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lunes, 3 de noviembre de 2014

POCATRIPA




POCATRIPA





Un vehículo se detiene en la bifurcación de las calles del Mar y Llull, en el barrio del Besós-Maresme, de Barcelona. Del coche descienden dos policías, uno de ellos de uniforme y se adentran en la calle del Mar. A mitad de manzana se detienen sobre el número 126, iban a tocar el timbre cuando se abrió la puerta de la cancela y salió una señora mayor aprovechando éstos para entrar y llegar al segundo piso. Sonaron el timbre.

–¿Qué se les ofrece?– Preguntó sécamante con un tercio de cerveza en la mano.
–¿Es usted Roberto Morcillo, “Pocatripa”?– Consultó el policía que vestía sin uniforme.
–Sí. Así me llaman.
–Yo soy el comisario Martín Franco y él mi ayudante, Antonio Amado. ¿Podemos pasar?– Solicitó el comisario.
–¿Para qué? ¿Qué quieren?
–Simplemente hablar con usted y aquí en el rellano puede resultar más llamativo para sus vecinos.
–Está bien, pasen– aceptó con cierto desdén, al tiempo que se restregaba varias veces la palma de la mano por la cara hasta la oreja.

Un fuerte olor a putrefacto les hizo pasarse el reverso de la mano por la nariz a los dos policías, que se miraron. Sortearon un par de cajas que había en el suelo para acceder hasta el salón. Pocatripa se recostó en el sofá, un sofá desvencijado, su tapizado de flores de muchos tamaños y colores estaba desgastado y los asientos y posa-brazos mugrientos, cada movimiento que hacía le sacaba de sus casillas. Era el epicentro de la decoración del salón. Unas cortinas raídas, una pequeña mesa, en la que no cabía un papel y dos sillas dispersas en la sala acompañaban al sofá; junto a una lámpara dorada que colgaba del techo, exagonal, con los cristales serigrafiados en colores diversos que salía del centro de un rombo de escayola. Las paredes estaban forradas con papel pintado, en alguna de ellas desgarrados. Una vieja televisión emitía un programa para niños. Hacía tiempo que vivía solo. Roberto Morcillo el “Pocatripa”, bebía pequeños sorbos de cerveza. Era grueso, llevaba una camiseta manchada en la parte de la barriga. De pelo negro, rizado, ojos también negros, pequeños, y unas facciones duras, tanto como su mirada. Una barba negra como el tizón, sin afeitar de varios días completaba su imagen.


–Roberto, estamos de visita rutinaria. Como usted sabrá hace dos días se cometió un crimen horrendo en la orilla del río, asesinaron a un comerciante al que mutilaron salvájemente, y queríamos saber si usted oyó algo o vio algo, alguna cosa que llamara su atención.
–No. No vi nada. No estaba aquí hace dos noches– contestó impasible mientras se frotaba la cara con la palma de la mano.
–Y, ¿dónde estaba usted?– Volvió a preguntar el comisario, mientras el otro tomaba notas.
–Estaba visitando a mi madre.
–Parece ser que anteayer se vio movimiento en la casa– le insinuó.
–Pues ya sabe usted más que yo– respondió echando un sorbo de cerveza.
–No se aleje de la ciudad, podríamos necesitarle de nuevo– sugirió el policía. –Ah, por cierto, se encontró un encendedor del club Tifani's junto al cadáver. ¿No irá usted por allí...?
–¡Qué idiota quien lo hiciera!– Susurró. –Sólo voy por el club cuando me apetece. Y no fumo– le recalcó al comisario, entretanto les abría la puerta y se frotaba una vez más la cara.
Cuando se introdujeron en el coche policial, Amado le comentó a su superior la respuesta del sospechoso: “No estuve aquí hace dos noches”, cuando no le había dicho en ningún momento si fue de día o de noche el asesinato, asintiendo el comisario. Le aseguró que iban a ponerle vigilancia las veinticuatro horas.

A la mañana siguiente, Jordi Puig, joven policía, nuevo en la brigada de homicidios se apostó frente al portal de Roberto Morcillo el “Pocatripa”. Presentaba pinta de harapiento, desgarbado, sin afeitar. Llamó al comisario Martín Franco para comunicarle que el “Pocatripa” se hallaba en el circuito de Montmeló, se encontraba en el Pit Line debidamente acreditado. A requerimiento del comisario, le informó que no le había visto hablar con nadie, simplemente paseaba observando los boxes, los coches y nada más.

Un ruido ensordecedor dificultaba la conversación. No tardó en comenzar la carrera que se preveía interesante, comentaban algunos de los asistentes de los equipos. La carrera iba transcurriendo con diferentes alternativas en la cabeza. Fue a partir de la mitad de la carrera cuando comenzó el griterío, la histeria más bien del público asistente ante las acometidas del coche que iba en segundo lugar por adelantar al primero. En varias ocasiones intentó adelantamientos suicidas, pero cuando parecía que conseguiría adelantarle aflojaba la marcha para volver a intentarlo con más riesgo que la vez anterior. Aquello enardecía al público. Un gesto con la mano de degüello, por parte de Pocatripa, que estaba apoyado sobre el muro que les separaba de la pista, alertó al policía. En la curva que seguía a la recta de tribuna le tomó el interior al que le precedía y con un giro de volante lo tocó en la parte trasera. El coche del líder volteó como una peonza y se incendió. Un clamor en las gradas hizo temer lo peor. Los operarios del circuito rociaron el coche siniestrado con sus extintores. Por fortuna el piloto salió ileso entre una nube de espuma.

Los mismos asistentes de los equipos que antes de la carrera se regocijaban porque prometía ser interesante, ahora se lamentaban de lo ocurrido, justificando: nadie se podía atrever a meterse con la chica del “Tuercas”. Jordi Puig, que estaba siguiendo al sospechoso, vio el rostro de satisfacción de “Pocatripa”, al tiempo que se retiraba del Pit Line. Arrojó su acreditación al suelo. Puig la recogió y la metió en un bolsillo de su chaqueta y volvió a seguir sus pasos.

Acabada la jornada de trabajo, el andrajoso policía se dirigió a casa de su novia. En el camino pasó por un supermercado del barrio y la vio en la caja pagando algunas cosas que había comprado. Tras un saludo cargado de indiferencia intentó darle un beso, que ésta rehusó descaradamente. La irritación del joven se desató.

–¿Qué quieres? No soy yo quien organiza el trabajo en comisaría. No tengo más remedio que acatar las órdenes que me dan–, alzó la voz, ante la indiferencia de ella. –No te entiendo. ¿Quieres que me vaya?...
–¿No me entiendes? ¿No me entiendes?, dices. ¡Eres un gilipollas, Jordi!–, le interrumpió casi histérica.
–No. No te entiendo.
–Llevo cuatro días sin verte, siquiera una llamada de teléfono, no te has dignado en llamarme por teléfono, para decirme que no ibas a venir. Sólo para eso. Eres don ocupado. Sólo tú tienes vida, la de los demás no importa; ni vida social ni familiar, nada, no tenemos derecho a reclamar nada, únicamente a acatar lo que el señor quiera... ¡Pues estoy hasta los huevos!
–Cómo te he decir que no puedo hacer lo que yo quiera. He de hacer lo que me dicen– trataba de justificarse de nuevo. –Y habla bien, que hay niños.
Un grupo de clientes se arremolinó en torno de la pareja. En primera fila una niña rubia con el pelo rizado, saboreando una piruleta, no les quitaba ojo.
–¡Lo siento!, pequeña– se disculpó ella con la niña con cierta ternura, que hizo una mueca de sonrisa. Se dirigió de nuevo a su novio: –Hoy era el cumpleaños de mi sobrino. Su cuarto cumpleaños. Sabes lo que te quiere y..., nos esperaban esta noche para cenar...
–Lo siento– le interrumpió. –Se me había olvidado por completo. Pero el cumpleaños todavía es. Vamos, llama a tu hermana. No quiero decepcionar a ese crío, por nada en el mundo. Sabes que le quiero con toda mi alma.
–Sí, ya se ha visto– le reprochó una vez más.
–¡Vamos! Llama a tu hermana. No pierdas más tiempo.

La niña, que continuaba expectante, cogió la mano de la muchacha y tiró de ella para llamar su atención.

–Deberías perdonarle. Los hombres se olvidan de todo. Mi mamá siempre le recuerda a mi papá lo que ha de hacer. Y cuando se enfadan el que está más enfadado da un beso al otro y se les pasa– le dijo la pequeña.
–Seguramente tengas razón, amor. A los hombres no se les puede exigir mucho más– aceptó, besándola cariñosamente en la mejilla.
–¡Gracias, guapa!– Le dijo él, al tiempo que la besaba también.

Marcharon rápidamente hacia casa de la hermana. El pequeño se echó en los brazos de sus tíos y recibió el regalo, que abrió con ansiedad. La sorpresa fue mayúscula: el equipaje completo del Español, que admiró con verdadera devoción. Ya estaban finalizando los entrantes y en nada se dispusieron a servir la cena. Un suculento manjar sobre la mesa que todos devoraban con avidez. Al poco, una llamada de teléfono en el móvil del policía, hizo saltar todas las alarmas. El rostro de su novia era un poema, mientras escuchaba, atónita, las respuestas de él. Un tenso silencio se mantuvo mientras habló por el móvil. Anunció que debía marchar urgentemente.

–¡Vete a hacer gárgaras!– susurró ella.
–Ha habido una fuga en la Modelo– Jordi se saltó las normas.

Cuando llegó a la cárcel ya había desplegado un gran dispositivo policial, hubo de identificarse tres veces antes de presentarse al comisario.

–Debían tenerlo todo bien planeado– comenzó a decir el comisario Franco. –Están investigando cómo ha podido salir en un camión de la lavandería o en el furgón que trae las medicinas, al parecer no cabe otra posibilidad.
–¡Comisario!, le llamó un policía que se acercaba velózmente. –Han identificado al copiloto del coche que recogió al recluso dos calles más allá: Roberto Morcillo el “Pocatripa”.
–¡No me jodas!– Protestó.
–El conductor debía ser el “Tuercas”– intercedió el policía Puig. –Le vi a Pocatripa, en el circuito, hacerle un gesto de degüello justo antes de provocar el accidente.
–Y cómo sabes que le llaman el “Tuercas”– se interesó el comisario.
–Porque unos asistentes de los equipos, lo comentaron: no hay quien se meta con la chica del “Tuercas”.
–Está bien, averiguad quien es ese tal “Tuercas”; a ver si mientras tanto les para algún control.

Los fugados conducían dirección a la frontera por la A-7, disertando sobre la fuga y la carrera de la mañana del domingo.


La policía ya conocía la identidad del “Tuercas” y también que entre otras propiedades, disponía de una masía en la zona de Besalú, en la provincia de Gerona. Un destacamento de la guardia civil se desplazaba para el lugar. Casi llegaron al mismo tiempo, lo que les permitió ver el dispositivo policial antes de que se instalara. Más de diez coches patrullas les precedían a corta distancia, por lo que tomaron un camino de tierra que salía por la derecha. Según el “Tuercas” se introducía en el macizo montañoso de los Pirineos y les llevaba hasta Beuda.

La noticia había sido difundida por radio y televisión y todas las poblaciones se encontraban en alerta. En Besalú ya había un control de la Guardia Civil a la entrada de la población.

Mientras se dirigían en el mismo coche el comisario Franco y los policías Amado y Puig, iba maldiciendo el comisario al policía que le tocó el turno de noche vigilando a “Pocatripa”, porque no había avisado de sus movimientos. Los otros dos acompañantes no se atrevían a pronunciarse, sabían de las malas pulgas que tenía el comisario cuando algo salía mal y máxime si era de tanta trascendencia y ponía en entredicho al cuerpo. Siempre les advertía a los guardias bajo sus órdenes que primero había que salvaguardar la integridad personal y después la del cuerpo de la Policía Nacional.

A pocos kilómetros de Besalú, una llamada de teléfono al comisario le puso tenso.

–Ya es nuestro– se limitó a decir.
–¿Qué sucede comisario?– Preguntó Puig.
–La huellas del encendedor son de “Pocatripa”.
–Ahora hay que encontrarlo– intercedió Amado.
–No lo dudes Amado, no lo dudes. Más pronto que tarde lo tendremos delante de nuestras narices, ya lo verás.
–Comisario, “Pocatripa” dijo que no fumaba y en su casa había olores a todo menos a tabaco– apuntó Amado.
–No me jodas, Amado... Cuando menos debe saber a quien pertenece el encendedor. Aunque hay varias huellas de distintas personas. Podrían haber cometido el crimen varias personas y fumar los otros.
–Sí, podría ser. También podría ser que le hubiera dado el encendedor a otro–intercedió Puig.
–Puig… Claro que podría ser, pero tiene más posibilidades de que él, al menos, estuviera en el lugar del crimen.
–Si usted lo dice...– susurró Puig.
–¿Qué dices?
–¿Las otras huellas no han sido identificadas?– Consultó Amado, para desviar la atención.
–Aún no.

–Si yo fuera ellos tomaría este camino, no iría a mi casa porque nos estarían esperando– dijo Puig a Amado al ver un camino de tierra que salía por la derecha.
– Podrías tener razón. Pero, ¿y si han llegado antes que la Guardia Civil?– Intervino el comisario.
–De todas formas yo no iría a mi casa, comisario.

Llegaron a la entrada de Besalú, se detuvieron en el primer control, tras presentarse, fueron informados que por allí no habían pasado y del dispositivo de la finca del “Tuercas”, también estaban confirmando que tampoco se habían acercado.
–Han debido tomar el camino de tierra que hay justo antes de llegar al pueblo– decía el comisario, dando puñetazos en el techo del coche patrulla.
–¿Dónde lleva el camino de tierra que hay justo antes de llegar al pueblo?– Urgió al sargento de la Guardia Civil que comandaba la patrulla del control de carretera.
–A Beuda.
–Ordene que alerten al puesto de Beuda y que se pongan en marcha inmediatamente. Deme un coche patrulla que nos acompañe vamos a tomar el camino, e informe de que vamos para allá, que otros coches salgan de allí a nuestro encuentro– le ordenó tajante.

Después de media hora de viaje se cruzaron con otros dos coches patrullas que venían en dirección contraria. Tras un cambio de impresiones con los guardias civiles que llegaron, decidieron continuar en dirección a Beuda. Una llamada a los guardias del otro coche les puso en aviso de que hay un coche abandonado unos quince kilómetros más abajo, por lo que invierten el sentido; ya había una patrulla esperándoles para indicarles por dónde debían tomar que se unieron a ellos.

El coche que habían utilizado en la fuga estaba abandonado, con las puertas abiertas; tras un inspección visual se percataron de que había restos de cocaína en el asiento trasero. Cerca había un masía rodeada de pinos, abetos..., y un espléndido jardín sobre todo de plantas medicinales: Milenramas, castaños de indias, ajenjos, Boj, achicorias y otras tantas, delante de la puerta, a la que se dirigieron. Un humo que salía por la chimenea delataba que se acercaba la hora del desayuno e impregnaba el ambiente un agradable aroma que aún abría más el apetito. Antes de llegar a la puerta del caserón salieron a recibirles un matrimonio de mediana edad, que atropelladamente trataban de decirles que les habían robado una furgoneta que tenían delante de la casa. El comisario Franco tuvo que tranquilizar a la pareja y pedirles que le explicaran con detenimiento qué era lo que había sucedido. Una vez relatado todo lo acontecido, tomados los datos de la furgoneta robada, y convencidos de que eran los tres fugitivos, pusieron en alerta a la comandancia, iniciando la búsqueda por nuevos parajes que llevaban igualmente a los Pirineos, pero algo más al Este.


Después de dos días de intensa búsqueda, encontraron la furgoneta junto a un arroyo en pleno macizo pirenaico, en una zona de frondosa vegetación y una humedad que calaba los huesos, próximo al camping de Albanya y el río La Muga, a pocos kilómetros de la frontera con Francia. Un gran despliegue de la Guardia Civil, sin precedentes en la zona, dio como resultado a la mañana siguiente que habían cercado a los fugitivos en unos peñascos a tres kilómetros de la frontera francesa. Un intenso tiroteo acabó con la detención de dos de los fugitivos: Roberto Morcillo “Pocatripa” y el “Tuercas”, del otro comentaron que había cruzado la frontera, aunque no tenía muchas posibilidades de ser cierto. De las fuerzas del orden sólo Jordi Puig resultó herido leve.



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