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domingo, 31 de mayo de 2015

LA PESADILLA DE MI VECINA



                                              CUENTO

Marcos se desperezaba en la cama bañera de estilo japonés. Ya lo echaba de menos. Aquel sábado se sentía privilegiado, llevaba más de un año sin descansar dos días un fin de semana. Revuelto entre las sábanas le costaba deshacerse de ellas. Por fin, consiguió desembarazarse de aquellas sábanas moradas, capricho de su hermana Mónica, tomó el teléfono móvil de la mesita de noche y comprobó la hora: Once y cinco minutos, un gesto de euforia le sirvió para sentirse mejor. Se acercó a la ventana y vio que hacía un día espléndido, las hojas de los árboles apenas si se mecían y aquel sol radiante mejoró su estado de ánimo, reflejándose en su rostro. Abrió la puerta del armario, que formaba conjunto con la cama y las mesitas, y sacó una toalla de baño echándola sobre la cama, volvió a abrir una segunda puerta del mismo armario que gruñó, aquello siempre le ponía nervioso y le recordó que debía echar aceite en las bisagras, y extrajo unos pantalones de cuero negro que también depositó sobre la cama. A continuación tomó la toalla y se metió al baño. Era un baño reducido, como toda la casa, gozaba de una ducha a la que tenía que entrar de lado. Pegado a la mampara estaba el inodoro y a un paso el lavabo con un simple espejo en el que la mayoría de días prefería no mirarse la cara. Pero ese sábado no le importó. Se afeitó con parsimonia, él no toleraba la barba, y se vio radiante. Después de la ducha volvió a la habitación, abrió un cajón de la mesita y cogió su ropa interior, posteriormente se puso los pantalones de cuero. Hizo la cama esa mañana, lo que no hacía los otros días, colocó dos cojines sobre la almohada y con la mano estiró alguna arruga que le había quedado en la colcha, recordó que su madre siempre le reprendía que dejara alguna arruga en la colcha. Del armario tomó una camisa negra con mil rayas grises y una americana también de cuero negra.
Se fue hasta la cocina para tomar el desayuno y la chaqueta la apoyo en el respaldo de una de las dos sillas. Enchufó la tostadora y accionó el interruptor de la cafetera que estaba sobre la barra de la cocina americana. Cogió una servilleta de papel y un vaso de cristal y los colocó sobre la mesa, con el azucarero y una cucharilla completó los enseres dispuestos para el desayuno; y abrió el cajón del pan. El sobresalto fue monumental:
¡La cabeza de María José, la vecina!
Buenos días le dijo aquella cabeza que portaba una diadema ridícula de color rosa, con una florecilla en rojo y blanco, mientras sonreía.
Marcos cerró el cajón de golpe y dio un paso hacía atrás tropezando con la mesa, volteó el vaso y lo pudo cazar en el aire antes de que llegara al suelo. Se quedó observando el cajón del pan despavorido, después de un momento se atrevió a abrirlo de nuevo.
¡Uf! No podía ser. Esa chica me está trastornando. Mira que verla en el cajón del pan, y me sonreía. Pero ¡qué sonrisa!
Marcos quedó tranquilo después de comprobar que, evidentemente, su vecina no estaba en el cajón del pan. Cortó dos rebanadas y las colocó en la tostadora. El café estaba saliendo y se dirigió al frigorífico para sacar la leche, abrió y allí estaba ella sonriendo de nuevo y le guiñó un ojo. Dio un tremendo portazo en la nevera y escucho el chasquido de vidrios y temió lo peor. Volvió a abrir la nevera con decisión y respiró sonoramente, aliviado al comprobar que María José no estaba en la nevera, aunque dos botellas de cerveza estaban hechas añicos y el líquido se había desparramado.
Marcos maldijo su obsesión; sacó lo poco que tenía en la leja y lo depositó sobre el fregadero. Con un paño recogió los vidrios, los echó al cubo de la basura y con una bayeta limpiaba la bandeja, cuando le llegó olor a quemado: el pan estaba más negro que la chaqueta que tenía colgada sobre la silla. Desconectó la tostadora y el pan fue a parar a la basura. Apartó la cafetera de la vitrocerámica, puso café en una taza y echó una cucharada de azúcar, apartando la nuez. Marcos tenía una nuez en el azucarero porque decían que así no se aterronaba, y tomó el café de un sorbo, cogió la chaqueta y se marchó a toda prisa. Después de cerrar la puerta volvió a abrirla y echó una última mirada. Respiró tranquilo.
El ascensor estaba ocupado y decidió bajar por la escalera, iba arreglándose el cuello de la camisa cuando llegaba al rellano inferior al suyo, se abrió la primera puerta según descendía y apareció María José, sonriente y con aquella diadema ridícula. Marcos emitió un chillido gutural poco apropiado, y María José quedó pasmada.
¡Tonto. Me has asustado! Le dijo la muchacha .
Tú eres quien me ha asustado a mí. ¿Cómo puedes estar en dos sitios a la vez? Le dijo al tiempo que señalaba con la mano hacia el piso de arriba.
¿Cómo dices?
Oh, no. No me hagas caso, he tenido pesadillas y no he dormido bien. Eso es.
—¿Quieres decir que has tenido pesadillas conmigo?
No, María José. He tenido pesadillas, en general... Intentaba disculparse.
¿Cómo es eso de pesadillas en general? Le preguntó con cierta picardía.
No es nada, María José, no es nada. Ya me voy, eh.
—¿Vas al supermercado? ¿Puedo ir contigo?
No voy al supermercado. He quedado con unos compañeros del trabajo. Adiós.
—Te recuerdo que no tienes sal.
¿Cómo sabes tú que no tengo sal? Le preguntó con cierto nerviosismo.
—Te pedí ayer y me dijiste que no tenías.
Ah, ya. Adiós.
Marcos bajó las escaleras sin volver la vista atrás. Sudaba. Su corazón palpitaba más rápido que de costumbre. Andaba dándole vueltas a las apariciones de la vecina en el cajón del pan, en la nevera y después en la escalera. No acertaba a comprender su ubicuidad, «cómo puede estar en varios sitios a la vez, o al menos en cada uno a los que yo acudía». «Esa mujer me está volviendo majara».
De regreso a su casa, Marcos, pasó por el supermercado, compró sal y un paquete de latas de cerveza, después de colocar cada cosa en su sitio, se acicaló de nuevo y salió a cenar con los amigos.

Era ya mediodía cuando se levantó de la cama y se fue directamente al baño se dio una ducha y volvió a colocarse el pijama. Abrió una bolsa de patatas fritas y las puso en un plato, hizo lo propio con una lata de berberechos y colocó los platos sobre la mesa. Una llamada de teléfono alteró sus planes, Marcos fue hasta la habitación para coger el teléfono móvil. De un lado a otro iba arrastrando los pies descalzos por el parqué; su madre quería saber de él, después de varias semanas sin ponerse en contacto. Cuando acabó de conversar con su madre volvió a la cocina y abrió la nevera, tomó una lata de cerveza, cerró la puerta y volvió a abrirla súbitamente, y en efecto, allí estaba su vecina, decapitada, la cabeza sobre la leja, sonriente, esta vez sin la diadema, cerró de nuevo el frigorífico con virulencia y se dejó caer en la silla azorado.
«No vuelvo a salir más con esta pandilla de cretinos» se dijo. «No se puede beber de esa manera, luego me encuentro fatal» se reprochaba así mismo, cuando miró la lata de cerveza que todavía llevaba en la mano: «¿La he cogido yo o me la ha dado ella?» se preguntó. Se dirigió hacia la nevera y abrió la puerta con cierto recelo, allí no había ni rastro de María José. «¿Cómo me va a dar ella la cerveza si sólo estaba la cabeza? ¿Pero qué me está pasando? ¿Cómo va a estar la cabeza de mi vecina en la nevera? Alguien me está gastando una broma macabra, que ya me está desquiciando. ¿Me habrán puesto alguna droga en la bebida? Cómo si hiciera falta meterle algo más al alcohol...» se dijo.
Se preparó un café, una vez acabado el aperitivo, había decidido pasar por alto la comida. Se propuso despejarse lo más rápido posible; la inquietud iba apoderándose de él. Dejó el café, el azucarero y el paquete de leche sobre aquella mesa pequeña que tenía frente al sofá donde solía pasarse horas y horas el día que no trabajaba. Aquel sofá era de un tejido negro, que formaba un canalillo, y uno de sus asientos permanecía siempre extendido. Siempre se tendía en él. Echó el azúcar en el café y a renglón seguido hizo lo mismo con un poco de leche, lo movió y fue a beber un sorbo. Un espasmo hizo que se vertiera el cortado sobre la mesa, «por poco me bebo a mi vecina» gritó con cara de asco. «Yo estoy enfermo, esto que me pasa no puede ser por el alcohol, que no voy a volver probar en mi vida, ha de verme un médico» se dijo así mismo.
No había acabado todavía con su pensamiento cuando sonó el timbre. De mala gana fue casi arrastrándose hasta la puerta, abrió y sin mediar palabra, Marcos, dio un grito que fue correspondido con otro mayor de María José que se colgó a su cuello, llevaba un pantalón fino de chandal, de color fucsia y una camiseta de lino desabrochada generosamente hasta el escote, que le colocó casi a la altura de la boca. Marcos la empujaba con el fin de quitársela de encima, pero ella cada vez se aferraba más a él.
—¿Quieres soltarme? Me estás ahogando.
—¿Quién era?
—¿Cómo que quién era?
—¿Quién estaba tras de mí? Dijo la vecina.
—Nadie. Pero ¿quieres soltarme?
—¿Has chillado... por mí?
—Pues sí, he chillado por ti— le respondió al tiempo que se subía el pantalón del pijama que se le había bajado un tanto.
—¿Tanto te molesta que te pida alguna cosa?
—No es que me moleste que me pidas lo que quieras... Pero da la sensación de que estés “embrujada”: apareces y desapareces en todas partes.
—Oye, que yo no he venido a tu casa más que ahora. Pero si te molesta me voy.
—Disculpa María José. Estoy muy mal. Te veo por todas partes y...
—¿Estás espiándome?
—No mujer. ¿Cómo te iba a espiar yo?
—Explícate, por favor, porque me estás mosqueando.
—Anda, toma asiento en el sofá— le dijo a su vecina mientras cerraba la puerta de la escalera.
—¿Quieres un café?— Le dijo Marcos.
—Yo no voy a pasar la lengua por la mesa— le respondió sarcástica.
—Oh, no. Por supuesto. Haré café para los dos.
—Ah. Pensaba que tú el café lo tomabas directamente de la mesa.
—Muy graciosa. Pues que sepas que tú eres la culpable de que haya desparramado el café en la mesa, bueno..., y en el suelo.
—¿Por qué soy yo la culpable de tu torpeza?
—Déjame que haga el café y limpie todo esto y te lo explicaré.
Mientras Marcos hacía el café su vecina limpiaba el desaguisado que tenía en el salón. María José, entre sonrisas, le miraba de soslayo, mientras Marcos se afanaba con el café moviendo la cabeza de cuando en cuando. Se sentaron en el sofá y María José que había ocupado el sitio predilecto de él, cogió el mando de la televisión y la conectó.
—¡Por favor! Baja el volumen— Le pidió Marcos
—Tienes ojeras y muy mala cara— le dijo la chica.
—Claro, tenía que estar acostado— comentó Marcos al tiempo que le señalaba el televisor para que bajara el volumen.
—Ah. Sí. Disculpa. Si no hubieras bebido tanto no estarías así. Pero, bien, explícame lo de espiarme.
—Que no te espío, mujer. El que te vea en todas partes es aquí en mi casa...
—No entiendo nada, Marcos.
—Ya. Yo tampoco— añadió con resignación. —Bueno, el caso es que últimamente, ayer concretamente, me apareciste en el cajón del pan con la misma diadema que llevabas después cuando saliste al rellano, y me diste los buenos días, a continuación abrí el frigorífico para sacar la leche y allí estabas tú guiñándome un ojo...
—No te parece que sueñas un poco extraño— le interrumpió la vecina.
—María José no es que lo sueñe, porque estoy despierto. Pero...
—No digas eso por ahí. Será mejor. Pero sigue contando que esto me gusta— le animó María José con aquella amplia sonrisa picarona.
—Tú te lo tomas a broma, pero algo me está sucediendo, y estoy muy preocupado— hizo una pausa y observó como disfrutaba su vecina con el relato. —Y hoy, he tomado una cerveza del frigorífico y otra vez tu cabeza sobre la leja y al final ya no sé si la lata me la diste tú o la cogí yo.
—Sigue. Es apasionante.
—¿Apasionante? Querrás decir desquiciante...— le corrigió al tiempo que le miraba el escote, del que le costaba apartar su mirada.
—Yo también te veo muchas veces en...— comenzaba a decirle cuando la interrumpió el timbre de la puerta.
—¿Quién puede ser ahora?— Se preguntaba al tiempo que iba a abrir la puerta. —Oh. Anabel, ¿qué haces tú por aquí?
Anabel entró sin esperar a ser invitada, mientras Marcos sujetaba la puerta.
—He venido a verte. Anoche me quedé muy preocupada con la merla que cogiste y... Ah, no sabía que estabas ocupado— dijo dando un respingo.
María José recostada en el sofá miraba con recelo a la recién llegada.
—Es mi vecina. María José, Anabel. Pero ya se marchaba— al tiempo que la animaba a incorporarse del sofá.
—Me vas a ver en muchos más lugares— le amenazó María José, enojada. —Adiós.
María José se marchó de casa de Marcos con paso decidido, entre el regocijo de su compañera de trabajo Anabel. Marcos se sintió molesto de momento, porque observaba el placer de Anabel mientras siguió con la vista a su vecina que tanto le incordiaba últimamente.
—¿Qué te puedo ofrecer?— Le dijo Marcos a la recién llegada.
—Una cervecita estaría bien.
—¿No has comido? ¿Quieres comer alguna cosa?
—Sí. Sí he comido. No quiero comer nada.
—Cómo, ¿no me vas a acompañar?— Preguntó Anabel.
—Anabel acabábamos de tomar un café cuando has llegado. No quiero más cerveza.
—Y ¿vas a permitir que yo beba sola?— Dijo Anabel de modo insinuante.
—Está bien. Te acompañaré, pero con un chupito de orujo...
—Ah. Yo quiero otro— interrumpió a Marcos, al tiempo que se desabrochaba un botón de la camiseta de punto que llevaba.
—¿Ya no quieres la cerveza?— Preguntó Marcos que contemplaba la generosidad de Anabel.
—Sí. Claro que la quiero.
Sin mediar más palabras, Anabel, vació la lata de cerveza de un solo trago, ante la estupefacción de Marcos.
—¡Venga! Ponme el chupito— urgió Anabel.
—La vas a pillar y mañana hay que trabajar— le dijo marcos mientras le servía el chupito y se sentaba a su lado.
—Sea como sea mañana estaremos trabajando.
Anabel casi se echó encima de Marcos y comenzó a tocarle el cabello al tiempo que hablaba de cosas absurdas que a él no le interesaban. Le pasaba la mano por la cara y el pecho. Echó un sorbo del orujo y sin más, dio un beso en los labios a Marcos que sorprendido la abrazó. Mientras Anabel le acariciaba Marcos tenía en mente la imagen de María José, que era incapaz de desterrar de sus pensamientos. La insistencia de Anabel tampoco resolvía la inquietud de Marcos.
—¡Aaaah!— Gritó Marcos de momento.
Anabel dio un respingo en el sofá para separarse de Marcos con el rostro desencajado. Mientras, Marcos sin poder mediar palabra señalaba al mueble en donde estaba la televisión.
—¿Qué te pasa Marcos?— Se interesó Anabel.
—¡María José!— Dijo sin dejar de señalar a la televisión.
—¿Cómo?
—¡María José!— Repitió de nuevo asustado.
—Marcos, me estás asustando— dijo alterada Anabel. —Si prefieres estar con tu vecinita dímelo. Pero no hagas que me sienta mal.
—Que no, Anabel. No quiero asustarte. Pero es que mi vecina estaba encima del canto de la televisión mientras nosotros retozábamos— acertó a decir con voz trémula.
—¡Marcos, por favor! Dices que no quieres asustarme, ¿qué es lo que pretendes, entonces, con esa bobada de que está tu vecina aquí?
—Anabel, yo no sé qué me está pasando. Pero ayer vi a mi vecina en el cajón del pan y me dio los buenos días, y después en el frigorífico cuando saque el paquete de leche me guiñó un ojo...
—Marcos, estás como una cabra. ¿Tan ciego te pusiste el viernes para ver esas alucinaciones?— Le interrumpió.
—No lo sé. Eso mismo pensé yo. Pero esta mañana la he vuelto a ver antes de que llegara a mi casa. Abrí la nevera para tomar una cerveza y allí estaba ella, sobre la bandeja y todavía no sé si cogí yo la cerveza o me la dio ella...
—Estás loco de remate. Ven que yo te quitaré la locura.
Anabel le paso el brazo por el cuello y le dio un beso, sin que Marcos pudiera reaccionar y decirle que no estaba de humor para hacer el amor con ella. Anabel se había desprovisto de la camiseta que llevaba e intentaba hacer lo propio con el pijama de Marcos que a duras penas se resistía.
—¡Aaaah!— Un nuevo grito invadió aquel salón, esta vez de Anabel que se había quedado lívida.
—¿Que pasa?— preguntó Marcos desencajado.
—Tu vecina— pronunció tartamudeando Anabel con los ojos que parecían querer salirse de sus órbitas. —Sentada en la barra— acertó a decir, al tiempo que se incorporaba bruscamente del sofá y cogía de un puñado su camiseta, dirigiéndose hacia la puerta de la escalera.
—¡Anabel!...
—No me digas nada— le replicó desde la puerta colocándose la camiseta.
—¡Aaaah! ¡Maldita bruja!— dijo Anabel que sin cerrar la puerta bajó las escaleras sin esperar al ascensor.
—¿Qué les has hecho?— preguntó María José haciendo gala de su extraordinaria sonrisa.
—María José, no tiene ninguna gracia lo que está sucediendo. Si tienes alguna explicación, por favor, dámela, porque ya no puedo más. Me estoy volviendo loco.
—Marcos no es para tanto— le dijo con voz suave y esgrimiendo aquella sonrisa que a él le hacía perder la razón. Tengo la..., propiedad, diría yo, de poder aparecer y desaparecer en algún momento, pero nada más.
—¡Nada más!, dices. ¿Tú crees que yo me puedo tragar eso, María José?
No había acabado de pronunciar la última palabra, cuando María José se había sentado en el borde de la televisión. Marcos acudió raudo sujetando la televisión por los lados, temiendo que se rompiera, cuando María José se posó sobre el respaldo del sofá, ante la perplejidad de Marcos, que vio como de momento apareció sentada sobre la barra. Todo aquello sin que se reflejara en ella el más mínimo esfuerzo. Marcos se sentó abatido en el sofá y al instante apareció María José a su lado, con aquella sonrisa endiabladamente seductora. Marcos se cubrió la cara con las manos y rápidamente María José se las apartó y le besó en la mejilla, esgrimiendo la más bella de sus sonrisas.













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