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domingo, 29 de junio de 2014

SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso.



Capítulo XVIII


Sissé dormía profundamente cuando le despertaron con zarandeos bruscos en el hombro. Sobresaltado dio un respingo hacia atrás al ver a dos hombres negros, agachados junto a él, indicándole en un susurro, en perfecto francés, que guardara silencio.
––¿Quién eres?— Le preguntó uno de ellos.
––Soy Sissé— le respondió azorado.
––¡No temas! No te haremos ningún daño. ¿Por qué te has quedado aquí, no te faltaban más que cinco minutos para llegar al campamento?— Le interrogó el mismo.
––Porque no conozco el monte— respondió medio aturdido, aún tumbado en el suelo.
––¿Te ha seguido alguien?— Volvió a consultar, sin quitarle la mano de su hombro, mientras el otro sólo observa a Sissé y de cuando en cuando a los alrededores.
––No. No, me ha seguido nadie. No me he cruzado con nadie desde la entrada de Beni Enzar— le aseguró Sissé.
––¿Cómo estás tan seguro? Quizá tú no les has visto y te seguían de lejos.
––Te aseguro que no me han seguido. No me falla ni la vista ni el oído. Y no necesito que nadie me enseñe a distinguir si alguien camina tras de mí.

––Está bien. Anda levántate y ven con nosotros. Aquí puedes correr peligro tú y los demás que estamos ahí arriba— le explicó. ––Es peligroso quedarse tan cerca del camino. Las rondas de los gendarmes marroquíes a veces suben buscándonos—. Y se presentaron ––Yo soy Huffam, y éste es Ibrahim.
Se incorporó Sissé y tendió la mano a ambos, para sacudirse, después, la ropa y quitarse la tierra adherida. Se puso de nuevo el chaquetón de piel, enrolló la tela gruesa de colores que utilizaba de jergón y la colocó sobre el dugutaampalan, que se lo echó al hombro; de igual manera tomó su ebawen y se lo colocó en el otro. Obedeciendo a sus mentores caminaba entre ambos, Huffam iba delante, abriendo camino, mientras que Ibrahim le guardaba las espaldas.
Dejaron la pista por la que ascendió Sissé, y se introdujeron por la izquierda en una senda escarpada, que andaba zigzagueante entre el pinar, parecía una trocha abierta especialmente para la ocasión. Huffam era un hombre algo más bajo que Sissé, con el pelo rapado, la tez brillante y una mirada conciliadora. Su voz ni grave ni aguda parecía embaucadora. Su cuerpo no era excesivamente robusto y sus movimientos mesurados. Transmitía tranquilidad. Por el contrario Ibrahim no infundía más que inquietud. Era algo más alto que Sissé, un cuerpo enorme, sus brazos fornidos y musculosos se conjuntaban con unas piernas largas y atléticas. No le dirigió más palabras a Sissé que las del saludo tras la presentación de Huffam. Su mirada inquisitiva le provocó un ligero escalofrío que le corrió por el cuerpo, al mirarle directamente a los ojos. Unas manazas inconmensurables envolvieron la de Sissé, cuando le saludó. Se movía con sigilo y al tiempo con una rapidez y agilidad impropias del volumen de su cuerpo. Tenía el pelo corto y rizado y una barba anillada tan negra como su cabello. Sissé intentó preguntar a Huffam y éste le hizo una seña para que guardara silencio mientras ascendían. Efectivamente, no habían pasado más de cinco minutos, cuando llegaron al campamento. Se podían ver por doquier tiendas rudimentarias hechas con palos atados con cuerdas de esparto, confeccionadas en la mayoría de los casos por ellos mismos, entre los troncos de los pinos pequeños y de arbustos. Las habían cubierto con ramas y plásticos, y otras con un simple cartón, con el fin de protegerse del relente que caía con bastante asiduidad: debajo dormitaban los habitantes del campamento. No tardaron en acudir hombres sobre todo y algunas mujeres y niños adormilados en los brazos de sus madres, que le contemplaban con cautela, o quizá con compasión.
––Éste es Sissé— le presentó Huffam, levantando un poco la voz, a las personas que se habían acercado a verle. ––Pronto les irás conociendo a todos Sissé, ahora no voy a presentártelos uno por uno.
Tomaron asiento en el suelo alrededor de una hoguera apagada, en la que con tres piedras de un mediano tamaño tenían formada una trébede.
––Sissé te presento a Rachel, mi mujer y Yonaida, mi hija—, que estaba despierta en los brazos de la madre.
Raquel se incorporó de la piedra donde estaba sentada y estrechó la mano de Sissé para saludarlo. Llevaba su cabello, grasiento, recogido en una coleta, un sueter de color verde de gran escote y una falda negra hasta los pies con adornos dorados en el extremo inferior, con apreciables restos de suciedad.
––Mucho gusto en conocerte Rachel. Hola Yonaida. ¡Que dulzura de niña! Y que bella es tu mujer Huffam. Debes estar contento, con la familia que tienes— le dijo mientras le hacía una carantoña a la pequeña que se escondió en los brazos de su madre.
––Es un placer conocerte Sissé— le correspondió Rachel. ––¿De dónde vienes?
––Soy de Malí…— Sin dejarle continuar Rachel le confirmó:
––Nosotros también somos de Malí.
––¿De que parte eres?— Le preguntó Huffam.
––Soy de Sikassó.
––Eres Duungomá. Nosotros somos de Kadiolo, por lo tanto de los Jowulu, aunque Rachel es de otro linaje y la pequeña nació en Nador— le indicó Huffam. Y añadió ––Somos Samogho.
––¡Vaya! Qué casualidad también de Malí— comentó Sissé.
––No. No es casualidad. Aquí somos varios de Malí, ya les irás conociendo. Muchos más congoleños como Ibrahim, o mejor zaireños como quiere que se les distinga, pero sobre todo nigerianos, son del país que más hay aquí. Aunque no creas, hay de infinidad de nacionalidades, indios, paquistaníes...— le informó, mientras Ibrahim permanecía imperturbable, sólo se limitaba a observar a Sissé. ––Este es nuestro campamento, Sissé, y desde ahora si tú quieres también el tuyo— le invitó Huffam.
––Estaré encantado de permanecer con vosotros—. Mientras seguía haciéndole carantoñas a la niña y bromeando con ella, que le sonrió tímidamente. —¿Yonaida nació en Nador?
––Sí. Ya andábamos por estos parajes, Sissé.
Sissé asintió con movimientos de cabeza, mientras seguía incitando a la niña. Al cabo de un buen rato les había contado el viaje que había hecho y detalles de Malí cuando llego el alba.
––Disfruta de tu primera aurora en el Monte Gurugú. Seguro que no has visto ninguna igual en tu vida— le aseguró Huffam.
––Es cierto, es muy bonita. Espectacular— comentó complacido Sissé. ––No sé si es la más bonita, pero ciertamente es distinta, maravillosa, esos contrastes de colores, de rojizo a dorado y posteriormente amarillento, con los reflejos en el mar. Qué colorido tan bonito.
––Te sorprenderá tanto o más la puesta del sol. Aquí el crepúsculo es por sí mismo un espectáculo, también— le indicó Huffam, al tiempo que le tendía una botella de agua. ––¿Quieres beber?
––Gracias— Sissé cogió la botella y echó un trago.
––Poco más te puedo ofrecer, Sissé. Bueno, para ser más correcto, nada más te puedo ofrecer.
––No debes preocuparte por mí. Te estoy muy agradecido— Sissé sacó la rama de dátiles que todavía le quedaba en su dugutaampalan y se los mostró a Yonaida, incitándole a coger alguno, al tiempo que los pasaba a Huffam, ––toma estos dátiles y comerlos, a mí ya no me hacen falta, comeré lo que vosotros.
––Gracias Sissé.
Huffam invitó a los presentes a tomar un dátil, no daba para más y la niña se lanzó con avidez a por uno, dándole Sissé otro más, que cogió vivaz, pero sin decirle una palabra. A continuación sacó un envoltorio de papel y con una mirada pícara trató Sissé de seducir a la pequeña Yonaida, al tiempo que desenvolvía con parsimonia los “blighat” que comprara en el pueblo de Afhir y que aún le quedaban. La pequeña Yonaida se acercó presurosa y cogió uno de los dulces, Sissé le dio uno más portándolo en la otra mano. Posteriormente tendió los dulces a Rachel y seguidamente a Ibrahim, que aceptó uno de ellos, para a continuación depositarlos sobre las piedras de la hoguera para que se sirvieran Huffam y los dos compañeros de campamento que todavía permanecían allí.
––Sissé— irrumpió de nuevo Huffam, ––tu generosidad puede que mañana te pase factura, porque seguramente no tendrás qué llevarte a la boca y ninguno de nosotros podremos corresponderte. Por tanto te aconsejo que si tienes algo que comer lo conserves mientras puedas.
––No importa Huffam. Yo vengo bien alimentado y no sería capaz de comer si veo que vosotros y sobre todo la niña estáis pasando hambre. Me lo quitaría yo de la boca para dárselo a ella.
––Muchas gracias, Sissé. Eso te honra––. Hizo una pausa. ––Aquí en este campamento tenemos unas normas de conducta por las que nos regimos, que todos respetamos y quien quiere permanecer con nosotros debe acatar— sentenció Huffam.
––Yo no quiero problemas, Huffam, consecuentemente tampoco los voy a crear. Acataré todo aquello que vosotros habéis acatado y respetáis, si vosotros lo aceptasteis anteriormente no pueden ser malas normas.
––Muy bien. Hacemos guardias para prevenir la llegada de los gendarmes. Últimamente nos han sorprendido dos veces y han sido especialmente duros. Han aumentado las rondas. De otra parte formamos grupos y vigilamos los movimientos de los guardias en la valla, tanto españoles como marroquíes. Y, por supuesto nadie intenta el asalto a la valla en solitario ––salvo algún inconsciente o que está solo en el monte—, para no poner en peligro la vida de los demás innecesariamente. Hay otros campamentos por el monte, pero éste está organizado así. Si lo deseas puedes ir a cualquiera de ellos que te acogerán como aquí— concluyó Huffam.
––Yo no me muevo de aquí, salvo que me echéis— admitió Sissé. Y añadió ––¿tanto madrugáis aquí?
––No. Nos has puesto en guardia al salirte de la pista e introducirte en el bosque a esas horas.
––¿Habías visto mi llegada?
––El vigía que estaba haciendo la guardia nos ha alertado, ya te he dicho que nos han sorprendido dos veces en poco tiempo.
––Ya entiendo.

––De acuerdo. Tú iras con Ibrahim que te irá informando detalladamente del funcionamiento del campamento, así te adaptarás antes— le propuso Huffam.
––Me parece bien. De acuerdo— aceptó Sissé, aunque algo turbado por la imagen enigmática de aquel gigantón.
––Ven, acompáñame y podrás dejar tus bultos al lado de donde yo descanso— le indicó Ibrahim, con amabilidad.
––¡Vamos!
––Como es muy temprano, todavía, será mejor que preparemos el lugar donde vayas a dormir y posteriormente daremos un paseo por el monte para que lo conozcas por si hubiera que salir por piernas.
Junto a la choza de Ibrahim, que no era tal, sólo tenía unos cartones sobre unas ramas entre dos pinos que tapaba el viento del Noreste, Sissé depositó el dugutaampalan y el ebawen. Justo al lado, a no más de un metro de la ubicación de Ibrahim, se colocó Sissé, bajo las ramas de un pino pequeño. Un aroma a madera de los cedros se respiraba por doquier, mezclándose con el de los pinos, así como algún encinar y el quejigo común. Colocó transversalmente unas ramas de pinos que seguramente el viento había tronchado hacía algún día, las ramas estaban desgarradas y secas, y puso sobre ellas unos plásticos gruesos de color verde, procedentes de bolsas de fertilizantes, que le proporcionó Ibrahim, dejando debajo sus bultos. Ibrahim le comunicó a Sissé que iba a ver a Huffam y que no tardaría nada, lo que aprovechó Sissé para sacar el dinero que llevaba en el ebawen ––casi tres mil euros— y colocarlos en el “abalbod” que lo sujetó en la cinturilla del pantalón, por su parte interior. Cuando al momento llegó Ibrahim vio el pasaporte, la tarjeta de identidad y unos euros y otros tantos dyrham marroquíes, sobre el dugutaampalan.
––¿Qué haces con eso?— Ibahim señaló a los documentos.
––¿Con qué?— Preguntó Sissé.
––Con los documentos.
––¿Qué quieres que haga? ¿Qué cosa se supone que debo hacer con ellos?
––Sissé, no debes llevarlos encima. Si te prendieran los gendarmes no durarías en Marruecos más de dos horas.
––¿Pero como no voy a llevar mi documentación?— Se extrañó Sissé.
––¿Es que no lo entiendes? Si te cogen saben de qué país eres y no tardan en repatriarte, mientras que si no llevas documentos no te pueden repatriar, porque no saben dónde enviarte. No puedes ponerles las cosas fáciles. ¿Entiendes ahora?
––Tienes razón.
––Debes estar atento a esos detalles.
––¿Qué me aconsejas que haga? ¿Los destruyo?
––Sería lo más conveniente. De todas formas ya no te van a servir ni aquí ni en España, porque te sucedería lo mismo; en cuanto sepan de dónde vienes allá que te mandan, sin pensarlo mucho.
––Muy bien los destruiré, en el momento que acabe de arreglar todo esto y el dugutaampalan, que está todo desordenado.
Volvió Ibrahim a marcharse en dirección hacia donde se encontraba Huffam y pensó Sissé que iba a contarle lo sucedido. Aprovechó, entre tanto, y bajo de un pino que había a unos dos metros, al que hizo una pequeña marca similar al amuleto que le regalara Maharafa, excavó un poco en la tierra junto al tronco y enterró sus documentos envueltos en un trozo de plástico que cortó del que colocara como techo. Cuando regresó Ibrahim ya lo tenía todo colocado y le estaba esperando. Unas ramas humeaban a unos dos metros.
––¿Ya los has destruido?
––Sí—, le mintió Sissé, señalando hacia el humo.
––Échale mucha más tierra que no salga humo, podría delatarnos si estuvieran los gendarmes cerca.
––Lo siento— echó tal cantidad de tierra tan velozmente que en un momento no quedó vestigio alguno del fuego, salvo por el olor de humo.
––Ven conmigo. Daremos un paseo por el monte, sin salir de la zona boscosa, para que veas la verja de cerca y los movimientos de los guardias españoles y quizá de los gendarmes marroquíes.
––¡Vamos!
Se adentraron por una trocha bajo los pinos, con un caminar pausado y a los pocos minutos comenzaron a ver la ciudad de Melilla, a la derecha Beni Enzar y la Mar Chica, y Nador, aún un poco más a la derecha, inmensa.
––Desde la cumbre se puede ver Argelia, las Islas Chafarinas y hasta Sierra Nevada, de Granada–– le comentó Ibrahim señalando con el dedo índice un punto indeterminado hacia el interior del monte.
––¿Tú lo has visto?
––Sierra Nevada no, pero las Chafarinas y Argelia sí.
Descendían por la cara opuesta de la que estaba ubicado el campamento, de vez en cuando se veía la pista de tierra zigzaguear entre los pinos y la maleza.
––¡Qué hermoso paisaje!
––Habla más bajo, Sissé— le advirtió Ibrahim. ––A partir de ahora hablaremos muy bajo o por medio de señas, a pesar de estar lejos es mejor tomar precauciones.
––De acuerdo— le susurró Sissé.
Continuaron su descenso por un tramo de senda más escarpado y le iba indicando Ibrahim todos los detalles del monte a Sissé. Al mismo tiempo, hizo hincapié en que observara detenidamente los movimientos de los guardias españoles, en ese momento, escasos. Contemplaban el final de la pinada y la explanada árida, y en algún punto el terreno abrupto que seguía a continuación hasta los límites de la valla.
––Mira Sissé ese grupo de macacos de ahí abajo. A veces nos han alarmado pensando que los ruidos que emiten eran de los gendarmes que se acercaban.
––¡Qué feos son!
––Ja, ja, ja. No son feos, hombre. Son diferentes.
––Y tan diferentes a los de nuestras latitudes.
––Observa las dos filas paralelas de la verja, están separadas por unos tres metros una de la otra. En lo más alto tiene alambre de espinos y sobre estos unas cuchillas bien afiladas que abren la carne en cuanto la rozan. Por ella o a pesar de ella, han conseguido cruzar algunos miles de personas que como nosotros tenían el sueño de pasar a Europa, no sin riesgos, cuentan algunos de los que cruzaron y posteriormente fueron devueltos hasta la frontera con Argelia, en Oujda...
––¿Los mandan hasta Oujda?–– Le interrumpió Sissé.
––Claro. Pero no les dejan en Oujda, les adentran cincuenta o sesenta kilómetros en el desierto argelino. Después los que volvieron hasta aquí para intentarlo una vez más, decían que el precio de pasar la valla es alto en la mayoría de casos: unos con fracturas de piernas, o manos, otros con cortes en las manos y el cuerpo hechos por las alambradas, y los más por hematomas de golpes con las porras de los guardias o las balas de goma que disparan. Y esos son los afortunados, hay algún otro que ha muerto en el intento–– le explicaba a Sissé en voz baja. ––En el recodo que hace la valla está el Barrio Chino y a continuación hacia el mar se encuentra el polígono industrial— le indicó señalando con el dedo. ––La verja en ese lugar sólo tiene tres metros de altura, por lo que no es muy difícil pasarla, siempre que se consiga sorprender a la policía––. Sissé recreó la vista en la ciudad de Melilla y en su bahía. ––Es nuestro sueño, nuestro bjetivo. Es más codiciada que cualquiera de las mujeres. Aquella ciudad que se ve en la lejanía es Nador— le señaló a continuación.
Le hizo señas para continuar hacia el Oeste y le seguía orientando en las distintas características del terreno y la valla que tenían frente a ellos. Una hora después de estar caminando, comenzaron a ascender monte arriba por un terreno más escarpado aún que por donde bajaron, pisando y saltando muchas veces los matojos y maleza; siempre por entre los pinos que les protegían de ser vistos.
––Es un monte con una fosca casi permanente de pinos. Tiene una altura de ochocientos noventa y dos metros. En la cumbre el gobierno marroquí tiene unas instalaciones a las que, obviamente, no se puede acceder. A una altura aproximada de ochocientos metros se encuentra un castillo en ruinas, que fuera del ejército español— le comentó Ibrahim. ––Es muy bello el monte, este manto verde que ves en el suelo está prácticamente por todo. Y el bosque de pinos es tremendamente frondoso, lo que nos beneficia. Observarás que evitamos la pista todo lo que podemos, aunque tengamos que caminar por pedregales y roquedos, eso es lo que deberás hacer tú cuando salgas sólo o acompañado; es más seguro. Las trochas son nuestras aliadas, por ellas los gendarmes apenas si pueden avanzar.
Ibrahim le indicó a Sissé una piedra para que se sentara haciendo él lo mismo en otra a su lado. Desde allí contemplaban la verja, la ciudad de Melilla, Beni Enzar y el mar de Alborán. Le hizo indicaciones de la situación del Barrio Chino, donde antes le explicó que la valla tenía tres metros y del puerto por el que entraba un ferri en aquel momento.
¡Bello paisaje! — Dijo Sissé
Es muy hermoso, Sissé. ¿Tienes novia? — Le preguntó Ibrahim
––Sí. Una mujer bellísima en Ségou.
––¿Estás seguro de que te esperará?
––No la he visto desde que salí de allí. Y llamarle…, tampoco es que le llame todos los días. Pero— hizo una pausa ––si me gustaría que me esperase. Yo creo que sí me esperará (no quiso darle detalles del niño que probablemente ya habría nacido). Pasé los mejores cinco días de mi vida con ella. Aunque la conocí cuando venía de viaje, allá por el mes de febrero, llegamos a congeniar muy bien, muy bien.
––Sí pareces enamorado y eso puede ser bueno..., o malo. Según como tú reacciones ante las adversidades, te puedes hundir o te puede insuflar más fuerza todavía.
––Espero que sea lo segundo que me dices— y prosiguió ––aunque verdaderamente me hizo prometerle que si tenía serias dificultades y mi vida corría peligro desistiría y volvería a Ségou con ella.
––Pues entonces ve preparando el equipaje y echa a andar.
––Se pasa mal, ¿eh?
––Más de lo que te puedas imaginar. Hay relatos de gentes que les han devuelto hasta la frontera y han vuelto para intentarlo de nuevo: son escalofriantes. Aunque siempre piensas: «a mí no me va a pasar».
Volvamos—, dijo Ibrahim.
Mientras ascendían, Ibrahim le comentaba a Sissé los distintos pormenores y detalles que se encontraban en el camino, intercalando con la conversación que llevaban.
––Y a ti ¿te espera alguna mujer?
––No. A mí no me espera nadie. Nadie me quiere. Ves yo no tengo ese dilema de si cumplir una promesa o no— ironizó Ibrahim.
––¿Cuánto tiempo llevas en el monte, Ibrahim?
––Yo llevo dos años y medio entre el monte Gururgú y los pinares de Rostrogordo.
––¿Dos años?
––Sí. Pero hay muchos otros que llevan bastante más que yo, incluso alguno lleva más de cinco años, con no sé cuantos intentos fallidos.
––¿Fallidos?— Preguntó Sissé.
––Sí. Sí. Fallidos. Esos que consiguen cruzar la verja alguna vez y les cogen, les devuelven a la frontera y éstos vuelven a intentarlo una y otra vez.
––Parece increíble.
––Pues no creas. No todos estamos aquí en el monte, hay gente desperdigada por las distintas aldeas como Farhana ––yo estuve seis meses deambulando y trabajando allí— y en poblaciones limítrofes, como Beni Enzar o el mismo Nador en los barrios del extrarradio, en la Universidad. Hay algunos que han intentado pasar escondidos en taxis, puesto que éstos suelen cruzar sin muchos problemas la frontera. Otros, incluso, lo intentan pasando en los bajos de los camiones o a nado por mar abierto.
––Me estoy sintiendo algo decepcionado con lo que me estás diciendo, Ibrahim.
––Bueno, es porque no llevas tiempo entre nosotros. Más adelante verás como todo te parece normal. No verás diferencias en pasar o en intentar pasar de una u otra forma, desde un punto o desde otro. Te dará todo igual, Sissé, lo que te importará será volverlo a intentar. Es tal la frustración, la desesperación que llegas a sentir que no te importará nada.
––Y ¿qué te ha traído a ti hasta aquí?
––Buena pregunta, Sissé, buena pregunta. ¡El Zaire! Me ha traído hasta aquí la guerra interminable del Zaire— le respondió apesadumbrado.
––Pero entonces puedes ser refugiado, podrías solicitar el asilo político, ¿no?
––¡Sí…! Sólo…, que no me lo reconocen.
––Pero ¿cómo no te lo van a reconocer Ibrahim?
––Pues eso, lo que te digo, que no me lo reconocen. Porque no tengo documentación, la destruí, bueno no fui yo, fueron los gendarmes marroquíes—. Y ante lo que sería otra pregunta de Sissé, decidió continuar, ––cuando llegué a Marruecos, ilusionado, porque no te puedes imaginar lo que tuve que pasar para llegar hasta aquí, me personé directamente en una comisaría en Nador, les dí mis papeles y les expuse mi caso. ¿Sabes como acabé…? En una celda, hacinado junto a no sé cuantos emigrantes más, sin papeles, sin dinero y como un delincuente. Me abandonaron junto a otros tantos inmigrantes en Argelia, tras la frontera de Oujda y gracias que no me deportaron a mi País, ¿y qué podía hacer...? Regresar cuanto antes, en esta ocasión como tantos otros sin papeles, a buscar la ocasión de poder llegar a España.
––¿Cómo puede ser que te trataran así? Es injusto. Hay un derecho internacional que te asiste ¿No?
––Pues simplemente no, Sissé. A nosotros no nos asiste ningún derecho, somos intrusos, indocumentados y además negros, quien sabe con qué intenciones…, es decir: delincuentes.
Una vez de vuelta en el campamento Sissé les dijo a Ibrahim y a Huffam que iba a descansar ya que apenas había dormido esa noche. Estaba echado bajo el improvisado dosel, pensando en la posibilidad de cruzar la frontera en un taxi, como le había oído comentar a Ibrahim. Era una posibilidad que veía más viable que el saltar las dos verjas. Pensar en que se les abría la carne con el simple roce de las cuchillas, le encogía el estómago. Por otra parte lo veía mucho más rápido y seguro. A primera hora de esa misma tarde les comunicó tanto a Huffam como a Ibrahim que bajaba a Beni Enzar para intentar pasar la frontera en taxi, lo que le desaconsejaron los dos, advirtiéndole que el precio era muy alto, rondaba los tres mil euros. Ante la insistencia de éste, únicamente se limitaron a recomendarle atención. En poco más de una hora llegó a la población de Beni Enzar, cargado con su equipaje. Deambuló por la población y entró en un bar, pidió un refresco y se acomodó en una mesa pequeña, redonda, que estaba vacía junto a una ventana; en una de las sillas colocó su equipaje. Se sabía observado por todos. Enseguida entabló conversación con cuatro jóvenes que estaban apoyados en la pequeña barra, haciendo comentarios y riendo de cuando en cuando. Estuvieron un buen rato con comentarios banales.
––Si vas al monte te caerá la noche pronto¾ le dijo uno de ellos.
––No. He bajado ahora de allí.
––¿Y a dónde vas, entonces?— Le preguntó otro de los muchachos.
––Me han dicho que hay aquí taxis que me pasarían a la otra parte de la frontera.
––Puede que te hayan informado bien o mal, según el caso.
––¿De qué caso me hablas?
––De lo que estés dispuesto a pagar por cruzar la frontera— le respondió el primero.
––Lo que cueste el viaje.
––Lo que cuesta el viaje no es poco. Es un viaje corto pero en el que todos se juegan mucho. Y el taxista no tiene necesidad de jugarse la piel.
––¿Quién es el taxista? ¿Puedo hablar con él y saber qué me costaría el viaje?
––Ya te he dicho que el viaje no cuesta poco y no sé si tú tendrás el dinero suficiente para costearlo.
––Una vez sepa por voz del taxista lo que me puede costar, veré si tengo o no suficiente dinero con el que poder pagar el viaje.
––El taxista aparecerá cuando tenga que hacer el viaje— apuntilló el mismo de antes.
––Está bien. Veo que no tenéis intención de presentarme al taxista…
––El viaje te cuesta dos mil quinientos euros— le dijo uno de los jóvenes.
––No me hagas reír. Os invito a un refresco, si me lo aceptáis, pero dejemos esta conversación.
––De acuerdo, aceptamos tu invitación. Tomaremos un té, ¿te apetece a ti?
––Sí, está bien.
––¿No tienes dinero para ese viaje, eh?
––Hombre eso es una barbaridad, es mucho dinero. Si me lo dijera el taxista pues podría discutirlo con él, pero contigo cómo negociamos el precio…, porque esa cantidad no puede ser, creo yo.
––No esperarás que te pase un taxi legalizado.
––Pues claro que sí— se apresuró en contestar Sissé. ––Dos mil quinientos euros y no me llevaría un taxi legal…
––Pues entonces prepara tres mil euros. Por menos no se va a arriesgar ningún taxista legalizado— le comentaron. ––Escucha. Si tienes el dinero en dos mil euros te llevamos, en un coche particular. Es lo que podemos hacer por ti.
––No. Si no puedo hablar con un taxista no me arriesgaré a hacer el viaje.
––Acabemos el té, te llevaremos a que hables con el taxista. No está lejos de aquí.
Sissé y los cuatro muchachos salieron del bar y se encaminaron hacia las afueras de la población. En un ensanche de la izquierda del camino había dos casas, donde estaba parado un taxi. A la llamada de uno de los muchachos, salió un hombre de mediana edad que respondía al nombre de Hassan.
––¿Quieres pasar la frontera?
––Sí. Así es–– le respondió Sissé.
––Te han dicho que ese viaje es caro...
––Sí, eso me han dicho, pero espero que lo discutamos.
––Muchacho, mi precio es de tres mil euros, si quieres que te lleve— le dijo tajante.
––No tengo tanto dinero— le anunció Sissé. ––Hasta dos mil euros le podría pagar, pero no tengo más.
––Lo siento, por dos mil euros no hago el viaje. Es muy arriesgado. Si me cogen pasándote me cuesta la cárcel y mi familia me necesita.
––Con tres mil euros ¿ya no le necesitaría su familia?
––No seas insolente, chico. Yo pongo mi precio, si te interesa lo pagas y si no continúa tirado en los montes unos cuantos años— le gruñó, al tiempo que hacía ademán de meterse en su casa.

––No tengo más que dos mil euros— al tiempo que sacó el fajo de billetes del bolsillo de la túnica y se los tendió al taxista.
––Te he dicho que son tres mil. Si no los tienes no es problema mío— y se introdujo en su casa.
Sissé no estaba dispuesto a pagar más y se volvió por el camino que anteriormente había llegado, para dirigirse al monte. Le insistieron los muchachos que ellos si le cruzaban la frontera española por esos dos mil euros, a lo que se negó. Uno de ellos se colocó ante él, le cortó el camino y le pidió el dinero, mientras los otros tres le rodearon. Sissé le apartó con una mano, respondiéndole el chico con un manotazo. Sissé dejó caer los bultos que portaba al suelo y se lanzó sobre él, se echaron los otros tres sobre Sissé que cayó derribado y se enzarzaron en una pelea en la que intervinieron todos. La arena del camino se elevaba sobre sus cuerpos ante el ímpetu de Sissé para no dejarse robar. Se intercambiaron puñetazos, patadas... A Sissé se le hizo la oscuridad a pesar de la luz de la tarde. Le asestaron una paliza considerable aunque no llegó a perder el conocimiento. Le quitaron los dos mil euros que sacara del bolsillo de la túnica, y sin registrarlo más, huyeron a la carrera los cuatro muchachos. En el abalbod le quedaban trescientos cincuenta dirhams y en su escondite anal setecientos cincuenta euros. Sissé se incorporó lentamente, se sacudió el polvo acumulado, recogió su equipaje y lo echó sobre el hombro. Se sentía dolorido y magullado por los golpes, pero no era lo que más le dolía. Le dolía mucho más su ingenuidad: «haber mostrado el dinero sin tener nada concretado con el taxista y delante de esos cuatro haraganes ha sido un error imperdonable, que he pagado muy caro», se reprochaba. «Voy a buscarlos y darles su merecido uno a uno…, pero será más adelante», se convenció así mismo.






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