Capítulo
XXI
Una redada sin
precedentes se produjo ese mismo día y los dos siguiente por los
montes de Gurugú, los Pinares de Rostrogordo y las poblaciones de
Beni Enzar, Nador, Rabat, y Casablanca, simultáneamente. Todas las
poblaciones y las zonas colindantes con Ceuta y Melilla fueron
peinadas. Participaron camiones, todo-terrrenos, autobuses, coches
patrullas, dos helicópteros, tanto de las fuerzas auxiliares como
del ejército, y varias compañías de gendarmes a caballo y otros
con perros. Muchos fueron los emigrantes capturados en territorio
marroquí.
Las autoridades
fronterizas melillenses entregaron, antes del amanecer, a la
gendarmería marroquí a setenta y tres indocumentados de los que
entraron hacía tres días en España, en las avalanchas masivas.
Entre ellos estaba Sissé. Fueron conducidos a celdas de las
penitenciarías próximas, cuartos con un pequeño tragaluz, de
paredes sucias y suelos mugrientos, libres de cualquier camastro y
aún lavabos, sólo había una pequeña bombilla casi pegada al
techo. Eran dependencias para unos diez detenidos en las que habían
más de cincuenta personas, quedando hacinadas sin distinción de
sexo ni edad, a la espera de ser repatriados. Previamente a la
entrada de las celdas, les colocaron en fila de uno y les fueron
requisados todos los objetos de valor que portaban: dinero, relojes,
amuletos, así como móviles, no tardaron en cambiar de manos. Sissé
se sintió encolerizado cuando le quitaron el chaquetón de piel de
cebú, la mochila, el teléfono móvil, el shirawt que le
regalara Maharafa, al resistirse a ser expoliado fue golpeado, sólo
le quedó el que le regaló Conrad y las pulseras que llevaba en sus
muñecas. Los gendarmes se disputaron la pertenencia de la joya ante
su belleza. Sissé ya no utilizaba los bolsillos para llevar dinero.
El día tres de
octubre entre las seis y las siete de la tarde partieron cuatro
autobuses con sesenta de los detenidos en las redadas de Rabat y
Casablanca hacia el sur, hacia la frontera con Mauritania, en pleno
desierto del Sahara. Uno de los autobuses viajaba con veintidós
subsaharianos que tenían solicitado el Asilo Político al gobierno
marroquí. De los apresados en la zona de Nador, partía el día seis
de octubre a las cuatro de la madrugada un gran convoy compuesto por
camiones militares y autobuses cargados de subsaharianos hacia Oujda,
ciudad limítrofe con la frontera argelina, al Este del País. Iban
estos indocumentados esposados unos con otros bajo una fuerte
vigilancia policial.
Sissé se lamentaba
de su mala suerte, un recuerdo de la sorciére shongäi pasó
fugaz por su mente. Había sido esposado a un congoleño de nombre
Joseph que le observaba.
––Yo he sido
expulsado a la frontera argelina en ocho ocasiones, pero siempre he
vuelto a intentarlo— le contó. ––No me han repatriado porque
cada vez les digo que soy de un país diferente y como son incapaces
de averiguarlo se limitan a echarme fuera del suyo, pero cada vez
conozco mejor la zona, como siempre es en el mismo lugar...— se
rió, entre la desolación de Sissé y el resto del funesto pasaje.
––Joseph, por
favor. Cómo puedes hacer una broma de esta desgracia. Mira como
vamos— levantó la mano esposada a la suya.
––Bien. Y qué.
¿Se abren las esposas porque estés con lloriqueos? La situación es
difícil pero no insalvable, mírame, ésta es la octava vez que me
veo en la misma situación; y seguramente habrá una novena…
––¡Joseph…!—
protestó Sissé. ––Lo cierto es que tienes razón. Debemos
utilizar nuestras energías cuando realmente nos hagan falta. Ahora
son inútiles las lamentaciones.
Sissè se calmó y
tendió la mano liberada a Joseph, que la estrechó con la suya
libre. Se reclinaron en sus asientos y observaban como iban y venían
los todo-terrenos del ejército y gendarmes de principio a fin del
convoy. Joseph era un joven de veinticinco años, algo más bajo que
Sissé, belfo y extrovertido.
––Joseph, ¿de
dónde eres?
––De Zaire. De
Kivu del Norte, de la ciudad de Butembo, cerca del Lago Édouard. Me
licencié en periodismo y tenía que empezar a trabajar en esos días,
pero surgió la fatalidad de la guerra entre etnias y soy hutu, no es
preciso que te diga más, ¿no?
––No, no. Por
favor. No me hables de esa maldita guerra.
––¿Es que hay
alguna guerra bendita?
Sissé quedó
pensativo. Luego le explicó:
––Es que conocí
a un compatriota tuyo, Ibrahim, es su nombre, le conocí en uno de
los campamentos del monte Gurugú. Él es de una aldea al lado de
Kihindo...
––Sí, es un
poblado ribereño con el lago Kivu, pero hacia el Sur— le
interrumpió Joseph.
––Me contó que
fue un niño soldado. Y la verdad no me gustaría oír tanta
atrocidad de nuevo. Y mucho menos en esta situación.
––Tienes razón,
fue muy desagradable. Aunque yo te podría contar muy poco de esa
guerra en concreto. No la viví. Ha habido muchos miles de niños y
niñas que fueron utilizados militarmente, pero por todas las
facciones de ejércitos, no creas, desde los gubernamentales a los de
las distintas milicias.
––Eso me comentó
Ibrahim.
––Bien, pues,
nada más empezar la contienda, mi familia se trasladó a Kinsasa.
Allí estudié y me pude librar de ser reclutado, hasta que acabé
mis estudios. Después tuve que huir de Kinsasa, pude salir del país
y me dirigí a Melilla, no sin dificultades. Y ya te he dicho que es
la octava vez que me echan¾.
Y a continuación añadió: En esta ocasión no sé dónde nos
llevan, pero es igual. Estos parajes no los conozco, hace una hora
que hemos pasado Oujda... ¡Qué más da!
––Yo sí sé por
donde vamos. Fue la carretera que hice yo desde Beni Ounif. No
tardaremos en llegar a Guenfouda.
––¿Dónde está
eso?— Le preguntó Joseph.
––¿Beni Ounif?
––Sí.
––Es el último
pueblo de Argelia fronterizo con Marruecos por el Sur. Hasta Figuig
que es la primera población marroquí tras la frontera hay sólo
diez kilómetros, yo los hice a pie. Es una población que se
encuentra en la Meseta del Atlas.
––Y ¿está muy
lejos?
––Sobre los
seiscientos kilómetros desde Melilla.
––No creo que
nos lleven tan lejos, nunca lo han hecho. Bueno es que nunca me han
llevado por otra ruta que la de Oujda a la frontera de Argelia,
aunque es cierto que nos adentraban sobre los treinta o cuarenta
kilómetros y nos dejaban allí, al amparo de Alá.
––Ves, estoy en
lo cierto, el cruce de Guenfouda, y no paramos tampoco. Esta gente no
piensa parar. Las personas haciendo sus necesidades aquí dentro…—
Y prosiguió, ––hasta Tendrara no empieza la Cordillera del
Atlas, si no llegamos..., a la izquierda está el desierto del Gran
Erg: lo bordea la carretera que atraviesa el desierto de Tanezrouft.
Tras más de diez
horas de viaje llegaron a un paraje montañoso y desértico, el
convoy se detuvo en una pequeña aldea llamada Aouina-Souatar. Sus
casas de barro mezclado con piedras, de pequeñas puertas,
construidas sin orden, sin aceras. Parecía un pueblo abandonado, ni
un solo vecino apareció entre los umbrales, ni se vio resquicio
alguno en sus diminutas ventanas. Les obligaron a bajar de los
camiones y autobuses. Con los músculos entumecidos descendieron con
dificultad, trastabillándose y atropellándose unos con otros,
continuaban esposados. La tensión era enorme, no se oían más que
los lamentos de la muchedumbre y llantos de los niños, hastiados,
corriendo la misma suerte de los mayores. A penas con los pies en el
suelo les hicieron situarse delante de los vehículos y los gendarmes
les iban quitando las esposas. Les forzaban a apartarse de los
vehículos, disparando al aire para intimidarles. Fueron obligados a
caminar por la “hamada”, aquel terreno árido, agreste y
pedregoso. Muchos de los “sin papeles” estaban descalzos y
caminaban con cierta dificultad por donde fueron abandonados, sin
agua ni comida ni una simple manta con la que protegerse o proteger a
los niños del frío. Deambulaban entre lamentos y llantos, sin saber
muy bien qué hacer ni dónde ir. Comenzaba a declinar el sol y la
bajada de temperatura era considerable. Alrededor de unos seiscientos
subsaharianos fueron abandonados, sin la menor clemencia. Entre ellos
había un buen número de mujeres, algunas de ellas embarazadas,
muchas de las cuales habían sido víctimas de violaciones, y otros
tantos niños. En el grupo había varios heridos de distinta
consideración, todos abandonados a su suerte. No diferenciaron nada
ni a nadie. Todos eran iguales: negros. “Mercancía” que Europa
pagaba bien a Marruecos. La Comunidad Económica Europea había
otorgado por esas fechas la cantidad de cuarenta millones de euros a
Marruecos, para que impermeabilizara sus fronteras. Europa, tierra de
asilo y derechos humanos, que se había jactado de ello por todo el
mundo pagaba a Marruecos para que hiciera prevalecer sus fronteras.
Aquellas que históricamente siempre había rechazado porque
quebrantaban los derechos de asilo por motivos bélicos, políticos,
religiosos o de sexo.
––Joseph,
estamos a muy pocos kilómetro de Figuig, nos encontramos en los
confines de Marruecos por el Sur. En el oasis de Figuig tengo un
amigo, Mussahid, que tiene una agencia de transporte, me llevó hasta
Oujda cuando viajé hasta Melilla.
––Y qué quieres
¿que vayamos hasta allí?
––Sí, por
supuesto. Apenas tenga viaje a Oujda nos llevará.
––De acuerdo.
Saldremos apenas oscurezca— aceptó Joseph.
––¿Por qué
apenas oscurezca?
––¿Qué
pretendes llevar a todos en peregrinación?— dijo y al tiempo movió
la mano para señalar a las seiscientas personas abandonadas––. Y
añadió: ––Créeme, Sissé, todos no podemos subsistir, muchos
van a perecer, aquí mismo. No seré yo y espero que tú tampoco.
Sissé admitió con
su silencio la propuesta de Joseph, que era el experto, había pasado
por esta situación en ocho ocasiones, según dijo. Sissé, no
obstante, sentía una sensación de agobio en el pecho, y en su mente
se sucedían las imágenes de Marcel con la pierna rota, de su
hermana Bee, de Yonaida en el campamento de Monte Gurugú, mientras
observaba de soslayo a las madres que con sus niños al brazo
caminaban sin orientación, retornando por donde les habían traído.
Sissé se encontraba afectado por no poder ayudar a estas personas.
Su gesto compungido delataba sus tristes pensamientos.
Se sentaron los dos
en el suelo, esperando que oscureciera para emprender la marcha.
Joseph jugaba con un escarabajo que apareció de debajo de la tierra,
le empujaba con un dedo haciéndolo ir de un lado a otro, ante la
irritación muda de Sissé por la tranquilidad con que afrontaba la
situación. El resto de compañeros de viaje deambulaban por el
camino de vuelta por donde habían llegado buscando un cobijo para
pasar la noche inclemente. Nadie se interesó si ellos iban a
quedarse allí sentados o iban a re-emprender el camino de vuelta
como el resto. Nadie se preocupaba por nadie. Pero, salvo ellos,
todos habían retomado el camino de vuelta en el mismo sentido. La
ley de supervivencia no era más que una cuestión personal.
Comenzaba a caer la
noche cuando Sissé y Joseph se pusieron en marcha hacia el Sureste,
siguiendo la carretera que les trajo hasta Aouina-Souatar. Caminaban
los dos solos, el resto de personas abandonadas habían desaparecido
de su vista hacia buen rato, tomando el viaje de regreso. No quedaba
más presencia humana que la de los dos, en aquel inhóspito trozo de
tierra. Se aproximaron hacia la zona montañosa cobijándose en la
oquedad de una roca inmensa para pasar la noche. Emprendieron el
viaje apenas amanecido el día, Sissé caminaba delante de Joseph, no
hablaron mucho durante el trayecto. Poco antes de alcanzar el Oasis,
bien entrada la mañana, vieron una tienda Tuareg a la que se
acercaron y asomando la cabeza en su interior saludó Sissé a un
targui en su lengua tamasheq, que se encontraba echado en el
centro del habitáculo. Invitó a pasar a los dos recién llegados y
hablaron del conocimiento de su lengua.
––¿Cómo es que
conoces nuestra lengua. Tú no eres targui?— Tendiéndole la mano
––Soy Hashim— se presentó.
––Yo soy Sissé,
de Malí y éste Joseph, zaireño—. Al tiempo que le estrechaba la
mano y a continuación, también, Joseph. ––No, no soy targui,
pero no me hubiera importado serlo. He pasado siete meses en
Tessalit, en casa de unos familiares y he aprendido muchas cosas de
vuestro pueblo y he sido muy feliz. He quedado gratamente sorprendido
por vuestras costumbres y vuestra capacidad de supervivencia.
––Ah, Tessalit.
Tierra del Hoggar. Yo he estado en muchas ocasiones por la zona del
Sáhel, y alguna vez en Tessalit, Kidal, Gao, pero sobre todo
Tombouctou, aunque mis raíces provienen de Agadez.
––¿De Agadez?—,
se sorprendió Sissé.
––Sí, mis
antepasados vienen de allí.
––En Agadez
conocí a Hussein el menokhal del Air.
––Hussein, ¿de
la tribu “Kel Air”?— le preguntó con incredulidad.
––Sí, el mismo.
––Pero ¿qué
dices? Alá es grande. ¿Cómo lo conociste?
––Yo estaba en
Tessalit, como ya te he dicho, con Conrad ––es primo del famma
del clan familiar al que pertenezco en Sikasso— y Asshiá, su
mujer, que es targuia, a los que quiero como a mis padres. Acompañé
a Conrad a Agadez a la Feria del Ganado y Conrad es muy amigo de
Hussein, hasta el punto de invitarnos a su casa y a la boda de su
hijo primogénito. Estuvimos cuatro días de fiesta junto a todos
ellos. Se quedó con todos los animales que llevamos desde Tessalit.
Y así conocí a Husseín y a toda su familia.
––Conrad... ¿No
será el que le encontró moribundo en el desierto de Tassili?
––El mismo.
––¡Husseín!…
Mi padre fue súbdito de su padre y nosotros nos criamos juntos,
estábamos siempre de correrías. Después, cuando ya nos hicimos
mayores, el permaneció en el Air, como era su obligación y yo me
movía de un lado para otro. Hasta que se inició la revuelta de 1960
en la que participamos juntos y posteriormente en el 1990 en In-Gall,
Arlit y Agadez hasta el año 1995, en el que se firmó el acuerdo de
paz en el macizo del Air. ¡Qué tiempos!— Dijo con añoranza.
Les ofreció un odre
de agua y un plato de dátiles mientras se hacía el té, al que les
invitó y mientras continuaron con la charla. Sissé y Joseph fueron
invitados a comer en su jaima.
No tardó en
aparecer su esposa que estaba pasturando a tres cabras y un asno que
llevó a abrevar a uno de los nacimientos de agua, de los que se
abastecía el oasis de Figuig. Tras las presentaciones, Hashim contó
a su esposa que Sissé conocía a Hussein y su familia, y que se
había esposado el hijo primogénito de aquel. Se prolongó la charla
de unos y otros a lo largo de la tarde. Sissé les contó su estancia
en casa de Conrad y Asshiá, de lo que quedaron encantados Hashim y
su esposa. La mujer no cesaba de interrumpirlo preguntando por todos
los detalles, a lo que Sissé le iba respondiendo con infinita
paciencia y cortesía. De cuando en cuando la mujer se levantaba y
salía de la tienda para atender a los animales. Les relataron las
vicisitudes que habían pasado hasta llegar a allí y tras varias
recomendaciones, Hashim invitó a Sissé y Joseph a pernoctar en su
jaima los días que permanecieran en Figuig. Sissé aceptó la
invitación por esa noche.
Sobre media mañana,
con una temperatura muy agradable, llegaron a la población de
Figuig. En la distancia se difuminaban las edificaciones con el
terreno, que a su vez se ocultaban entre la zeriba. Era un
contraste maravilloso el que se veía desde la distancia, entre la
extensión de terreno árido una mancha de un verde espectacular de
las palmeras y la exuberante vegetación de las distintas
plantaciones, tanto de frutas como de hortalizas. Las casas estaban
construidas con la misma tierra, sobre unos cimientos de piedra. En
estos parajes se alternaban las hamadas con las zonas de
arenas desérticas. Unas mujeres lavaban la ropa en una de las
acequias de riego y les observaron de soslayo primero y con descaro
después; dedicándoles algún comentario impúdico, limitándose
éstos a sonreír al tiempo que bromeaban con los más pequeños. El
agua de su subsuelo había hecho el vergel que era Figuig. Aunque
últimamente por el uso desmesurado en su utilización y la escasez
de lluvias, los manantiales ya no daban la cantidad de agua de antaño
y mucho menos la calidad. Varios oued circundaban la
población, siendo la principal fuente de donde se abastecía de
agua. Su caudal estaba garantizado, aunque hubiera decrecido en los
últimos tiempos, ya que su subsuelo tenía un acuífero inmenso. La
zona Norte era donde se hallaban situados los nacimientos de agua más
importantes, en la zona montañosa treinta y cinco manantiales
proveían el agua a Figuig: el “Tzadert” era el mayor de
todos ellos. Sin embargo, la zona Sur tenía mayor vegetación y los
cultivos de hortalizas y cereales, debido a que existía sobre una
treintena de metros de desnivel en la población de la zona Norte a
la zona Sur.
Entre la zeriba
condujo Sissé a Joseph a uno de los embalses y a continuación le
llevó al partidor, desde dónde se dirigía el agua para las
distintas direcciones de la población, con un singular sistema de
partición del agua. Joseph quedó maravillado de cómo aquel dédalo
de piedras colocadas en medio de la acequia, se encargaba de
distribuir el agua en todas direcciones con similar caudal de agua,
en cada una de ellas.
––Ejemplar,
¿eh?–– Dijo Sissé mientras ambos admiraban el partidor.
––Sin lugar a
dudas, Sissé. Es una maravilla como han distribuido las piedras para
que salga el agua en las distintas direcciones y con parejo caudal.
A parte de las
palmeras datileras, el cultivo más importante, había árboles
frutales como albaricoqueros, granados, almendros, olivos, junto a
plantaciones de hortalizas de todo tipo y cereales: pimientos,
tomates, trigo, mijo... Se encaminaron hasta la Agencia de
Transportes de Mussahid. Estaba cerrada. Sissé propuso acercarse
hasta la plaza de la Masjid Taschraft para intentar que le
dieran información.
Se dirigieron hacia
la Masjid Taschraft, estaba próxima a la agencia. Unos
ancianos tomaban el sol sentados en un banco y les informaron de la
desgracia que había tenido Mussahid.
¾Hace
ya casi un mes sufrió un accidente en la carretera en el viaje de
vuelta de Oujda, le mantiene todavía hospitalizado en esa ciudad.
––Debió ser en
el viaje de vuelta cuando me llevó a mí–– comentó Sissé. ––Yo
hace sobre un mes que pasé por aquí y también habían sentados
tres hombres en ese mismo banco, como ahora ustedes y me indicaron la
dirección de la Agencia Le Champions...
––¿Tú eres
aquel muchacho Targui, que preguntó por Le Champions?
––Sí, yo soy.
¿Es usted uno de aquellos señores?
––Sí, claro. Yo
estaba sentado al lado del que te dijo por dónde deberías ir. Ha
cambiado mucho tu aspecto.
––Sí... Tiene
usted razón, ha cambiado mucho mi aspecto.
––Por supuesto,
no has llegado a Francia.
––Por supuesto,
amigo. Entré en Melilla y a los dos días me devolvieron y
entregaron a los gendarmes y en tres días más nos abandonaron a
seiscientas personas, mujeres y niños incluidos, en la zona de
Aouina-Souatar.
––Están
perdiendo el alma. Allah no enseñaba esa doctrina, aunque la codicia
del dinero pervierte los sentimientos más humanos.
Ante el interés de
Sissé por saber del estado del infortunado Mussahid, los ancianos le
explicaron las vicisitudes del accidente. Poco después llegó a la
plaza un autobús “La Rose du Sable”, de color azul celeste y la
rotulación en color amarillo, del que descendieron viajeros que
explicaron que habían visto pocos kilómetros antes de llegar a
Aouina-Souatar a un gran numero de personas caminar junto a la A-17
en dirección a Bouarfa. Antes de poder gestionar con el chófer su
viaje de regreso a Oujda, partió el autobús. Esos mismos ancianos
les tranquilizaron.
––Mañana estará
aquí, de nuevo. Ahí enfrente podéis comprar los billetes— les
señalaron una casa vieja con un cartel de madera despintado que
apenas se leía.
En su deambular por
la población que estaba dividida en siete Ksar, le iba
explicando a Joseph, que habitaban varios pueblos: Bereberes, que
ostentaba la gran mayoría; árabes, judíos y haratins, vieron
infinidad de piscinas particulares, así como las públicas. Tenían
varios jardines públicos y ensanches de terreno entre las Ksar.
Pasaron junto a Jardín Municipal por el sur y se dirigieron a la
Casa de la Cultura. Por la Route Azrou llegaron hasta el Hospital de
Figuig, entraron para que le echaran un vistazo a la herida de Sissé.
––Debes ir al
ambulatorio o al Hospital de La Luna Roja. Aquí no te podemos
atender–– le dijo con amabilidad una enfermera.
––Por favor, es
sólo que me echen una mirada para ver si está bien la herida.
––Aquí no puede
ser. Debes ir donde te he dicho–– le repetía la enfermera.
––Oiga, no
conozco la población...
––¿Qué
sucede?–– Preguntó un médico que llegaba en aquel momento.
––Quiere que le
vean la herida de la pierna y le estoy indicando que vaya al
ambulatorio o al Hospital de la Luna Roja, y dice que no conoce la
población.
––Ven. Te veré
aquí mismo¾ le
dijo el médico.
En el mismo pasillo
el médico le cortó la venda y destapó la herida.
––Está muy
bien, ese color sonrosado que presenta la cicatriz no creo que te
acarree ningún problema. ¿Cómo te has hecho ese tajo?
––Pasando la
verja de Melilla. Pero no me di cuenta hasta que me advirtió un
guardia que me tenía cogido del brazo.
––Eres uno de
los deportados a Aouina-Souatar.
––Abandonados––
le rectificó Sissé, ––junto a un compañero que me espera
afuera y seiscientas personas más.
––Plantéate
volver a tu casa. Hoy las cosas se han puesto muy difíciles para las
personas que como tú pretenden instalarse en España.
––Gracias,
doctor. Pero en mi casa no tengo ninguna posibilidad.
El médico le miró
con gesto compasivo.
––Te voy a
quitar los puntos. La herida tiene muy buen aspecto y ha cicatrizado
muy bien. Ven entra a la consulta¾
pasaron a una modesta sala con una camilla y una mesa ambas de
madera. ¾Tiéndete
en la camilla. Llevarás la herida tapada dos o tres días; después
te la destapas y la llevas al aire. Has de lavarla muy bien, con
jabón, al menos, tres veces al día–– le dijo mientras le
retiraba los puntos.
Después de
agradecerle al médico la atención recibida, Joseph y Sissése
marcharon vagando por la población. Volvieron al cabo de un buen
rato de paseo al Jardín Municipal se sentaron a la sombra, en uno de
los bancos y degustaron unos dátiles que habían comprado por el
camino. Al atardecer en los alrededores del centro polivalente de Dar
Al Mouwaten, se organizó un juego: “Doun Doun”. Se
parecía más a una fiesta en la que al ritmo de los tambores,
cantaban y bailaban moviendo las caderas. Tanto Sissé como Joseph se
unieron al juego-fiesta con movimientos cadenciosos de caderas
propios de sus países de origen. Una vez acabada la fiesta volvieron
al jardín Municipal donde pasaron la noche.
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