COMPRAR EL LIBRO

miércoles, 9 de julio de 2014

SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso.



Capítulo XXI



Una redada sin precedentes se produjo ese mismo día y los dos siguiente por los montes de Gurugú, los Pinares de Rostrogordo y las poblaciones de Beni Enzar, Nador, Rabat, y Casablanca, simultáneamente. Todas las poblaciones y las zonas colindantes con Ceuta y Melilla fueron peinadas. Participaron camiones, todo-terrrenos, autobuses, coches patrullas, dos helicópteros, tanto de las fuerzas auxiliares como del ejército, y varias compañías de gendarmes a caballo y otros con perros. Muchos fueron los emigrantes capturados en territorio marroquí.
Las autoridades fronterizas melillenses entregaron, antes del amanecer, a la gendarmería marroquí a setenta y tres indocumentados de los que entraron hacía tres días en España, en las avalanchas masivas. Entre ellos estaba Sissé. Fueron conducidos a celdas de las penitenciarías próximas, cuartos con un pequeño tragaluz, de paredes sucias y suelos mugrientos, libres de cualquier camastro y aún lavabos, sólo había una pequeña bombilla casi pegada al techo. Eran dependencias para unos diez detenidos en las que habían más de cincuenta personas, quedando hacinadas sin distinción de sexo ni edad, a la espera de ser repatriados. Previamente a la entrada de las celdas, les colocaron en fila de uno y les fueron requisados todos los objetos de valor que portaban: dinero, relojes, amuletos, así como móviles, no tardaron en cambiar de manos. Sissé se sintió encolerizado cuando le quitaron el chaquetón de piel de cebú, la mochila, el teléfono móvil, el shirawt que le regalara Maharafa, al resistirse a ser expoliado fue golpeado, sólo le quedó el que le regaló Conrad y las pulseras que llevaba en sus muñecas. Los gendarmes se disputaron la pertenencia de la joya ante su belleza. Sissé ya no utilizaba los bolsillos para llevar dinero.
El día tres de octubre entre las seis y las siete de la tarde partieron cuatro autobuses con sesenta de los detenidos en las redadas de Rabat y Casablanca hacia el sur, hacia la frontera con Mauritania, en pleno desierto del Sahara. Uno de los autobuses viajaba con veintidós subsaharianos que tenían solicitado el Asilo Político al gobierno marroquí. De los apresados en la zona de Nador, partía el día seis de octubre a las cuatro de la madrugada un gran convoy compuesto por camiones militares y autobuses cargados de subsaharianos hacia Oujda, ciudad limítrofe con la frontera argelina, al Este del País. Iban estos indocumentados esposados unos con otros bajo una fuerte vigilancia policial.
Sissé se lamentaba de su mala suerte, un recuerdo de la sorciére shongäi pasó fugaz por su mente. Había sido esposado a un congoleño de nombre Joseph que le observaba.
––Yo he sido expulsado a la frontera argelina en ocho ocasiones, pero siempre he vuelto a intentarlo— le contó. ––No me han repatriado porque cada vez les digo que soy de un país diferente y como son incapaces de averiguarlo se limitan a echarme fuera del suyo, pero cada vez conozco mejor la zona, como siempre es en el mismo lugar...— se rió, entre la desolación de Sissé y el resto del funesto pasaje.
––Joseph, por favor. Cómo puedes hacer una broma de esta desgracia. Mira como vamos— levantó la mano esposada a la suya.
––Bien. Y qué. ¿Se abren las esposas porque estés con lloriqueos? La situación es difícil pero no insalvable, mírame, ésta es la octava vez que me veo en la misma situación; y seguramente habrá una novena…
––¡Joseph…!— protestó Sissé. ––Lo cierto es que tienes razón. Debemos utilizar nuestras energías cuando realmente nos hagan falta. Ahora son inútiles las lamentaciones.
Sissè se calmó y tendió la mano liberada a Joseph, que la estrechó con la suya libre. Se reclinaron en sus asientos y observaban como iban y venían los todo-terrenos del ejército y gendarmes de principio a fin del convoy. Joseph era un joven de veinticinco años, algo más bajo que Sissé, belfo y extrovertido.
––Joseph, ¿de dónde eres?
––De Zaire. De Kivu del Norte, de la ciudad de Butembo, cerca del Lago Édouard. Me licencié en periodismo y tenía que empezar a trabajar en esos días, pero surgió la fatalidad de la guerra entre etnias y soy hutu, no es preciso que te diga más, ¿no?
––No, no. Por favor. No me hables de esa maldita guerra.
––¿Es que hay alguna guerra bendita?
Sissé quedó pensativo. Luego le explicó:
––Es que conocí a un compatriota tuyo, Ibrahim, es su nombre, le conocí en uno de los campamentos del monte Gurugú. Él es de una aldea al lado de Kihindo...
––Sí, es un poblado ribereño con el lago Kivu, pero hacia el Sur— le interrumpió Joseph.
––Me contó que fue un niño soldado. Y la verdad no me gustaría oír tanta atrocidad de nuevo. Y mucho menos en esta situación.
––Tienes razón, fue muy desagradable. Aunque yo te podría contar muy poco de esa guerra en concreto. No la viví. Ha habido muchos miles de niños y niñas que fueron utilizados militarmente, pero por todas las facciones de ejércitos, no creas, desde los gubernamentales a los de las distintas milicias.
––Eso me comentó Ibrahim.
––Bien, pues, nada más empezar la contienda, mi familia se trasladó a Kinsasa. Allí estudié y me pude librar de ser reclutado, hasta que acabé mis estudios. Después tuve que huir de Kinsasa, pude salir del país y me dirigí a Melilla, no sin dificultades. Y ya te he dicho que es la octava vez que me echan¾. Y a continuación añadió: En esta ocasión no sé dónde nos llevan, pero es igual. Estos parajes no los conozco, hace una hora que hemos pasado Oujda... ¡Qué más da!
––Yo sí sé por donde vamos. Fue la carretera que hice yo desde Beni Ounif. No tardaremos en llegar a Guenfouda.
––¿Dónde está eso?— Le preguntó Joseph.
––¿Beni Ounif?
––Sí.
––Es el último pueblo de Argelia fronterizo con Marruecos por el Sur. Hasta Figuig que es la primera población marroquí tras la frontera hay sólo diez kilómetros, yo los hice a pie. Es una población que se encuentra en la Meseta del Atlas.
––Y ¿está muy lejos?
––Sobre los seiscientos kilómetros desde Melilla.
––No creo que nos lleven tan lejos, nunca lo han hecho. Bueno es que nunca me han llevado por otra ruta que la de Oujda a la frontera de Argelia, aunque es cierto que nos adentraban sobre los treinta o cuarenta kilómetros y nos dejaban allí, al amparo de Alá.
––Ves, estoy en lo cierto, el cruce de Guenfouda, y no paramos tampoco. Esta gente no piensa parar. Las personas haciendo sus necesidades aquí dentro…— Y prosiguió, ––hasta Tendrara no empieza la Cordillera del Atlas, si no llegamos..., a la izquierda está el desierto del Gran Erg: lo bordea la carretera que atraviesa el desierto de Tanezrouft.
Tras más de diez horas de viaje llegaron a un paraje montañoso y desértico, el convoy se detuvo en una pequeña aldea llamada Aouina-Souatar. Sus casas de barro mezclado con piedras, de pequeñas puertas, construidas sin orden, sin aceras. Parecía un pueblo abandonado, ni un solo vecino apareció entre los umbrales, ni se vio resquicio alguno en sus diminutas ventanas. Les obligaron a bajar de los camiones y autobuses. Con los músculos entumecidos descendieron con dificultad, trastabillándose y atropellándose unos con otros, continuaban esposados. La tensión era enorme, no se oían más que los lamentos de la muchedumbre y llantos de los niños, hastiados, corriendo la misma suerte de los mayores. A penas con los pies en el suelo les hicieron situarse delante de los vehículos y los gendarmes les iban quitando las esposas. Les forzaban a apartarse de los vehículos, disparando al aire para intimidarles. Fueron obligados a caminar por la “hamada”, aquel terreno árido, agreste y pedregoso. Muchos de los “sin papeles” estaban descalzos y caminaban con cierta dificultad por donde fueron abandonados, sin agua ni comida ni una simple manta con la que protegerse o proteger a los niños del frío. Deambulaban entre lamentos y llantos, sin saber muy bien qué hacer ni dónde ir. Comenzaba a declinar el sol y la bajada de temperatura era considerable. Alrededor de unos seiscientos subsaharianos fueron abandonados, sin la menor clemencia. Entre ellos había un buen número de mujeres, algunas de ellas embarazadas, muchas de las cuales habían sido víctimas de violaciones, y otros tantos niños. En el grupo había varios heridos de distinta consideración, todos abandonados a su suerte. No diferenciaron nada ni a nadie. Todos eran iguales: negros. “Mercancía” que Europa pagaba bien a Marruecos. La Comunidad Económica Europea había otorgado por esas fechas la cantidad de cuarenta millones de euros a Marruecos, para que impermeabilizara sus fronteras. Europa, tierra de asilo y derechos humanos, que se había jactado de ello por todo el mundo pagaba a Marruecos para que hiciera prevalecer sus fronteras. Aquellas que históricamente siempre había rechazado porque quebrantaban los derechos de asilo por motivos bélicos, políticos, religiosos o de sexo.
––Joseph, estamos a muy pocos kilómetro de Figuig, nos encontramos en los confines de Marruecos por el Sur. En el oasis de Figuig tengo un amigo, Mussahid, que tiene una agencia de transporte, me llevó hasta Oujda cuando viajé hasta Melilla.
––Y qué quieres ¿que vayamos hasta allí?
––Sí, por supuesto. Apenas tenga viaje a Oujda nos llevará.
––De acuerdo. Saldremos apenas oscurezca— aceptó Joseph.
––¿Por qué apenas oscurezca?
––¿Qué pretendes llevar a todos en peregrinación?— dijo y al tiempo movió la mano para señalar a las seiscientas personas abandonadas––. Y añadió: ––Créeme, Sissé, todos no podemos subsistir, muchos van a perecer, aquí mismo. No seré yo y espero que tú tampoco.
Sissé admitió con su silencio la propuesta de Joseph, que era el experto, había pasado por esta situación en ocho ocasiones, según dijo. Sissé, no obstante, sentía una sensación de agobio en el pecho, y en su mente se sucedían las imágenes de Marcel con la pierna rota, de su hermana Bee, de Yonaida en el campamento de Monte Gurugú, mientras observaba de soslayo a las madres que con sus niños al brazo caminaban sin orientación, retornando por donde les habían traído. Sissé se encontraba afectado por no poder ayudar a estas personas. Su gesto compungido delataba sus tristes pensamientos.
Se sentaron los dos en el suelo, esperando que oscureciera para emprender la marcha. Joseph jugaba con un escarabajo que apareció de debajo de la tierra, le empujaba con un dedo haciéndolo ir de un lado a otro, ante la irritación muda de Sissé por la tranquilidad con que afrontaba la situación. El resto de compañeros de viaje deambulaban por el camino de vuelta por donde habían llegado buscando un cobijo para pasar la noche inclemente. Nadie se interesó si ellos iban a quedarse allí sentados o iban a re-emprender el camino de vuelta como el resto. Nadie se preocupaba por nadie. Pero, salvo ellos, todos habían retomado el camino de vuelta en el mismo sentido. La ley de supervivencia no era más que una cuestión personal.
Comenzaba a caer la noche cuando Sissé y Joseph se pusieron en marcha hacia el Sureste, siguiendo la carretera que les trajo hasta Aouina-Souatar. Caminaban los dos solos, el resto de personas abandonadas habían desaparecido de su vista hacia buen rato, tomando el viaje de regreso. No quedaba más presencia humana que la de los dos, en aquel inhóspito trozo de tierra. Se aproximaron hacia la zona montañosa cobijándose en la oquedad de una roca inmensa para pasar la noche. Emprendieron el viaje apenas amanecido el día, Sissé caminaba delante de Joseph, no hablaron mucho durante el trayecto. Poco antes de alcanzar el Oasis, bien entrada la mañana, vieron una tienda Tuareg a la que se acercaron y asomando la cabeza en su interior saludó Sissé a un targui en su lengua tamasheq, que se encontraba echado en el centro del habitáculo. Invitó a pasar a los dos recién llegados y hablaron del conocimiento de su lengua.
––¿Cómo es que conoces nuestra lengua. Tú no eres targui?— Tendiéndole la mano ––Soy Hashim— se presentó. 
––Yo soy Sissé, de Malí y éste Joseph, zaireño—. Al tiempo que le estrechaba la mano y a continuación, también, Joseph. ––No, no soy targui, pero no me hubiera importado serlo. He pasado siete meses en Tessalit, en casa de unos familiares y he aprendido muchas cosas de vuestro pueblo y he sido muy feliz. He quedado gratamente sorprendido por vuestras costumbres y vuestra capacidad de supervivencia.
––Ah, Tessalit. Tierra del Hoggar. Yo he estado en muchas ocasiones por la zona del Sáhel, y alguna vez en Tessalit, Kidal, Gao, pero sobre todo Tombouctou, aunque mis raíces provienen de Agadez.
––¿De Agadez?—, se sorprendió Sissé.
––Sí, mis antepasados vienen de allí.
––En Agadez conocí a Hussein el menokhal del Air.
––Hussein, ¿de la tribu “Kel Air”?— le preguntó con incredulidad.
––Sí, el mismo.
––Pero ¿qué dices? Alá es grande. ¿Cómo lo conociste?
––Yo estaba en Tessalit, como ya te he dicho, con Conrad ––es primo del famma del clan familiar al que pertenezco en Sikasso— y Asshiá, su mujer, que es targuia, a los que quiero como a mis padres. Acompañé a Conrad a Agadez a la Feria del Ganado y Conrad es muy amigo de Hussein, hasta el punto de invitarnos a su casa y a la boda de su hijo primogénito. Estuvimos cuatro días de fiesta junto a todos ellos. Se quedó con todos los animales que llevamos desde Tessalit. Y así conocí a Husseín y a toda su familia.
––Conrad... ¿No será el que le encontró moribundo en el desierto de Tassili?
––El mismo.
––¡Husseín!… Mi padre fue súbdito de su padre y nosotros nos criamos juntos, estábamos siempre de correrías. Después, cuando ya nos hicimos mayores, el permaneció en el Air, como era su obligación y yo me movía de un lado para otro. Hasta que se inició la revuelta de 1960 en la que participamos juntos y posteriormente en el 1990 en In-Gall, Arlit y Agadez hasta el año 1995, en el que se firmó el acuerdo de paz en el macizo del Air. ¡Qué tiempos!— Dijo con añoranza.
Les ofreció un odre de agua y un plato de dátiles mientras se hacía el té, al que les invitó y mientras continuaron con la charla. Sissé y Joseph fueron invitados a comer en su jaima.
No tardó en aparecer su esposa que estaba pasturando a tres cabras y un asno que llevó a abrevar a uno de los nacimientos de agua, de los que se abastecía el oasis de Figuig. Tras las presentaciones, Hashim contó a su esposa que Sissé conocía a Hussein y su familia, y que se había esposado el hijo primogénito de aquel. Se prolongó la charla de unos y otros a lo largo de la tarde. Sissé les contó su estancia en casa de Conrad y Asshiá, de lo que quedaron encantados Hashim y su esposa. La mujer no cesaba de interrumpirlo preguntando por todos los detalles, a lo que Sissé le iba respondiendo con infinita paciencia y cortesía. De cuando en cuando la mujer se levantaba y salía de la tienda para atender a los animales. Les relataron las vicisitudes que habían pasado hasta llegar a allí y tras varias recomendaciones, Hashim invitó a Sissé y Joseph a pernoctar en su jaima los días que permanecieran en Figuig. Sissé aceptó la invitación por esa noche.

Sobre media mañana, con una temperatura muy agradable, llegaron a la población de Figuig. En la distancia se difuminaban las edificaciones con el terreno, que a su vez se ocultaban entre la zeriba. Era un contraste maravilloso el que se veía desde la distancia, entre la extensión de terreno árido una mancha de un verde espectacular de las palmeras y la exuberante vegetación de las distintas plantaciones, tanto de frutas como de hortalizas. Las casas estaban construidas con la misma tierra, sobre unos cimientos de piedra. En estos parajes se alternaban las hamadas con las zonas de arenas desérticas. Unas mujeres lavaban la ropa en una de las acequias de riego y les observaron de soslayo primero y con descaro después; dedicándoles algún comentario impúdico, limitándose éstos a sonreír al tiempo que bromeaban con los más pequeños. El agua de su subsuelo había hecho el vergel que era Figuig. Aunque últimamente por el uso desmesurado en su utilización y la escasez de lluvias, los manantiales ya no daban la cantidad de agua de antaño y mucho menos la calidad. Varios oued circundaban la población, siendo la principal fuente de donde se abastecía de agua. Su caudal estaba garantizado, aunque hubiera decrecido en los últimos tiempos, ya que su subsuelo tenía un acuífero inmenso. La zona Norte era donde se hallaban situados los nacimientos de agua más importantes, en la zona montañosa treinta y cinco manantiales proveían el agua a Figuig: el “Tzadert” era el mayor de todos ellos. Sin embargo, la zona Sur tenía mayor vegetación y los cultivos de hortalizas y cereales, debido a que existía sobre una treintena de metros de desnivel en la población de la zona Norte a la zona Sur.
Entre la zeriba condujo Sissé a Joseph a uno de los embalses y a continuación le llevó al partidor, desde dónde se dirigía el agua para las distintas direcciones de la población, con un singular sistema de partición del agua. Joseph quedó maravillado de cómo aquel dédalo de piedras colocadas en medio de la acequia, se encargaba de distribuir el agua en todas direcciones con similar caudal de agua, en cada una de ellas.
––Ejemplar, ¿eh?–– Dijo Sissé mientras ambos admiraban el partidor.
––Sin lugar a dudas, Sissé. Es una maravilla como han distribuido las piedras para que salga el agua en las distintas direcciones y con parejo caudal.
A parte de las palmeras datileras, el cultivo más importante, había árboles frutales como albaricoqueros, granados, almendros, olivos, junto a plantaciones de hortalizas de todo tipo y cereales: pimientos, tomates, trigo, mijo... Se encaminaron hasta la Agencia de Transportes de Mussahid. Estaba cerrada. Sissé propuso acercarse hasta la plaza de la Masjid Taschraft para intentar que le dieran información.
Se dirigieron hacia la Masjid Taschraft, estaba próxima a la agencia. Unos ancianos tomaban el sol sentados en un banco y les informaron de la desgracia que había tenido Mussahid.

¾Hace ya casi un mes sufrió un accidente en la carretera en el viaje de vuelta de Oujda, le mantiene todavía hospitalizado en esa ciudad.
––Debió ser en el viaje de vuelta cuando me llevó a mí–– comentó Sissé. ––Yo hace sobre un mes que pasé por aquí y también habían sentados tres hombres en ese mismo banco, como ahora ustedes y me indicaron la dirección de la Agencia Le Champions...
––¿Tú eres aquel muchacho Targui, que preguntó por Le Champions?
––Sí, yo soy. ¿Es usted uno de aquellos señores?
––Sí, claro. Yo estaba sentado al lado del que te dijo por dónde deberías ir. Ha cambiado mucho tu aspecto.
––Sí... Tiene usted razón, ha cambiado mucho mi aspecto.
––Por supuesto, no has llegado a Francia.
––Por supuesto, amigo. Entré en Melilla y a los dos días me devolvieron y entregaron a los gendarmes y en tres días más nos abandonaron a seiscientas personas, mujeres y niños incluidos, en la zona de Aouina-Souatar.
––Están perdiendo el alma. Allah no enseñaba esa doctrina, aunque la codicia del dinero pervierte los sentimientos más humanos.
Ante el interés de Sissé por saber del estado del infortunado Mussahid, los ancianos le explicaron las vicisitudes del accidente. Poco después llegó a la plaza un autobús “La Rose du Sable”, de color azul celeste y la rotulación en color amarillo, del que descendieron viajeros que explicaron que habían visto pocos kilómetros antes de llegar a Aouina-Souatar a un gran numero de personas caminar junto a la A-17 en dirección a Bouarfa. Antes de poder gestionar con el chófer su viaje de regreso a Oujda, partió el autobús. Esos mismos ancianos les tranquilizaron.
––Mañana estará aquí, de nuevo. Ahí enfrente podéis comprar los billetes— les señalaron una casa vieja con un cartel de madera despintado que apenas se leía.
En su deambular por la población que estaba dividida en siete Ksar, le iba explicando a Joseph, que habitaban varios pueblos: Bereberes, que ostentaba la gran mayoría; árabes, judíos y haratins, vieron infinidad de piscinas particulares, así como las públicas. Tenían varios jardines públicos y ensanches de terreno entre las Ksar. Pasaron junto a Jardín Municipal por el sur y se dirigieron a la Casa de la Cultura. Por la Route Azrou llegaron hasta el Hospital de Figuig, entraron para que le echaran un vistazo a la herida de Sissé.
––Debes ir al ambulatorio o al Hospital de La Luna Roja. Aquí no te podemos atender–– le dijo con amabilidad una enfermera.
––Por favor, es sólo que me echen una mirada para ver si está bien la herida.
––Aquí no puede ser. Debes ir donde te he dicho–– le repetía la enfermera.
––Oiga, no conozco la población...
––¿Qué sucede?–– Preguntó un médico que llegaba en aquel momento.
––Quiere que le vean la herida de la pierna y le estoy indicando que vaya al ambulatorio o al Hospital de la Luna Roja, y dice que no conoce la población.
––Ven. Te veré aquí mismo¾ le dijo el médico.
En el mismo pasillo el médico le cortó la venda y destapó la herida.
––Está muy bien, ese color sonrosado que presenta la cicatriz no creo que te acarree ningún problema. ¿Cómo te has hecho ese tajo?
––Pasando la verja de Melilla. Pero no me di cuenta hasta que me advirtió un guardia que me tenía cogido del brazo.
––Eres uno de los deportados a Aouina-Souatar.
––Abandonados–– le rectificó Sissé, ––junto a un compañero que me espera afuera y seiscientas personas más.
––Plantéate volver a tu casa. Hoy las cosas se han puesto muy difíciles para las personas que como tú pretenden instalarse en España.
––Gracias, doctor. Pero en mi casa no tengo ninguna posibilidad.
El médico le miró con gesto compasivo.
––Te voy a quitar los puntos. La herida tiene muy buen aspecto y ha cicatrizado muy bien. Ven entra a la consulta¾ pasaron a una modesta sala con una camilla y una mesa ambas de madera. ¾Tiéndete en la camilla. Llevarás la herida tapada dos o tres días; después te la destapas y la llevas al aire. Has de lavarla muy bien, con jabón, al menos, tres veces al día–– le dijo mientras le retiraba los puntos.

Después de agradecerle al médico la atención recibida, Joseph y Sissése marcharon vagando por la población. Volvieron al cabo de un buen rato de paseo al Jardín Municipal se sentaron a la sombra, en uno de los bancos y degustaron unos dátiles que habían comprado por el camino. Al atardecer en los alrededores del centro polivalente de Dar Al Mouwaten, se organizó un juego: “Doun Doun”. Se parecía más a una fiesta en la que al ritmo de los tambores, cantaban y bailaban moviendo las caderas. Tanto Sissé como Joseph se unieron al juego-fiesta con movimientos cadenciosos de caderas propios de sus países de origen. Una vez acabada la fiesta volvieron al jardín Municipal donde pasaron la noche.

No hay comentarios:

Publicar un comentario