Capítulo
XX
Era veinticuatro de
septiembre de 2005. Amanecía. Una mañana fresca con viento húmedo
de levante que soplaba sin mucha virulencia aunque balanceaba las
copas de los pinos. En el campamento había una actividad superior a
la de cualquier día, las personas deambulaban de un lado para otro
con los semblantes serios, se ultimaría el asalto masivo a la valla
de mañana. Los planes de Huffam se llevarían a cabo en tres puntos
distintos del vallado. No tardarían en llegar los encargados de
dirigir las turbas de desesperados para ultimar los detalles de la
operación. A medida que pasaban las horas los rostros de las
personas se apreciaban tensos, y le decían a Huffam: «¿Se ha
suspendido la reunión?» Éste negaba animando, al mismo tiempo, a
que continuaran con sus quehaceres. A poco más de las ocho de la
tarde se reunieron todos los responsables del asalto, junto a Huffam
e Ibrahim. Después de los correspondientes saludos, tomaron asiento
en el suelo, en círculo.
––En Rostrogordo
tenemos las escaleras preparadas, en varios puntos del campamento por
si tuviéramos la mala suerte de que hicieran una redada— comenzó
a decir su responsable. ––Estamos todos listos para el asalto,
tenemos el orden de marcha establecido— señalando a cada uno de
ellos con el dedo, ––cada cual sabe su cometido.
––En Monte
Gurugú Este también tenemos las escaleras preparadas; de la misma
forma se han distribuido en varios puntos. También allí estamos
todos listos y con la lección aprendida, deseando que llegue el
momento— indicó el encargado de dirigir el asalto.
––Muy bien—
dijo Huffam. ––Nosotros aquí en el Oeste también estamos
listos. Todo apunto. Escuchad: a las cinco y media de la madrugada
iniciamos la primera avalancha, el primer grupo que haga todo el
ruido que pueda una vez se encuentre a la altura de la valla. A los
otros dos grupos no se les tiene que oír ni respirar, para
aprovechar el factor sorpresa. Advertid a los asaltantes del primer
grupo que traten de correr cuanto puedan para tener ocupados a los
guardias y facilitar la segunda oleada, que la llevaremos a cabo a
las seis y la tercera si se puede apenas haya pasado la segunda
avalancha la primera valla, no debemos dar más tiempo porque
seguramente llegarán los refuerzos— todos asintieron. ––Si en
algún momento hay cualquier dificultad el responsable del grupo
tomará la determinación de seguir adelante o retirarse. Es muy
importante tener la cabeza fría para no poner a la gente en mayor
riesgo del necesario ¿de acuerdo?— Todos confirmaron que estaban
de acuerdo. Huffam propuso a continuación: ––a partir de que
lleguéis a vuestros campamentos dar instrucciones para que se
incremente la vigilancia en cada una de las demarcaciones por donde
se vaya a descender, en varios puntos distintos, desde los que se
pueda dominar los puestos fronterizos de Rostrogordo, Mariwari,
Farhana, Hardú y Beni Enzar, la ciudad de Melilla y las laderas de
los montes por donde nos lanzaremos al asalto. Deberán ir al menos
tres vigías porque al menor movimiento digno de mención, uno de
ellos ha de ir a su puesto a comunicarlo, quedando un segundo por si
hubiera que hacer otro comunicado antes de la vuelta del primero.
Aceptaron todos los
asistentes las instrucciones de Huffam y tras discutir pequeños
detalles que cada cual creyó conveniente exponer, se levantaron de
la reunión deseándose suerte y partiendo cada uno a su demarcación.
Cuando quedaron solos Huffam le pidió a Ibrahim que esperara un
momento.
––Ibrahim,
quiero que acompañes a Rachel y Yonaida en el segundo grupo, te
ruego que no las pierdas de vista, no estaré tranquilo si no les
guías tú— le pidió con lágrimas en los ojos.
––Huffam tú
también debes ir en el segundo grupo, debes pasar con tu familia, es
lo que convinimos.
––Sí, sí, ya
lo sé, que es como quedamos. Pero alguien debe coordinar a la turba.
En estos casos siempre tiene que haber alguien que se sacrifique y yo
puedo pasar en el tercer grupo.
––Tú y yo
sabemos que el tercer grupo no pasará Huffam, y no debes
sacrificarte, tú menos que nadie. Yo iré con tu familia, junto al
resto de mujeres con sus niños, pero tú debes pasar en ese grupo
con los hombres y muy próximo a tu mujer y tu hija. Una vez se dé
la consigna de asalto olvídate de todos. Ellas es posible que
necesiten más ayuda de la que yo les pueda dar.
––Tienes razón,
no dejaré a mi familia. Debemos llamar a Sissé.
––Sí, será lo
mejor— aceptó Ibrahim, que fue sujetado por Huffam fundiéndose en
un abrazo emocionado. ––Recapacita y piensa únicamente en tu
familia, Huffam–– le repitió Ibrahim.
Una vez Sissé se
unió al grupo, vio a Huffam con los ojos cristalinos y miró a
Ibrahim como si tuviera, éste, que darle alguna explicación.
––Sissé— le
dijo Huffam que hizo un carraspeo. ––Sabes que esta madrugada
intentaremos pasar la verja. Tanto Ibrahim como yo creemos que tú
debes esperar otro momento para pasar, nos podrías servir de mucha
ayuda en caso de complicaciones. Confío en que comprendas que para
que unos alcancen el éxito otros deben arrimar el hombro y
sacrificarse.
––Qué tipo de
sacrificio esperáis de mí— consultó con cierta inquietud.
––Simplemente
que te quedes con el grupo de apoyo— le dijo Ibrahim, tomando la
palabra ––que no podrá pasar porque habrán llegado los
refuerzos de la policía. En cuanto lleguen los gendarmes debéis
salir hasta la valla y correr en varias direcciones para distraerlos,
en caso de que no consigamos pasar todos la primera valla. No debéis
dirigiros al campamento, ya tendréis tiempo de volver y reagruparos.
––Muy bien,
acepto lo que me toca— les comentó con aflicción. ––Haré lo
que me decís, yo he llegado hasta aquí para cruzar la verja, pero
entiendo que ha de haber gente de apoyo. Os deseo mucha suerte a
ambos y espero que Yonaida crezca gozando de una buena vida.
––Gracias Sissé.
Sabíamos que podíamos contar contigo— le reconoció Huffam.
––Pero yo pasaré
en cuanto pueda, en cuanto me sea posible—. Y les preguntó a
continuación: ––¿vosotros iréis a Francia?
––No te marques
metas a largo plazo, Sissé— le indicó, de nuevo, Ibrahim, ––ve
paso a paso. En principio pasa la valla y procura que no te pillen. A
partir de ahí decide qué y cómo hacer con tu vida.
––Será mejor
que descansemos— recomendó Huffam. ––Pronto iniciaremos la
vigilancia.
Una cierta tensión
se palpaba en el campamento, los que habían quedado libres de la
guardia estaban echados, apenas si se oía algún murmullo. Sólo el
llanto de algún bebé, que su madre era incapaz de remediar,
interrumpía aquel escalofriante y extraño silencio. Hacía frío.
Aunque los ocupantes del campamento parecían no advertirlo, o quizá
era la misma inquietud por lo que se avecinaba. A las once de la
noche no había regresado anticipadamente ningún vigía, por lo que
se deducía que había tranquilidad en el perímetro fronterizo.
A las tres de la
madrugada una horda de subsaharianos, un crisol de nacionalidades se
encaminaba en silencio monte abajo. Algunas nubes y una media luna
que apenas alumbraba parecía haberse aliado con ellos, haciendo más
profunda aquella oscuridad. Abrigados, cada uno, en la medida de sus
posibilidades, porque el frío se dejaba notar y un rocío que calaba
los huesos lo acrecentaba, se pusieron en marcha. A los pocos minutos
estaban viendo el puesto fronterizo de Mariwary. Las madres
procurando que los niños no emitieran gritos ni llantos que pudieran
alertar a las policías de Marruecos y España. Sobre las cuatro de
la madrugada estaban situados en una zona previa a la que ocuparían
antes de lanzarse en tromba el primer grupo. Los relojes marcaron
las cinco menos cuarto de la mañana y el primer grupo ya había
tomado posiciones para su avalancha, entre tanto a las mamás les
estaban sujetando con seguridad a sus hijos a la espalda,
adormilados. Al mismo tiempo les cubrían la boca con pañuelos o
harapos, casi todos ellos mugrientos, para minimizar cualquier sonido
estridente que pudieran emitir y alertar a los somnolientos
vigilantes. En estos momentos todos estaban inmóviles, siquiera
pestañear podían, era tal la tensión acumulada que todos
permanecían pendientes, únicamente, de la señal para lanzarse el
primer grupo. Alrededor de cien personas cargados con las escaleras,
que dejarían colocadas sobre la verja para ser utilizadas por el
segundo y tercer grupos, y tratar a continuación de distraer a las
policías. Eran las cinco de la mañana, Huffam bajó el brazo que
llevaba algunos segundos alzado. Un gentío se lanzó desesperado
hacia la verja de la libertad, de la ilusión contenida tanto tiempo,
la que les separaba del futuro soñado entre un griterío que pronto
alertó a las policías de Marruecos y España. Huffam e Ibrahim
cruzaron sus miradas, lamentaron la prontitud con la que habían
alertado a las policías marroquíes y españolas. Sissé que se
encontraba unos metros más arriba vio como se miraron los dos,
comprendiendo su silencio.
Todos los que
quedaron en el monte, bajo los pinos, contenían la respiración
mientras observaban a sus compañeros y los movimientos de los
policías de ambos lados, que habían reaccionado con relativa
rapidez. Una vez hubieron llegado a la valla de espinos, colocaron
las escaleras en la primera de ellas, algunas otras las lanzaron al
pasillo que había entre las dos vallas para que fueran colocadas
sobre la que continuaba por los de la segunda avalancha. Se comenzó
a escuchar sirenas, cada vez con mayor intensidad. Algunos de los
primeros asaltantes ya estaban en la segunda barrera de espinos,
otros ascendiendo por las escaleras, desoyendo la consigna dada; la
mayoría provocando a los policías para que los siguieran. Se veía
el resplandor de las luces de los faros de los todo-terrenos de la
Guardia Civil aumentar de intensidad, junto a la iluminación alterna
de las luces de alarma de los coches patrulla. Habían actuado con
rapidez, como tenían previsto. Al mismo tiempo, se estaba
produciendo el desconcierto de las policías en tres puntos distintos
de la verja que, experimentaron similares movimientos policiales,
pero sin poder ir en apoyo unos de otros. Los primeros intrépidos,
aprovechando la coyuntura, ya estaban dentro de Europa, la mayoría
de los asaltantes corriendo delante de los vehículos policiales, que
parecían dudar. Un conato de enfrentamiento con la gendarmería
marroquí, hizo que éstos se aprestaran a perseguir a los intrusos
que se habían atrevido a enfrentarse a ellos. Trataban de evitar la
huida hacia los montes de aquellos desarrapados, donde sabían que
tenían pocas posibilidades de capturarlos. Una nueva señal de
Huffam a la media hora exacta y la segunda oleada se precipitó sobre
la verja, el monte parecía no terminar de vomitar harapientos
subsaharianos que se estrellaban contra la verja, desguarnecida de
policías, que aguantaba erguida a duras penas. Sissé observaba con
atención la carrera de la horda que se había lanzado desesperada,
especialmente a Rachel con Yonaida, protegidas por Huffam a un lado e
Ibrahim al otro, conteniendo la respiración. Las rudimentarias
escaleras, fieles aliadas de la miseria, de la desesperación y la
ilusión de los desdichados que ahora sí veían cerca la posibilidad
de alcanzar su sueño, aguantaban los empellones de los asaltantes.
En varios puntos no resistió la valla el ímpetu de los asaltantes y
se desmoronó, en connivencia con los desdichados, facilitando aún
más su paso. La Guardia Civil observaba atónita como la segunda
avalancha casi había conseguido entrar en su territorio, mientras
tanto, un trepidante griterío se mezcló con el sonido, cada vez más
multitudinario de las sirenas de los gendarmes marroquíes que hacían
desistir a los más rezagados, lo que hizo que se lanzara la tercera
avalancha encargada de distraerlos, corrían en todas direcciones
siguiendo las instrucciones recibidas. Algunos de ellos se olvidaron
de correr para distraer a los gendarmes y se encaramaron a la valla.
Sissé ya no pudo ver si habían conseguido pasar la verja sus
amigos, corría delante de los pocos gendarmes que quedaban,
perdiéndose entre la arboleda. En la otra parte, empezaban a llegar
los refuerzos de la Policía Nacional y Local que reprimían con
fuerza a parte de la tercera avalancha, aunque muchos ya habían
conseguido entrar en territorio español. Ibrahim que ayudó a Rachel
y Yonaida ––que todavía continuaba atada a la espalda de su
madre— les observa desde unos vehículos aparcados en la calle que
había entre el ensanche tras la valla y el Barrio Chino. Permanecían
sentadas en el suelo abrazadas a Huffam, que había resultado herido
en una pierna con un corte profundo que le sangraba abundantemente,
producido por una concertina de la verja. Observaban con cierta
tensión las carreras de unos y otros. Un policía local se quedó
custodiando a la familia ayudando a taponarle la herida a Huffam. Una
vez hubo comprobado Ibrahím que la familia de su amigo, su familia,
estaba a salvo desapareció entre las callejuelas apartándose de
donde oía que había movimiento de vehículos o de policías. Hizo
uso, ahora más que nunca, de su destreza para escabullirse, con el
máximo sigilo y muy atento a cualquier movimiento o sonido delante
de él. Escuchaba infinidad de sirenas, provenientes de la población,
que se acercaban rápidamente hacia la zona vallada. Las sirenas
enloquecidas delataron que los vehículos policiales se desplazaban a
gran velocidad de un lado a otro de la ciudad. Se les unieron las
sirenas de las ambulancias que trataban de socorrer a los heridos,
entre los que había algún guardia, lo que demostraba el
desconcierto que se había originado en las fuerzas de seguridad.
Esto satisfizo enormemente a Ibrahim que esbozó una sonrisa y se
adentró en la población de Melilla. Se encaminó hacia la zona de
la playa, opuesta a la del conflicto. Trató de aprovechar lo que
quedaba de oscuridad para alcanzar la orilla del mar y ocultarse en
una zona de rocas hasta que se calmara la situación.
Estaba amaneciendo y
había despejado, se veía un manto de estrellas en el infinito que
comenzaba a difuminarse y el sol parecía que luciría radiante, al
menos para todos los infortunados que, habían dejado de serlo,
aunque desconocían por cuánto tiempo. Muchos lloraban de alegría,
a pesar de saber que a la mayoría les entregarían una orden de
expulsión. Al mismo tiempo se sentían esperanzados con que su caso
fuera atendido satisfactoriamente. Fueron llevados al C.E.T.I.
(Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes), donde apartaron a los
heridos que les dejaron a la puerta de la enfermería para una
primera valoración. El resto quedó en una explanada, ante unos
barracones ya saturados. Huffam desde su posición, calculó que
habrían allí alrededor de las trescientas personas. Una enorme
satisfacción se le declaraba en su rostro. Desconocía cuantos
habrían podido esconderse por la ciudad, pero estaba convencido de
que el plan de Ibrahim había tenido éxito.
––La operación
ha sido un éxito––, dijo reconfortado y sonriente, abrazado a su
mujer y su hija.
Su mirada le
delataba feliz, continuaba abrazado a su familia, que se encontraba
perfectamente. «Ibrahim tenía razón, no me hubiera perdonado no
estar aquí con ellas» le surgió un recuerdo espontáneo. Tenían a
su lado un ejemplo vivo de la desolación que podría haber vivido.
Una mujer nigeriana con su niña en brazos no había corrido la misma
suerte. En el asalto a la valla se produjo dos heridas profundas por
las cuchillas, una en el muslo y otra en la mano. Con un jirón que
hizo de su vestido, Hufamm había cerrado la herida de la pierna para
que no sangrara tan abundantemente, hasta que llegaran los sanitarios
a atenderla, con la de la mano hizo lo mismo. Para mayor desdicha de
esta mujer, su marido se había quedado a la otra parte de la verja,
cayó al suelo y cuando quiso reincorporarse al grupo tenía a los
gendarmes con él. No sabía la suerte que había podido correr.
Ibrahim permanecía en los pensamientos de Huffam.
«Es un gran
estratega» se dijo a sí mismo. «el plan que diseñó ha sido
perfecto. Ha tenido las ideas muy claras» se felicitaba. «¿Qué
habrá sido de él? ¿Habrá burlado la persecución de la policía?
Cuánto deseo saber de ese hombre. Aunque mejor será para él que no
tengamos noticias suyas» se convenció.
La niña nigeriana
le tocaba la cabeza con su manecita y le devolvió a la realidad,
jugaba con ella haciéndole cosquillas y carantoñas, con el placebo
de la madre, quien le pasó la mano por el hombro y acercándolo para
sí le besó en la mejilla, al tiempo que le dijo: ––Gracias––.
Ambos se sintieron embargados por la emoción, a los que se unió
Rachel. Todos ellos se limpiaron los ojos con el dorso de la mano
ante la aparición inexorable de las lágrimas y bajo la atenta
mirada de las dos niñas. El dolor de sus heridas había pasado a un
segundo plano. La mujer nigeriana le contó a Huffam que lo que más
le preocupaba era el infortunio de su marido.
Un olor a salitre
satisfacía a los allí congregados aquella mañana. Habían quedado
los asaltantes identificados en el centro, en número aproximado a
doscientos cincuenta, casi todos heridos. Huffam advirtió que había
menguado considerablemente el número de personas, sin saber dónde
podían haber ido a parar. De una gran cantidad de ellos desconocían
su nacionalidad, por lo que no podrían expulsarles con la agilidad
deseada. Les tenían a la intemperie, con un sol de justicia,
mitigado por una brisa agradable que les refrescaba, porque los
barracones estaban saturados de “sin papeles” pendientes de
expulsión.
En los campamentos
de inmigrantes comenzaron a reagruparse alrededor del medio día,
cuando se aseguraron que ya no les seguían y se felicitaban por el
éxito de la operación. En el monte Gurugú, Sissé, se abrazó con
algunos de los que no habían conseguido pasar y se pudieron librar
de los gendarmes. También se abrazaban los del grupo de apoyo en el
que él había formado parte. Uno de los veteranos apuntó que
deberían intentarlo de nuevo esa misma noche.
––Debemos
intentarlo de nuevo, esta misma noche, lanzarnos si cabe con más
virulencia. La valla está en el suelo en muchos tramos y no
tendremos otra oportunidad como ésta— enfatizaba.
Sissé se adhirió
al planteamiento.
––Tiene razón,
quizá no tengamos otra oportunidad como ésta. No deberíamos darles
respiro, ni tiempo para las reparaciones. Creo que deberíamos
hacerlo saber al resto de campamentos para que se coordine el asalto
como esta madrugada, que tan buen resultado ha dado.
Todos jalearon la
propuesta y decidieron llevarla a cabo esa misma noche, a las diez.
No esperarían a la madrugada.
––Un nuevo
asalto masivo con la misma cadencia que el perpetrado en el
amanecer–– propuso Sissé.
Decidieron enviar a
un emisario a cada campamento para ponerles al corriente de las
decisiones adoptadas. Se afanaban todos por preparar otras tantas
escaleras, tan rudimentarias como las primeras pero que habían dado
un resultado tan increíble como eficaz.
Se echó la noche
encima. Los inmigrantes en menor número que esa mañana, dispuestos
en los mismos puntos que sus antecesores, a cuestas varios centenares
de escaleras y cargados con tanta o más ilusión que sus compañeros
matutinos ––qué otra cosa podían cargar— se aproximaron
demasiado a la valla que estaba fuertemente vigilada, pero ya todo
les daba igual. Sissé, estaba tenso, concentrado en aquello que iban
a hacer y que les podía reportar grandes riesgos. No quería ni
pensar en la posibilidad de padecer un infortunio. Dio un repaso
vertiginoso de su vida en Sikasso, su estancia en Ségou, su relación
con Aicha. No sabía si habría nacido su bebé. «Qué esperanza de
vida les aguardaba allí. Qué futuro iba a tener él, o el que podía
esperar darle a sus descendientes, si cuando llegaba una sequía, que
muchas veces, parecían eternas lo destruía todo» pensaba. «Si
llovía lo hacía con tal intensidad que la tierra era incapaz de
absorber aquella cantidad de agua a las que se les unía las
inundaciones de los ríos, desolando, de nuevo, todas las poblaciones
ribereñas. Y, si no era suficiente llegaba una maldita plaga de
langosta, como la del mes de julio del año pasado, quedando
contemplando como los “animalitos” comían mientras ellos no
tenían qué llevarse a la boca» se decía. Se convenció de que
había tenido mala suerte con haber nacido en uno de los países más
pobres del planeta, a pesar de la pasión que siempre despertó su
patriotismo. Sissé era un convencido de que daría su vida por Malí,
si fuera necesario; pero al mismo tiempo consciente de que él no
podía resolver las carencias sufridas por su País, incluso las de
su misma familia. De ahí sus ansias por llegar a Francia y «gozar,
aunque fuera míseramente, de la opulencia de las tierras de Europa,
en las que de hambre no se muere» se animaba a sí mismo. «Tierra
de infinidad de oportunidades, en donde el color negro no huele a
escarnio...»
Un aviso de atención
le devolvió a la realidad del momento. Observó a un lado y otro y
vio como los rostros de sus compañeros estaban tan tensos como el
suyo. Su concentración era máxima, conocedores de lo que se
jugaban. Como dijeran esa misma mañana ––quizá no tengamos otra
oportunidad––. Estaba habiendo en esos momentos un cambio de
guardia y al poco rato la zona fronteriza se relajó un tanto, ya no
había tantos policías en ninguno de los dos lados. «Ahora podría
ser un buen momento» pensó Sissé. Posiblemente todos estuvieran
pensando lo mismo. Un recuerdo fugaz de Aicha invadió sus
pensamientos, de forma instantánea. Al mismo tiempo sintió un miedo
cerval ante el recuerdo de aquella mujer. Pensó en la posibilidad de
padecer un accidente que le imposibilitara conseguir su meta y eso le
azoró. Creía tener los músculos entumecidos, agarrotados. Era
consciente de que el momento había llegado y temía por no tener la
agilidad suficiente para correr y saltar la verja...
Por fin la señal
establecida acabó con sus prejuicios, eran las diez y tres minutos
de la noche cuando se lanzaron en tropel sobre la verja. Sus miedos y
añoranzas se quedaron petrificados en los roquedos del monte que les
escondía. En esa ocasión la gendarmería marroquí había
establecido un dispositivo que actuó con extrema rapidez
persiguiendo a los indocumentados, algunos se enfrentaron a ellos, lo
que permitió a Sissé junto a otros compañeros alcanzar las
alambradas de espinos, arrasaron cuanto les quedaba delante de ellos,
la Guardia Civil, apoyada por la Policía Nacional, en la zona
española, se vieron desbordados ante la magnitud de la avalancha, a
pesar de la utilización de material antidisturbios. Sissé pasó a
blincos la valla que ya estaba en el suelo. Un pie quedó atrapado
entre los alambres haciéndole caer, notó un fuerte pinchazo en el
muslo, que no le privó de seguir corriendo. De nuevo un griterío
escalofriante se confundía con el sonar de sirenas por todas partes,
también al otro lado de la verja se luchaba casi cuerpo a cuerpo a
pesar de la desconsiderada diferencia de fuerzas. Los que habían
conseguido pasar corrían desesperados hacia la población, siendo
neutralizados por las fuerzas de seguridad que actuaron
diligentemente. Sissé junto a otros muchos afortunados contemplaba
el dantesco espectáculo que tenían ante sus ojos. Mientras unos
cuantos policías locales custodiaba al grupo de asaltantes que se
encontraba en suelo español, el resto de fuerzas corrieron en ayuda
de sus compañeros junto a la verja, mucho más deteriorada que esa
misma mañana. Tras la valla varios cuerpos tendidos de heridos que
necesitaban ayuda. En las alambradas habían quedado atrapados varios
intrépidos que no pudieron zafarse de la trampa de los espinos ni
las cuchillas. Ambulancias y personal sanitario comenzaron a acudir
en ayuda de los heridos. Varias dotaciones de bomberos se personaron
para descolgar a los que habían quedado atrapados sobre la valla.
Por momentos se iba
haciendo la calma en todo el perímetro fronterizo, aunque no bajaba
la tensión en previsión de que pudieran repetirse las avalanchas.
Tanto las fuerzas auxiliares marroquíes en su parte, como las
fuerzas españolas en la suya, patrullaban atentas a cualquier
movimiento hostil que se pudiera reproducir. Acumularon gran cantidad
de efectivos, reforzados por unidades del ejército, por si fueran
necesarios. Los servicios sanitarios atendían a los heridos, como
buenamente podían. Sissé estaba siendo sujetado por el brazo por un
sanitario de Cruz Roja, intentaba éste zafarse, al tiempo que el
sanitario le señalaba la pierna, tenía una herida producida por una
concertina de la alambrada, un corte por encima de la rodilla de unos
diez centímetros de largo en sentido ascendente y algo profundo que
estaba sangrando abundantemente. Sissé no se había percatado de la
importancia de la herida, recordó el pinchazo cuando calló sobre la
alambrada. Estaba absorto por la suerte esquiva de algunos
compañeros, maltrechos sus cuerpos verdaderamente. Sissé no cesaba
de mirar hacía el monte que parecía desierto. «¿Qué está
pasando?» se preguntaba. Cuando de momento una nueva y masiva
avalancha se vino sobre la verja que ya no estaba para muchos
embates. Sólo las fuerzas de seguridad de ambas partes garantizaban
a duras penas la inviolabilidad de sus territorios. De nuevo el
estrépito de los desesperados se mezclaba con el sonar incesante de
sirenas de todo tipo. De aquel tropel consiguió entrar un pequeño
número de personas en territorio hispano. Gran cantidad de cuerpos
esparcidos por todas partes yacían tanto en territorio marroquí
como entre las dos verjas de la frontera española, que había sido
profanada por segunda vez el mismo día.
Con ayuda, Sissé,
fue conducido hasta una ambulancia donde le curaron. Varias mujeres
también habían pasado en esta ocasión, con sus niños a la espalda
igualmente sujetos que los de sus predecesoras, con suerte desigual,
alguna de ellas había resultado herida de consideración.
Por la mañana se
encontraban en las dependencias de la policía en el C.E.T.I.
esperando para ser identificados. Sissé llevaba un vendaje aparatoso
de rodilla para arriba, la pernera del pantalón cortada y sentado en
el suelo; salvo la inmovilidad que le producía el apósito no tenía
dificultad para caminar, la herida parecía que curaba bien. Una vez
despachado el asunto de las identificaciones estando paseando por el
recinto del C.E.T.I., se encontró con Huffam, su mujer Rachel y su
niña Yonaida, a la que se abrazó con verdadera pasión. Junto a
ellos continuaba la mujer nigeriana y su niña, que había quedado su
marido al otro lado de la verja, a quien también saludó.
La emoción que les
produjo el encuentro a todos les hizo correr las lágrimas, se
abrazaron siendo incapaces de pronunciar una sola palabra, ante el
asombro de Yonaida que observaba con ingenuo descaro a sus padres y
Sissé.
––Te has
decidido a saltar, ¿eh?— Por fin dijo Huffam.
––Sí, así es.
Se me presentó la oportunidad y no quise desaprovecharla, Huffam.
¿Tú también has resultado herido?
––Sí, pero no
es de mucha importancia.
––Vosotras
estáis bien. No habéis sufrido daño alguno— se dirigió a
Rachel.
––Gracias a
Ibrahim, Sissé. Es un hombre formidable. El se cortó en la mano con
una de las cuchillas para que yo no sufriera daño alguno. Siempre le
estaremos agradecidas.
––¿Sabéis
dónde está?— Les consultó Sissé.
––No––
respondió Huffam. ––Cuando se cercioró de que estábamos a
salvo se marchó. Desapareció literalmente por entre los vehículos
que habían aparcados, y aquí en el C.E.T.I. no está.
Verdaderamente es extraordinario y le deseo mucha suerte— añadió
Huffam.
––Ha sido
fantástico Huffam. No les cogimos por sorpresa y reaccionaron rápido
pero ante el ímpetu nuestro se vieron incapaces de pararnos, cuando
quisieron darse cuenta estábamos dentro.
––Os dejamos el
camino allanado por la mañana, la verja en el suelo y los policías
pasmados, a los que no les había desaparecido la cara de tontos—
todos rieron el comentario.
––Nosotros lo
tuvimos algo más crudo— confirmó Sissé, ––los gendarmes
marroquíes se lanzaron a por nosotros como fieras ávidas de sangre.
Algunos de los nuestros se enfrentaron a ellos con decisión, lo que
permitió que otros pasáramos. Ahora veremos que nos espera.
––Aquí los
comentarios que se escuchan son nada halagüeños, dicen que casi
todos son expulsados, sin tener en cuenta el estatus de refugiados,
en muchas ocasiones. Ah, y nosotros hemos tenido suerte de que hemos
pasado tantos, hay quien dice que cuando son pocos los que lo
consiguen han sido devueltos a Marruecos desde la misma valla, por
las puertas de servicio, sin comprobar nada ni informar de nada— se
lamentó Huffam. ––¿Es muy profunda la herida?
––No está mal.
Pero nada comparada con las de otros compañeros que incluso han
tenido que ser hospitalizados. Quedaron enganchados en la valla y con
las carnes desgarradas. Les rescataron los bomberos.
Un gesto de horror
se apreció en los rostros de Raquel y la mujer nigeriana que estaba
con ellos.
––Siempre
tenemos que pagar un precio alto por nuestra osadía. ¿Cómo fue
haceros el ánimo de pasar esa misma noche, después de lo que les
habíamos dado en la madrugada?
––Pues
precisamente por eso. Cuando sobre mediodía empezamos a reunirnos en
el campamento uno de los que no consiguió pasar comentó la
posibilidad de intentarlo de nuevo. Yo pensé que podía tener razón
y así lo expuse, dije: ––estando las vallas rotas, en el suelo
en muchos tramos, deberíamos intentarlo, quizá no tengamos otra
oportunidad y asintieron todos y enviamos a emisarios a los demás
campamentos, que, por supuesto, se unieron a la idea. Supongo que
habrán hecho lo mismo y se habrán lanzado al asalto, como
convinimos.
––No sé si
fuisteis muy aguerridos o muy vehementes. Pero sea como fuere me
alegro de que estés aquí con nosotros, Sissé.
––Gracias,
Huffam. Los aguerridos fueron aquellos que se enfrentaron a los
gendarmes. Aquellos nos dieron una lección de abnegación
importante.
––Sin duda
alguna.
Sissé estaba
eufórico. Sacó el móvil del bolsillo e hizo una llamada a Aicha,
al tiempo que se apartaba un tanto de donde estaban sus amigos.
––Hola, amor
mío–– le dijo emocionado. ¡Estoy en España!
––¡Ay!––
Gritó Aicha, siguiendo con un llanto incontenible.
––He conseguido
entrar en Melilla.
––¿Cuando ha
sido? ¿Cómo estás?–– Llegó a decir balbuciendo las palabras.
––Anoche pudimos
entrar. Y, sí, estoy muy bien. Estoy muy emocionado, Aicha. Ya nos
va quedando menos.
––Yo también
estoy muy emocionada...
—Tú ¿Cómo te
encuentras?
—Bien Sissé. Yo
estoy bien.
—¿Has tenido al
bebé? — preguntó Sissé, entre un carraspeo.
—No, aún no.
Estoy esperando a que nazca cualquier día.
—Por favor,
avísame cuando eso suceda.
—Te llamaré,
Sissé.
––Escucha, luego
te llamaré y hablaremos algo más. He de llamar a mis padres y a
Conrad y Asshiá. Se alegraran muchísimo. Adios, Aicha. Hasta luego.
Muchos besos. Y di a los amigos que me acuerdo mucho de ellos.
A continuación hizo
lo mismo informando a sus padres del éxito conseguido, anunciándoles
que iba a llamar a Conrad y Asshiá, para informarles igualmente. Una
breve llamada a Mossa para que transmitiera la buena nueva a Conrad y
Asshiá, le tranquilizó sabiendo de la alegría que el matrimonio
sentiría de saber de él. Una última llamada puso al corriente a
Maharafa.
––Hola, Maharafa
¿cómo estás?
––¡Hola Sissé!
Qué alegría saber de ti. ¿Cómo estas tú?
––Muy bien. Muy
bien. ¿Y tú?
––Yo también
estoy muy bien. ¿Dónde te encuentras?
––En Melilla,
Maharafa–– le dijo con énfasis.
––Cuanto que me
alegro, Sissé. Espero que a partir de ahora tengas mucha suerte.
––Gracias.
Muchas gracias, Maharafa. Sé que lo dices de corazón.
––No lo dudes,
Sissé. No lo dudes.
––Maharafa, lo
siento he de dejarte, nos están requiriendo otra vez. Te llamaré
apenas pueda y continuaremos la conversación. Adiós, un beso muy
fuerte.
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