Capítulo
XVIII
Sissé dormía
profundamente cuando le despertaron con zarandeos bruscos en el
hombro. Sobresaltado dio un respingo hacia atrás al ver a dos
hombres negros, agachados junto a él, indicándole en un susurro, en
perfecto francés, que guardara silencio.
––¿Quién
eres?— Le preguntó uno de ellos.
––Soy Sissé—
le respondió azorado.
––¡No temas! No
te haremos ningún daño. ¿Por qué te has quedado aquí, no te
faltaban más que cinco minutos para llegar al campamento?— Le
interrogó el mismo.
––Porque no
conozco el monte— respondió medio aturdido, aún tumbado en el
suelo.
––¿Te ha
seguido alguien?— Volvió a consultar, sin quitarle la mano de su
hombro, mientras el otro sólo observa a Sissé y de cuando en cuando
a los alrededores.
––No. No, me ha
seguido nadie. No me he cruzado con nadie desde la entrada de Beni
Enzar— le aseguró Sissé.
––¿Cómo estás
tan seguro? Quizá tú no les has visto y te seguían de lejos.
––Te aseguro que
no me han seguido. No me falla ni la vista ni el oído. Y no necesito
que nadie me enseñe a distinguir si alguien camina tras de mí.
––Está bien.
Anda levántate y ven con nosotros. Aquí puedes correr peligro tú y
los demás que estamos ahí arriba— le explicó. ––Es peligroso
quedarse tan cerca del camino. Las rondas de los gendarmes marroquíes
a veces suben buscándonos—. Y se presentaron ––Yo soy Huffam,
y éste es Ibrahim.
Se incorporó Sissé
y tendió la mano a ambos, para sacudirse, después, la ropa y
quitarse la tierra adherida. Se puso de nuevo el chaquetón de piel,
enrolló la tela gruesa de colores que utilizaba de jergón y la
colocó sobre el dugutaampalan, que se lo echó al hombro; de
igual manera tomó su ebawen y se lo colocó en el otro.
Obedeciendo a sus mentores caminaba entre ambos, Huffam iba delante,
abriendo camino, mientras que Ibrahim le guardaba las espaldas.
Dejaron la pista por
la que ascendió Sissé, y se introdujeron por la izquierda en una
senda escarpada, que andaba zigzagueante entre el pinar, parecía una
trocha abierta especialmente para la ocasión. Huffam era un hombre
algo más bajo que Sissé, con el pelo rapado, la tez brillante y una
mirada conciliadora. Su voz ni grave ni aguda parecía embaucadora.
Su cuerpo no era excesivamente robusto y sus movimientos mesurados.
Transmitía tranquilidad. Por el contrario Ibrahim no infundía más
que inquietud. Era algo más alto que Sissé, un cuerpo enorme, sus
brazos fornidos y musculosos se conjuntaban con unas piernas largas y
atléticas. No le dirigió más palabras a Sissé que las del saludo
tras la presentación de Huffam. Su mirada inquisitiva le provocó un
ligero escalofrío que le corrió por el cuerpo, al mirarle
directamente a los ojos. Unas manazas inconmensurables envolvieron la
de Sissé, cuando le saludó. Se movía con sigilo y al tiempo con
una rapidez y agilidad impropias del volumen de su cuerpo. Tenía el
pelo corto y rizado y una barba anillada tan negra como su cabello.
Sissé intentó preguntar a Huffam y éste le hizo una seña para que
guardara silencio mientras ascendían. Efectivamente, no habían
pasado más de cinco minutos, cuando llegaron al campamento. Se
podían ver por doquier tiendas rudimentarias hechas con palos atados
con cuerdas de esparto, confeccionadas en la mayoría de los casos
por ellos mismos, entre los troncos de los pinos pequeños y de
arbustos. Las habían cubierto con ramas y plásticos, y otras con un
simple cartón, con el fin de protegerse del relente que caía con
bastante asiduidad: debajo dormitaban los habitantes del campamento.
No tardaron en acudir hombres sobre todo y algunas mujeres y niños
adormilados en los brazos de sus madres, que le contemplaban con
cautela, o quizá con compasión.
––Éste es
Sissé— le presentó Huffam, levantando un poco la voz, a las
personas que se habían acercado a verle. ––Pronto les irás
conociendo a todos Sissé, ahora no voy a presentártelos uno por
uno.
Tomaron asiento en
el suelo alrededor de una hoguera apagada, en la que con tres piedras
de un mediano tamaño tenían formada una trébede.
––Sissé te
presento a Rachel, mi mujer y Yonaida, mi hija—, que estaba
despierta en los brazos de la madre.
Raquel se incorporó
de la piedra donde estaba sentada y estrechó la mano de Sissé para
saludarlo. Llevaba su cabello, grasiento, recogido en una coleta, un
sueter de color verde de gran escote y una falda negra hasta los pies
con adornos dorados en el extremo inferior, con apreciables restos de
suciedad.
––Mucho gusto en
conocerte Rachel. Hola Yonaida. ¡Que dulzura de niña! Y que bella
es tu mujer Huffam. Debes estar contento, con la familia que tienes—
le dijo mientras le hacía una carantoña a la pequeña que se
escondió en los brazos de su madre.
––Es un placer
conocerte Sissé— le correspondió Rachel. ––¿De dónde
vienes?
––Soy de Malí…—
Sin dejarle continuar Rachel le confirmó:
––Nosotros
también somos de Malí.
––¿De que parte
eres?— Le preguntó Huffam.
––Soy de
Sikassó.
––Eres Duungomá.
Nosotros somos de Kadiolo, por lo tanto de los Jowulu, aunque
Rachel es de otro linaje y la pequeña nació en Nador— le indicó
Huffam. Y añadió ––Somos Samogho.
––¡Vaya! Qué
casualidad también de Malí— comentó Sissé.
––No. No es
casualidad. Aquí somos varios de Malí, ya les irás conociendo.
Muchos más congoleños como Ibrahim, o mejor zaireños como quiere
que se les distinga, pero sobre todo nigerianos, son del país que
más hay aquí. Aunque no creas, hay de infinidad de nacionalidades,
indios, paquistaníes...— le informó, mientras Ibrahim permanecía
imperturbable, sólo se limitaba a observar a Sissé. ––Este es
nuestro campamento, Sissé, y desde ahora si tú quieres también el
tuyo— le invitó Huffam.
––Estaré
encantado de permanecer con vosotros—. Mientras seguía haciéndole
carantoñas a la niña y bromeando con ella, que le sonrió
tímidamente. —¿Yonaida nació en Nador?
––Sí. Ya
andábamos por estos parajes, Sissé.
Sissé asintió con
movimientos de cabeza, mientras seguía incitando a la niña. Al cabo
de un buen rato les había contado el viaje que había hecho y
detalles de Malí cuando llego el alba.
––Disfruta de tu
primera aurora en el Monte Gurugú. Seguro que no has visto ninguna
igual en tu vida— le aseguró Huffam.
––Es cierto, es
muy bonita. Espectacular— comentó complacido Sissé. ––No sé
si es la más bonita, pero ciertamente es distinta, maravillosa, esos
contrastes de colores, de rojizo a dorado y posteriormente
amarillento, con los reflejos en el mar. Qué colorido tan bonito.
––Te sorprenderá
tanto o más la puesta del sol. Aquí el crepúsculo es por sí mismo
un espectáculo, también— le indicó Huffam, al tiempo que le
tendía una botella de agua. ––¿Quieres beber?
––Gracias—
Sissé cogió la botella y echó un trago.
––Poco más te
puedo ofrecer, Sissé. Bueno, para ser más correcto, nada más te
puedo ofrecer.
––No debes
preocuparte por mí. Te estoy muy agradecido— Sissé sacó la rama
de dátiles que todavía le quedaba en su dugutaampalan y se
los mostró a Yonaida, incitándole a coger alguno, al tiempo que los
pasaba a Huffam, ––toma estos dátiles y comerlos, a mí ya no me
hacen falta, comeré lo que vosotros.
––Gracias Sissé.
Huffam invitó a los
presentes a tomar un dátil, no daba para más y la niña se lanzó
con avidez a por uno, dándole Sissé otro más, que cogió vivaz,
pero sin decirle una palabra. A continuación sacó un envoltorio de
papel y con una mirada pícara trató Sissé de seducir a la pequeña
Yonaida, al tiempo que desenvolvía con parsimonia los “blighat”
que comprara en el pueblo de Afhir y que aún le quedaban. La pequeña
Yonaida se acercó presurosa y cogió uno de los dulces, Sissé le
dio uno más portándolo en la otra mano. Posteriormente tendió los
dulces a Rachel y seguidamente a Ibrahim, que aceptó uno de ellos,
para a continuación depositarlos sobre las piedras de la hoguera
para que se sirvieran Huffam y los dos compañeros de campamento que
todavía permanecían allí.
––Sissé—
irrumpió de nuevo Huffam, ––tu generosidad puede que mañana te
pase factura, porque seguramente no tendrás qué llevarte a la boca
y ninguno de nosotros podremos corresponderte. Por tanto te aconsejo
que si tienes algo que comer lo conserves mientras puedas.
––No importa
Huffam. Yo vengo bien alimentado y no sería capaz de comer si veo
que vosotros y sobre todo la niña estáis pasando hambre. Me lo
quitaría yo de la boca para dárselo a ella.
––Muchas
gracias, Sissé. Eso te honra––. Hizo una pausa. ––Aquí en
este campamento tenemos unas normas de conducta por las que nos
regimos, que todos respetamos y quien quiere permanecer con nosotros
debe acatar— sentenció Huffam.
––Yo no quiero
problemas, Huffam, consecuentemente tampoco los voy a crear. Acataré
todo aquello que vosotros habéis acatado y respetáis, si vosotros
lo aceptasteis anteriormente no pueden ser malas normas.
––Muy bien.
Hacemos guardias para prevenir la llegada de los gendarmes.
Últimamente nos han sorprendido dos veces y han sido especialmente
duros. Han aumentado las rondas. De otra parte formamos grupos y
vigilamos los movimientos de los guardias en la valla, tanto
españoles como marroquíes. Y, por supuesto nadie intenta el asalto
a la valla en solitario ––salvo algún inconsciente o que está
solo en el monte—, para no poner en peligro la vida de los demás
innecesariamente. Hay otros campamentos por el monte, pero éste está
organizado así. Si lo deseas puedes ir a cualquiera de ellos que te
acogerán como aquí— concluyó Huffam.
––Yo no me muevo
de aquí, salvo que me echéis— admitió Sissé. Y añadió
––¿tanto madrugáis aquí?
––No. Nos has
puesto en guardia al salirte de la pista e introducirte en el bosque
a esas horas.
––¿Habías
visto mi llegada?
––El vigía que
estaba haciendo la guardia nos ha alertado, ya te he dicho que nos
han sorprendido dos veces en poco tiempo.
––Ya entiendo.
––De acuerdo. Tú
iras con Ibrahim que te irá informando detalladamente del
funcionamiento del campamento, así te adaptarás antes— le propuso
Huffam.
––Me parece
bien. De acuerdo— aceptó Sissé, aunque algo turbado por la imagen
enigmática de aquel gigantón.
––Ven,
acompáñame y podrás dejar tus bultos al lado de donde yo descanso—
le indicó Ibrahim, con amabilidad.
––¡Vamos!
––Como es muy
temprano, todavía, será mejor que preparemos el lugar donde vayas a
dormir y posteriormente daremos un paseo por el monte para que lo
conozcas por si hubiera que salir por piernas.
Junto a la choza de
Ibrahim, que no era tal, sólo tenía unos cartones sobre unas ramas
entre dos pinos que tapaba el viento del Noreste, Sissé depositó el
dugutaampalan y el ebawen. Justo al lado, a no más de
un metro de la ubicación de Ibrahim, se colocó Sissé, bajo las
ramas de un pino pequeño. Un aroma a madera de los cedros se
respiraba por doquier, mezclándose con el de los pinos, así como
algún encinar y el quejigo común. Colocó transversalmente unas
ramas de pinos que seguramente el viento había tronchado hacía
algún día, las ramas estaban desgarradas y secas, y puso sobre
ellas unos plásticos gruesos de color verde, procedentes de bolsas
de fertilizantes, que le proporcionó Ibrahim, dejando debajo sus
bultos. Ibrahim le comunicó a Sissé que iba a ver a Huffam y que no
tardaría nada, lo que aprovechó Sissé para sacar el dinero que
llevaba en el ebawen ––casi tres mil euros— y colocarlos
en el “abalbod” que lo sujetó en la cinturilla del
pantalón, por su parte interior. Cuando al momento llegó Ibrahim
vio el pasaporte, la tarjeta de identidad y unos euros y otros tantos
dyrham marroquíes, sobre el dugutaampalan.
––¿Qué haces
con eso?— Ibahim señaló a los documentos.
––¿Con qué?—
Preguntó Sissé.
––Con los
documentos.
––¿Qué quieres
que haga? ¿Qué cosa se supone que debo hacer con ellos?
––Sissé, no
debes llevarlos encima. Si te prendieran los gendarmes no durarías
en Marruecos más de dos horas.
––¿Pero como no
voy a llevar mi documentación?— Se extrañó Sissé.
––¿Es que no lo
entiendes? Si te cogen saben de qué país eres y no tardan en
repatriarte, mientras que si no llevas documentos no te pueden
repatriar, porque no saben dónde enviarte. No puedes ponerles las
cosas fáciles. ¿Entiendes ahora?
––Tienes razón.
––Debes estar
atento a esos detalles.
––¿Qué me
aconsejas que haga? ¿Los destruyo?
––Sería lo más
conveniente. De todas formas ya no te van a servir ni aquí ni en
España, porque te sucedería lo mismo; en cuanto sepan de dónde
vienes allá que te mandan, sin pensarlo mucho.
––Muy bien los
destruiré, en el momento que acabe de arreglar todo esto y el
dugutaampalan, que está todo desordenado.
Volvió Ibrahim a
marcharse en dirección hacia donde se encontraba Huffam y pensó
Sissé que iba a contarle lo sucedido. Aprovechó, entre tanto, y
bajo de un pino que había a unos dos metros, al que hizo una pequeña
marca similar al amuleto que le regalara Maharafa, excavó un poco en
la tierra junto al tronco y enterró sus documentos envueltos en un
trozo de plástico que cortó del que colocara como techo. Cuando
regresó Ibrahim ya lo tenía todo colocado y le estaba esperando.
Unas ramas humeaban a unos dos metros.
––¿Ya los has
destruido?
––Sí—, le
mintió Sissé, señalando hacia el humo.
––Échale mucha
más tierra que no salga humo, podría delatarnos si estuvieran los
gendarmes cerca.
––Lo siento—
echó tal cantidad de tierra tan velozmente que en un momento no
quedó vestigio alguno del fuego, salvo por el olor de humo.
––Ven conmigo.
Daremos un paseo por el monte, sin salir de la zona boscosa, para que
veas la verja de cerca y los movimientos de los guardias españoles y
quizá de los gendarmes marroquíes.
––¡Vamos!
Se adentraron por
una trocha bajo los pinos, con un caminar pausado y a los pocos
minutos comenzaron a ver la ciudad de Melilla, a la derecha Beni
Enzar y la Mar Chica, y Nador, aún un poco más a la derecha,
inmensa.
––Desde la
cumbre se puede ver Argelia, las Islas Chafarinas y hasta Sierra
Nevada, de Granada–– le comentó Ibrahim señalando con el dedo
índice un punto indeterminado hacia el interior del monte.
––¿Tú lo has
visto?
––Sierra Nevada
no, pero las Chafarinas y Argelia sí.
Descendían por la
cara opuesta de la que estaba ubicado el campamento, de vez en cuando
se veía la pista de tierra zigzaguear entre los pinos y la maleza.
––¡Qué hermoso
paisaje!
––Habla más
bajo, Sissé— le advirtió Ibrahim. ––A partir de ahora
hablaremos muy bajo o por medio de señas, a pesar de estar lejos es
mejor tomar precauciones.
––De acuerdo—
le susurró Sissé.
Continuaron su
descenso por un tramo de senda más escarpado y le iba indicando
Ibrahim todos los detalles del monte a Sissé. Al mismo tiempo, hizo
hincapié en que observara detenidamente los movimientos de los
guardias españoles, en ese momento, escasos. Contemplaban el final
de la pinada y la explanada árida, y en algún punto el terreno
abrupto que seguía a continuación hasta los límites de la valla.
––Mira Sissé
ese grupo de macacos de ahí abajo. A veces nos han alarmado pensando
que los ruidos que emiten eran de los gendarmes que se acercaban.
––¡Qué feos
son!
––Ja, ja, ja. No
son feos, hombre. Son diferentes.
––Y tan
diferentes a los de nuestras latitudes.
––Observa las
dos filas paralelas de la verja, están separadas por unos tres
metros una de la otra. En lo más alto tiene alambre de espinos y
sobre estos unas cuchillas bien afiladas que abren la carne en cuanto
la rozan. Por ella o a pesar de ella, han conseguido cruzar algunos
miles de personas que como nosotros tenían el sueño de pasar a
Europa, no sin riesgos, cuentan algunos de los que cruzaron y
posteriormente fueron devueltos hasta la frontera con Argelia, en
Oujda...
––¿Los mandan
hasta Oujda?–– Le interrumpió Sissé.
––Claro. Pero no
les dejan en Oujda, les adentran cincuenta o sesenta kilómetros en
el desierto argelino. Después los que volvieron hasta aquí para
intentarlo una vez más, decían que el precio de pasar la valla es
alto en la mayoría de casos: unos con fracturas de piernas, o manos,
otros con cortes en las manos y el cuerpo hechos por las alambradas,
y los más por hematomas de golpes con las porras de los guardias o
las balas de goma que disparan. Y esos son los afortunados, hay algún
otro que ha muerto en el intento–– le explicaba a Sissé en voz
baja. ––En el recodo que hace la valla está el Barrio Chino y a
continuación hacia el mar se encuentra el polígono industrial— le
indicó señalando con el dedo. ––La verja en ese lugar sólo
tiene tres metros de altura, por lo que no es muy difícil pasarla,
siempre que se consiga sorprender a la policía––. Sissé recreó
la vista en la ciudad de Melilla y en su bahía. ––Es nuestro
sueño, nuestro bjetivo. Es más codiciada que cualquiera de las
mujeres. Aquella ciudad que se ve en la lejanía es Nador— le
señaló a continuación.
Le hizo señas para
continuar hacia el Oeste y le seguía orientando en las distintas
características del terreno y la valla que tenían frente a ellos.
Una hora después de estar caminando, comenzaron a ascender monte
arriba por un terreno más escarpado aún que por donde bajaron,
pisando y saltando muchas veces los matojos y maleza; siempre por
entre los pinos que les protegían de ser vistos.
––Es un monte
con una fosca casi permanente de pinos. Tiene una altura de
ochocientos noventa y dos metros. En la cumbre el gobierno marroquí
tiene unas instalaciones a las que, obviamente, no se puede acceder.
A una altura aproximada de ochocientos metros se encuentra un
castillo en ruinas, que fuera del ejército español— le comentó
Ibrahim. ––Es muy bello el monte, este manto verde que ves en el
suelo está prácticamente por todo. Y el bosque de pinos es
tremendamente frondoso, lo que nos beneficia. Observarás que
evitamos la pista todo lo que podemos, aunque tengamos que caminar
por pedregales y roquedos, eso es lo que deberás hacer tú cuando
salgas sólo o acompañado; es más seguro. Las trochas son nuestras
aliadas, por ellas los gendarmes apenas si pueden avanzar.
Ibrahim le indicó a
Sissé una piedra para que se sentara haciendo él lo mismo en otra a
su lado. Desde allí contemplaban la verja, la ciudad de Melilla,
Beni Enzar y el mar de Alborán. Le hizo indicaciones de la situación
del Barrio Chino, donde antes le explicó que la valla tenía tres
metros y del puerto por el que entraba un ferri en aquel momento.
—¡Bello paisaje!
— Dijo Sissé
—Es muy hermoso,
Sissé. ¿Tienes novia? — Le preguntó Ibrahim
––Sí. Una mujer
bellísima en Ségou.
––¿Estás
seguro de que te esperará?
––No la he visto
desde que salí de allí. Y llamarle…, tampoco es que le llame
todos los días. Pero— hizo una pausa ––si me gustaría que me
esperase. Yo creo que sí me esperará (no quiso darle detalles del
niño que probablemente ya habría nacido). Pasé los mejores cinco
días de mi vida con ella. Aunque la conocí cuando venía de viaje,
allá por el mes de febrero, llegamos a congeniar muy bien, muy bien.
––Sí pareces
enamorado y eso puede ser bueno..., o malo. Según como tú
reacciones ante las adversidades, te puedes hundir o te puede
insuflar más fuerza todavía.
––Espero que sea
lo segundo que me dices— y prosiguió ––aunque verdaderamente
me hizo prometerle que si tenía serias dificultades y mi vida corría
peligro desistiría y volvería a Ségou con ella.
––Pues entonces
ve preparando el equipaje y echa a andar.
––Se pasa mal,
¿eh?
––Más de lo que
te puedas imaginar. Hay relatos de gentes que les han devuelto hasta
la frontera y han vuelto para intentarlo de nuevo: son
escalofriantes. Aunque siempre piensas: «a mí no me va a pasar».
—Volvamos—, dijo
Ibrahim.
Mientras ascendían,
Ibrahim le comentaba a Sissé los distintos pormenores y detalles que
se encontraban en el camino, intercalando con la conversación que
llevaban.
––Y a ti ¿te
espera alguna mujer?
––No. A mí no
me espera nadie. Nadie me quiere. Ves yo no tengo ese dilema de si
cumplir una promesa o no— ironizó Ibrahim.
––¿Cuánto
tiempo llevas en el monte, Ibrahim?
––Yo llevo dos
años y medio entre el monte Gururgú y los pinares de Rostrogordo.
––¿Dos años?
––Sí. Pero hay
muchos otros que llevan bastante más que yo, incluso alguno lleva
más de cinco años, con no sé cuantos intentos fallidos.
––¿Fallidos?—
Preguntó Sissé.
––Sí. Sí.
Fallidos. Esos que consiguen cruzar la verja alguna vez y les cogen,
les devuelven a la frontera y éstos vuelven a intentarlo una y otra
vez.
––Parece
increíble.
––Pues no creas.
No todos estamos aquí en el monte, hay gente desperdigada por las
distintas aldeas como Farhana ––yo estuve seis meses deambulando
y trabajando allí— y en poblaciones limítrofes, como Beni Enzar o
el mismo Nador en los barrios del extrarradio, en la Universidad. Hay
algunos que han intentado pasar escondidos en taxis, puesto que éstos
suelen cruzar sin muchos problemas la frontera. Otros, incluso, lo
intentan pasando en los bajos de los camiones o a nado por mar
abierto.
––Me estoy
sintiendo algo decepcionado con lo que me estás diciendo, Ibrahim.
––Bueno, es
porque no llevas tiempo entre nosotros. Más adelante verás como
todo te parece normal. No verás diferencias en pasar o en intentar
pasar de una u otra forma, desde un punto o desde otro. Te dará todo
igual, Sissé, lo que te importará será volverlo a intentar. Es tal
la frustración, la desesperación que llegas a sentir que no te
importará nada.
––Y ¿qué te ha
traído a ti hasta aquí?
––Buena
pregunta, Sissé, buena pregunta. ¡El Zaire! Me ha traído hasta
aquí la guerra interminable del Zaire— le respondió
apesadumbrado.
––Pero entonces
puedes ser refugiado, podrías solicitar el asilo político, ¿no?
––¡Sí…!
Sólo…, que no me lo reconocen.
––Pero ¿cómo
no te lo van a reconocer Ibrahim?
––Pues eso, lo
que te digo, que no me lo reconocen. Porque no tengo documentación,
la destruí, bueno no fui yo, fueron los gendarmes marroquíes—. Y
ante lo que sería otra pregunta de Sissé, decidió continuar,
––cuando llegué a Marruecos, ilusionado, porque no te puedes
imaginar lo que tuve que pasar para llegar hasta aquí, me personé
directamente en una comisaría en Nador, les dí mis papeles y les
expuse mi caso. ¿Sabes como acabé…? En una celda, hacinado junto
a no sé cuantos emigrantes más, sin papeles, sin dinero y como un
delincuente. Me abandonaron junto a otros tantos inmigrantes en
Argelia, tras la frontera de Oujda y gracias que no me deportaron a
mi País, ¿y qué podía hacer...? Regresar cuanto antes, en esta
ocasión como tantos otros sin papeles, a buscar la ocasión de poder
llegar a España.
––¿Cómo puede
ser que te trataran así? Es injusto. Hay un derecho internacional
que te asiste ¿No?
––Pues
simplemente no, Sissé. A nosotros no nos asiste ningún derecho,
somos intrusos, indocumentados y además negros, quien sabe con qué
intenciones…, es decir: delincuentes.
Una vez de vuelta en
el campamento Sissé les dijo a Ibrahim y a Huffam que iba a
descansar ya que apenas había dormido esa noche. Estaba echado bajo
el improvisado dosel, pensando en la posibilidad de cruzar la
frontera en un taxi, como le había oído comentar a Ibrahim. Era una
posibilidad que veía más viable que el saltar las dos verjas.
Pensar en que se les abría la carne con el simple roce de las
cuchillas, le encogía el estómago. Por otra parte lo veía mucho
más rápido y seguro. A primera hora de esa misma tarde les comunicó
tanto a Huffam como a Ibrahim que bajaba a Beni Enzar para intentar
pasar la frontera en taxi, lo que le desaconsejaron los dos,
advirtiéndole que el precio era muy alto, rondaba los tres mil
euros. Ante la insistencia de éste, únicamente se limitaron a
recomendarle atención. En poco más de una hora llegó a la
población de Beni Enzar, cargado con su equipaje. Deambuló por la
población y entró en un bar, pidió un refresco y se acomodó en
una mesa pequeña, redonda, que estaba vacía junto a una ventana; en
una de las sillas colocó su equipaje. Se sabía observado por todos.
Enseguida entabló conversación con cuatro jóvenes que estaban
apoyados en la pequeña barra, haciendo comentarios y riendo de
cuando en cuando. Estuvieron un buen rato con comentarios banales.
––Si vas al
monte te caerá la noche pronto¾
le dijo uno de ellos.
––No. He bajado
ahora de allí.
––¿Y a dónde
vas, entonces?— Le preguntó otro de los muchachos.
––Me han dicho
que hay aquí taxis que me pasarían a la otra parte de la frontera.
––Puede que te
hayan informado bien o mal, según el caso.
––¿De qué caso
me hablas?
––De lo que
estés dispuesto a pagar por cruzar la frontera— le respondió el
primero.
––Lo que cueste
el viaje.
––Lo que cuesta
el viaje no es poco. Es un viaje corto pero en el que todos se juegan
mucho. Y el taxista no tiene necesidad de jugarse la piel.
––¿Quién es el
taxista? ¿Puedo hablar con él y saber qué me costaría el viaje?
––Ya te he dicho
que el viaje no cuesta poco y no sé si tú tendrás el dinero
suficiente para costearlo.
––Una vez sepa
por voz del taxista lo que me puede costar, veré si tengo o no
suficiente dinero con el que poder pagar el viaje.
––El taxista
aparecerá cuando tenga que hacer el viaje— apuntilló el mismo de
antes.
––Está bien.
Veo que no tenéis intención de presentarme al taxista…
––El viaje te
cuesta dos mil quinientos euros— le dijo uno de los jóvenes.
––No me hagas
reír. Os invito a un refresco, si me lo aceptáis, pero dejemos esta
conversación.
––De acuerdo,
aceptamos tu invitación. Tomaremos un té, ¿te apetece a ti?
––Sí, está
bien.
––¿No tienes
dinero para ese viaje, eh?
––Hombre eso es
una barbaridad, es mucho dinero. Si me lo dijera el taxista pues
podría discutirlo con él, pero contigo cómo negociamos el precio…,
porque esa cantidad no puede ser, creo yo.
––No esperarás
que te pase un taxi legalizado.
––Pues claro que
sí— se apresuró en contestar Sissé. ––Dos mil quinientos
euros y no me llevaría un taxi legal…
––Pues entonces
prepara tres mil euros. Por menos no se va a arriesgar ningún
taxista legalizado— le comentaron. ––Escucha. Si tienes el
dinero en dos mil euros te llevamos, en un coche particular. Es lo
que podemos hacer por ti.
––No. Si no
puedo hablar con un taxista no me arriesgaré a hacer el viaje.
––Acabemos el
té, te llevaremos a que hables con el taxista. No está lejos de
aquí.
Sissé y los cuatro
muchachos salieron del bar y se encaminaron hacia las afueras de la
población. En un ensanche de la izquierda del camino había dos
casas, donde estaba parado un taxi. A la llamada de uno de los
muchachos, salió un hombre de mediana edad que respondía al nombre
de Hassan.
––¿Quieres
pasar la frontera?
––Sí. Así es––
le respondió Sissé.
––Te han dicho
que ese viaje es caro...
––Sí, eso me
han dicho, pero espero que lo discutamos.
––Muchacho, mi
precio es de tres mil euros, si quieres que te lleve— le dijo
tajante.
––No tengo tanto
dinero— le anunció Sissé. ––Hasta dos mil euros le podría
pagar, pero no tengo más.
––Lo siento, por
dos mil euros no hago el viaje. Es muy arriesgado. Si me cogen
pasándote me cuesta la cárcel y mi familia me necesita.
––Con tres mil
euros ¿ya no le necesitaría su familia?
––No seas
insolente, chico. Yo pongo mi precio, si te interesa lo pagas y si no
continúa tirado en los montes unos cuantos años— le gruñó, al
tiempo que hacía ademán de meterse en su casa.
––No tengo más
que dos mil euros— al tiempo que sacó el fajo de billetes del
bolsillo de la túnica y se los tendió al taxista.
––Te he dicho
que son tres mil. Si no los tienes no es problema mío— y se
introdujo en su casa.
Sissé no estaba
dispuesto a pagar más y se volvió por el camino que anteriormente
había llegado, para dirigirse al monte. Le insistieron los muchachos
que ellos si le cruzaban la frontera española por esos dos mil
euros, a lo que se negó. Uno de ellos se colocó ante él, le cortó
el camino y le pidió el dinero, mientras los otros tres le rodearon.
Sissé le apartó con una mano, respondiéndole el chico con un
manotazo. Sissé dejó caer los bultos que portaba al suelo y se
lanzó sobre él, se echaron los otros tres sobre Sissé que cayó
derribado y se enzarzaron en una pelea en la que intervinieron todos.
La arena del camino se elevaba sobre sus cuerpos ante el ímpetu de
Sissé para no dejarse robar. Se intercambiaron puñetazos,
patadas... A Sissé se le hizo la oscuridad a pesar de la luz de la
tarde. Le asestaron una paliza considerable aunque no llegó a perder
el conocimiento. Le quitaron los dos mil euros que sacara del
bolsillo de la túnica, y sin registrarlo más, huyeron a la carrera
los cuatro muchachos. En el abalbod le quedaban trescientos
cincuenta dirhams y en su escondite anal setecientos cincuenta euros.
Sissé se incorporó lentamente, se sacudió el polvo acumulado,
recogió su equipaje y lo echó sobre el hombro. Se sentía dolorido
y magullado por los golpes, pero no era lo que más le dolía. Le
dolía mucho más su ingenuidad: «haber mostrado el dinero sin tener
nada concretado con el taxista y delante de esos cuatro haraganes ha
sido un error imperdonable, que he pagado muy caro», se reprochaba.
«Voy a buscarlos y darles su merecido uno a uno…, pero será más
adelante», se convenció así mismo.
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