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martes, 5 de abril de 2016

HUYENDO DE LA RUTINA





HUYENDO DE LA RUTINA

Camelia era directora de banco, contaba con cuarenta y cinco años. Un porte altivo y su vestimenta elegante le dotaban de una gran personalidad;  y dos hijas gemelas que estudiaban en Londres. Su esposo, industrial del calzado, viajaba constantemente por el mundo vendiendo sus zapatos. Sus vidas se habían tornado anodinas. Pocas cosas hacían juntos; cuando él se encontraba en casa no había quién le sacara de ella. Camelia agobiada del trabajo diario, estresante donde los hubiera, de vez en cuando hacía alguna escapada para evadirse.
Aquella mañana de viernes estaba resultando fastidiosa, no más que cualquier otro viernes,  pero quizá ella estaba más susceptible. El fin de semana estaría sola en casa y no le apetecía en absoluto. Abrió una página de viajes en internet y compró un billete de ida y vuelta a París, con hotel incluido.
En la capital francesa se hospedó en el hotel Eiffel Seine. Era media tarde y  dejó el equipaje en la habitación, echó una mirada al baño y aunque era todo algo reducido, la habitación le resultó agradable. Inmediatamente bajó al bar. Se sentó en uno de los sofás del salón, era mullido y confortable, tenía dos almohadones grandes de color rojo a cada uno de los lados; pegado a una de los ventanales que daban a la calle. Comenzaba a anochecer y el ocaso se mezclaba con la iluminación tenue de la calle dando una imagen seductora, como ella había soñado alguna vez y que no había experimentado en los viajes anteriores con su esposo. Una sensación de embriaguez le sacudió su interior, se apretaba inconscientemente el almohadón contra su pecho mientras su imaginación volaba incontrolada. La melodía de un acordeón se dejaba oír lejano. Un joven camarero rompió aquel embrujo que envolvía a Camelia, haciendo que regresara a la tierra y dejara apoyado el cojín en el asiento del sofá. Pidió un Martini.
Pasó al comedor para cenar en el mismo hotel, tomó asiento en una mesa redonda con un quinqué en el centro, en el que una mecha encendida titilaba una luz pobre. Acababan de servirle una botella de vino: Vosne Romanée, de Borgoña, se acercó la copa a la boca y no se resistió a olerlo ligeramente, daba un primer sorbo cuando se acercó un hombre maduro, de cabello cano, excelentemente vestido y refinado en sus gestos. Camelia le miró con tanto descaro como aquel caballero se había colocado ante ella. Ha elegido un buen vino―, fue el comentario que hizo de presentación en un perfecto francés. A lo que ella correspondió con un no menos preciso: ―Merci,  monsieur―.

La cena fue amena y ambos salieron a pasear por la orilla del Sena. A su derecha se podía ver majestuosa la Torre Eiffel, unas barcazas bajaban el río entre dulces melodías, cargadas de gentes que a Camelia le parecieron enamorados. Tras un largo paseo culminaron la noche entregándose sin reservas y sin dar muestras del más cínico amor.      

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