Crisantemo se echó a los pies de un gran pino, mientras tanto Jairo colocó en el capazo una calabaza, a continuación unos pimientos, cuando el cura se tiró un sonoro pedo. Jairo le dijo a don Crisantemo que no se tirara los pedos tan gordos que iba a agujerear el ozono, excusándose el reverendo con que aquella noche había cenado unas judías que le sobraron de mediodía. Jairo continuó diciendo que los pedos agujereaban la capa de ozono, replicándole don Crisantemo que quién le había dicho semejante barbaridad. Respondió Jairo un tanto airado que, su padre decía que los pedos de las vacas habían roto el ozono, que su padre leía mucho. Don Crisantemo alzando la voz le replicó que su padre no había leído nunca.
Jairo, con mal humor, dejó caer sobre el capazo un melón que acababa de recolectar, con tan mala fortuna que el capazo volteó rodando la calabaza, el melón, los pimientos y los tomates ladera abajo. Don Crisantemo se incorporó como un resorte, se arremangó las sotanas y corrió en pos de calabaza, melón, pimientos y tomates ante el regocijo de Jairo con los brazos en jarras.

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