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domingo, 8 de junio de 2014

SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso.



Capítulo XII


Apenas había amanecido y en el barco un ir y venir incesante de tripulantes realizaban los preparativos para la inminente partida. Se escucharon rumores de que posiblemente el Sumare no llegara hasta Gao por falta de caudal en el Níger. Si bien, no dejaba de ser más que un rumor. Nadie lo confirmó. Sissé permanecía sentado en la hamaca, impasible a todo lo que ocurría a su alrededor, aunque observaba todos los movimientos con ojo avizor. Un sonar de sirena anunció el desamarre del buque y su leva. El buque se movía lentamente apartándose del muelle de amarre en el que se encontraba abarloado. Los viajeros se despedían de sus familiares y amigos con mayor énfasis. Un cierto griterío alteró la paz que había reinado hasta hacía sólo unos momentos, pero tampoco disturbó a Sissé, que permaneció inerte en su aposento. Un silbido grave de sirena informó de la empopada del buque, iniciando el movimiento tan lento como lo venía haciendo de costado. Un nuevo silbido de la sirena, esta vez más prolongado anunció su aumento de velocidad para salir de la ensenada y poner rumbo a Gao. Al poco de abandonar el puerto se colocaron próximos a él los dos musulmanes que en Mopti ya rezaran, para repetir la ceremonia de entonces en el primer rezo del día. Todavía se escuchaba la voz del almuédano convocando a la oración desde el alminar de la Mezquita. Desde aquel día no les había vuelto a ver en el barco. Pensaba que ya habrían finalizado su viaje en el Sumare, que habrían desembarcado definitivamente en Tombouctou. Evidentemente no había sido así, estaba equivocado. Iban provistos de un “zobe” de algodón de un blanco impoluto, que parecía de una excelente calidad, su “shayla” con el “igaal” negro sobre sus cabezas, por lo que supuso que serían personas de la Península Arábiga y de un estatus social elevado. El joven, mimético, parecía un calco del más adulto, repetía todos y cada uno de los movimientos que realizaba aquel. Sissé observaba con absoluto descaro una carpeta de piel marrón que depositó el más joven en el suelo, lo que no pasó desapercibido a éste que lo miraba de soslayo. La carpeta, que la había dejado con mucho cuidado hacia arriba, presentaba una gran solapa labrada exquisitamente con motivos geométricos de color más oscuro, formando una lacería extraordinaria, precisa y espectacular. Aquello llamó la atención de Sissé. Una vez acabada la oración recogió el joven musulmán la carpeta, con parsimonia y cierta solemnidad y le dedicó una leve sonrisa a Sissé, al que miró tímidamente, al mismo tiempo que le encaró la carpeta, para que pudiera contemplarla más próxima, con más detalle. Sin dirigirse una sola palabra en esta ocasión, Sissé, le devolvió la mirada y una sonrisa de agradecimiento por el gesto. Se perdieron los dos árabes a continuación por la zona de babor. Tomó el teléfono y llamó a Aicha. Después de varios tonos tampoco recibió respuesta. El no poder hablar con ella, de nuevo lo alteró. Un gesto iracundo se marcaba en su rostro.
La etapa hasta Gao se hizo mucho más aburrida que las anteriores. El barco navegaba con mayor lentitud, hasta el punto de detenerse en varias ocasiones y rectificar el rumbo para no quedar varados en algunos bajíos que aparecieron ante la falta de caudal del río. Tras dos días y medio de navegación, en los que Sissé no descendió a tierra, apenas si se había comunicado con alguien. Habló telefónicamente con su padre, interesándose por toda la familia, informándole que él se encontraba muy bien y acercándose a Gao, desde donde iría a Tessalit para ver a Conrad, el primo de Françoise. Había intentado hablar en varias ocasiones con Aicha, sin conseguirlo en ese tiempo.
Al menos le había servido tanto tiempo de soledad para rememorar todo lo vivido desde que salió de su casa. Hizo una valoración muy positiva de sus vivencias. Todo lo acontecido había resultado extraordinariamente feliz: Alaine, el camionero; Marcel; sus amigos de Ségou, Aicha, sobre todo, y Maharafa, de la que guardaba un recuerdo muy especial, sin llegar a la adoración que sentía por Aicha. Pero era una mujer que había calado hondo en su corazón. Sabía que no la podría olvidar nunca. «¿Qué habría sucedido de haberla conocido antes que a Aicha?», se preguntó. No había tenido decisión suficiente para llamarla. Siempre buscó mil excusas que justificaran su llamada, pero no la había encontrado.
A medida que habían ido pasando los días se le hacían mucho más entrañables los recuerdos sobre Aicha, aquella mujer a la que consideraba la más excepcional de todas las mujeres. Estaba convencido de que debía ser la mujer de su vida. Aunque cierta inquietud le embargaba y le hacía imaginar diferentes motivos por los que Aicha no le había respondido al teléfono. El tedio del último tramo del viaje estaba contribuyendo a que ahondara en él la melancolía. Sentía un vacío enorme que estaba haciendo mella en su ánimo. Aparecieron muchas dudas en Sissé sobre la continuidad del viaje. Por primera vez había sentido miedo de que alguna cosa saliera mal y no pudiera culminarlo como tenía previsto. «Menos mal que Aicha no me puede pedir en estos momentos que desista del viaje porque de hacerlo no podría continuar», se dijo. «Jamás saldrá una palabra de desazón de sus labios que pueda perturbarme. A pesar del mucho miedo que tiene. En ese instante sintió una necesidad enorme de estar con ella, abrazarla y estrecharla contra su cuerpo, besarla… Pensaba que era más fuerte de espíritu y que nada podría alterar mis pensamientos», se lamentó.
Era casi medio día cuando anunciaron por megafonía que estaba a la vista la ciudad de Gao, en la que en breve atracarían en su puerto, lo que le sacó de su febril estado. Se levantó de un salto de su hamaca, en la que había permanecido más tiempo que en ningún otro sitio en toda su vida. Por primera vez se alegraba de haber finalizado el viaje en barco, nunca antes había sentido esa desazón por llegar a ningún lugar. Había perdido su flema. No era sólo por llegar en sí, también por la inquietud que empezaba a abrumarle ante la próxima visita a Conrad. No sabía como le recibiría, si era un hombre cordial y dispuesto a ayudarle o al contrario se desharía con rapidez de él...
Una voz informó que se veía la Koïma o “Duna Rosa” y acudieron a ver la duna, espectacular, grandiosa, a pesar de una ligera calima que se cernía sobre Gao. Era una montaña de arena impresionante, paralela al curso del Río, a unos cinco kilómetros apartada de su orilla. Comentaban unos pasajeros que al atardecer con la puesta del sol adquiría un tono rosado. A medida que se acercaban al puerto de Gao se observaba sobre una lengua del Níger un manto verde, era arroz en flotación. Desde el buque pudo contemplar la Mezquita.
Es la mezquita de Kankou Moussa, Rey que en el siglo XIV construyó la mezquita después de un viaje de peregrinaje a La Meca– dijo el mismo viajero de antes, que advirtió de la Duna. Y siguió explicándole a su acompañante, –Aquella edificación es la tumba de Askia Mohamed, que hizo de Gao la capital política y militar de un gran imperio que durante tres siglos dominó las tierras desde Ghana, en el Golfo de Guinea, hasta Mauritania, conociéndosela, por ello, como la ciudad de los Askias. Fue también, anteriormente, capital del imperio Songhay.
El mercado se encontraba a la orilla del río Níger, como en todas las ciudades de su ribera, junto al puerto. Como todas las grandes ciudades de la ribera del río, era una ciudad cosmopolita, en la que habitaban Tuareg, Bellah, Songhay, árabes, Peuls y gentes de los países con los que compartían frontreras. En el pasado fue una ciudad próspera, se encontraba en el paso de la Gran Caravana “Azalai”, por lo que tuvo un trasiego importante de personas de diferentes países limítrofes, así como de mercancías de toda índole. El puerto había funcionado durante muchos años como núcleo principal de comunicaciones de toda la región, compitiendo con Tombouctou. A él acudían a vender o cambiar las mercancías que producían siendo intercambiadas con las que llegaban de comerciantes de otras latitudes.
A las dos de la tarde amarró el Sumare en el puerto de Gao. Un calor tórrido y sofocante les recibió en aquel puerto desértico, no había nadie a la vista. En el buque cada cual se protegía del sol como buenamente podía. Sissé se volvió a sentar en su hamaca bajo la techumbre del piso superior. El aire era irrespirable. Alrededor de las seis de la tarde comenzaron a desembarcar. El personal del barco se despedía con amabilidad de los pasajeros que descendían en orden. Sissé se fue en busca del capitán del barco al que encontró en el puente, ultimando unos datos en el cuaderno de navegación.
Capitán. Muchas gracias por la atención que ha tenido conmigo, durante todos estos días.
Hola, Sissé. No debes dármelas a mí, las merece Maharafa, que fue quien intercedió para que viajaras con ella.
Ya se lo agradecí, capitán. Lo cierto es que he hecho un viaje que no podía soñarlo siquiera.
Es una gran mujer. Demasiado joven para quedarse sola tan pronto.
Sí, es cierto. El destino a veces juega malas pasadas. Pero ella es fuerte.
Sí. Aunque Maharafa ha sufrido mucho. Ha sentido enormemente la pérdida de su marido. Y por otra parte, es extraño que no rehaga su vida con cualquier otro hombre.
Está muy volcada con la asociación en defensa de las mujeres…
¿Quieres un té?
Muy bien, gracias.
Aún ayudando a las mujeres, ella es muy joven, no debería estar sola.
Da la impresión que quería mucho a su esposo.
Sí. Estaban muy unidos. Maharafa le acompañó en innumerables viajes. Hacían muy buena pareja.
Es curioso, capitán, que las personas a las que más había ayudado le asesinaran.
No, Sissé, no es justo que digas eso. En todos los pueblos hay bandas de delincuentes que no reflejan el sentir de ese pueblo. El pueblo Tuareg, es muy noble y no se puede ver representado por unos asesinos.
En eso tiene razón.
¿Pasaste la noche con ella? — Le preguntó de momento.
Bueno, sí, la pasé en su casa—, respondió Sissé algo azorado.
Maharafa es una gran mujer…
Eso no me cabe la menor duda, capitán. No está mal la estrategia para saber de la persona que le interesa. Ha sido usted astuto. Pero le aseguro que no hubo nada entre Maharafa y yo— le mintió.
Bien… No es que a mí me importe, pero la verdad es que aprecio enormemente a esa mujer.
¿Sólo aprecio, capitán?
Sí. No seas mal pensado. Yo era muy amigo de su esposo…, además ¿dónde voy yo a mi edad?
Bueno, seguramente no es usted tan mayor. Muchas gracias por el té, capitán. Debo marcharme.
Muy bien Sissé. Adiós y que tengas mucha suerte en la vida.
Gracias, capitán. Espero volver a verle. Adiós.
Será un placer. Adiós.
En el puerto ya había movimiento de personal del mercado, sobre todo. Sissé tomó la gran Avenue De l’Aéroport, pasó frente a la Oficina Nacional de Correos y se encontró con La Place de l’Independence, llegó hasta el Hospital de Gao y se adentró en el barrio céntrico. Pronto advirtió una gran concentración de personas de muchas etnias distintas, realizando actividades comunitarias en el “Sosso-koïra”; era el punto de encuentro. Otras grandes explanadas separaban este barrio de los nuevos “Château y 8ème quartier”. Continuó en su caminar y tras pasar el Hotel Campement Bangu, giró a la izquierda por la Rue Na Na Mossi, hasta llegar a l’Avenue des Askia. Una indicación poco ostentosa hacia la derecha señalaba le Meridien de Greenwich punto 0º longitud. En dos segundos se podía pasar del Hemisferio Norte al Hemisferio Sur, en ese punto precisamente. Se detuvo y jugueteó como lo hubiera hecho un niño, pasando de un hemisferio al otro en un par de ocasiones.
Más adelante contempló la tumba del Rey Askia. Volvió sobre sus pasos y cruzó la Rue Na Na Mossi y la Rue Tiemoko Fadiala Sangare y se encontró en Le Marché Washington, en el que compró dátiles y unas frutas. Había puestos de una gran variedad: artesanía, marroquinería, mimbre y paja, forja, decoración y teñido de tejidos y la elaboración de terracota. Compró un “alleshave” para la esposa de Conrad y un “gozma” para el propio Conrad. Siguió caminando y pasó ante la Maison des Artisans, en la que se introdujo y quedó maravillado por la diversidad de productos Tuareg: joyas bellísimas, que elaboraban allí mismo; infinidad de artículos en cuero; almohadas de todos los tamaños y coloridos, únicas del pueblo Tuareg; espadas y zapatos. Llegó a la Gran Mezquita frente al puerto y se acercó al mercado en el que una gran algarabía entre sus mercaderes, advertía que estaban en plena actividad. En uno de los puesto de pescado ahumado compró unos cuantos.
Me puede decir si conoce a algún camionero que haga la ruta hasta Tessalit– preguntó Sissé.
Un señor que se encontraba próximo al puesto, ajeno a él, le respondió antes que a quien había consultado.
Sí. Yo salgo hacia Tessalit esta misma noche. ¿Qué vas a hacer allí?— le solicitó.
Voy a ver a un familiar que he de saludar. Si usted me lleva le quedaré muy agradecido y le pagaré el viaje, por supuesto.
No hay muchas oportunidades en Tessalit, muchacho— anunció el camionero.
¿Y dónde las hay?
Hay zonas que están mejor que otras. Bien, te llevaré.
Muchas gracias. ¿Qué me va a costar?
200 francos.
Muy bien. De acuerdo, ¿los quiere ya?
No, mejor cuando acabemos el viaje. ¿Piensas permanecer mucho tiempo en Tessalit?
Mi intención no es quedarme allí. Voy de paso...
Europa–, le interrumpió. –Cada vez se está viendo a más jóvenes que llevan esa misma intención. La mayoría no tienen experiencia en el desierto, y eso, es muy peligroso. Conozco varias familias que no saben de sus hijos.
Sí, ya me han advertido. Precisamente un colega suyo que me llevó desde mi población, Sikasso, hasta Kinyan. Me puso al corriente de los riesgos que entraña el desierto de Tanezrouft y el Teneré.
No sólo es el Tanezrouft o el Teneré, después hay que cruzar el Gran Erg Occidental. Sí, es verdad que no es tan terrible como los otros dos, pero después de cruzar cualquiera de los dos primeros, la escasez de fuerza hace aún más duro el otro. Es una travesía complicada, muy complicada— enfatizó el camionero. Y se presentó, –yo soy Michel, de Djénné— tendiéndole la mano.
Yo me llamo Sissé, soy de Sikasso— al tiempo que se la estrechaba.
Bien, Sissé, si no hay ningún impedimento saldremos al caer el sol. Tenemos por delante cuatrocientos kilómetros hasta Kidal, aproximadamente y otros tantos después.
Pues los haremos— comentó con cierta ironía.
Si quieres dar una vuelta por el mercado…, todavía nos queda una hora aproximadamente.
No. Si quiere me quedo y le ayudo si ha de preparar alguna cosa. Ya vengo de dar una vuelta por la población.
Bien. He de revisar el agua que llevo, a media noche tendremos que tomar un té, al menos. Y no me hables de usted.
Está bien. Voy yo a comprar el té.
No. No hace falta, llevo en el camión de sobra. Vamos a acercarnos al camión para ver si está cargado.
Se encaminaron ambos hacia la parte de atrás del puesto y giraron a la izquierda, a unos cien metros, sobre una explanada entre los puestos y varios almacenes, había varios camiones que estaban siendo cargados con diversas mercancías. Michel advirtió a Sissé de cual era el camión, se encontraba el tercero desde donde venían y giraron hasta la parte trasera del mismo. Estaban echando los últimos sacos de arroz. Era un camión Renault de dos ejes, relativamente nuevo. Con relación a los que lo flanqueaban era una joya.
Sissé rodea el camión y observa si hay alguna rueda más baja que las otras.
Muy bien. Están todas igual de hinchadas, Michel.
Vamos, Sissé, acompáñame.
¿Dónde vamos?
Vamos ahí delante, al restaurante La Source du Nord, refrescamos y partimos— le sugirió, señalando con el dedo.
Ah, me parece bien.
Michel pidió dos cervezas a lo que asintió Sissé. Ambos dieron un gran trago de dlo, con una mueca de satisfacción.
Estábamos sedientos— dijo Sissé. Afirmando con varios movimientos de cabeza Michel, mientras se limpiaba los labios con el dorso de la mano.
Se enzarzaron en comentarios banales con otros tantos camioneros que también se preparaban para el viaje.
Michel era un hombre de unos cuarenta años, pelo anillado, de mediana estatura, corpulento. Era bien parecido, los pómulos algo resaltones, ojos pequeños y dientes blancos y pulcros. Iba vestido con un pantalón ancho, con empuñaduras sujetas en los tobillos y una camiseta del “Che Guevara”, que le diera un camionero francés. Al poco rato se despidieron del resto de camioneros que todavía permanecieron allí y salieron del restaurante. Se encaminaron, hacia el mercado. Tras despedirse del mercader del puesto de pescado que comprara Sissé, fueron hasta el camión. Estaba ocultándose el sol y un bello crepúsculo se dibujaba ante sus ojos. «Todos los días era lo mismo, pero, la puesta del sol en cada lugar tenía su encanto particular», pensó Sissé.
Pasaban delante del restaurante La Source du Nord y Michel dio una gran pitada de claxon. Poco más adelante tomaron la carretera RN8 que cruzaba la población.
Mira, Sissé. La Koïma, la Duna Rosa. Obsérvala porque a lo mejor no la vuelves a ver en tu vida.
Es cierto, tiene un color rosa. Es preciosa. Nunca he visto nada igual. Pero por qué me dices eso.
Porque hay mucha gente que no ha vuelto de su viaje.
Yo confío en no quedarme en el viaje...
Hombre, no me refería a eso, simplemente que te quedaras en el país de destino.
Ah, bien. Quizá estoy un poco susceptible.
No es malo, necesariamente, si eso te sirve para estar muy atento a lo que se pueda presentar en la travesía del desierto, y durante todo el viaje.
Enfilaron a continuación el Valle del Tilemsi. Viajaban a buen ritmo por una pista de tierra poco bacheada, lo que les permitía ir con relativa comodidad. Pasaron la población de Almoustarat sin detenerse.
Hay otra carretera, la principal, que construyeran los franceses, que pasa por las montañas, pero ésta es más rápida cuando no hay lluvias.
Prosiguieron viaje y a unos veinte kilómetros llegaron a Tabankort. Detuvo el camión y dispuso los preparativos para calentar el té. Sissé trajo unas ramas secas para encender el fuego.
¿Has visitado Ansongo?
No— le respondió Sissé. –Acababa de llegar cuando contacté contigo.
A esa población llegan muchos jóvenes y no tan jóvenes en busca de trabajo en las minas de uranio.
No sabía que hubieran minas de uranio.
Sí. Aunque aquí hay también muchas otras cosas. No para poder trabajar...
Pero no me interesa meterme en una mina.
Ya. Tenemos la reserva de animales salvajes más importante. Puedes ver hipopótamos en el agua o dormitando en la orilla, en Tasharan y con mucha suerte puedes ver hasta cocodrilos o manatíes. O, igualmente, en la Reserva de Menaka, entre las poblaciones de Ansongo, Menaka, Anderanboukan y Labbezanga se pueden ver jirafas, antílopes, hienas, chacales, cigüeñas, flamencos rosas, jabalíes, sobre todo cuando algunos de ellos acuden para beber en el río. O en Gourma, entre las ciudades de Gossi y Hombori, que hay elefantes, quedan sólo 322, según dicen, éstos emigran a Burkina.
No me puedo permitir hacer turismo. He de realizar el viaje lo antes posible.
Sissé, sabes que te puede llevar tiempo, ¿verdad?
Sí. Pero quiero acortarlo todo lo que pueda.
No son buenas las prisas. Suelen ser muy malas compañeras. La travesía del desierto requiere mucha atención y prudencia–, le aconsejó, una vez más, al tiempo que con una rama desviaba de su trayectoria a una gran araña.
Tras una media hora de parada, continuaron viaje por una carretera de asfalto en muy mal estado, en muchos tramos oculto por la arena, lo que hacía imposible evitar los baches. Dejaron atrás la población de Anéfis para poco más adelante desviarse a la izquierda y tomar la carretera a Kidal. Después de dos horas más de viaje llegaban a Kidal, eran casi las tres de la mañana, y se pararon ante un almacén, parecido a un hangar en el que los portones permanecían cerrados; indicándole a Sissé, que era donde solía descargar cuando se quedaba aquí. Descendieron del camión y caminaron un poco sin alejarse demasiado del vehículo.
Atención Sissé, se acercan por detrás de nosotros varias personas–, le advirtió Michel.
Si ya les había oído.
Está atento, posiblemente vengan a por algo más que a saludarnos.
¿Tú crees?
Es muy probable. Si no qué vienen a hacer estos aquí a estas horas.
El nerviosismo se instaló en Sissé, aunque le reconfortaba ver la tranquilidad con la que afrontaba la situación Michel, que quitó el candado a una barra de hierro que cubría un cajón del lateral del vehículo y la dejó suelta.
I ni su.
I ni su, contestaron Michel y Sissé a un tiempo, que se habían apoyado en el camión.
Hace frío esta noche– dijo uno de los recién llegados.
Aquí siempre hace frío– respondió Michel con aparente tranquilidad.
¿No tenéis un poco de té?
Si podéis esperar lo hacemos. Aunque no es hora de que caminéis por ahí, ¿no?
Eso os lo podríamos decir a vosotros, ¿no te parece?
Nosotros vamos de viaje, pero ¿y vosotros?
¡Sacad todo el dinero que llevéis, rápido! Gritó el que parecía el jefe, mostrando una bayoneta de fusil oxidada.
No había hecho más que finalizar sus palabras cuando le cayó como un rayo un golpe seco de la barra de hierro que asía Michel, sobre el antebrazo amenazador. Un grito de dolor continuó al golpe. La bayoneta cayó en el suelo y el sujeto se cogió el antebrazo y salió corriendo seguido de los otros dos perdiéndose en la oscuridad con rapidez, mientras Michel alzaba de nuevo la barra, amenazante.
Continuemos viaje Sissé. Creo que estos volverán con alguno más a pedirnos cuentas.
Sissé subió al camión en un salto, mientras Michel colocaba la barra en su sitio volviendo a poner el candado.



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