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domingo, 31 de mayo de 2015

LA PESADILLA DE MI VECINA



                                              CUENTO

Marcos se desperezaba en la cama bañera de estilo japonés. Ya lo echaba de menos. Aquel sábado se sentía privilegiado, llevaba más de un año sin descansar dos días un fin de semana. Revuelto entre las sábanas le costaba deshacerse de ellas. Por fin, consiguió desembarazarse de aquellas sábanas moradas, capricho de su hermana Mónica, tomó el teléfono móvil de la mesita de noche y comprobó la hora: Once y cinco minutos, un gesto de euforia le sirvió para sentirse mejor. Se acercó a la ventana y vio que hacía un día espléndido, las hojas de los árboles apenas si se mecían y aquel sol radiante mejoró su estado de ánimo, reflejándose en su rostro. Abrió la puerta del armario, que formaba conjunto con la cama y las mesitas, y sacó una toalla de baño echándola sobre la cama, volvió a abrir una segunda puerta del mismo armario que gruñó, aquello siempre le ponía nervioso y le recordó que debía echar aceite en las bisagras, y extrajo unos pantalones de cuero negro que también depositó sobre la cama. A continuación tomó la toalla y se metió al baño. Era un baño reducido, como toda la casa, gozaba de una ducha a la que tenía que entrar de lado. Pegado a la mampara estaba el inodoro y a un paso el lavabo con un simple espejo en el que la mayoría de días prefería no mirarse la cara. Pero ese sábado no le importó. Se afeitó con parsimonia, él no toleraba la barba, y se vio radiante. Después de la ducha volvió a la habitación, abrió un cajón de la mesita y cogió su ropa interior, posteriormente se puso los pantalones de cuero. Hizo la cama esa mañana, lo que no hacía los otros días, colocó dos cojines sobre la almohada y con la mano estiró alguna arruga que le había quedado en la colcha, recordó que su madre siempre le reprendía que dejara alguna arruga en la colcha. Del armario tomó una camisa negra con mil rayas grises y una americana también de cuero negra.
Se fue hasta la cocina para tomar el desayuno y la chaqueta la apoyo en el respaldo de una de las dos sillas. Enchufó la tostadora y accionó el interruptor de la cafetera que estaba sobre la barra de la cocina americana. Cogió una servilleta de papel y un vaso de cristal y los colocó sobre la mesa, con el azucarero y una cucharilla completó los enseres dispuestos para el desayuno; y abrió el cajón del pan. El sobresalto fue monumental:
¡La cabeza de María José, la vecina!
Buenos días le dijo aquella cabeza que portaba una diadema ridícula de color rosa, con una florecilla en rojo y blanco, mientras sonreía.
Marcos cerró el cajón de golpe y dio un paso hacía atrás tropezando con la mesa, volteó el vaso y lo pudo cazar en el aire antes de que llegara al suelo. Se quedó observando el cajón del pan despavorido, después de un momento se atrevió a abrirlo de nuevo.
¡Uf! No podía ser. Esa chica me está trastornando. Mira que verla en el cajón del pan, y me sonreía. Pero ¡qué sonrisa!
Marcos quedó tranquilo después de comprobar que, evidentemente, su vecina no estaba en el cajón del pan. Cortó dos rebanadas y las colocó en la tostadora. El café estaba saliendo y se dirigió al frigorífico para sacar la leche, abrió y allí estaba ella sonriendo de nuevo y le guiñó un ojo. Dio un tremendo portazo en la nevera y escucho el chasquido de vidrios y temió lo peor. Volvió a abrir la nevera con decisión y respiró sonoramente, aliviado al comprobar que María José no estaba en la nevera, aunque dos botellas de cerveza estaban hechas añicos y el líquido se había desparramado.
Marcos maldijo su obsesión; sacó lo poco que tenía en la leja y lo depositó sobre el fregadero. Con un paño recogió los vidrios, los echó al cubo de la basura y con una bayeta limpiaba la bandeja, cuando le llegó olor a quemado: el pan estaba más negro que la chaqueta que tenía colgada sobre la silla. Desconectó la tostadora y el pan fue a parar a la basura. Apartó la cafetera de la vitrocerámica, puso café en una taza y echó una cucharada de azúcar, apartando la nuez. Marcos tenía una nuez en el azucarero porque decían que así no se aterronaba, y tomó el café de un sorbo, cogió la chaqueta y se marchó a toda prisa. Después de cerrar la puerta volvió a abrirla y echó una última mirada. Respiró tranquilo.
El ascensor estaba ocupado y decidió bajar por la escalera, iba arreglándose el cuello de la camisa cuando llegaba al rellano inferior al suyo, se abrió la primera puerta según descendía y apareció María José, sonriente y con aquella diadema ridícula. Marcos emitió un chillido gutural poco apropiado, y María José quedó pasmada.
¡Tonto. Me has asustado! Le dijo la muchacha .
Tú eres quien me ha asustado a mí. ¿Cómo puedes estar en dos sitios a la vez? Le dijo al tiempo que señalaba con la mano hacia el piso de arriba.
¿Cómo dices?
Oh, no. No me hagas caso, he tenido pesadillas y no he dormido bien. Eso es.
—¿Quieres decir que has tenido pesadillas conmigo?
No, María José. He tenido pesadillas, en general... Intentaba disculparse.
¿Cómo es eso de pesadillas en general? Le preguntó con cierta picardía.
No es nada, María José, no es nada. Ya me voy, eh.
—¿Vas al supermercado? ¿Puedo ir contigo?
No voy al supermercado. He quedado con unos compañeros del trabajo. Adiós.
—Te recuerdo que no tienes sal.
¿Cómo sabes tú que no tengo sal? Le preguntó con cierto nerviosismo.
—Te pedí ayer y me dijiste que no tenías.
Ah, ya. Adiós.
Marcos bajó las escaleras sin volver la vista atrás. Sudaba. Su corazón palpitaba más rápido que de costumbre. Andaba dándole vueltas a las apariciones de la vecina en el cajón del pan, en la nevera y después en la escalera. No acertaba a comprender su ubicuidad, «cómo puede estar en varios sitios a la vez, o al menos en cada uno a los que yo acudía». «Esa mujer me está volviendo majara».
De regreso a su casa, Marcos, pasó por el supermercado, compró sal y un paquete de latas de cerveza, después de colocar cada cosa en su sitio, se acicaló de nuevo y salió a cenar con los amigos.

Era ya mediodía cuando se levantó de la cama y se fue directamente al baño se dio una ducha y volvió a colocarse el pijama. Abrió una bolsa de patatas fritas y las puso en un plato, hizo lo propio con una lata de berberechos y colocó los platos sobre la mesa. Una llamada de teléfono alteró sus planes, Marcos fue hasta la habitación para coger el teléfono móvil. De un lado a otro iba arrastrando los pies descalzos por el parqué; su madre quería saber de él, después de varias semanas sin ponerse en contacto. Cuando acabó de conversar con su madre volvió a la cocina y abrió la nevera, tomó una lata de cerveza, cerró la puerta y volvió a abrirla súbitamente, y en efecto, allí estaba su vecina, decapitada, la cabeza sobre la leja, sonriente, esta vez sin la diadema, cerró de nuevo el frigorífico con virulencia y se dejó caer en la silla azorado.
«No vuelvo a salir más con esta pandilla de cretinos» se dijo. «No se puede beber de esa manera, luego me encuentro fatal» se reprochaba así mismo, cuando miró la lata de cerveza que todavía llevaba en la mano: «¿La he cogido yo o me la ha dado ella?» se preguntó. Se dirigió hacia la nevera y abrió la puerta con cierto recelo, allí no había ni rastro de María José. «¿Cómo me va a dar ella la cerveza si sólo estaba la cabeza? ¿Pero qué me está pasando? ¿Cómo va a estar la cabeza de mi vecina en la nevera? Alguien me está gastando una broma macabra, que ya me está desquiciando. ¿Me habrán puesto alguna droga en la bebida? Cómo si hiciera falta meterle algo más al alcohol...» se dijo.
Se preparó un café, una vez acabado el aperitivo, había decidido pasar por alto la comida. Se propuso despejarse lo más rápido posible; la inquietud iba apoderándose de él. Dejó el café, el azucarero y el paquete de leche sobre aquella mesa pequeña que tenía frente al sofá donde solía pasarse horas y horas el día que no trabajaba. Aquel sofá era de un tejido negro, que formaba un canalillo, y uno de sus asientos permanecía siempre extendido. Siempre se tendía en él. Echó el azúcar en el café y a renglón seguido hizo lo mismo con un poco de leche, lo movió y fue a beber un sorbo. Un espasmo hizo que se vertiera el cortado sobre la mesa, «por poco me bebo a mi vecina» gritó con cara de asco. «Yo estoy enfermo, esto que me pasa no puede ser por el alcohol, que no voy a volver probar en mi vida, ha de verme un médico» se dijo así mismo.
No había acabado todavía con su pensamiento cuando sonó el timbre. De mala gana fue casi arrastrándose hasta la puerta, abrió y sin mediar palabra, Marcos, dio un grito que fue correspondido con otro mayor de María José que se colgó a su cuello, llevaba un pantalón fino de chandal, de color fucsia y una camiseta de lino desabrochada generosamente hasta el escote, que le colocó casi a la altura de la boca. Marcos la empujaba con el fin de quitársela de encima, pero ella cada vez se aferraba más a él.
—¿Quieres soltarme? Me estás ahogando.
—¿Quién era?
—¿Cómo que quién era?
—¿Quién estaba tras de mí? Dijo la vecina.
—Nadie. Pero ¿quieres soltarme?
—¿Has chillado... por mí?
—Pues sí, he chillado por ti— le respondió al tiempo que se subía el pantalón del pijama que se le había bajado un tanto.
—¿Tanto te molesta que te pida alguna cosa?
—No es que me moleste que me pidas lo que quieras... Pero da la sensación de que estés “embrujada”: apareces y desapareces en todas partes.
—Oye, que yo no he venido a tu casa más que ahora. Pero si te molesta me voy.
—Disculpa María José. Estoy muy mal. Te veo por todas partes y...
—¿Estás espiándome?
—No mujer. ¿Cómo te iba a espiar yo?
—Explícate, por favor, porque me estás mosqueando.
—Anda, toma asiento en el sofá— le dijo a su vecina mientras cerraba la puerta de la escalera.
—¿Quieres un café?— Le dijo Marcos.
—Yo no voy a pasar la lengua por la mesa— le respondió sarcástica.
—Oh, no. Por supuesto. Haré café para los dos.
—Ah. Pensaba que tú el café lo tomabas directamente de la mesa.
—Muy graciosa. Pues que sepas que tú eres la culpable de que haya desparramado el café en la mesa, bueno..., y en el suelo.
—¿Por qué soy yo la culpable de tu torpeza?
—Déjame que haga el café y limpie todo esto y te lo explicaré.
Mientras Marcos hacía el café su vecina limpiaba el desaguisado que tenía en el salón. María José, entre sonrisas, le miraba de soslayo, mientras Marcos se afanaba con el café moviendo la cabeza de cuando en cuando. Se sentaron en el sofá y María José que había ocupado el sitio predilecto de él, cogió el mando de la televisión y la conectó.
—¡Por favor! Baja el volumen— Le pidió Marcos
—Tienes ojeras y muy mala cara— le dijo la chica.
—Claro, tenía que estar acostado— comentó Marcos al tiempo que le señalaba el televisor para que bajara el volumen.
—Ah. Sí. Disculpa. Si no hubieras bebido tanto no estarías así. Pero, bien, explícame lo de espiarme.
—Que no te espío, mujer. El que te vea en todas partes es aquí en mi casa...
—No entiendo nada, Marcos.
—Ya. Yo tampoco— añadió con resignación. —Bueno, el caso es que últimamente, ayer concretamente, me apareciste en el cajón del pan con la misma diadema que llevabas después cuando saliste al rellano, y me diste los buenos días, a continuación abrí el frigorífico para sacar la leche y allí estabas tú guiñándome un ojo...
—No te parece que sueñas un poco extraño— le interrumpió la vecina.
—María José no es que lo sueñe, porque estoy despierto. Pero...
—No digas eso por ahí. Será mejor. Pero sigue contando que esto me gusta— le animó María José con aquella amplia sonrisa picarona.
—Tú te lo tomas a broma, pero algo me está sucediendo, y estoy muy preocupado— hizo una pausa y observó como disfrutaba su vecina con el relato. —Y hoy, he tomado una cerveza del frigorífico y otra vez tu cabeza sobre la leja y al final ya no sé si la lata me la diste tú o la cogí yo.
—Sigue. Es apasionante.
—¿Apasionante? Querrás decir desquiciante...— le corrigió al tiempo que le miraba el escote, del que le costaba apartar su mirada.
—Yo también te veo muchas veces en...— comenzaba a decirle cuando la interrumpió el timbre de la puerta.
—¿Quién puede ser ahora?— Se preguntaba al tiempo que iba a abrir la puerta. —Oh. Anabel, ¿qué haces tú por aquí?
Anabel entró sin esperar a ser invitada, mientras Marcos sujetaba la puerta.
—He venido a verte. Anoche me quedé muy preocupada con la merla que cogiste y... Ah, no sabía que estabas ocupado— dijo dando un respingo.
María José recostada en el sofá miraba con recelo a la recién llegada.
—Es mi vecina. María José, Anabel. Pero ya se marchaba— al tiempo que la animaba a incorporarse del sofá.
—Me vas a ver en muchos más lugares— le amenazó María José, enojada. —Adiós.
María José se marchó de casa de Marcos con paso decidido, entre el regocijo de su compañera de trabajo Anabel. Marcos se sintió molesto de momento, porque observaba el placer de Anabel mientras siguió con la vista a su vecina que tanto le incordiaba últimamente.
—¿Qué te puedo ofrecer?— Le dijo Marcos a la recién llegada.
—Una cervecita estaría bien.
—¿No has comido? ¿Quieres comer alguna cosa?
—Sí. Sí he comido. No quiero comer nada.
—Cómo, ¿no me vas a acompañar?— Preguntó Anabel.
—Anabel acabábamos de tomar un café cuando has llegado. No quiero más cerveza.
—Y ¿vas a permitir que yo beba sola?— Dijo Anabel de modo insinuante.
—Está bien. Te acompañaré, pero con un chupito de orujo...
—Ah. Yo quiero otro— interrumpió a Marcos, al tiempo que se desabrochaba un botón de la camiseta de punto que llevaba.
—¿Ya no quieres la cerveza?— Preguntó Marcos que contemplaba la generosidad de Anabel.
—Sí. Claro que la quiero.
Sin mediar más palabras, Anabel, vació la lata de cerveza de un solo trago, ante la estupefacción de Marcos.
—¡Venga! Ponme el chupito— urgió Anabel.
—La vas a pillar y mañana hay que trabajar— le dijo marcos mientras le servía el chupito y se sentaba a su lado.
—Sea como sea mañana estaremos trabajando.
Anabel casi se echó encima de Marcos y comenzó a tocarle el cabello al tiempo que hablaba de cosas absurdas que a él no le interesaban. Le pasaba la mano por la cara y el pecho. Echó un sorbo del orujo y sin más, dio un beso en los labios a Marcos que sorprendido la abrazó. Mientras Anabel le acariciaba Marcos tenía en mente la imagen de María José, que era incapaz de desterrar de sus pensamientos. La insistencia de Anabel tampoco resolvía la inquietud de Marcos.
—¡Aaaah!— Gritó Marcos de momento.
Anabel dio un respingo en el sofá para separarse de Marcos con el rostro desencajado. Mientras, Marcos sin poder mediar palabra señalaba al mueble en donde estaba la televisión.
—¿Qué te pasa Marcos?— Se interesó Anabel.
—¡María José!— Dijo sin dejar de señalar a la televisión.
—¿Cómo?
—¡María José!— Repitió de nuevo asustado.
—Marcos, me estás asustando— dijo alterada Anabel. —Si prefieres estar con tu vecinita dímelo. Pero no hagas que me sienta mal.
—Que no, Anabel. No quiero asustarte. Pero es que mi vecina estaba encima del canto de la televisión mientras nosotros retozábamos— acertó a decir con voz trémula.
—¡Marcos, por favor! Dices que no quieres asustarme, ¿qué es lo que pretendes, entonces, con esa bobada de que está tu vecina aquí?
—Anabel, yo no sé qué me está pasando. Pero ayer vi a mi vecina en el cajón del pan y me dio los buenos días, y después en el frigorífico cuando saque el paquete de leche me guiñó un ojo...
—Marcos, estás como una cabra. ¿Tan ciego te pusiste el viernes para ver esas alucinaciones?— Le interrumpió.
—No lo sé. Eso mismo pensé yo. Pero esta mañana la he vuelto a ver antes de que llegara a mi casa. Abrí la nevera para tomar una cerveza y allí estaba ella, sobre la bandeja y todavía no sé si cogí yo la cerveza o me la dio ella...
—Estás loco de remate. Ven que yo te quitaré la locura.
Anabel le paso el brazo por el cuello y le dio un beso, sin que Marcos pudiera reaccionar y decirle que no estaba de humor para hacer el amor con ella. Anabel se había desprovisto de la camiseta que llevaba e intentaba hacer lo propio con el pijama de Marcos que a duras penas se resistía.
—¡Aaaah!— Un nuevo grito invadió aquel salón, esta vez de Anabel que se había quedado lívida.
—¿Que pasa?— preguntó Marcos desencajado.
—Tu vecina— pronunció tartamudeando Anabel con los ojos que parecían querer salirse de sus órbitas. —Sentada en la barra— acertó a decir, al tiempo que se incorporaba bruscamente del sofá y cogía de un puñado su camiseta, dirigiéndose hacia la puerta de la escalera.
—¡Anabel!...
—No me digas nada— le replicó desde la puerta colocándose la camiseta.
—¡Aaaah! ¡Maldita bruja!— dijo Anabel que sin cerrar la puerta bajó las escaleras sin esperar al ascensor.
—¿Qué les has hecho?— preguntó María José haciendo gala de su extraordinaria sonrisa.
—María José, no tiene ninguna gracia lo que está sucediendo. Si tienes alguna explicación, por favor, dámela, porque ya no puedo más. Me estoy volviendo loco.
—Marcos no es para tanto— le dijo con voz suave y esgrimiendo aquella sonrisa que a él le hacía perder la razón. Tengo la..., propiedad, diría yo, de poder aparecer y desaparecer en algún momento, pero nada más.
—¡Nada más!, dices. ¿Tú crees que yo me puedo tragar eso, María José?
No había acabado de pronunciar la última palabra, cuando María José se había sentado en el borde de la televisión. Marcos acudió raudo sujetando la televisión por los lados, temiendo que se rompiera, cuando María José se posó sobre el respaldo del sofá, ante la perplejidad de Marcos, que vio como de momento apareció sentada sobre la barra. Todo aquello sin que se reflejara en ella el más mínimo esfuerzo. Marcos se sentó abatido en el sofá y al instante apareció María José a su lado, con aquella sonrisa endiabladamente seductora. Marcos se cubrió la cara con las manos y rápidamente María José se las apartó y le besó en la mejilla, esgrimiendo la más bella de sus sonrisas.













domingo, 24 de mayo de 2015

TUCANDEIRA




        Mientras esperamos la presentación de "SUBSAHARIANO A LAS PUERTAS DEL PARAÍSO", el próximo día 20, os presento otro cuento. A ver si os gusta.

                                                           



                                                               TUCANDEIRA









                   ―Buenos días, Don Ezequiel.
―Buenos días, Raúl. Aunque hoy no parece un buen día.
―Es cierto. Hemos tenido un amanecer extraño. ¿A qué se puede deber una cosa así?
―Francamente no lo sé. Mis cortos conocimientos no dan para tanto.
―Pues si usted no lo sabe, imagínese yo.
―Bueno, pero de todos modos, esperemos que sea un día normal.
―Esperemos. Le deseo un feliz día, Don Ezequiel. Adiós.
―Igualmente, Raúl. Adiós.
Don Ezequiel se despidió de Raúl, como casi todas las mañanas. Don Ezequiel se dirigía al ambulatorio donde pasaba consulta como médico de familia. Era un hombre alto, con una calvicie casi total, el poco cabello que le quedaba lo llevaba siempre rasurado. Era de piel muy blanca, ojos azules, de párpados caídos, y aspecto cansado. Una barba abundante le corría recta desde las patillas a la barbilla. Su caminar comenzaba a ser algo cansino. Al mismo tiempo era un médico muy servicial, querido de todo el pueblo.
El despuntar del día había sido verdaderamente extraño. Raúl se preguntaba si ese amanecer se habría producido en alguna otra ocasión. El cielo se encontraba con una neblina densa que todo lo ocultaba. Parecía un día de fuerte calima que, él, sólo por televisión había visto. Raúl era un joven moreno, cercano a la treintena de años, ni muy alto ni muy bajo, pero de constitución fuerte, anchas espaldas y fornidos brazos y piernas. Era amigo de Jeremías, el hijo de don Ezequiel, que también tenía una robusta constitución y mayor altura que Raúl. Todo lo compartían ambos amigos.
En su camino al trabajo, lo hacía en las oficinas de un centro comercial de la población vecina, no dejaba de observar la bóveda opaca que se cernía sobre su cabeza: <<parece como si hubiera alguien que se estuviera moviendo de un lado a otro por entre la niebla>> se decía. No quería reconocerlo pero la inquietud comenzaba a angustiarle, le tenía muy preocupado aquella situación desconocida para él. Al llegar al trabajo, se encontró conque era el comentario de todos los compañeros, que miraban al cielo.
Desde que saliera de su casa el aspecto de la calima había empeorado ostensiblemente, detenido junto a sus compañeros de trabajo, también observaba el firmamento: de momento se iluminaba su interior como si tuviera lugar una guerra de rayos de una parte a la otra y entre tanto el continuaba viendo algo que, ahora, corría de un lado al otro del firmamento: <<Si son animales deben ser enormes>> se dijo, para mayor azoramiento.
Los Llanos, que así se llamaba el pueblo, estaba bordeado de montañas en su parte nordeste, no excesivamente altas y muy pobladas de pinos y arbustos. Era algo de lo que todos los convecinos se sentían orgullosos. Después se abría a una planicie como si fuera un abanico, de un color verde debido a su exuberante vegetación y grandes parques municipales. Dos manantiales proveían el agua al municipio, siendo muy visitados los fines de semana, incluso por personas de otras poblaciones. Raúl desde que se detuvo en la misma puerta de entrada al trabajo, así como sus compañeros no se habían movido, y observó, de nuevo, la tétrica estampa en que se había convertido Los Llanos.
Apenas habían iniciado la jornada de trabajo, se escuchó un rumor como si fuera a tronar. Raúl se sentía cada vez más inquieto, intentaba estar atento a su trabajo sin preocuparse de nada más, pero no lo conseguía. De pronto un gran estruendo y un apagón de luz sobrecogió los corazones de todos los trabajadores. Raúl se dirigió inmediatamente a una de las ventanas y observó el cielo, parecía que se iba a resquebrajar por mil sitios a la vez. Al instante volvió la luz, aunque se seguía escuchando aquel rumor. Todos los compañeros habían quedado impactados y a pesar de las bromas, se apreciaba en sus rostros el estupor sufrido.
Aquel trueno inmenso se repitió varias veces, con la reiteración de los apagones y el aumento del pánico en los obreros. De esa forma pasaron la jornada de trabajo, entre truenos y apagones. De momento otro gran estruendo heló la sangre de los habitantes del pueblo; una gran oscuridad se echó sobre Los Llanos. Salieron de las oficinas y se vieron envueltos en la más absoluta oscuridad. Raúl volvió a mirar hacia el cielo y no vio más que una negror escalofriante casi pegada a su cabeza. El nerviosismo no le desaparecía.
De pronto alguien lo sujetó por el hombro y Raúl dio un respingo.
―¡Qué susto me has dado, Jeremías! Podías haberme llamado.
―Lo siento. No era mi intención.
¿Has visto a mi hermana?
―No. Yo acabo de salir de la oficina. ¿Que ha pasado?
―No lo sé. Mi madre vino a buscarme a la biblioteca y me dijo que poco antes del primer trueno salió de casa y ya no ha vuelto.
―Ella es muy fuerte e inteligente, no tardará en aparecer.
―Pero es muy intrépida y la curiosidad le puede.
Como cualquier mujer, Jeremías. Pero si me estás proponiendo que la busquemos, vamos.

Los dos amigos se adentraron en el pueblo y caminaron por todas las calles sin ver absolutamente a nadie. Lo Llanos era un espectro. Jeremías no cesaba de cerrar y abrir los ojos, cuando estaba nervioso se le acentuaba el tic. Por el camino fueron hablando de la situación tan extraña que se estaba viviendo durante todo el día en Los Llanos, demostrando que Jeremías se hallaba tan inquieto como su amigo. Llegaron a su casa y preguntaron a la madre si Nadia había llegado, negando ésta. Raúl intentó llamarla por teléfono.
No te molestes, no funcionan― le dijo Jeremías.
¿Sabe usted qué se ha llevado Nadia en la mochila?― Preguntó Raúl a la madre.
No. No lo sé― respondió la mujer sorprendida.
Ni ¿cómo se ha vestido o calzado? Por ir descartando lugares...
No. Esperad, veré en su armario porque cuando se marchó me dio la impresión de que llevaba las botas de montaña.
¿De montaña, mamá?
Sí. Efectivamente, lleva las botas de montaña― dijo la madre al poco de mirar en el armario.
Jeremías vamos al pantano; a Nadia es lo que más le gusta― dijo Raúl.
Salieron a toda prisa los dos amigos y se encaminaron hacia la montaña. Apenas abandonado el pueblo siguieron el curso del arroyo que bajaba desde el pantano.
En esta ocasión lleva algo más de caudal del de costumbre― le advirtió Jeremías.
Sí ― aceptó Raúl. ―Y resulta muy extraño.
No llevaban más de doscientos metros andados cuando Nadia surgió de la penumbra, caminaba con precipitación y al verlos se echó en los brazos de Raúl primero y de su hermano a continuación.
¿Dónde te has metido, insensata? Nos tenías a todos preocupados― dijo Jeremías.
Lo siento. Cuando salí de casa no estaba el tiempo tan mal. Después intenté llamaros por teléfono y no funcionaba― le dijo a su hermano apenas recobrado el resuello.
De todas formas no tenías que haber subido a la montaña, el tiempo ya presagiaba alguna cosa.
Lo siento Raúl. Quizá no debería haber subido. Pero si no lo hubiera hecho no podría advertir al pueblo de que la pared de la presa se ha agrietado.
¿Qué dices?
Debemos avisar a la policía y ellos sabrán qué hacer― dijo Jeremías alterado.
¿Cómo estás tan segura? ¿Lo has visto tú? ― preguntó Raúl.
Naturalmente que lo he visto― respondió Nadia, molesta. Cuando dio el segundo trueno tan brutal y tan largo, yo estaba encima de la presa. Venía descendiendo porque no me gustaba el cariz que había tomado el temporal y observé que de momento el riachuelo subió de caudal y el rumor que hacia el agua me hizo llegar hasta la pared para cerciorarme de que estaba en lo cierto. Y vi una grieta considerable en la parte de la izquierda de la pared por la que manaba el agua abundantemente. ¡Esa pared se puede romper!
¡Vamos rápido! Hay que prevenir a la población― dijo Raúl, al tiempo que cogiendo de la mano a Nadia tiró de ella. Ésta lo frenó. Y ante la cara de sorpresa de los muchachos, continuó diciendo Nadia.
Eso no es todo― tras aquellas palabras la cara de Nadia se había transformado.
Nadia ¿Qué sucede? ― Se atrevió a preguntar Jeremías.
He visto una hormiga del tamaño de una persona...
¿Cómo?― Preguntaron a un tiempo los dos.
Sé que es difícil de creer. Hasta yo misma me froté los ojos porque no podía dar crédito a lo que estaba viendo. Pareció que había salido con el agua del pantano y trepaba por la ladera del monte. Era descomunal.
 ¡Vamos Nadia! ¿Cómo ibas a ver nada con la oscuridad que hay?― Dudó Jeremías.
Te juro que la vi. Yo estaba prácticamente encima de ella. Cuando observé que estaba subiendo sentí un miedo enorme y me puse a correr curso abajo. Hasta que os he encontrado― relató Nadia con voz trémula.
No perdamos tiempo. Vamos a avisar a las autoridades― apremió Jeremías, sabedor de la capacidad visual de su hermana.

Los tres bajaron corriendo mientras Nadia aguantó, se dirigieron al retén policial y Nadia relató lo sucedido. Inmediatamente se pusieron en marcha varias patrullas, unas para inspeccionar la presa y otras en busca de varias cuadrillas de albañiles que pudieran taponar la fuga del pantano. Sobre la hormiga no hicieron demasiado caso, le restaron importancia pensando en que la chica había confundido a algún arruí del monte.
Los tres jóvenes se encaminaron a casa de Nadia y Jeremías, lamentándose de que los teléfonos no funcionaban todavía. La joven, en el trayecto, les juraba que había visto a aquella hormiga enorme. Cuando llegaron a su casa, la madre estaba rezando con un rosario en la mano.
Madre ― le dijo Jeremías, tus santos te han escuchado, aquí tienes a tu hija.
La madre dejó el rosario sobre la mesa camilla y abrazó efusivamente a su hija, que también le correspondió el abrazo, sin hacer caso del sarcasmo de su hijo. Entre tanto, Jeremías sacó dos cervezas y salió con Raul a la calle. La oscuridad no se correspondía con la hora de la tarde. Raúl miró el reloj y todavía no eran la siete <<y por aquella negrura podrían parecer las 3 de la madrugada>> pensó. Los dos amigos se sentaron en el suelo y bebieron las cervezas, que al menos estaban frías.
¿Qué te parece lo que ha contado Nadia?― Preguntó Raúl.
¿Sobre la hormiga? Debe haberse confundido..., quizá como ha dicho el policía se trastornó con la fuga del agua y...
Jeremías, Nadia tiene muy buena vista. Y, además, sabes que es muy perspicaz y observa todo con detenimiento, y es muy meticulosa.
¿Vas a dar crédito a eso? Lo que hace el amor. ¡Anda bebe!
Yo sí la creo. Me cuesta admitir que fuera una hormiga, pero algún cuerpo extraño sí era. Nadia es incapaz de inventarse una historia semejante.
Bueno lo que sea ya aparecerá. De momento vamos a disfrutar de la cerveza. Si quieres te saco otra― dijo Jeremías tratando de quitar dramatismo a la conversación.
No. No, gracias.
Y bien, ¿cuándo vamos a ser cuñados?
Cuando tu hermana quiera.
Cómo, te ha dicho que no.
No. No se lo he pedido todavía.
Y, ¿a qué esperas?
En ese momento apareció Nadia por el umbral de la puerta y Jeremías le cogió la cerveza de la mano a Raúl, e incorporándose dijo:
Bueno, voy dentro, supongo que tendréis que hablar.
¿Tienes que decirme algo?― Le preguntó Nadia. ―¿Tú tampoco me crees, eh?
No se trata de eso. Yo si te creo, aunque me cuesta admitir que fuera una hormiga, pero sé que algo extraño viste.
Ya. Era una hormiga― enfatizó.
Está bien. Ya aparecerá. Pero es muy raro que sólo vieras una. Las hormigas siempre van en grupo.
Raúl, era una hormiga gigante, del tamaño de una persona― le ratificó con evidente malhumor.
Muy bien, de acuerdo. ¿Emitía algún sonido por el que se le pudiera distinguir?
No lo sé. Además aunque emitiera algún sonido no podía escucharlo con el rumor del agua cayendo desde aquella altura.
Nadia y Raúl estuvieron un buen rato hablando y ante la propuesta de Raúl, Nadia aceptó el salir juntos. La pareja se había sentado en un banco que quedaba justo enfrente de la casa, pegado a un parque que corría paralelo al curso del arroyo, cuando oyeron sirenas y unas luces intermitentes iluminar aquella penumbra, no tardaron en pasar un coche patrulla de la policía local abriendo camino a una ambulancia. No habría pasado media hora cuando de nuevo se repitió el paso de otra patrulla seguida de otra ambulancia. Al momento otro vehículo policial anunciaba por megafonía que permanecieran en sus casa y no abrieran la puerta, estaban siendo invadidos por hormigas gigantes que atacaban a las personas.
¿Te convences ahora?
Nadia yo no puse en duda tus palabras, sólo que me costaba creer que fuera una hormiga, pensé que podría ser cualquier otro animal. ¡Vamos entra en tu casa y no abrid la puerta!
Raúl se despidió de Nadia, rechazando la invitación de ésta a permanecer en su casa, y se dirigió a toda prisa a la suya. Un sonido monótono, a modo de silbido, se dejaba oír con claridad. Raúl estaba a una calle de su casa cuando vio avanzar hacia él a un grupo de hormigas del tamaño de un carnero. Se le apoderó el pánico, jadeaba, el corazón parecía que le iba a salir por la boca. No sabía qué hacer, finalmente, decidió volver a casa de Nadia desandando lo que había andado, con la sorpresa de que al encarar la calle que transcurría paralela al río, otro grupo de hormigas se movían por delante de él. Vio como las hormigas tropezaban con los coches que habían aparcados y cómo dos de ellas atacaron a dos perros que les salieron al paso.
Una vez dentro de casa de Nadia, les contaba lo que había presenciado, fuertemente alterado.
Jeremías, lo he visto con mis propios ojos, Nadia no exageró, son del tamaño de un carnero. Las patas las tienen finas con relación al volumen del cuerpo y en la parte de atrás les sale a modo de un aguijón, que es con lo que han matado a los perros.
Bien, tranquilízate. Ahora ya estás a salvo.
Dices que tropezaban con los coches aparcados, y sin embargo han atacado a dos perros― Jeremías hizo una pausa. ―Eso podría significar que se orientan por fuentes de calor. Es decir que no ven, pero les atrae un cuerpo que desprenda calor.
Vamos, hay que decírselo a las autoridades.
Jeremías, ¿Estás loco?― Le dijo Nadia. ―No vais a salir ninguno de aquí.
¿Y don Ezequiel?
No ha llegado. Supongo que estará en el ambulatorio protegiéndose― respondió Jeremías.
Es de suponer― dijo Raúl. ―Pero no nos vamos a quedar aquí esperando. Jeremías vamos a buscarlo.
Los dos amigos salieron en busca de don Ezequiel, sin hacer caso a las recomendaciones de Nadia. Pronto se tropezaron con un ejército de hormigas que parecían patrullar la ciudad. Dieron un rodeo para llegar hasta el ambulatorio, tocaron insistentemente al timbre. En esos momentos una hormiga se acercaba amenazante a la puerta del ambulatorio.
Corre Jeremías ponte a salvo― le gritó Raul al tiempo que se sacaba el cinturón para utilizarlo como látigo.
¿Qué haces, Raúl? ¡Vamos corre!
Entre tanto Raúl se encontraba enzarzado en dar bandazos con el cinturón tratando de contener a la hormiga que no parecía intimidarse. Jeremías rodeó el ambulatorio que estaba de reformas y tomó un puntal de hierro. Cuando llegó a la puerta de entrada pudo ver como Raúl caído en el suelo era aguijoneado por la hormiga. Jeremías descargó toda su furia sobre el lomo de la hormiga a la que partió por la mitad de un certero golpe con el puntal.
¿Jeremías, ha sucedido algo en tu casa? ― Le preguntó el conserje con cara de preocupación, al abrir la puerta.
No. No. Veníamos en busca de mi padre, pero ahora le ha picado una hormiga a Raúl.
Ah. Está en su consulta. Espera te saco un silla de ruedas.
Gracias.
Se dirigieron a la consulta y habían dos personas esperando para ser atendidas. Al poco salió don Ezequiel y al ver allí a su hijo y a Raúl en la silla de ruedas, se alarmó.
¿Que ha pasado?― Preguntó don Ezequiel.
Nada papá. Veníamos a por ti y aquí en la misma puerta una hormiga ha picado a Raúl.
Yo estoy bien. Cansado, pero estoy bien― dijo mientras preparaba una inyección.
Aunque suponíamos que estarías aquí, no sabíamos nada..., y tantas horas― le dijo Jeremías.
No he podido irme del ambulatorio. Han traído a tanta gente que ha sido picada por las dichosas hormigas..., que no he podido moverme. Y después los teléfonos que no funcionan, ni los fijos, así que no he podido avisaros. Espero que se recupere con rapisdez al haberle atendido inmediatamente después de haber sido picado― dijo don Ezequiel al tiempo que pinchaba a Raúl.
¿Alguien ha dado alguna explicación de qué es lo que ha sucedido?― Le preguntó su hijo.
No. Las autoridades están tan confundidas como nosotros. Sólo sabemos que nos han invadido las hormigas Tucandeira, que por otra parte, tampoco estamos tan seguros de que sea ésta misma, primero por su comportamiento: pican sólo una vez y abandonan a la presa, ni un solo caso de doble picadura se ha producido hasta ahora, que podría haber sido mortal. Y, segundo por su tamaño.
¿Tucandeira, has dicho?
Sí. Es una hormiga procedente de Brasil, bueno, de las selvas tropicales de Centro y Suramérica, y de Australia. En Brasil es donde la llaman Tucandeira. Lo peligroso en sí es su aguijón, que es como una aguja hipodérmica. Pero su tamaño no pasa de una pulgada, por lo que no se entiende cómo han transmutado ni de dónde han salido estas hormigas.
Entonces ¿no sabemos qué están haciendo, ni si están haciendo algo para acabar con ellas?
No. No lo sabemos. Pero algo están haciendo, no pueden estar cruzados de brazos.
¿No han habido víctimas mortales? Preguntó de nuevo Raúl que empezaba a encontrarse bastante mal.
En este ambulatorio un hombre mayor que ya presentaba un cuadro clínico severo. El resto sólo han sido afectados por picaduras que responden a los tratamientos convencionales, con adrenalina subcutánea y antihistamínicos o corticoides; aunque tienen fiebres elevadas que a las pocas horas remiten. Se les forman unas zonas de necrosis en torno a la picadura, muy dolorosa y que no cicatriza tan rápido como la fiebre desaparece. La zona en donde pica, toma un color pardo rojizo amarillento con un punto negro en la picadura, al poco tiempo queda como paralizada, pero por fortuna no pican más que una vez, porque la segunda podría ser fatal. Todo apunta a que es la hormiga Tucandeira, pero no se corresponden ni su tamaño ni el comportamiento.
La verdad es que son enormes― admitió Raúl.
Papá, ¿has sabido algo de la presa?
¿Qué se supone que debo saber?―Respondió tajante.
¿No sabes que se ha resquebrajado la pared?
No tengo ni idea. Aquí nadie ha comentado nada al respecto.
Nadia estuvo esta mañana en la presa y nos dijo que había visto una hormiga del tamaño de una persona y la pared resquebrajada por donde salía el agua abundantemente añadió Raul.
La policía local ha enviado varias cuadrillas de albañiles para taponarla― apuntó su hijo.
Sería un milagro que pudieran cerrar la grieta, si estaba manado abundantemente― dijo don Ezequiel con gesto preocupado.
Los relojes marcaban las 22:00 horas y don Ezequiel no sabía cuando podría volver a su casa, por lo que convenció a su hijo para que lo hiciera él, ayudando así a proteger su casa ante una posible avenida de agua, accediendo éste a regañadientes. Entretanto Raul permaneció en el ambulatorio, echado en una camilla suministrándole la medicación.
Al momento de estar en su casa, en el pueblo, se escuchaba un fuerte rumor procedente del arroyo, que se había desbordado, corriendo el agua por las calles del pueblo con más de un metro de altura y arrastrando árboles, enseres, vehículos y animales.
              Al día siguiente amaneció como de costumbre, el sol iniciaba su andadura por encima de los montes y las hormigas gigantes de la misma forma que aparecieron, desaparecieron. Raúl se desperezó en la cama, y se notó que estaba empapado de sudor. Abrió la ventana y vio como el sol remarcaba su Áurea sobre la montaña, sacó medio cuerpo y miró en todas direcciones y no había ni rastro de agua ni de hormigas gigantes.