COMPRAR EL LIBRO

domingo, 22 de junio de 2014

SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso.


Capítulo XVI



Sissé iba sumido en sus pensamientos y atento a cualquier comentario o acción de Mohamed, que no le inspiraba ninguna confianza. El camionero tenía un rostro iracundo, más pronunciado todavía por aquella barba negra y desarreglada que cubría casi todo su rostro. Cuando hablaba lo hacía alzando la voz más de lo necesario. Mohamed era más bajo que Sissé, que le sacaba casi la cabeza. Le faltaban varios dientes y su mirada era inquisidora. Iba tocado con un fez rojo, viejo y deformado. Sissé se lamentaba en silencio de la poca fortuna que había tenido en esta ocasión con el camionero. «En todas partes han de haber personas indeseables», se dijo. Optó por evitar enfrentamientos innecesarios y hacer el viaje lo más placentero posible.
––¿Quien te ha dicho que yo no soy targui?— preguntó Mohamed en un tono amable que inquietó a Sissé.
––Quien te conoce bien— le respondió secamente.
––Ha sido Michel, ¿eh?
Sissé no le contestó, permaneció con la vista puesta en la carretera. No tenía intención de hablar más de lo necesario.
––¡Vamos hombre! Ya se han puesto las cosas en claro. Estaremos cuatro días juntos a un metro de distancia, no podemos ir sin hablarnos, ¿no te parece?
––Ya te he dicho que la elección la tienes tú.
––Vale. Pues vamos a ayudarnos, vamos a colaborar en lugar de enfrentarnos— al tiempo que le tendía la mano a Sissé.
––De acuerdo— le dijo Sissé, estrechando su mano. Aunque seguía desconfiando de Mohamed.
––Bonito amuleto, ¿eh?–– Le insinuó Mohamed con retintín.
––Sí. Sí, lo son–– respondió Sissé, un tanto intranquilo, no le gustó el tono empleado por el camionero.
––Me refiero a ese de la piedra. Quien te lo regalara debía quererte mucho.
––Sí. Efectivamente mi abuelo me quería mucho. Este amuleto es mi vida–– le mintió.
––Algo extraño el amuleto para venir del sur de Malí. ¿No te parece?
––Si tú lo dices. A mí no me lo parece.
––Ya ves, yo hubiera jurado que es un amuleto Tuareg.
––Pues ya ves que no. Es un amuleto bamana. En cierta medida tienen similitud los amuletos nuestros con los Tuareg. Lo he visto en los mercados de Timbuctu y Gao, sobre todo–– Sissé trató de desviar la atención de Mohamed.
Ah, sí. Dijiste que no te gustaban las mentiras.
Sissé le miró de soslayo. Entre tanto llegaron a Aguelhoc, donde se detuvieron, en el mismo lugar que ya parase con Michel. Con haberse detenido el convoy se evitó continuar hablando del amuleto, que ya empezaba a molestar a Sissé. Los viajeros formaron un corro delante del camión de Mohamed, los tres conductores y los dos ayudantes que viajan en los otros camiones, junto a Sissé. Estaban sentados en el suelo en animada tertulia, mientras comían alguna cosa. Discutieron los pormenores del viaje y decidieron que no pararían hasta la frontera de Argelia en Bordj Moktar.
Todavía no había amanecido cuando llegaron al puesto fronterizo de Malí, se encontraba algo apartado de Tessalit en el mismo desierto, entre unas montañas pedregosas y de tierra oscura. Tras despachar en la aduana, un galpón raído en el que a su entrada había una mesa atascada de papeles apilados, dos policías revisaron los pasaportes, mientras otros dos controlaron los vehículos. En un abrir y cerrar de ojos habían despachado, con la autorización de continuar ruta, previa entrega del diezmo correspondiente ––seiscientos francos, aportados entre todos— que Mohamed había deslizado sutilmente bajo los folios de arriba.
Apenas habían abandonado el puesto fronterizo, se hundieron las ruedas delanteras del primer camión del convoy en la arena. Descendieron todos los viajeros de los camiones y provistos de palas comenzaron a quitar la arena. Colocaron las planchas delante de ambas ruedas y después Mohamed situó su camión delante y tirando de él con un cable de acero lo ayudó a salir.
Tres horas más de viaje necesitaron para llegar al puesto de la frontera con Argelia en Bordj Moktar. Una choza vieja y una bandera de Argelia anunciaban el puesto fronterizo. Un aduanero simpático se enzarzó en una conversación con Mohamed que le regaló un paquete conteniendo un par de pantalones jeans y sin más, le devolvió los pasaportes de todos. Le dio órdenes a Mohamed de pasar por el otro lado de una barrera solitaria, apoyada sobre dos bidones, en medio del desierto y continuar viaje. Vieron a los lados de la carretera varios esqueletos de vehículos corroídos por el sol o el fuego en algunos casos. Se dirigieron a la población a través de una carretera de arena amarillenta que se camuflaba en muchos puntos con la arena del desierto hasta llegar a una gran avenida, también de arena, que atravesaba el pueblo de Bordj Moktar de Norte a Sur, bajo un sol tórrido, que parecía querer derretirlo. Era poco más que una aldea y sus construcciones, casas de adobe de color gris y marrón, a un lado y otro de la carretera, salvo algún desangelado edificio. Después de anunciar que no reanudarían el viaje hasta las siete de la tarde, se dirigieron a una cafetería cercana para mitigar el calor. Pasaron el día en la cafetería Qahwet Leghzal, bajo un chamizo.
¿Es tan temible como dicen el Tanezrouft? —Preguntó Sissé.
Más de lo que te puedas imaginar— le respondió unos de los camioneros. —Ahí nos podemos encontrar con cualquier cosa, por insignificante que sea puede llegar a ser un escollo insalvable.
Hay mucha gente que desaparece en él, Sissé— apuntó uno de los ayudantes.
A ver si me lo vais a asustar— dijo Mohamed burlón, al que no prestaron mucha atención, al tiempo que se echaba en el suelo a la sombra para dormir un rato.
Sissé, al mismo tiempo es precioso. Su inmensidad te atrapa, ya verás— aseguró otro de los ayudantes.
Lo que te atrapa son las trampas de arena— protestó uno de ellos. —Yo no lo quiero ni en pintura.
¿Entonces porque haces esta ruta? —Preguntó Sissé.
Por necesidad, sólo por necesidad, Sissé. En uno de los viajes que hice me encontré cerca del Bidón 5, un furgón y un todo terreno calcinado, en el interior del furgón había seis cadáveres, eran alemanes.
A lo largo de la ruta se ven muchos vehículos calcinados— añadió otro camionero.
Un nudo en la garganta ahogaba a Sissé que bebía refresco de limón de forma insistente.
A las siete de la tarde emprendieron el viaje. A la salida de la población se vieron algunos baobabs. Sobre poniente se adivinaban, tenues, unas pequeñas alteraciones que presagiaba la presencia en cualquier momento de las dunas del desierto en su plenitud: el temible Tanezrouft. La carretera, ancha y recta, se alternaba de tierra negra y piedras para posteriormente aparecer la arena amarillenta y así sucesivamente durante un buen trecho. Después de pasar varios mojones, llegaron a un hito más grande, degradándose la carretera hasta el punto de perderse el asfalto bajo un inmenso manto de arena.
––Entramos en el Tanezrouft, Sissé— anunció Mohamed.
Había oscurecido pero la visibilidad era bastante buena, de modo que los faros de los camiones parecían alumbrar más. No tardaron en llegar a Poste Maurice Cortier.
––Esto es Poste Maurice Cortier, también se le llama Bidón 5. Aquí hicieron los franceses las primeras pruebas con las bombas atómicas.
––No tenía ni idea. Si quiera que los franceses tuvieran bombas atómicas. Es algo que nunca me ha interesado— respondió Sissé al tiempo que buscaba con la vista el furgón y el todo-terreno que dijeran en la cafetería esa misma tarde, sin llegar a verlos.
A pesar de la noche se podía ver claramente la llanura, que parecía extenderse hasta el infinito, en el que no predominaban más que dunas a izquierda y derecha, por todas partes. La luna llena brillaba con fulgor extraordinario en un infinito perlado de estrellas. Se podía ver a la perfección que no había ni rastro de carretera. Sissé observaba las constelaciones de cuando en cuando para asegurarse de que no perdían la orientación. No tardaron mucho en tener un nuevo contratiempo, el mismo camión de antes enterró sus ruedas en la arena y se procedió de igual manera, al tiempo que se mofaban del camionero por haberle sucedido otra vez a él.
Alrededor de las tres de la madrugada se detuvieron junto a la señal que indicaba el Trópico de Cáncer. Salvo un cartel raído no se apreciaba signo alguno que sugiriera que allí había algo extraordinario. Sissé descendió del camión e hizo unos estiramientos y se quedó inmóvil, observando aquella masa de arena: una inmensa llanura tenebrosa, en la que se difuminaba el horizonte, se contemplaba a pesar de la oscuridad de la noche, quebrada por la intensidad del fulgor de la luna. Sólo a lo lejos se apreciaban unas dunas que jalonaban la llanura de arena que aparecían de un tono entre blanquecino y gris. Un silencio espectacular, inmenso, etéreo, roto sólo por las palabras de los allí congregados y el rumor de algunas alimañas, sosegaba el ánimo de todos ellos. De igual manera contrastaban sus grandes extensiones planas, en las que el horizonte no se distinguía, con la inmensidad de aquellas dunas de arena y en todo caso carentes de la más elemental vegetación. Como la inexistente presencia de vida humana, que salvo los trashumantes Tuareg, o algún que otro intrépido turista, en connivencia con escorpiones, arañas y serpientes, no se veía signos de vida.
Estaban bebiendo y comiendo sentados en la arena. Sissé comentó el estado en que había quedado algún que otro coche a la orilla de la pista, no se les veía más que los esqueletos corroídos por el sol o el fuego según los casos. Y la pista, que se distinguía únicamente por las balizas que la bordeaban, difuminada por la arena. Cada cual comenzó a hablar de aquello que le esperaba en sus destinos. Unos echaban de menos sus familias, otros hacían planes para divertirse en cuanto llegaran.
––¿Sería más conveniente llegar hasta Argel y tomar un barco a Francia?— dejó Sissé la pregunta en el aire.
––No, de ninguna manera. Es preferible que te quedes en Saïda, bueno mejor en Tlemcen, es mi segunda parada, y de allí a Oujda, desde esa ciudad marroquí no tendrás ningún problema para continuar viaje hasta Melilla—respondió Mohamed. —La frontera española la puedes pasar con bastante facilidad y la policía de allí, es más permisiva, Sissé. De ninguna manera debes intentar salir por Argelia, te devolverían hasta Adrar. En Marruecos también debes tener cuidado, no creas que son fáciles. Si no han tenido ningún problema con los negros, pasarás desapercibido, pero si es al contrario debes estar muy atento y no cruzarte con ningún gendarme.
Sissé se sintió molesto por el tono que había utilizado Mohamed para designar a los negros, pero prefirió no hacer caso, lo que le interesaba era que le llevara hasta su destino.
––Intentaré no descuidarme, no me gustaría volver hacia atrás.
––Bueno, siempre puedes utilizar la persuasión.
––¿Tú crees que me escucharían?
––No, Sissé, no. La persuasión de...— hizo un gesto con la mano como para pedir. ––Los francos, Sissé, los francos.
––Ah, ya. Qué ingenuo soy.
––Ya aprenderás.
––Ya, lo imagino. Espero no verme muy a menudo en esa situación, si no pronto se me acabarán los argumentos…
––Ja. Ja… Es lamentable que se den esas situaciones, pero… Sí, son frecuentes y no sólo en Argelia, también en Maruecos, o en Libia. Es igual. Todo el mundo es igual. Cuando existe la posibilidad de sacar dinero, no se tiene en cuenta la situación de la persona.
«Es triste, porque sólo vamos a trabajar. No pretendemos más que mejorar nuestras condiciones de vida. No vamos a quitar nada a nadie» se dijo. «Este tío puede enseñarme todo los malo necesario para sobrevivir y burlar a los gendarmes» pensó.
––Siempre hay alguien que se enriquece a costa de la miseria de otros— dijo Sissé. —Pero bueno si consigues el objetivo habrá valido la pena y no te acordarás de lo que hayas pasado anteriormente—. Sissé quedó contrariado después de hacer ese comentario.
Un viento que iba de menos a más, proveniente del sur, estaba levantando la arena y enseguida alteró la tranquilidad con la que hasta ese momento estaban departiendo en aquel descanso del viaje. El viento ganaba en intensidad y Sissé se acordó de los Yennun, que le dijera Conrad.
––¡Atención! Debemos protegernos, nos está azotando el “Chergui”. ¡Protejámonos con los camiones!—, gritaba alterado uno de los camioneros.
––¡Yennun! ¡Yennun!— Gritó, al mismo tiempo, uno de los copilotos.
Sissé ya se había provisto cubriéndose con el litham hasta los ojos, como le había enseñado Conrad. Previamente se ajustó el chèché y se subió a la cabina del camión, en donde ya se encontraba Mohamed cerrando las ventanillas. Cada cual se protegió como pudo, subiendo todos a las cabinas de sus respectivos camiones, excepto uno de los copilotos que se protegió con las ruedas del camión. El viento entraba del suroeste, aunque hacía unos giros envolventes como remolinos. Parecía que aquel viento tenía vida y rodeaba los camiones volviendo por donde venía, girando en el sentido de las agujas del reloj. Un calor asfixiante que acompañaba al viento se ensañaba sobre las personas, unido a la arena que ya había en la cabina y se levantaba como consecuencia del viento, haciendo el aire irrespirable e insoportable. Había desaparecido la majestuosidad del infinito tachonado de estrellas y el esplendor de la luna. Sissé recordó con preocupación el miedo que sintió en aquella tormenta a su regreso de Agadez. Pero esta tormenta no tenía nada que ver con aquella, era más virulenta. El viento zarandeaba el camión y Sissé estaba sujeto a la manilla de la puerta, sin despojarse del litham ni del chèché. Un considerable aumento de la temperatura había hecho más agobiante la situación. El silbido del viento en una oscuridad absoluta, sepulcral, quebraba cualquier optimismo, sólo Mohamed estaba recostado en el asiento con el pie izquierdo, descalzo, sobre el salpicadero. La arena que levantaba el chergui golpeaba chispeante, con violencia, en las cabinas de los camiones. Después de casi tres horas, que se les hicieron interminables, se calmó el fuerte viento, ya no soplaba con la fuerza que lo había estado haciendo, aunque todavía quedaban ráfagas importantes llevando partículas de polvo en el aire, que ensombrecía aún más la noche. Descendieron. Parecía que se encontraban en una bóveda arenosa que se adhería a sus cuerpos, entre la sensación de agobio por la dificultosa respiración.
Sissé se sacudió la arena que llevaba encima, hicieron lo mismo el resto de expedicionarios, que se incorporaron poco a poco en grupo. Sólo el copiloto que se protegió con la rueda del camión, al que ayudaron a incorporarse, presentaba una tos aguda que no remitió a pesar de beber agua. Todos presentaban alguna dificultad para respirar, comentando que habían tragado algo de arena y que tenían las fosas nasales taponadas. Varias veces hicieron beber al que presentaba el cuadro de tos, sin conseguir que le desapareciera. Revisaron los camiones, que se encontraban irreconocibles, las ruedas estaban casi enterradas, la carga también cubierta de arena y el interior de las cabinas se encontraban con una capa densa de arena, que cubría asientos, salpicaderos, pedales... Mohamed instó al resto a revisar los motores que igualmente estaban cubiertos por la arena. Calcularon que les quedaban unas dos horas aproximadamente para llegar a Reggane, por lo que decidieron retomar el viaje apenas aclarara el día. Mientras tanto podrían limpiar bien los camiones. Una neblina que permanecía en la altura mantenía la oscuridad como enrojecida. Sissé aprovechando el momento de la limpieza de los camiones y equipajes conversó con el copiloto del camión que gritara ¡Yennun! Se habían encaramado a lo alto de los camiones.
––¿Eres targui?–– Le consultó Sissé.
––No. Pero he convivido casi toda mi niñez con ellos.
––No es muy normal, ¿o sí?
––No. No es habitual. Pero en mi caso perdí a mis padres en una travesía del desierto y una familia Tuareg me recogió apunto de morir, con tres años. Según me han contado en alguna ocasión, a mis padres y una hermana mayor que yo les enterraron donde me encontraron moribundo y se hicieron cargo de mí.
––Entonces ¿hablas thamasek?
––Sí. Claro. Y vivo bajo las costumbres y enseñanzas de esa familia.
––Gran pueblo el Tuareg.
––Ciertamente sí. Pero llegó un momento en mi vida que yo quería saber quién era y de dónde venía... Cuando me hice mayor les dije que me marchaba, que iba en busca de mis raíces, y a pesar de sus explicaciones no lo he descubierto todavía. No sé dónde nací ni si tengo más familia. Ahora ya lo he superado, pero lo pasé muy mal.
––Y ¿por qué no volviste con la familia que te acogió?
––No era la vida que yo quería, siempre de un lado para otro. Sí es cierto que recorrí los desiertos del Tanezrouft y Teneré varias veces. Me llevaba muy bien con mis hermanos, tres mayores que yo, que me tenían como uno más de ellos. Pero yo tenía otras inquietudes. Yo pretendía vivir en un lugar que tuviera ciertas comodidades. En Arlit, población del norte de Níger, pasábamos largas temporadas acampados, conocí a un chico y nos hicimos muy amigos, me invitaba a su casa con bastante frecuencia, cuando no iba yo por mi cuenta. Añoraba la vida de aquella familia con una vivienda en la que cada cual tenía una habitación para sí mismo. No tenían que desmontar y montar sus jaimas si tenían que moverse de un lado a otro, y eso me gustaba.
––¿No llegaste a hacerte a esa forma de vida trashumante?
––Sí. Sí, me hice a su forma vida. Lo que me sucedió, es que a raíz de decirme qué era lo que me había pasado y por qué estaba con ellos, comenzó a obsesionarme la curiosidad de quién era y de dónde venía...
––Y dices que no has encontrado tus raíces...
––No. Aún no he encontrado de dónde vengo. Un buen día estando en Aïr Sefra ––según algunos indicios parece que procedo de allí–– y harto de buscar algún parentesco, estando en un almacén buscando trabajo llego Marcel con su camión y entablamos conversación, le comenté que había vivido toda mi vida en el desierto de un lado a otro y me dijo si quería acompañarle y hasta ahora. Y, tú, ¿por qué vistes así?
––He pasado ocho meses en casa de una familia Tuareg, en Tessalit. Él es de Sikasso, como yo, es primo del famma de los duungoma a los que pertenezco, y por indicación de aquel llegué a su casa, donde fui acogido como un hijo. Asshiá, su mujer, es targuia, es una gran mujer–– dijo Sissé. ––En esos casi ocho meses he vivido bajo las costumbres de los Tuareg, llegando a adoptarlas como mías. Me hicieron el regalo de la indumentaria que llevo, con mucho orgullo, te lo aseguro.
––¿Hace mucho que saliste de tu casa?
––Casi diez meses, poco más o menos. Pasé dos meses trabajando en el algodón, en Fanna, y los ocho meses de Tessalit, en los que trabajé también en un almacén agrícola.
––Eres muy valiente para hacer el viaje que estas haciendo.
––No. Nunca he sido valiente... ¿cómo es tu nombre?
––Missha–– se presentó
––Yo soy Sissé.
––Sí, ya lo he oído a lo largo del viaje.
––No soy valiente, Missha, como te he dicho. Sólo tengo necesidad en mi casa y he de tratar de resolverlo. Ya estoy harto, cuando no es la sequía, son unas lluvias torrenciales y si no una plaga de langosta. Las calamidades siempre las pasamos los mismos.
––Si fuera más joven me iba contigo.
––¿Qué edad tienes? Aunque no creo que sea un inconveniente la edad.
––Tengo treinta y nueve años. Efectivamente la edad en sí no tiene por qué ser inconveniente para viajar, pero sí el estado de salud en que te encuentres, que eso sí está relacionado con la edad que tienes.
Rieron ambos.
––No creo que estés tan mal de salud como para no poder hacer ese viaje.
––No, la verdad es que me encuentro muy bien, Sissé. Pero me he hecho cómodo. Puedo vivir con el trabajo que tengo, no tengo a nadie que dependa de mí..., para qué complicarme la vida.
––¿Te has hecho cómodo con la vida de camionero? No difiere mucho de la vida que llevabas con la familia Tuareg–– le dijo Sissé.
––No. Es cierto. Pero que le voy a hacer... Es como te he dicho: no quiero complicarme la vida.
––En eso tienes razón. Yo he tenido oportunidades de permanecer en mi país. Lo que en Sikasso no tenía oportunidad de trabajar, cuando salí de allí trabajé donde me lo propuse. Y eso que en mi pueblo había trabajado en una peluquería, cortaba el pelo y arreglaba la barba, pero cuando le pedí que me diera un sueldo se acabó el trabajo. En Tessalit, es verdad que me echó una mano muy importante Conrad, el hombre de Sikasso con el que viví, que te dije antes.
Una voz anunciando la marcha, interrumpió la conversación que mantenían Missha y Sissé, y los dos descendieron de encima de las cargas de los respectivos camiones en los que viajaban. Ya habían quedado medianamente limpios de arena los camiones, puesto que se continuaba posando sobre la mercancía y comenzaba a esclarecer el día; reanudaron el viaje hacia Bèchar. El copiloto que seguía tosiendo incesantemente, presentaba un rostro amoratado, que comenzó a preocupar al resto. Decidieron que lo llevarían al hospital una vez en la población. Sobre las cuatro de la tarde entraron en Reganne, dejando a sus espaldas el monumento al desierto del Tanezrouft. Pasaron delante de la Mezquita Ali Ben Abe Taleb, que quedaba a su izquierda y presentaba un estado sombrío, como todo el pueblo de Reganne, que también estaba cubierto de arena y trataban de despejar varias cuadrillas de hombres. A su derecha quedaba el mercado, en la confluencia con L’Avenue Emir Aek, en el que comenzaban a iniciar la actividad, ese día bastante más tarde de lo habitual, ya que aún quedaban algunos hombres retirando la arena que había depositado a su paso el temporal de viento de la pasada noche. Uno de los camiones se desvió del camino para llevar al enfermo al hospital, que presentaba muy mal estado. Aparcaron los otros dos camiones en la plaza del mercado y buscaron cobijo en un bar junto al “Mairie”, en el que un guardia que estaba en la puerta les observaba. La población todavía no se había recuperado del paso del chergui, había zonas que se encontraban casi sepultadas por un manto de arena. Algunos árboles resultaron volcados, muchas ramas de otros tantos rotas y esparcidas por el suelo. Cables de luz arrancados de las paredes y algunas hojas de ventanas arrancadas de sus goznes. El vendaval había dejado sus secuelas en la población.
Habían conseguido cruzar el desierto de los desiertos, el temible Tanezrouft. Se felicitaron por ello todos los expedicionarios. El Tanezrouft era tristemente famoso por la cantidad de personas muertas y desaparecidas en él. Su silencio espectral iba unido inexorablemente con su belleza cautivadora, que no dejaba indiferente a nadie que lo cruzara. Únicamente se lamentaban por el estado del copiloto.
Con la caída del sol llegó el tercer camión con el chófer sólo.
¿Qué ha pasado con tu compañero? — le preguntaron.
Ha quedado hosptalizado. Le han puesto enseguida una cámara de oxígeno. Está muy mal.
Y ¿qué vas a hacer? — consultó Mohamed.
He de entregar la carga, después volveré a por él. He tenido que dejar mi numero de teléfono por si pasara…
¿Tan mal está? — preguntó Missha, preocupado.
Sí, está muy mal. Le han ingresado en cuidados intensivos. Tiene un color de cara entre azulado y verdoso…
¡Pobre hombre! — dijo Sissé.
Mohamed presionaba para iniciar el viaje los tres camiones rumbo a Bèchar, aduciendo que era cosa conocida la dificultad que entrañaba el desierto y de la que nadie estaba libre. Los otros dos camioneros le dijeron que ellos no salían de momento, descansarían y en la madrugada si todo estaba bien reemprenderían el viaje. Mohamed aceptó a regañadientes. Enfilaron la N-6 que les trajera desde el otro confín del desierto y ahora debía llevarles hasta Adrar. Llegaron a la población de Adrar ya despuntado el día, circunvalaron la ciudad por el Este, hasta alcanzar, a la altura de una gran rotonda, el monumento de Porte d’Adrar en la carretera que llevaba hasta el aeropuerto. Pasaron ante la estación de autobuses y el Estadio, para encarar la N-6 que giraba hacia el Norte en otra gran rotonda. Tenían a su derecha l'Université Africaine d’Adrar, en cuyo campus, justo a continuación de esta primera, se hallaba l'Université Africaine Colonel Ahmed Draia, ante la que detuvieron los camiones para descansar.
Al atardecer, alrededor de las seis de la tarde del cuarto día desde que iniciaran el viaje, llegaron a Timmoudi, sobre una zona montañosa, en donde se detuvieron. Sobre la izquierda de la carretera se encontraba el Sebkha El Melah, una gran laguna en la hondonada que gratificaba la vista después de dos días de arena y polvo entre paisajes áridos, carentes de vida.
Uno de los camioneros les dijo que iba a darse un baño a la laguna, invitando al resto a seguirlo, a lo que accedió Sissé, el resto declinaron la invitación, aduciendo que el agua estaba muy fría.
Durante el descanso estuvieron conjeturando sobre el estado del que dejaron hospitalizado en Regane; se consolaron con que no les habían llamado por lo que dedujeron que se encontraba mejor. Sissé y Missha se apartaron un tanto del grupo estirando las piernas y haciendo unos leves ejercicios físicos para soltar los músculos agarrotados. Sissé presentaba muy buen aspecto después del baño.
Missha ¿no te parece un tanto raro Mohamed? — le pregunto Sissé.
Missha sonrió levemente.
Sí. Es algo extraño. Lo mismo te gasta una broma que te increpa como una bestia. Es impredecible.
Da la sensación de no ser de fiar. No es como los otros.
Tú no hagas caso de él. Sissé, limitate a hacer el viaje lo más tranquilo posible.
En la madrugada reiniciaron el viaje en dirección a Bèchar. La N-6 era una carretera asfaltada, en la que se alcanzaba una buena media si no estaba cubierta de arena. Aunque esa mañana, aún, se veía, en tramos, vestigios de la arena del último temporal. Aquella carretera bordeaba el Gran Erg Occidental, aunque en algunos momentos parecía estar dentro del mismo desierto argelino. Llevaban alrededor de dos horas de viaje, cuando se detuvo el camión de Mohamed en el que viajaba Sissé, habían pinchado una de las ruedas. Tarea ardua que les llevó casi tres horas, en las que todos parecían maldecir de igual forma, quizá, porque ya se apreciaba claramente signos de cansancio en todos los hombres de la expedición. Se lamentaban por su infortunio, lo que Sissé no comprendía, gesticulando con algo de asombro ante algunas de las maldiciones proferidas; parecía un ritual que seguían todos ellos.
Bajo un calor sofocante, el sol, implacable, les acompañaba desde primeras horas de la mañana, entraron en la ciudad de Bèchar a las cuatro de la tarde, por Bèchar Djedid. Se distinguía un monumento en el centro de una rotonda, en el que sobre una gran base de piedra se erigía una gran “Tetera y dos vasos”, de color plateado. A la derecha de la carretera y tras una fila de casas bien alineadas, se levantaba el minarete de una mezquita, por encima de una bella edificación característica, que a penas se dejaba ver.
La N-6 se había transformado en una gran avenida de dos carriles por cada sentido, con un seto central jalonado por farolas de porte antiguo. Dejaron atrás el Hotel Magreb Arabic. Unos centenares de metros más adelante el Gran Estadio de Deportes. A medida que se acercaban al centro de la ciudad, iban desapareciendo los vestigios desérticos que les habían acompañado durante todo el viaje. Bèchar era una ciudad en la que abundaban los parques destacando sobremanera el verdor de sus arboledas y sus impresionantes sombras, sin duda, para cobijo de sus habitantes y posiblemente para redimir a sus visitantes de las carencias halladas o por hallar en el desierto, según en el sentido en que viajaran. Un suave aroma a las flores y plantas que jalonaban la ciudad la hacía más placentera. Había modernas edificaciones a uno y otro lado de la avenida por la que transitaban, por un momento les hicieron olvidar las penurias sufridas en los cuatro días de viaje.
Se propusieron retomar la ruta hasta Saïda, para lo que Mohamed les convocó a las ocho de la tarde. Uno de los camioneros comentó al resto que tenía que revisar su camión en un taller mecánico, por lo que sería mejor partir al día siguiente. Mohamed le respondió que ellos emprenderían viaje a las ocho de esa misma tarde, quien se encontrara allí partiría y quien no saldría cuando sus propios medios se lo permitieran. El tercer camionero reprochó a Mohamed su actitud y le anunció que él tampoco partiría hasta el día siguiente.
Cada cual tomó el camino que mejor le pareció, nadie dijo a Sissé si quería acompañarlos. Sissé quedó un tanto contrariado, se encaminó hacia un restaurante que había visto dos calles más abajo y se aseó a conciencia. Tomó un poco de Couscous y Mechui, de postres unos pasteles: makrout, samsa, hrisa y el sfenj, a base de sémola, almendras y dátiles, endulzados con miel, y acompañados de té a la menta. Tomó varios tés y después se encaminó hacia los camiones. Cuando acudieron los compañeros de viaje, Sissé, ya estaba esperándolos. En aquellos momentos llegó también el que debía revisar su camión, por lo que se encontraba el convoy al completo.

Despuntaba el día y justo antes de partir, una reunión de los chóferes, unos metros antes de donde se encontraba Sissé alertó a éste, que veía próximo el final de viaje con sus compañeros y temía alguna treta de Mohamed. Parecían recriminar a Missha alguna cosa. Sissé permanecía atento a los gestos de los cuatro acompañantes sin llegar a oír su conversación. En ningún momento antes se habían reunido al margen de Sissé. Las formas que Mohamed mostrara en Kidal las tenía todavía muy presentes y le mantenían muy suspicaz, a pesar de no haber tenido ningún otro altercado. Sissé, alzando la voz, les dijo que tenía que hacer sus necesidades fisiológicas, que volvía enseguida.
A las siete partió el convoy. Los otros dos camiones precedían al de Mohamed por primera vez en todo el viaje. Pronto dejaron el poblado de Ouakda y se adentraron en parajes desérticos, aunque continuaban por carretera asfaltada sin arena que la cubriera. Una zona de montañas que quedaban a su derecha rompía la monotonía de la llanura por la que estaban viajando desde hacía aproximadamente una hora. Seguían bordeando el Gran Erg Occidental, muy próximos a la frontera con Marruecos. La vía férrea seguía paralela el curso de la carretera. A las diez de la mañana llegaron a Beni Ounif. A un kilómetro aproximadamente antes de llegar a la población había una carretera estrecha que salía por la derecha de la N-6 y que llevaba a la parte Este de Beni Ounif. Mohamed detuvo el camión e invitó a Sissé a descender. Los otros dos camiones se habían detenido igualmente por delante de ellos. Quedó Sissé un tanto sorprendido al ver que los demás compañeros de viaje permanecían apiñados, entre los dos camiones de delante y el de Mohamed, dándoles la espalda a ambos; uno de ellos hablaba por el teléfono. Aquello hizo que se pusiera en guardia, era una actitud extraña, carente de sentido. Los pensamientos de Sissé se sucedían a velocidad de vértigo, intentaba encontrar algo que justificara aquella situación que en ningún momento antes se había dado. El corazón le latía acelerado y miraba de forma insistente a Mohamed y al resto de compañeros. Por un momento le vino a la mente las palabras de Missha y el silencio casi absoluto de Mohamed desde que salieron de Bèchar, únicamente quebrantado por algún improperio del camionero.
––¿Qué sucede Mohamed. Porque nos hemos detenido?
––No ves que se han detenido los otros camiones— se excusó, con una mal disimulada tranquilidad. ––Ahora, Sissé, págame lo que me debes.
––Yo no te debo nada— le respondió Sissé, arrogante. ––Te lo pagaré en Tlemcen, como quedamos de acuerdo.
––No entiendes nada, eh. Tú, ya no vas a Tlemcen. Este es el final de viaje— le amenazó, mientras llamaba a los otros compañeros.
––Muy bien. Pero tú no tendrás el dinero, por incumplir tu parte del trato.
Entre tanto se acercaron el resto de compañeros, con los rostros compungidos. Increparon a Sissé para que pagara a Mohamed y, a continuación, anunciaron la muerte del que había quedado en el hospital de Regane.
––¿Prefieres que nos lo cobremos nosotros, a dárnoslo tú voluntariamente?
––Está bien, está bien — les dijo Sissé para evitar una pelea desproporcionada; –– he de coger la bolsa de viaje, es donde llevo el dinero.
––No irás tú al camión — le amenazó Mohamed, –– nosotros buscaremos el dinero.
––Deja que vaya el muchacho al camión y que te pague — le propusieron.
––¡No irá él al camión, he dicho!
Mohamed se dirigió al camión. Desde el pescante cogió el ebawen de Sissé y tras registrarlo, no llevaba más que algunos dátiles, una camiseta y la documentación, lo lanzó con fuerza en la arena.
––El poco dinero que tengo lo llevo en la otra bolsa que va detrás en el remolque.
––Poco dinero, eh.
El dugutaampalan se había convertido en un gran bulto en el que llevaba sujeta toda la ropa que le habían regalado Asshiá y Conrad, junto a todo el equipaje que Sissé ya traía. Mohamed ascendió con agilidad al camión y lanzó con rabia el pesado bulto desde lo alto. Sissé permanecía impasible mientras Mohamed registraba su equipaje dejando todo desparramado en la arena, en un bolsillo interior encontró el dinero: diez mil dinares.
––Me tomas por idiota! Saca todo el dinero que llevas o de aquí no sales vivo — le amenazó Mohamed con el rostro desencajado.
––No tengo más, Mohamed. Sólo me quedan en el bolsillo unos tres mil dinares más. Tómalos.
––No me hagas perder la paciencia. ¡Saca todo el dinero que llevas! — le gritó. –– Pretendes que me crea que con esto vas a hacer tú el viaje a Europa — con el dinero estrujado en su mano que cerraba con furia.
Se abalanzaron los otros dos camioneros contra Sissé, mientras Mohamed le propinó un puñetazo en el estómago, que le hizo encogerse. Le tumbaron en el suelo y Mohamed, que maldecía sin parar, le registró. Missha estaba contrariado.
––¡Desnudarle! — Les gritó, al tiempo alargó la mano para cogerle el amuleto Tuareg. Le dio tiempo a Sissé a cubrirlo con su mano, evitando que Mohamed lo alcanzara.
Los demás obedecieron un tanto azorados. Se cubrió Sissé sus partes íntimas con las manos, cuando Mohamed con un gesto de desesperación le propinó una patada en el pecho, que le hizo toser repetidas veces y aspirar la arena que se levantaba con su respirar agitado. Los dos hombres soltaron a Sissé y se abalanzaron sobre Mohamed, apartándolo unos metros al tiempo que le reprochaban su actitud airadamente. Missha se agachó atendiendo a Sissé.
––Vuelve sobre la N-6 y dirígete hacia la población, hay un cruce aproximadamente a un kilómetro, toma a la izquierda, hacia Figuig, está a unos diez kilómetros. Evita el puesto fronterizo, lo rodeas por la izquierda, hay un “guelta” que te servirá para ocultarte en caso necesario y llegarás a la población. Pregunta por la agencia de transportes “Le Champion”. Mussahid te llevará hasta Oujda. Dile que vas de parte de Missha, el Egipcio. Y, perdóname, Sissé.
Sissé permanecía en silencio, observando a aquel magrebí criado con los Taureg que se había disculpado y le había dado esa información aunque dudaba si sería cierta. Entre tanto, Missha, alcanzó al grupo de camioneros. Cuando llegó a la altura de ellos propinó una patada a Mohamed a la altura del estómago que le hizo caer al suelo, increpándole y reprochándole su acción anterior sobre Sissé. Entre todos introdujeron a Mohamed, todavía encogido, en la cabina de su camión, le obligaron a reiniciar el viaje, haciendo el resto lo propio. Entretanto, Sissé permaneció vistiéndose y observando como se marchaban los tres camiones, uno de ellos retornaba por donde habían llegado. Cuando quedó solo, se bajó los pantalones y se sacó del ano con los dedos un objeto cilíndrico formado por mil euros y setecientos dinares enrollados y envueltos en papel, que se introdujera antes de salir de Bèchar ante la incertidumbre que le creara la reunión de los camioneros y separó unos cuantos dinares. Una mueca de satisfacción se reflejó en su rostro al haber podido engañar a Mohamed. «No me había equivocado con ese cabrón, cuando vi funestas intenciones en aquella reunión de Bèchar» se dijo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario