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miércoles, 8 de octubre de 2014

RELATO: EL BOSQUE NOS COBIJA


             EL BOSQUE QUE NOS COBIJA





Una ardilla, vivaracha ella, andaba preocupada, muy preocupada. No se atrevía a bajar de los árboles, como antes solía hacer en el bosque en el que habitaba junto a otros tantos animales. Se acercó lo más que pudo al principio del bosque en donde el olor a madera era muy intenso, en momentos se mezclaba con el olor del gasoil. Para su estupor, observó como los árboles, muchos de ellos centenarios, estaban desparramados por el suelo. Mientras las excavadoras trabajaban sin cesar en medio del estridor de sus cadenas; unas motosierras pequeñas limpiaban los troncos de ramas que iban amontonando, otras más grandes talaban por su base los pinos, abedules, robles... Las grúas cargaban los camiones que transportaban los troncos hasta la orilla del río. Se acababa el invierno y tenían que aprovechar la paralización de la sabía para cortar la arboleda. Sólo en las cumbres se podía ver aún la nieve. Los gancheros se encargaban de su traslado hasta la serrería a unos quince kilómetros más abajo. Un manto de troncos que cubría el río se deslizaba suavemente. Por la maderada caminaban en muchos momentos los gancheros con sus pértigas de unos dos metros de largo con un pincho y un gancho en la punta. Guardaban la dirección de los troncos para que no quedaran atascados: con el pincho empujaban los troncos y con el gancho los atraían si había que corregir el rumbo.

Sólo los tocones que salían un palmo del suelo parecían denunciar con sus lágrimas de resina aún endurecida, que antes hubo un hermoso bosque.

El capataz, un tipo rudo, de ojos negros y mirada inquisidora, tenía un parpado caído que casi le cerraba el ojo izquierdo; la nariz ancha y achatada denotaba su afición al boxeo, con los hombros cuadrados como un armario y un bigote espeso, gritaba y daba órdenes sin ton ni son. Escupía incesantemente por entre el hueco del incisivo central, que perdió en su juventud:
–Vamos holgazanes, quiero ver la ladera más limpia que una patena.
Centenares de operarios subidos unos en sus máquinas y otros cargados con motosierras, se afanaban en cumplir sus órdenes.
Mientras se retiraba, la ardilla, pensaba en cómo parar aquella masacre que estaban cometiendo y decidió reunir a los animales para entre todos tomar alguna decisión con la que parar la destrucción del bosque. Un viento ligero, húmedo, acercaba unas nubes amenazantes. «Si lloviera intensamente nos podría ayudar mucho» pensó. Corría de rama en rama, de árbol en árbol, para avisar a todo el que veía e incitarles a que, a su vez, corrieran la voz.
Llegado el momento, se concentró en el plano una cantidad ingente de animales de las mas variadas especies: Lobos, ciervos, ardillas, conejos, palomas, pájaros, gusanos, osos... Subida sobre una rama, desde la que divisaba a todos los reunidos, la ardilla, se dispuso a llamar la atención de todos los animales, que hablaban entre sí.
–Escuchad. Escuchad. ¡Escuchadme!– Gritó. Enmudecieron todos sorprendidos. –Sabéis que nos estamos viendo amenazados con la tala de tanta arboleda. Estamos en serio peligro...
–Pero qué dices– le interrumpió un lobo. –Para que acaben con el bosque necesitarán muchos, muchos días.
–Eso no significa que no lleguen a acabar con él– replicó la ardilla, molesta por la interrupción. –Y deberíamos anticiparnos...
–Y para eso nos hemos reunido aquí– volvió a interrumpirle el mismo lobo.
–Sí, efectivamente, nos hemos reunido porque debemos hacer algo para evitar que eso llegue a suceder–. El comentario de la ardilla fue correspondido con un murmullo de asentimiento del resto de animales.
–Y qué vais a hacer, ¿ir a darles un susto, todos juntos? Ja,ja,ja.– Insistió el lobo, despectivo.
La irritación de la ardilla era absoluta, no podía entender como alguien fuera capaz de despreciar el peligro que se cernía sobre todos ellos. Pero lejos de demostrarlo, en lugar de recriminarle utilizó la estrategia de la adulación.
–No se trata de darles un susto, sino de impedirles que acaben con todos nosotros– replicó la ardilla. –Vosotros sois fuertes, rápidos y valerosos, podríais conseguir distraerlos mientras los demás boicoteamos la maquinaria y herramientas para que no las puedan utilizar– acabó sugiriendo la ardilla.
–Eso me parece bien– apuntó el lobo, altanero. –Aunque lo que pretendes no hará más que retrasar su trabajo. Y, qué sugieres.
–¡Bien!– Susurró la ardilla. –Creo que sería conveniente que os acercarais a los empleados y al salir detrás de vosotros, el resto pondríamos piñas y piedras en la maquinaria de motor y tierra con un poco de resina en las herramientas de mano, tantas veces como haga falta. Eso, salvo que se os ocurra algo mejor.
–¡Hum! Bueno no está mal la idea, partiendo de una ardilla...– aceptó el lobo.
Llegada la tarde cuando estaban en plena faena los obreros aparecieron los lobos, sigilosos, cual formación militar dispuestos a atacar, causando el pánico entre los hombres, que retrocedieron; el capataz los increpó:
–¡Vamos atajo de señoritas! Coged esos vehículos ligeros y salir tras los lobos y ahuyentarles. O seréis vosotros quienes corráis con el rabo entre las piernas– para escupir a continuación.
Momento que aprovecharon el resto de los animales para llevar a cabo el plan previsto. Introdujeron piñas y piedras en los tubos de escape de las retro-excavadoras y de la grúa e impregnaron las herramientas de mano, motosierras, carretillas, hachas, azadas..., con la tierra y la poca resina de los pinos que pudieron conseguir. Después de varias escaramuzas en las que los lobos huían en todas direcciones, los empleados volvieron satisfechos porque habían hecho desaparecer a las alimañas.
–¡Mierda!– Gritó uno de los obreros al coger una motosierra, lo que hizo que se giraran sus compañeros.
–¿Qué te pasa, ahora? ¡Maldita sea!– Le gritó el capataz.
–La motosierra está llena de resina.
–¡Qué asco!– Vociferó otro más allá. –Ésta también está impregnada de resina.
La azada también. Y la carretilla–, gritaron al unísono otros dos.
–La excavadora no arranca–. Protestaba el maquinista mientras lo intentaba incesantemente.
Entre tanto el capataz, rojo de ira, iba de un lado a otro maldiciendo al tiempo que escupía por el hueco del diente que le faltaba.
–¡Maldita sea vuestra estampa! No quiero ver un animal más a un kilómetro a la redonda. Vamos, ¡cabrones!, a qué esperáis para limpiar las herramientas, no tenemos toda la tarde.
Otra excavadora, una grúa y dos camiones tampoco arrancaban, los chóferes se veían incapaces de poner sus motores en marcha.
–Vosotros, los de los camiones, ¡atajo de inútiles!, arrancad esos camiones o les vais a empujar con los cuernos.

Comenzaba a caer la tarde y no habían conseguido derribar un solo árbol más. Acabada la jornada subieron los obreros a los camiones para regresar a sus casas, entre los continuos insultos del capataz. Desde el interior del bosque eran observados por los animales, que se felicitaban unos a otros porque habían conseguido que esa tarde no se talaran mas árboles, todos comentaban felices el caos creado entre los operarios. Cuando se marcharon los humanos se reunieron en el plano los animales que llevaban en volandas a la ardilla.
–No ha estado mal, eh– comentó el lobo. –He de reconocer que has estado brillante. Pero mañana volverán, y qué haremos entonces– urgió a la ardilla.
–No lo sé– respondió con cierta desolación. Pero estoy segura que entre todos encontraremos otros medios de paralizar a las máquinas y las personas. Seguro que tú ya has pensado alguna cosa al respecto– comentó, de nuevo, en tono adulador.
–Bien..., bueno, sí, pero he de madurar un poco más la idea– se excusó el lobo, que se vio en un aprieto ante el resto de los animales.
A la mañana siguiente, apenas había despuntado el día, se encontraban los obreros dispuestos a iniciar la jornada. Los gritos del capataz hicieron que los pájaros levantaran el vuelo y buscaran unas ramas más seguras. Las excavadoras y el resto de maquinaria que habían sido cubiertas con lonas, fueron descubiertas y cada cual cogió la que le correspondía. Tras varios intentos de arrancar una de las excavadoras, soltó un pistonazo y expulsó una piña de dentro del tubo de escape.

–¡Malditos animales!– Gritaba como un energúmeno el capataz. –Revisad los tubos de escape de todos los vehículos y empecemos a trabajar de una vez. Si aparece un animal más por aquí quiero su pellejo colgado en la pala de la excavadora, ¡malditos seáis! ¡A trabajar!– Volvió a escupir.
De nuevo aquel ruido infernal volvió a invadir la paz del lugar. El ir y venir de la maquinaria era incesante y los gritos e insultos, entre escupitajos del capataz, un ritual. El cielo amaneció cubierto, unas nubes negras amenazaban lluvia, y los pájaros se encontraban alborotados. La ardilla se frotaba las manos ante la posibilidad de que esas lluvias, que seguro iban a caer, fueran intensas. Los operarios tomaron el trabajo donde se quedó el día anterior, reprendidos incesantemente por el capataz. A penas si llevaban una hora de trabajo y comenzó a llover, para a los pocos minutos tornarse en un agua torrencial que les obligó a cesar en el trabajo. Los operarios se cubrieron con las lonas y dejaron las herramientas al lado de los camiones. La ladera del monte pronto empezó a escupir agua como nunca se había visto. Una impresionante riada acabó arrastrando las herramientas y las motosierras, que junto a los troncos de los árboles cortados se perdieron de vista ante la mirada atónita del capataz, quien subido a la grúa, maldecía su suerte. Los gancheros que se encontraban en la orilla del río se protegieron con sus chubasqueros bajo la arboleda, sobre un pequeño alcor próximo. Mientras observaban como se zambullían en el río las herramientas, muchas de ellas destrozadas, junto a troncos y ramas que bajaban volteando velozmente ladera abajo. No tardó en llegar la crecida del río.

Después de dos días de intensas lluvias amaneció una mañana espléndida. El sol radiante presagiaba lo peor para el bosque. Un barrizal enorme y una impresionante crecida del río se habían aliado con los animales. La ardilla se encontraba sobre las ramas del pino desde el que se dirigió a sus compañeros del bosque y no mordisqueaba ninguna piña, con sus pequeñas manos colocadas sobre el mentón pensaba qué otras medidas de contención podrían adoptar, pero no se le ocurría ninguna. Al poco tiempo se percató de que se había llenado el plano y todos los animales, en silencio, la observaban. Aquello le emocionó.
–¿Qué haremos si vuelven?– Consultó un gran oso a la ardilla.
–No lo sé– reconoció abatida.
–Si vuelven utilizaremos la misma estrategia del otro día– propuso el lobo. –Pero en esta ocasión que sean los osos los primeros en provocarlos.
–No puede ser– dijo la ardilla. –Pero, sí, es buena idea– alentó al lobo. –Sólo que deberíais ser vosotros los lobos los primeros en incordiarlos, sois mucho más rápidos que los osos y los camiones corren mucho y los alcanzarían; y a continuación ellos, porque los hombres se habrán prevenido y no abandonarán tan fácil sus utensilios, al menos hasta que vean a los osos; y el resto iremos inmediatamente después para boicotear las máquinas y herramientas una vez más. Has tenido una gran idea– felicitó al lobo, que se enorgullecía al ser correspondido por todos.
Comenzaron a desperdigarse todos los animales integrándose de nuevo en el bosque, más lentamente que de costumbre, comentando entre ellos. La ardilla que permanecía en la misma rama, observaba con evidente tristeza la marcha de sus compañeros. Pero de pronto, decidió saltar de rama en rama, bajaba y volvía a subir a los árboles y de nuevo saltaba por entre las ramas, el resto de los animales que la vieron, sorprendidos, decidieron hacer lo que cada cual hacía antes de aparecer los hombres. La ardilla finalmente subió a la rama más alta de todos los árboles, desde donde divisaba todo el bosque, y se recreó en el paisaje.








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