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domingo, 11 de agosto de 2013

LA VIUDA




La señora Pilar, mujer jubilada desde hacía algunos años, vivía sola en su casa unifamiliar. Tenía alguna dificultad para subir y bajar las escaleras, debido al reuma que padecía, que le castigaba sin piedad. Para salir a la calle debía descender cuatro escalones, siempre sujetándose a la baranda de madera de la escalinata. En cada peldaño maldecía, sobre todo los días de humedad. El pórtico de dos metros cuadrados sostenido con dos columnas en la parte de delante, cubiertas por sendas enredaderas, estaba secundado con dos sillones de mimbre a cada uno de los lados y detrás mismo de éstos dos macetones de hortensias muy pomposas. En el lado derecho del pórtico y de forma circular se encontraba el salón, y en el izquierdo su dormitorio. En el amplio zaguán tenía un recibidor, sobre éste una fotografía de su marido y al lado un pequeño jarrón de cristal de un color azulón con una rosa artificial —hacía tiempo que se cansó de recogerlas del rosal del jardín—, un espejo enmarcado al tono del mismo taquillón completaba la entradita. Justo enfrente del recibidor, al otro lado del zaguán y pegado a la puerta un paragüero metálico y, entremedias, un gran felpudo en el que debían limpiarse las suelas de los zapatos todo aquel que la visitara. Las visitas no eran muy frecuentes por no verse sometidas a una estricta vigilancia, por parte de la señora Pilar, salvo tres amigas: Sofía, Engracia y Anabel, con las que solía tomar café con leche y unas pastas todas las tardes, y echar alguna partida de cartas o parchís, en la cocina. Cada día se reunían en casa de una de ellas. A partir del felpudo, el suelo de parquet cubría las estancias de toda la casa, que limpiaba de forma casi obsesiva todos los días, a pesar de que cada semana acudía la asistenta a limpiar la casa.
El salón estaba compuesto por una gran mesa rodeada de seis sillas a juego y una suntuosa vitrina de época donde se veían una vajilla de porcelana, de la que se sentía especialmente orgullosa, y una cristalería de cristal de Bohemia. Una lámpara de seis brazos flotaba sobre la mesa. Toda la parte circular del salón que daba a la calle, era un ventanal con las cortinas corridas de color marfil, por donde solía observar la calle con discreción. Delante de las cortinas tenía un sofá, también de forma circular, de color blanco, que ocupaba todo el ventanal; una mesa de centro y dos sillones a juego. Una lámpara de pie a un lado suspendía su enorme tulipa cromada sobre la mesa, y al otro lado, otra lamparita de sobremesa, metálica, con una base redonda y un pie que parecía una clave de sol; su tulipa, de tela, recordaba los cascos de los soldados ingleses en las colonias de ultramar. Fea. Una lámpara horrenda, aunque ninguna de sus amigas se atrevía a decírselo, a pesar del daño que producía a la vista, aparte de desentonar abruptamente con el resto de la decoración. La señora Pilar cuando se enfadaba levantaba la cabeza y respiraba hondo para rebufar a continuación. Los pelillos de su bigote se estremecían con gesto retador y no tenía empacho en descargar su ira con quien tuviera delante. En el salón las reunía si algún día debían tratar algún tema relacionado con la Hermandad de Santa Clotilde, a la que pertenecían y de la que ella era secretaria.
Un corto pasillo con el baño a la parte derecha, conducía a su habitación, una vetusta cama y su armario, en los que resaltaban sus grandes torneados. Se complementaba con una butaca tapizada de tela de terciopelo púrpura y las cortinas que cubrían los grandes ventanales circulares, como en el salón. Una lámpara central de cuatro brazos con grandes tulipas de cristal y dos pequeños apliques de pared daban iluminación a la amplia habitación. Sobre el cabezal un cuadro con una mujer con su niño en brazos. Sobre la mesita más alejada una fotografía enmarcada de su esposo, en la más próxima a ella un despertador y el libro que estaba leyendo. La cubierta de lana, acolchada, y cosida en forma de rombos, con unos rosetones en colores pálidos y los faldones de seda daba una señorial visión del cuarto.
Frente al dormitorio, una amplia cocina, vestida con muebles de madera natural con una bancada de granito multicolor con vetas grises, negras y rojas, soportada sobre tres muebles bajos de grandes cajoneras. Equipada de electrodomésticos. Pegado al último módulo y formando rincón, había una puerta de aluminio, en su parte superior con cristal, cubierto por un visillo, daba acceso a un gran patio interior, en el que habían varios hilos de tender, unas macetas con lirios, alguna hortensia y un aloe. Al final del patio, al lado derecho, un pequeño cuarto con la lavadora, una pila y una estantería en la que todavía guardaba una caja de herramientas de su marido y algún que otro trasto, que generalmente no utilizaba. Pegada a la entrada a la cocina una escalera interior por la que se accedía a la planta de arriba, donde se encontraban dos dormitorios montados, que daban a la parte interior, pintados uno de color azul y el otro en un color salmón, de los hijos que nunca tuvo. Frente a estas habitaciones un gran despacho en el que solía escribir su esposo, y, contiguo, separado por unas puertas de madera correderas, una hermosa biblioteca  con una gran mesa de época en el centro con una pequeña lámpara,  también de época. Un gran sillón de despacho, de piel, contrastaba con la decoración, pero se colocó por cabezonería de su marido lo que le acarreó no pequeños problemas con su esposa, que no permitía tal desajuste decorativo.                   

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