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viernes, 8 de abril de 2016

PERSECUCIÓN IMPLACABLE




                                    PERSECUCIÓN IMPLACABLE

            Andrews se encontraba en paro desde hacía seis meses. Desde que llegó a España había estado trabajando en casa de un alto ejecutivo bancario, lo que le había permitido vivir holgadamente con su familia. Fueron tres años en los que no se habían privado de nada. Vivían en la misma casa del ejecutivo y tenían un buen sueldo tanto él como su esposa que se encargaba de la limpieza de la casa. Andrews hacía de mayordomo, de chofer, o de sirviente, según se le antojaba a doña Soledad, la señora de la casa, de mediana edad, bien parecida y muy dominante. En muchas ocasiones su esposo tuvo que prescindir del chofer porque ella le exigía que Andrews se quedara en casa para hacer cualquier trabajo doméstico.
Doña Soledad se pasaba las horas observando a Andrews y suspirando por tenerlo en su cama. Un buen día le exigió que entrara al baño con ella para enjabonarle la espalda. Andrews se excusó con que el señor le había ordenado que llevara al banco donde trabajaba una documentación que había olvidado. Doña Soledad se quedó mirándolo de hito en hito y le hecho la mano a la entrepierna, Andrews reculó disculpándose con la señora, ante la irritación de ésta.
Andrews y su familia fueron despedidos, acusado de propasarse con la señora. Antes de marcharse, doña Soledad, le aseguró que volvería a ella de rodillas, que la llamaría implorándole.
Andrews y su mujer no encontraban trabajo desde que salieron de la casa. Algunas horas trabajó portando publicidad por las calles centrales de Madrid, o limpiando escaparates y sin razón alguna era despedido. Su esposa no tenía mejor suerte, sólo con una vecina mayor a la que cuidaba unas horas conseguía apenas para la comida. Sus hijos tuvieron que cambiar de colegio. La situación comenzaba a ser desesperada. Aquella mañana Andrews le dijo a su esposa que tenía trabajo y no sabía cuándo volvería. Llevó a los niños al colegio como todas las mañanas y se fue a una cabina de teléfonos. Antes de media hora un coche negro se detuvo ante él, abrieron la puerta y Andrews se subió al vehículo, que reprendió la marcha inmediatamente.
Estaba anocheciendo cuando Andrews entró en su casa, llevaba unas bolsas atestadas de comida y unas cajitas con chucherías que dio a sus hijos. Andrews se quedó parado ante su esposa, que permanecía inmóvil y vio que unas lágrimas furtivas surcaban su rostro de ébano.

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