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miércoles, 11 de junio de 2014

SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso.



Capítulo XIII


Alrededor de las diez de la mañana alcanzaron Tessalit. Michel entró en una casa de adobe y al momento salió acompañado de un hombre de avanzada edad con un turbante enorme sobre su cabeza. Tenía su cuerpo algo corvado, pero con una vitalidad envidiable. Era de tez más clara y con muchas arrugas, curtida por los años y el clima agreste de la zona, gesticulando al tiempo que hablaba con Michel. Sissé se situó en la trasera del camión preparado para descargar. En una hora habían descargado el camión, Michel les acercaba los sacos desde lo alto del camión y Sissé y otro muchacho los introducían dentro del almacén. Sissé se acordó de la temperatura de la noche anterior, «cómo habría agradecido tenerla esta mañana» pensó. Había más de cuarenta grados que mitigaban con agua de un pozo que tenía en el interior del almacén y les había facilitado su dueño. La bebieron generosamente. Sissé preguntó al comerciante por Conrad.
––¿Qué quieres tú de ese targui?
––¿Cómo targui? Conrad no es targui... Él es de Sikasso.
––Qué importa dónde naciera... Conrad es, como su mujer y yo mismo, Tuareg–– enfatizó aquel hombre viejo.
––Conrad es primo del famma de los duungomá a donde pertenezco y le traigo un recado de él––, dijo sin atreverse a contradecirle.
––Vive a las afueras de la población. Al finalizar la calle giras a la derecha y una vez salgas de la población verás una casa que tiene delante un gran baobab. Está muy cerca, justo antes de llegar al oued, en el que hay una gran cantidad de palmeras de todas clases.
––Muchas gracias señor–– le dijo y dirigiéndose al camionero, ––Gracias Michel, por haberme traído hasta aquí. Toma tus doscientos francos.

––Gracias a ti Sissé. Toma partiremos el viaje–– devolviéndole cien francos. Me has hecho compañía y me ha venido muy bien tu ayuda en la descarga–– comentó con una mirada cómplice al muchacho del almacén, que asintió. -De todas formas si nos hubieran robado habríamos quedado peor.
––Sí. En eso tienes razón.
––¿Os han asaltado?–– Preguntó el señor Madaye, que así se llamaba quien regentaba el almacén.
––Lo intentaron anoche, en Kidal— responsó Michel.
––Michel le dio un golpe en el brazo al que amenazaba con una bayoneta, con una barra de hierro que lleva en el camión, y ahí se acabó el asalto–– intercedió, Sissé, con satisfacción.
Cada vez son más frecuentes los asaltos por toda la zona— se lamentó el señor Madaye, asintiendo Michel.
Sissé se despidió del señor Madaye y del muchacho, e hizo lo mismo con Michel, encaminándose a continuación a localizar la casa de Conrad, siguiendo las instrucciones del anciano.
No caminó más de cinco minutos cuando vio un gran baobab que sobresalía con holgura de una casa que se confundía con la arena. A medida que se acercaba, observó con placer, como a pocos metros de la casa se extendía un pequeño palmeral rodeado de una vegetación exuberante y verde, muy verde, que contrastaba con los parajes áridos que venía observando desde que salió de Gao.
Una cortina de tela gruesa de muchos colores cubría la puerta de entrada. Levantó con una mano la cortina e introdujo la cabeza y llamó a Conrad. Alguien le respondió a su espalda. Se giró y vio como desde la otra parte del tronco del gran baobab le observaban con atención.
––¿Qué quieres muchacho?
––Vengo en busca de Conrad, el duungomá. Me envía Françoise, el famma de Sikasso.
––¡Oh! Mi buen primo Françoise. Yo soy Conrad. Ven, acércate muchacho— le invitó. ––¿Cuál es tu nombre?
––Me llamo Sissé, hijo de Samuel, de Sikasso.
––¡Ah! Samuel, sí lo recuerdo bien—. ¿Cómo están tu padre y tu madre?
––Bien, bien, muchas gracias–– respondió Sissé entre fuertes carcajadas de ambos.
––¿Y tus hermanos? Porque tienes hermanos, ¿no?
––Sí, señor. Somos cinco, tres hombres y dos mujeres, una de ellas tiene tres meses. Están muy bien. Gracias.
––¿Qué tal están de salud mi primo Françoise y su mujer?
––Muy bien, también. Les envían muchos saludos a usted y a su señora.
Cada respuesta se cerraba con una carcajada sonora y espontánea de Sissé, que a su vez provocaba otra carcajada tan sonora y homérica en la persona de Conrad.
Conrad era un hombre de buena estatura, enjuto, con una barba corta y anillada, blanquecina. Sus ojos pequeños se confundían con las arrugas de su cara. Tenía su rostro un rictus de alegría, generoso, transmitía tranquilidad. Conrad, con un gesto más serio preguntó:
––¿Qué te trae por aquí, Sissé?—, dijo en tono conciliador.
––Voy de viaje a Francia y su primo Françoise me pidió que viniera a saludarle. Me dijo que me ayudaría y me orientaría para localizar a sus familiares en Lyón.
––¡Hum! ¿Y en que medida necesitas tú mi ayuda?— Le preguntó mirándole fijamente a los ojos.
––Bien. Lo que necesito es poder trabajar una temporada y conseguir algo de dinero con el que poder costearme el viaje— le respondió, Sissé, que no le rehuyó la mirada.
––Para eso necesitarás trabajar una larga temporada. El viaje es costoso.
––No. Yo necesito algo de dinero para poder cruzar el desierto. Después en Marruecos o en España trabajaré otra temporada para poder finalizar el viaje.
––Aún así, Sissé. Aún así... Bien. En mi casa eres bien recibido. Estarás el tiempo que tú quieras estar. Me ayudarás en las labores con los animales y en el campo a mi mujer, hasta que encuentres un trabajo que te permita ahorrar. Mi mujer, Asshiá, estará igualmente encantada de tenerte como huésped.
Conrad se dedicaba a la cría de animales: dromedarios, cebúes, cabras y algunos caballos y asnos, que todos los años vendía en el mercado de Agadez.
––Gracias, señor Conrad. No seré un estorbo para ustedes. Después necesitaré que me oriente para cruzar el desierto— le dijo Sissé.
––Seguro que lo necesitarás, hijo, seguro que lo necesitarás.
Conrad llamó a su mujer dando una voz, y al instante se presentó: llevaba un caftán de muchos colores vivos y un ”afer” que le cubría la cabeza y los hombros hasta la cintura. A pesar de su edad aún se podía apreciar la belleza que debió ostentar cuando era más joven. Su tez era bastante más clara que la de su marido, ojos verdes, redondos, labios poco carnosos y la voz aguda, enérgica la mayoría de las veces, denotaba gran personalidad. Tras el protocolo de las presentaciones y el interés por su familia, le comunicó Françoise a su mujer los planes de Sissé y la estancia de éste en su casa, a lo que correspondió a su marido con una mirada de sorpresa.
––Vamos dentro de la casa, tendrá hambre— le sugirió a Conrad, a modo de regaño.
––No. No tengo mucho apetito, porque antes de llegar, después de haber descargado un pequeño camión de arroz junto con otro muchacho he comido unas frutas y pescado que compré ayer en el mercado de Gao, mientras esperaba para que saliera el camión que me ha traído hasta aquí— mintió Sissé. A cambio de traerme yo debería ayudarle a descargar el camión y pagarle doscientos francos. Luego me devolvió cien francos.
––Hiciste bien. Ese es el sentido que debes tener siempre: ayudar para ser ayudado. De actuar así te sacará de muchos apuros— sentenció Conrad.
Una vez dentro de la casa, Sissé se encontró en un espacio diáfano a modo de salón, y por todo mobiliario una mesa bajita, de caoba, en el centro, con un tablero de taracea perfectamente pulido: el tablero lo formaba un rombo sobre otro cuadrado en colores más claros. Alrededor y sobre una gran alfombra, también con motivos Tuareg, que ocupaba gran parte de la sala, habían grandes almohadones de cuero de cabra pintados con motivos rectangulares en distintos colores, característicos de este pueblo, que llamaron su atención. En una de las paredes un anaquel soportaba varios objetos, entre ellos una tetera.
––Asshiá, es “targuia”—, le aclaró a Sissé. Ella le dirigió una sonrisa vacua confirmando las palabras de su marido.
––Ya me informó su primo Françoise, de la procedencia de su esposa–– reconoció Sissé.
A la derecha del salón había un espacio separado por una cortina de tejido más suntuoso que el de la puerta, apartada ésta con la mano, se pudo ver que en el interior reposaba sobre otra alfombra de piel, una “tadebut” y sobre ésta un “aghraw”. Rápidamente Asshiá colocó sobre el camastro una cubierta de muchos colores y motivos Tuareg.
––Esta es nuestra habitación— le informó Asshiá, dejando caer la cortina, ––y esa de hay enfrente será la tuya. La ocupaban mis hijos— le dijo a Sissé con cierta frialdad, ––es exactamente como la anterior.
Era una habitación de las mismas características que la del matrimonio, pero con dos jergones en el suelo, también sobre una gran alfombra de piel.
––¿Dónde están sus hijos?— preguntó Sissé.
––Ya han iniciado su propia vida. Están con sus mujeres y sus hijos. Viven en Tombouctou. Aquí la vida es muy dura, Sissé; no hay nada. Tessalit es un oasis que se gobierna por si mismo: las autoridades de Bamako no quieren saber nada de nosotros, de hecho no tenemos ni luz eléctrica y mucho menos otros servicios elementales. Y si a eso le añadimos que no querían criar animales...— se lamentó Conrad. ––Pero háblame de ti, si vas a vivir en mi casa mejor nos hablas de ti. Y tutéanos.
Mientras tanto Asshiá había colocado sobre la mesa unos dátiles, tres vasos y una botella de refresco.
––Está bien. Pero antes tomad estos presentes que traigo para vosotros–– al tiempo que tendió a Asshiá el alleshawe, un pañuelo para la cabeza y a Conrad el puñal de brazo que comprara en Gao.
Después de agradecer a Sissé los regalos se acomodaron en las almohadas alrededor de la mesa y éste tomó un dátil ante el ofrecimiento de Conrad. Sissé comenzó a narrar los pormenores de la vida en Sikasso a raíz de la sequía del año pasado y posterior plaga de langosta, ante la atención de Conrad y su mujer. Continuó explicándoles los detalles de su viaje y la reacción de Michel con los tres atracadores la noche de antes.
––¿Cómo es que estás con una mujer Tuareg? Tengo entendido que a las mujeres no se les permite esposarse con hombres que no sean de su etnia.
––Sí, es cierto. Pero el amor lo puede todo. Tuvimos grandes dificultades pero con perseverancia lo conseguimos. La conocí en Tombouctou, donde yo iba a vender mijo. Ella vino con su familia trashumante y acamparon fuera de la población. El primer día de estancia en la ciudad la vi, me encontraba yo en mi puesto y sus ojos me embelesaron. Ella también se fijó en mí, no creas, yo era un joven apuesto en aquella época— y sonrió, ––entonces le dije varias cosas..., que ya no recuerdo; sólo con el fin de que no se alejara, pero no lo conseguí. Se marchó dejándome, eso sí, una sonrisa que todavía cuando la recuerdo me seduce.
Una mirada furtiva de Asshiá, confirmaba el comentario de su esposo.
––Asshiá, es una mujer bella— dijo Sissé, ––no dudo que en sus años jóvenes te embaucara, seguro que era muy bonita.
––Lo era... Lo era, sin ninguna duda. Pero no la adules, que se crece muy pronto—, lo que sirvió para sonreír los tres. ––Al día siguiente volvió al mercado y allí estaba yo, en mi puesto vendiendo mijo, se me acercaron dos hombres Tuareg y me ofrecieron sal por el mijo, a lo que accedí. Yo no me percaté que eran el padre y el hermano de Asshiá, ella se encontraba con su madre y una hermana más pequeña, algo retiradas, y yo no podía dejar de mirarla. Su madre la regañó en tamashek, lo que no entendí y ambas hermanas rieron, entre las protestas más airadas de la madre. A continuación su hermano la sujeto por el brazo y tirando de ella se marcharon. Comprendí que había venido toda la familia—. Y añadió, ––yo, ya no tenía nada que hacer allí, debía volver a Sikasso. Pensé que no me podía marchar sin hablar al menos una vez con ella y cambié de nuevo la sal por mijo a un amigo que llegamos juntos a Tombouctou, él se volvió a Sikasso y yo esperé al día siguiente a que volviera al mercado— Asshiá asentía complacida a aquellos comentarios de su marido, entre risas. ––Si hubieras visto la cara que puso su padre cuando al día siguiente me vio en el mismo sitio con el mijo… Se acercó:
––¿Qué has hecho? ¿No quieres volver a tu casa?
––Quiero hablar con tu hija— le dije ––y espero que me lo permitas. Lo que soltaron por la boca su padre y su hermano no te lo diré. Me increparon airadamente, hasta el punto de arremolinarse el gentío en torno a nosotros. A mí me temblaban las piernas y el miedo me hizo decir: Es mejor que hable con ella con tu permiso ¿no crees? Arreciaron lo improperios y se marcharon maldiciendo. Hubo mucha gente que me decía que había sido un imprudente, que no tenía que haber provocado a los Tuareg, lo que yo no comprendía. Mi pretensión era, sólo, hablar con la mujer más bonita que había visto jamás. Cual fue mi sorpresa cuando a la mañana siguiente la vi aparecer con su hermana y se detuvo ante mí.
––Porqué le has dicho a mi padre que querías hablar conmigo. No te conozco de nada para que te atrevas a eso–– me dijo altiva.
––Porque es la verdad. Quiero hablar contigo, no le hago daño a nadie porque hablemos— le respondí categórico.
––Pues mi padre y mi hermano llegaron enfurecidos.
––Y a mí me temblaban las piernas, cuando se marcharon— le repuse. ––Se rieron ambas y me pareció la risa más encantadora que había visto y oído jamás. Así fue como comenzamos a hablar y al rato apareció su padre y su hermano con cara de pocos amigos. Cuando les vieron allí, conmigo, me increparon, de nuevo, y ella se interpuso entre nosotros y hablando en tamasheq les apaciguó los ánimos. Asshiá, extrañamente, era el ojo derecho de su padre. A la mañana siguiente volvió su padre y me cambió el mijo por dos ovejas, yo no me lo podía creer. «Y no me ha insultado», me dije a mí mismo. También es cierto que no me dijo ni una palabra más. Cuando esa misma tarde llegó ella, de nuevo, me comentó que su padre muy a regañadientes había aceptado a que nos viéramos. A los dos días mandé recado a mis padres que me quedaba en Tombouctou, que volvería cuando pudiera. Y en cuatro meses me encontré en Tessalit, con la mujer que quería y dos ovejas, y así comenzamos nuestra vida juntos, hasta hoy.
––Que historia tan bonita. Y ¿no tuvisteis boda?
––Sí, tuvimos boda. No tan suntuosa como las que ellos celebran habitualmente, pero sí, digamos que tuvimos boda. Su hermano renunció a Asshiá...
¿Cómo es que vistes como los Tuareg?
Yo pertenezco a los Tuareg, Sissé. Desde que me esposé con ella, adquirí la forma de vida de ellos, sus costumbres, su cultura, su forma de vestir, te aseguro que no es caprichosa— y continuó, ––no es que yo haya renunciado a mis raíces, pero aquí no se puede vivir con nuestras costumbres, sólo se es capaz de subsistir con las suyas. A pesar de vivir en un oasis, en Tessalit es mejor adaptarse a su forma de vida, ya que ellos tienen mucha experiencia en la vida en el desierto. Nosotros, con nuestros hábitos seríamos incapaces de subsistir en estos parajes tan agrestes. Y a ti te convendrá adoptar esas mismas formas de vida—, le aconsejó. ––La vida aquí es muy dura, pronto se endurecerá mucho más la existencia y te convencerás de lo que te digo.
––Yo no tengo ningún inconveniente en hacer lo que me digas, tú tienes la experiencia de los años. ¿Por qué dices que se endurecerá la existencia?
––Pronto llegará la temporada de lluvias y antes de que lleguen, con ellas y tras ellas los vientos iracundos. Creo que no tardarás mucho en conocer las tormentas de arena: el harmatán, es un viento que sopla justo después de la época de lluvias, desde noviembre hasta marzo. Como los vientos alisios que son secos, polvorientos y fríos, sopla de Noroeste y suele levantar grandes masas de arena. El efecto causado por el polvo y la arena levantados por el viento incide directamente en los animales y las personas, estamos más irritables de lo habitual cuando sopla durante varios días. Durante la temporada de lluvias se puede desencadenar, también, un temporal de viento y arena, llamado Simun, es un viento seco y cálido, que puede sobrepasar los 54º C y te quema la garganta y la piel debido a su escasa humedad. La tormenta se mueve de forma súbita y circular, como un ciclón, transportando una nube de polvo y arena en suspensión tiñéndola de un color anaranjado, produciendo una sensación de asfixia. El Simun se desarrolla rápidamente y sin señales por las que se pueda prever su aparición. Se presenta con un silbido violento y se desplaza a gran velocidad pudiendo matar a cualquier ser vivo que alcance sus ráfagas—. Y añadió dirigiéndose a Asshiá:
––Esta noche para la cena podías preparar una “bastila”, en honor de Sissé—. Propuso Conrad a su mujer, que le miró inquisidora.
––No hagas nada extraordinario, haz aquello que…— Sissé trató de evitar molestias.
––Está bien Asshiá, está muy bien que honremos a nuestro invitado— interrumpió Conrad a Sissé. ––Verás que es un plato exquisito, Sissé, no renuncies nunca a él.
––Lo tendré en cuenta— se conformó Sissé. ––¿En que consiste?
––Te lo explicará mejor Asshiá que yo.
––Es una empanada con un relleno de pollo, que lleva sobre ella azúcar molida y canela formando una estrella y se condimenta con varias especias y yerbas silvestres: cilantro verde, perejil, jengibre, azafrán; ¡ah!, y huevo, también lleva huevo. Pero no lo ha dicho por honrarte, sino porque es el plato que más le gusta a él.
––Debe estar muy buena. Seguiré el consejo de Conrad.
––Te conviene, muchacho, si quieres disfrutar de la vida—. Ironizó, entre carcajadas. ––Después, cuando comience a caer la fuerza del sol, iremos a ver los animales, nosotros no cultivamos prácticamente nada, nos dedicamos a la cría de animales. Viene mucha gente a comprar dromedarios, cabras, ovejas, asnos... También, casi todos los años voy a Agadez, a la feria del ganado.
––Yo cultivo alguna cosa, él es un holgazán––, protestó Asshiá. Y se dirigió a Sissé ––Llevas un shirawt precioso, ¿es una cornalina?
––Ciertamente es muy bonito––, confirmó Conrad.
––No lo sé Asshiá, yo no estoy acostumbrado a ver piedras preciosas. Según dijo el vendedor sí lo es, pero yo no me lo creí. Me lo regalaron y quede muy sorprendido. No me lo esperaba–– les dijo Sissé sin entrar en más detalles, lo que advirtió el matrimonio.
––Sí. Es una cornalina, Sissé–– le aseguró Asshiá que se había acercado a observarla tomándola en su mano.
Tras la comida y después de unas horas de descanso, el sol aún calentaba, no era tan implacable y permitía pisar la arena, Conrad y Sissé se encaminaron a un ensanche delimitado con cuatro estacas, a unos cincuenta pasos apartado de la casa, en el que cohabitaban dromedarios, asnos, cabras, ovejas..., sólo los cebúes estaban separados por unas vallas de troncos de palmera. Bajo un cobertizo, tan primitivo como el resto de instalaciones, hecho con troncos de palmera y ramas de baobab, había unas cuantas gallinas y otros dos pollos que estaban cercados aparte, picoteando en el suelo. En frente y en otro apartado tenía el forraje: sorgo y mijo para las bestias.
––¿Porqué tienes tantos dromedarios blancos, es por algún motivo o es simple casualidad?— Preguntó Sissé.
––No. No es producto de la casualidad, el mèhareé, lo pagan mejor que el resto. Ese es el único motivo. Al principio me quedaba con todos los dromedarios blancos que nacían para más adelante cruzarlos entre sí, de esta manera conseguí tener más animales blancos.
––¿Y porqué dromedarios y no camellos?
––Bien, es muy sencillo. El dromedario tiene un cuerpo más estilizado que el camello, es más alto y es mucho más resistente en las travesías del desierto: puede estar sin comer ni beber alrededor de diez días, el camello ni pensarlo; y lo más importante, es más rápido que el camello. El dromedario se alimenta de hojas verdes, hierbas y ramas. En el desierto toma el agua que necesita de comer vegetales verdes y espinos de los arbustos. Solamente tienen un inconveniente, cuando los machos están en celo braman, son gruñones, se vuelven irascibles y hasta llegan a morder.
––Mañana me acercaré al almacén de alimentos, donde descargamos el arroz. Le diré al señor Madaye que voy en busca de trabajo, por si necesitara a alguien o si conoce quien lo necesite— le anunció Sisse.
––Me parece bien. Es una buena persona y si puede te ayudará. Puedes decirle que vas de mi parte— le propuso Conrad.
––Gracias. Ya me interrogó cuando le dije que te buscaba, antes de decirme dónde vivías.
––No me extraña. Somos muy buenos amigos.
––Dime, Conrad, cuánto te he de pagar por proporcionarme alojamiento y comida.
––Yo pretendía que me ayudaras con los animales, y a mi mujer con los cultivos, como ya te comenté, con eso sería suficiente.
––No Conrad, eso no es suficiente. Por supuesto que te ayudaré encantado con los animales y con todo aquello que necesite tu mujer, pero he de pagarte.
––Creo Sissé, que tanto para Asshiá como para mí será una bendición tenerte aquí, estamos muy solos, ya desde hace mucho tiempo. Además, tu intención es partir cuanto antes, de modo que recógete todos los francos que puedas porque te harán falta.
A continuación salieron a ver el ganado y una vez arreglados los animales caminaban los dos departiendo animosos. Conrad pidió a Sissé que le contara cómo estaban las cosas por Sikasso. Ascendieron una pequeña duna, mientras le ampliaba los detalles de lo relatado anteriormente. Conrad le señaló el oued por el que corría un hilo de agua que iba a desembocar en un pequeño “ajelman” con palmeras y vegetación alrededor. Le indicó que tras la época de lluvias el ajelman se hacía mucho más grande, con bastante más cantidad de agua y por las mañanas conducían a los animales para abrevar. Conrad se emocionó ante la información que Sissé le iba dando.
De vuelta en casa, Asshiá, estaba ultimando los detalles para la cena. La “bastila” lista y preparada sobre la mesa, y un guiso de mijo con carne que olía fenomenal ––al menos, así lo apreció Sissé–– apartado del fuego, listo para servir. Sissé se brindó a ayudar a Asshiá en la preparación de la mesa. La mujer de un odre de piel de macho cabrío llenó tres cuencos con agua para lavarse las manos, que colocó sobre la mesa. En el centro de aquella misma mesa se hallaba el plato con el guiso de carne, del que comieron con los dedos de la mano derecha, para a continuación seguir con la “bastila”. Asshiá encendió una lámpara de carburo similar a las que utilizaban en el barco, aunque más pequeña. Dieron buena cuenta de la cena y felicitaron a la cocinera. Tras el té que lo tomaron varias veces, salieron fuera de la casa. Una ligera brisa les trasladaba el olor a establo más pronunciado que el resto del día. Sentados en el suelo, bajo una noche iluminada por la Luna llena sobre un manto inmaculado de estrellas, hablaban del proyecto de Sissé. Conrad le había escuchado con suma atención, sin interrumpirle en ningún momento. Analizando todo aquello que Sissé decía. Una vez hecha la exposición por parte del muchacho, Conrad permaneció en silencio un corto espacio de tiempo que a Sissé le pareció una eternidad.
––¿No te parece bien lo que pretendo hacer?— le consultó Sissé, algo ansioso.
––Sí. Si es lo que tú quieres. Pero me da la sensación de que no tienes mucha idea de lo que te puedes encontrar en tu viaje— le respondió.
––Por eso quiero que tú me orientes. Tu experiencia en el desierto me puede ser de mucha ayuda. Aquello que me digas lo haré, sin más. Mi padre y tu primo me dijeron que hiciera todo aquello que tú me indicaras.
––¡Ah! Mi buen amigo Samuel y mi buen primo Françoise, ¡cuánto tiempo! Sabes, me has devuelto a mis raíces con tu llegada. Hacía mucho tiempo que no recordaba mi vida en Sikasso y tú me has llenado de nostalgia. Aquí no llegan noticias de aquella zona. Pero bien. Tiempo tendremos de hablar de todo ello— e hizo una pausa. ––El viaje que vas a realizar no es fácil, Sissé. Es más bien peligroso. Es bastante peligroso. Sobre todo para alguien que no conoce el desierto. Por nada debes hacer el viaje solo, bajo ningún concepto. Un proverbio congoleño dice: “Las huellas de las personas que caminan juntas nunca se borran”. La travesía del desierto debes hacerla con un convoy, incluso así es muy arriesgado. Las decisiones que se han de tomar es mejor tomarlas entre todos, para que no recaiga la responsabilidad en uno sólo— disertaba Conrad. ––Tendrás que pagarte el viaje. Y no sólo eso, tendrás que pagar sobornos sin rechistar, para evitar males mayores. Hay gente que viene de Marruecos y de Argelia y cuenta que son asaltados constantemente, unas veces por la propia policía y otras por delincuentes comunes. El desierto, Sissé, es un infierno sin dejar de ser el paraíso, es un infierno cuando lo estás cruzando y un paraíso cuando lo has conseguido— le animó. ––En el desierto no puedes confiarte, pues la inmensidad del espacio contrasta con la indefensión del hombre. Mires donde mires todo aquello que te alcance la vista lo observarás distante y deshabitado. No ves más que arena y alguna que otra piedra dispersa. Confundirás la línea del horizonte, siempre es igual, nunca llegas a él. Un proverbio Tuareg lo define con claridad: “O ves el horizonte bajo tus pies o nunca dejará de alejarse”.
––Ese proverbio ya lo he oído— le interrumpió Sissé.
––Haz caso de ellos, son muy sabios— y añadió, ––únicamente romperá la monotonía alguna duna, o alguna montaña lejana, si es que la ves. No tendrás un árbol en el que cobijarte ni agua que beber. El desierto es inhóspito incluso para los Tuareg, la única diferencia es que ellos lo respetan, Sissé, lo respetan mucho— y concluyó. ––Todos los días hay alguien que se queda para siempre en sus entrañas, sobre todo blancos, pero también de los nuestros se pierden y nunca más se sabe de ellos.
Un nudo en la garganta impidió decir palabra a Sissé. Había quedado azorado por las palabras de Conrad. Sabía que tenía razón, aunque verdaderamente él no pensó en las diversas fatalidades que había enunciado este targui.
––Bueno, no todo es malo, hombre. Es el lugar más bello y cercano a dios sobre la tierra— le dijo para disipar su azoramiento. ––Vamos dentro Sissé, Asshiá tiene algo para ti.
Asshiá le tenía preparado sobre la cama un chèche negro, un litham, también, negro y unas ighatimen con las que caminar por la arena. Quedó Sissé impresionado por la indumentaria Tuareg que no esperaba.
––Os doy las gracias por estas prendas. Os las compensaré.
––Oh, no. Pero tendrás que aprender a colocártelas. Mañana te explicaré como se hace, verás que es muy sencillo. Y te ayudarán a mitigar el calor.
A la mañana siguiente Conrad enseñó a Sissé a vestirse con el nuevo atuendo que le habían regalado. Dos veces necesitó Sissé ser orientado, en la colocación del chèche y el litham. A partir de la tercera se los colocaba sin ningún problema. Había cambiado su aspecto, a partir de ahora se confundiría con los Tuareg, sólo el color de su piel le delataba. Conrad acompañó a Sissé a hablar con el dueño del almacén de alimentación con la escusa de que debía hacer unos encargos. Una vez en el almacén, Conrad habló con el dueño mientras Sissé ojeaba todos los productos que tenía almacenados; reconoció los sacos de arroz que descargara el día anterior y que ya habían mermado considerablemente. Saludó al muchacho que descargara con él el camión, con el que habló hasta que llegaron en su busca Conrad y el dueño del almacén. Conrad le anunció que a partir de mañana trabajaría a las órdenes del señor Madaye.
Mientras hablaban el señor Madaye y Conrad de forma familiar, Sissé intercambiaba opiniones con Mossa, así se llamaba el muchacho y le preguntó sobre el funcionamiento del almacén.
––He visto que en un día ha vendido bastantes sacos de arroz de los que descargáramos ayer.
––Efectivamente, aquí se trabaja mucho, es agotador––, le dijo. ––Hay que cargar a los clientes y descargar los camiones de todos los productos que tenemos, arroz, cebollas, mijo, sorgo, patatas... Sobre todo después del pasado año con la sequía y la plaga de langosta. Es muy importante que no te olvides de apuntar todos los productos que cargues o descargues en estas libretas. Es una suerte que sepas leer y escribir.
Mossa le puso al corriente, con detalle, del funcionamiento del almacén.
––Estaré encantado de tenerte aquí; espero que nos hagamos buenos amigos.
––Yo también lo espero, Mossa.
No tardaron en retornar a casa de Conrad. Por el camino fueron hablando de la suerte que había tenido Sissé, de que le diera trabajo el señor Madaye, casi sin pensárselo.
––Conrad muchas gracias por la deferencia que has tenido conmigo, acompañándome primero y hablando después con el señor Madaye, para que me diera el trabajo.
––Ha sido cosa de él, te ha visto fuerte, vio como te comportaste ayer y le ha parecido muy bien que quisieras trabajar en su casa. Ah, antes de que comiencen las lluvias me acompañarás al mercado de Agadez con los animales, es la condición que le he puesto y ha aceptado–– le anunció.
––Bien, estaré encantado de acompañarte. De todas formas gracias por todo.
––Le he prometido que no le decepcionarás, que no se arrepentirá de haberte contratado. Ni yo tampoco, espero.
Cuando llegaron a su casa la mujer de Conrad estaba ordeñando una camella con el “akabar”. Sissé se acercó con la intención de ayudar, pero la mujer se negó.
––Eso es tarea de mujeres, Sissé––, dijo Conrad en tono autoritario.
––Yo siempre he ayudado a mi madre..., y lo he hecho con gusto. Si hubierais visto las caras de las personas con que nos cruzábamos en Moptí, porque llevaba la compra que había realizado una señora en el mercado...
––¿La que te regaló el shirawt?
––¿Cómo lo sabes?
––En Sikasso no hay de estos bàgan, Sissé.
––Sí, es cierto. Me lo regaló aquella señora. Maharafa, es su nombre. Viajé con ella en el barco que me trajo hasta Gao. Ella vivía en Moptí. Hicimos muy buena amistad. Estaba en una asociación que luchaba contra la mutilación genital en la mujer––. Conrad le miraba de hito en hito mientras hablaba.
––Eso está muy bien–– apuntilló Asshiá, que también le escuchaba atenta.
––Es una gran mujer–– aseguró Sissé. ––Me brindó su casa en la noche que permanecimos en Moptí. Era viuda del agregado comercial francés, en el consulado, su marido murió en Tombouctou.
Ante la mirada inquisidora de Conrad, Sissé, trató de aclarar la situación.
––Conrad, no hubo nada con esa mujer–– le mintió. ––Yo me debo a Aicha. Es una chica que conocí cuando llegué a Sègou. El mismo día de mi llegada comenzaba el I Festival sobre el río Níger y debía esperar cuatro días hasta que zarpara el barco que me llevaría hasta Gao. Conocí a tres muchachos y cuatro chicas, entre ellas a esta Aicha, que es excepcional. Mirala–– le ofreció el teléfono móvil.
––Es una mujer muy bella, Sissé–– al tiempo que se la mostraba a Asshiá.
––Pasé los cuatro días más maravillosos de mi vida, Conrad. Esa mujer ha de ser la mujer de mi vida. Me ha pasado como a ti con Asshiá—. Y tras una pausa añadió: —Bueno, Maharafa viajaba en el mismo buque, había dado unas charlas en Ségou con motivo del festival. Después coincidimos en el barco y me socorrió cuando me afligí porque Aicha no vino a despedirse de mí.
Conrad ya no pronunció una sola palabra. Esa misma tarde, cuando la fuerza del sol ya no era tan implacable, salió Sissé de la casa y se encaminó hacia el alpende. Conrad y su esposa permanecieron dentro de su casa y a la vista de la tardanza del muchacho salió Conrad en su busca. Algo más allá de la explanada y circundante con el gran baobab, estaba haciendo Sissé un “afarag”.
––¿Qué haces?— Consultó Conrad.
––Estoy preparando este trozo de terreno, para sembrar hortalizas. Aprovecharemos la sombra del baobab para que el sol no queme la plantación. Lo voy a hacer pequeño, únicamente para el consumo de casa.
––Y, cuando tú te marches ¿quien lo continuará?
––Yo. Respondió Asshiá que se encontraba en el umbral de la casa, escuchando la conversación. ––Continúa Sissé, que yo te ayudaré mientras estés aquí y después lo mantendré— aseveró Asshiá categórica.
Conrad hizo un gesto de resignación con las manos.
––Sissé, ¿por qué lo estás haciendo pegado al baobab, y no al lado del oued, bajo las palmeras?— le consultó Conrad.
––Porque es la parte menos arenosa del terreno y cogerá mejor aquello que se plante. Y de otra parte, le vendrá bien la sombra a algunos productos que plantemos.
A la mañana siguiente, Sissé se levantó justo al amanecer y finalizó el “afarag”, antes de marchar a trabajar al almacén de Madaye. El día había sido bastante movido de cargas y descargas, que él llevó encantado y a buen ritmo. Antes de marcharse, Sissé, le pidió simientes de patatas, pimientos y tomates al señor Madaye.
––¿Vas a plantar tú patatas y pimientos?— Le interrogó.
––Sí, señor Madaye. Voy a plantar lo que pueda para el consumo de casa. Tengo preparado un pequeño afarag en el que me falta sólo la simiente.
––¿Tú has hecho el afarag?
––Sí, claro. Y para aprovechar el agua de la lluvia voy a hacer un “ajelman”, para no tener que acarrear el agua desde el embalse natural.
––Habrá que verlo— le comentó resuelto, dándole unas palmaditas en el hombro.
––Cuando quiera señor Madaye. Seguro que será bien recibido en casa del señor Conrad.
Sissé se encaminó hacia su casa portando un saco de tubérculos de patatas y un saquito de simiente de pimientos y tomates. Una vez allí, en el cobertizo, extendió los tubérculos, hasta tener preparado el terreno para plantarlos. Al día siguiente tenía la tierra preparada, removida, con una profundidad de ocho a nueve centímetros, esponjada, la había humedecido previamente, esperando para ser preñada de siembra. Otra parte del terreno estaba preparado de caballones a continuación del de las patatas, paralelos a la besana. En tres mañanas había plantado, ayudado por Asshiá, todos los tubérculos de patatas que habían partido cuidadosamente en dos mitades, siendo regados con un odre que llenaba del “ajelman”. Una vez finalizada la plantación de patatas que era la más extensa, dedicaron tres caballones para pimientos y para los tomates, habiendo aprovechado la parte más próxima al baobab para la plantación de estos últimos.
Entre tanto estaba construyendo su “ajelman” junto al huerto, aprovechando una porción de terreno que estaba algo más elevado. Vació el terreno en el centro sin mucha dificultad, debido a que era muy arenoso, y esa misma arena extraída del centro la aprovechó para formar la pared del embalse, cubriéndolo con ramas de bananeras que había fijado con barro entre sí, quedando bastante impermeabilizado. Una vez formado el contorno colocó rocas de cierto tamaño en el exterior sobre el pie de la pared de arena, con el fin de que sirviera de contención, tanto para las lluvias como para el contenido del agua, una vez lleno. A penas si había tres metros desde el embalse al huerto, los unió por medio de un surco recubierto de barro mezclado con ramas de bananos que hacía las veces de acequia y serviría de desagüe del embalse y riego para el huerto.
Habían transcurrido dos meses largos desde que Sissé llegara a la casa de Conrad, y Asshiá comenzaba a encontrarse encantada con el joven que aportó frescura a la casa, dinamismo en la vida del matrimonio. Les había hecho salir del tedio diario de la rutina, aunque ella estaba más ilusionada que Conrad. Asshiá ayudó a Sissé en los trabajos que éste había realizado en infraestructuras y en el cultivo del huerto. Las patatas tenían sus hojas verdes y altas con la flor blanquecina.
––Pronto empezaremos la recolección, Asshiá. Al ser patatas tempranas en una o dos semanas estaremos comiendo de nuestra producción–– le dijo ilusionado.
––Cuanto me alegro Sissé––, le respondió Asshiá, que le dio unas palmadas en el hombro.
Conrad les observaba con sorpresa desde donde se encontraba arreglando a los animales.
Cuando Sissé se levantaba todos los días, Ashiá se colocaba a su lado y se dirigían juntos al huerto, hasta que se hacía la hora de marchar al trabajo en el almacén de Madaye. Formaban una pareja muy curiosa y compenetrada, la mujer había superado su reticencia inicial sobre Sissé. Asshiá había aprendido a cultivar los productos sembrados, siguiendo las instrucciones de Sissé, porque algunas formas diferían a las que ella ya conocía. Sissé había establecido un sistema de refrigeración de los pimientos y tomates con sus propias hojas, que servían de sombra a los frutos mediante la colocación de estacas clavadas en el suelo y que salían aproximadamente treinta centímetros. Hizo pasar las ramas principales de las plantas por encima de las estacas, con lo que quedaban los frutos bajo de sus hojas. Con el riego que a menudo les proporcionaba, mantenía la tierra húmeda y las irradiaciones del sol justas, consiguiendo unos frutos extraordinarios, tanto en tamaño como en calidad.
Conrad en su afán de que se hiciera con los animales le hizo galopar con los dromedarios en varias ocasiones, respondiendo a la perfección Sissé al envite. Su destreza en la montura sorprendió a Conrad, que veía en Sissé un muchacho con unas cualidades excepcionales, no sólo para montar, sino para desenvolverse en la vida.
Aquella tarde, cuando Sissé se disponía a regresar a su casa, después del trabajo, el señor Madaye le acompañó sumido en la curiosidad por ver qué era lo que Sissé había construido en casa de Conrad. A su llegada se saludaron con el protocolo acostumbrado.
––Asshiá, no prepares nada, porque no me quedaré mucho tiempo. Sólo he venido por la curiosidad de saber qué es lo que ha hecho Sissé en vuestra casa.
––Una maravilla, Madaye. Ven y lo verás le dijo con euforia Asshiá.
Se acercaron al baobab y observó cómo había organizado Sissé, el huerto, y el ajelman todavía escaso de agua. Madaye recorría las instalaciones en silencio, con gratificante asombro. Madaye se agachó, cogió un tomate y lo mordió.
––Está algo caliente, pero se puede comer. No imaginaba qué era lo que pudieras haber hecho, Sissé. Pero me ha complacido–– reconoció Madaye.
––Gracias, señor Madaye–– contestó Sissé orgulloso.
Conrad se había quedado dentro de la casa preparando el té. Cuando entraron lo tenía dispuesto sobre la mesa. Conrad sirvió el té sin preguntar, tomando asiento todos. Hablaron de lo que había hecho Sissé. Después de hablar durante un buen rato, Conrad anunció a Sissé que en diez días partirían hacia el mercado de Agadez, les llevaría cerca de un mes el viaje, a lo que Sissé asintió satisfecho, no sin mirar al señor Madaye, que reconoció que era la condición que le impuso Conrad, cuando su contratación.



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