Capítulo XI
El Sumare continuaba
con su navegar mortecino sobre el río Níger. Sissé estaba
contemplando un nuevo atardecer espectacular, lo que iba quedando de
él, porque se diluía con rapidez, «algo diferente a los de
Sikasso», pensaba. Un contraste de colores entre rojizos y ocres
cautivaban las pupilas de sus ojos. Se entremezclaban claro-oscuros
caprichosos entre el cielo y el agua, moteados por distantes y
pequeñas nubes altas que todavía se podían contemplar y que
parecían decorar un lienzo de algún genial pintor del medievo.
Oscureció totalmente en un santiamén y Sissé se pasó a una hamaca
que estaba a continuación del banco de madera. Seguía contemplando
el firmamento atestado de estrellas, sólo alguna nube alteraba la
visión de algunas de ellas. Acariciaba con sumo cuidado la pulsera
que le regalara Aicha, en un momento en que con su vista obnubilada
se perdió entre recuerdos. Pensativo, meditaba sobre lo que le había
sucedido desde que salió de Sikasso. Contemplaba con ternura la
pulsera de piel trenzada, que la volvió a acariciar como si
acariciara la propia piel de Aicha. Una tenue luz de un aplique
vulgar y mugriento colgado encima de un gran portón de puertas
correderas por las que se accedía al interior del barco, le permitía
ver con relativa nitidez aquella pulsera. A Aicha la recordó
bellísima, ceñida en su pantalón vaquero resaltando el contorno de
su silueta, que tanto le gustaba a Sissé. Aquella mirada penetrante
y, tantas veces dulce al mismo tiempo. Una sonrisa placentera se
dibujó en su rostro. Se había dejado ir en sus sentimientos. De
nuevo surcaron aquellas dudas por su mente, pensó, otra vez en la
posibilidad de renunciar a todo y quedarse con Aicha. Se convenció
de que lo mejor seguía siendo continuar con su cometido, ya tendría
tiempo de volver a por ella. Se amontonaban sus recuerdos. De pronto
asaltó sus pensamientos Maharafa, como si no quisiera perder
protagonismo. Recordó con cierta perversidad cómo quedó impactado
por su belleza desde el mismo momento en que la vio en Ségou, en el
momento del concierto, mientras esperaban a Aicha. Cómo le sedujo su
altanería, su caminar firme y decidido, desafiante..., su
personalidad. Intuitivamente echó la mano al “bàgan” y
se regocijó con la Cruz Tuareg entre sus dedos. El viaje con ella en
el Sumare. La noche anterior, en su casa. Volvió a contemplar su
cuerpo desnudo del que había disfrutado extraordinariamente. Se
estiró un tanto su rostro. Continuaba acariciando suavemente con la
mano el “bàgan” que esa excepcional mujer le regaló. Una
lucecilla que aparecía y desaparecía le sacó de su
ensimismamiento.
«Maharafa es una
gran mujer», se repetía así mismo una y otra vez. «Es culta, su
trabajo de ayuda a los demás le hace más interesante. Siempre
viajando. Defendiendo la salud de niñas y mujeres con el énfasis
que lo hace», se recreaba en sus pensamientos. Recordó la
conversación que tuvieron hacía unos días en el campamento después
de descender del barco y el decidido apoyo de todo el resto de
mujeres..., le hizo sonreír con malicia la obstinación de Maharafa.
Se recompuso en la
hamaca y se prometió que no volvería a proponerse la duda sobre
Maharafa, «ha sido una experiencia más, bonita, sí; pero nada más
y nunca más. Se convenció de que él no había sido más que un
capricho para esa mujer del que se habría desprovisto con la misma
facilidad que le introdujo en su vida», se dijo finalmente.
Le acercaron unas
frutas y leche que agradeció repetidas veces al camarero que se las
suministró para cenar y le sacó de su particular duelo de
conciencias. Comía pausadamente. Le había servido para desviar su
atención y dejar de pensar en Maharafa. Pasó varias horas
contemplando el firmamento para quedar dormido en la hamaca, bajo el
techado de la cornisa del barco.
Se desperezó Sissé.
Se incorporó de la hamaca y estiró todo su cuerpo entumecido. El
sol ya estaba alto y se dejaba sentir. Había dormido más de lo que
tenía por costumbre. Un hombre de mediana estatura, bien vestido,
aunque parecía de aspecto algo descuidado, se había sentado en el
banco, junto a su dugutaampalan. Desconocía cuanto tiempo
llevaría aquel señor haciéndole compañía. Se acercó Sissé la
mochila, la sujetó por la correa, al tiempo que saludó:
–“I ni
sogoma”.
–“I ni
sogoma” le respondió el otro.
Sacó del
dugutaampalan unos bananos, al tiempo que se sentaba al lado
del señor que ocupó el banco. Le ofreció uno y lo cogió,
agradeciéndole repetidas veces su invitación. Tras las
presentaciones, iniciaron una distendida conversación. Comentaron de
dónde venía cada uno y a dónde se dirigían, haciendo un chasquido
con la comisura de los labios cuando Sissé anunció sus propósitos.
Aquel señor dijo llamarse Pierre y pertenecer a los dogón, tribu
que habitaba en País Dogón, que abarcaba desde la Falla de
Bandiagara hasta el sudoeste de la Gran Curva del río Níger. En su
disertación le explicó a Sissé cómo era la vida de dura en País
Dogón.
–Es tal la
temperatura que tenemos allí que no podemos más que caminar al
amanecer y durante un periodo de unas dos horas. Las distancias entre
poblados son cortas, aunque la mayoría de ellos se encuentran
diseminados por los pies de la falla. También los hay colgados de
los precipicios de Bandiagara y Doeuntza, lo que hace más penoso el
desplazamiento de un lugar a otro.
–¿Por qué vivís
en esas condiciones?
–Acabamos allí
protegiéndonos de los musulmanes que nos acechaban. De aquellas
tierras expulsamos al pueblo “Tellem”, antiguos
habitantes. Eran pigmeos y construían sus casas, los graneros y
tumbas en las paredes de la falla para evitar las grandes
inundaciones. Las nuestras, las de mi poblado, las tenemos agrupadas
entorno a las fuentes de agua, formando un cantón, que a su vez
corresponde a una gran familia, todos descendientes de un mismo
antepasado– le explicaba.
–Nosotros nos
agrupamos de forma parecida– le interrumpió Sissé.
–En la Guinna
–es el poblado en que habitamos– las mujeres se han de casar con
hombres de otra Guinna y ellas no pueden vivir en casa del
marido hasta que no dan a luz al primer hijo. Somos polígamos,
generalmente sólo tenemos tres mujer…– insinuó irónicamente.
Lo que rieron ambos, mientras degustaban unos dátiles que le ofreció
Pierre. Aquel comentario le trajo al pensamiento de Sissé la
posibilidad de compartir a las dos mujeres. –El varón de más edad
descendiente de un ancestro común perteneciente al linaje local es
quien ejerce como cabeza visible de ese linaje y se le conoce como
Guinna Bana. Y el de mayor edad y descendiente directo del
fundador de la Guinna es el Hogon, que ejerce como jefe
del cantón y como líder espiritual del culto “lebe”; se
le considera el hombre más puro de los hombres puros y su campo es
sagrado– dijo Pierre.
Los velos blancos
que pendían desde el dintel del gran ventanal que daba acceso al
interior del buque y servían de mosquiteras apenas si ejercían su
función, era tal la escasez de viento que sólo se balanceaban
levemente por la inercia del barco. Ambos permanecían sentados en el
banco de madera protegidos por la sombra que desprendía el piso
superior de la nave. Desde hacía unas horas, aquel calor extenuante
se dejaba sentir con mayor intensidad ante la falta de ese hálito de
aire que lo mitigara. «Otros no tienen tanta suerte», se reconfortó
Sissé que debería haber viajado en el piso superior entre animales
y mercancías, bajo un toldo de plástico. Un recuerdo fugaz de
Maharafa surgió en ese mismo instante, le agradeció en silencio su
intercesión para viajar en aquella zona privilegiada del buque, que
él no habría visto siquiera, de no ser por aquella encantadora
mujer. «La hamaca es grande y relativamente confortable, y la
sombra...» se dijo Sissé.
Hacía unas horas
que habían pasado la población de Kona y se adentraron en el lago
Dèbo, extenso, no se alcanzaba a ver la orilla. Era un lago formado
por las zonas inundables en las riberas del río. Tenía de lado a
lado alrededor de unos treinta kilómetros. Parecía un mar en
algunos puntos y tenía un oleaje que a veces empeoraba por la fuerza
del viento. Comentaban que aquí había hipopótamos, aunque no se
distinguía ninguno. Sólo se veían garzas, ibis y bastantes
pájaros, sobre todo el martín pescador.
Al cabo de un tiempo
de navegación observaron una isla dentro del mismo lago, en la que
existía una exigua vegetación, varias acacias y otras tantas casas
de barro pertenecientes a los bozos, que estaban habitadas, comenzaba
a preocupar el escaso caudal del Níger. Estaba atardeciendo cuando
llegaron a Niafounkè, poblado a orillas del Níger donde iban a
pasar la noche. De nuevo toda la parafernalia de montar el campamento
a la orilla del río. Después de la cena, Sissé y Pierre,
mantuvieron una conversación sobre la agricultura y los cultivos que
realizaban en sus poblaciones respectivas. Pierre le comentó a
Sissé, a razón de haberles servido en la cena cebolla trinchada,
que las cebollas de País Dogón eran excelentes.
–Es el cultivo más
importante ya que se exportan por toda la zona y países limítrofes,
con lo que se alivia un tanto nuestra maltrecha economía. También
se cultiva mijo y sorgo pero para nuestro consumo interno.
A continuación se
enzarzaron en una tertulia en la que Sissé le dio detalles agrícolas
a Pierre de cómo cultivar la tierra para obtener mayor beneficio de
ella, en el cultivo de mijo y sorgo, que también se cultivaban en
Sikasso.
Quedó Pierre
sorprendido por los conocimientos sobre agricultura que poseía Sissé
a pesar de su juventud, augurándole un buen futuro dondequiera que
se encontrara. Ya hacía un rato que se había hecho noche cerrada y
tras la cena continuaron charlando sobre los pormenores del menú,
sobre el que bromeaba Sissé, concluyendo que era siempre lo mismo.
Pierre continuó detallándole la forma de vida de su pueblo.
–En País Dogón
las casas son totalmente de barro y los graneros tienen los tejados
de paja, de forma cónica. Están construidos de forma que vistos
desde la altura tienen formas de figuras humanas– le comentó.
–Allí habitaba el pueblo Tellem que fueron expulsados, como
ya te he dicho. Sus casas las tenían colgadas en los acantilados de
la Falla, ¿también te lo he dicho?– Asintió Sissé con un gesto
con la cabeza. –En las paredes escarpadas se alojan a los difuntos
y en muchas de las cavidades se pueden encontrar lugares tabú, bien
sea porque habitan espíritus malignos o porque en ellas se celebran
sacrificios ceremoniales, rituales de furasi y las viviendas
de los Hogones.
–¿Qué tipo de
circuncisión practicáis?
–Tanto la
masculina como la femenina– le aclaró Pierre.
Comenzaron una
discusión, cada uno en defensa de sus propios convencimientos, no
tan opuestos los unos de los otros.
–La Mutilación
Genital Femenina debe ser abolida— sentenció Sissé, –por
motivos de salud, de moral y éticos– parafraseando las palabras de
Maharafa.
–¡Cómo dices
semejante barbaridad!— Le replicó Pierre, –la mujer debe ser
circuncidada para que sólo pueda quedar embarazada de su esposo,
para que no sienta placer y evitar su promiscuidad, para que la mujer
llegue virgen al matrimonio¾
aludió con cierta vehemencia.
–La mujer debe ser
libre de decidir qué hacer con su cuerpo. Nadie. Nadie, debe decidir
por ella. Nadie tiene derecho a imponer su voluntad a otra persona—
le dijo Sissé. Lo que escandalizó a Pierre, que se echaba las manos
a la cabeza, respondiendo airadamente.
No debes pensar así.
La D'araya así nos lo indica: La mujer es y debe ser
protegida por el hombre y consecuentemente debe ser sumisa y obedecer
y cumplir con la Shari’a—. Le increpó Pierre.
Sissé hizo un gesto
de desesperación y renunció a seguir hablando del tema
–Lo más conocido
de mi pueblo y a la vez más controvertido, es el conocimiento del
cosmos que poseemos. Tenemos datos precisos y detallados del sistema
solar: La luna es seca y estéril. El planeta “Dana tolo”
con sus cuatro satélites. Los anillos del planeta Saturno... Las
órbitas elípticas de los planetas alrededor del Sol. Todo esto lo
conocemos desde hace más de mil años. La Vía Láctea formada por
millones de estrellas. Sirio, “Sigu tolo”, es una estrella
muy brillante, de primera magnitud en la constelación de Can Mayor.
“Po tolo”, o Sirio B que acompaña a “Sigu tolo”,
es una estrella blanca, muy pequeña y compuesta de “sagala”,
un metal muy denso y extremadamente pesado, más brillante que el
hierro. La ciencia la descubrió hacia el año 1862, mientras
nosotros la conocíamos desde el año 1300.
Sissé estaba
sorprendido por los relatos de Pierre, mientras éste reía
observándolo. Sissé había oído algún comentario al respecto
aunque no con los detalles de que hizo gala Pierre. Conocía de los
Dogón sus poderes esotéricos. Sissé prestaba una inusitada
atención a todo aquello nuevo para él. Todo lo desconocido le
interesaba, pero los datos facilitados por Pierre le habían seducido
de tal manera que trataba de memorizarlos.
–Las personas nos
relacionamos como las estrellas en sus constelaciones, nos agrupamos
con las más avenidas. Por fuera todas son iguales pero a penas las
conoces ves sus diferencias– añadió Pierre, irónico.
Sissé había
quedado fascinado y de cuando en cuando elevaba su mirada hacia la
bóveda plateada, como pretendiendo situar los planetas y las
estrellas que Pierre había mencionado con tanto énfasis. «Este
hombre no habla como el profesor de Sègou ni como Maharafa»,
concluyó, ante la imposibilidad de memorizar lo escuchado.
–Cada cincuenta
años celebramos la ceremonia de renovación del mundo: “Sigui”.
Es una fiesta asociada a “Po tolo”, coincidiendo con la
finalización de su órbita. Cada jefe Dogon prepara para cada fiesta
un recipiente impermeable en el que hace fermentar la primera cerveza
ceremonial a consumir en los festejos, que una vez finalizada la
fiesta es colocado en la viga principal de la vivienda del jefe
Dogon, o “Ginna bana”, en donde se une a los de
celebraciones precedentes.
–¿De dónde te
viene, pues, la relación de la Shari’a, si tu religión es tan
animista como la mía?— le interrogó Sissé, extrañado. Mientras
les observaban sus compañeros de viaje. Con cierto recelo los dos
árabes, a pesar de que el más joven no disimulaba una sonrisa de
satisfacción por la pregunta espontánea de Sissé.
Después de varias
aclaraciones de Pierre que, a Sissé, no le convencieron, se
acomodaron en la tienda sobre sus esteras correspondientes.
–Sissé, hay un
proverbio Dogón que dice: “Cuando viajas tu viaje te pertenece;
pero tu vuelta no”. Ten mucho cuidado y presta mucha atención
a todas las cosas. No te fíes porque te digan cosas agradables o te
adulen. Si observas los pequeños detalles de las personas te
definirán como son. Y, tú, a pesar de terco, eres buena persona—
apostilló Pierre.
«Vaya una
diferencia de acompañante que me ha tocado. No me pedirá, también,
que le caliente la espalda», pensó ironicamente Sissé.
Antes de amanecer ya
había cierto movimiento en el campamento. Se despertó Sissé y
salió a la intemperie en el momento en que moría el “fitiri”
y comenzaba a despuntar el alba. Una brisa agradable se dejaba
sentir sobre su rostro que le reconfortaba, no pudiendo evitar el
recuerdo del calor extremo que sufrieran el día anterior. Se
aproximó a la orilla del río y se aseó con el agua algo fresca a
esas horas de la mañana. Al cabo de dos horas, una vez servido el
desayuno, partió el Sumare hacia Tombouctou, última etapa hasta
llegar a esa mítica ciudad. El buque atracó sobre media mañana en
el puerto de Koroumé, el puerto más próximo de Tombouctou, desde
donde restaban unos doce kilómetros hacia el interior para llegar a
la mítica ciudad. Después de un horrible viaje en autobús, pinchó
sus desgastadas ruedas dos veces, llegaron a la población.
Su situación
geográfica hacía de la población un punto de encuentro entre
África occidental y las poblaciones nómadas bereberes y los árabes
del norte. Tenía una larga y rica historia como puesto avanzado de
comercio e intersección de la ruta comercial transahariana de norte
a sur. Al finalizar la Route de Koroumé llegaron a la Place de
L’Indenpendance, inmediatamente después contempló una gran
edificación: La mezquita de Djinguereber, construida en el año
1327, por el arquitecto granadino Abu Hac (Ishaq) Es Sáheli. El
conjunto era un monumento impresionante de formas suavizadas y
ondulantes, de muros grisáceos y agrietados, de los que sobresalían
innumerables estacas o contrafuertes para sostén de esos mismos
muros, como en el resto de las construcciones. Entre la mezquita de
Sankore o Madraza de Sankore (construida alrededor del año 1300, y
reconstruida en el 1581) y la de Sidi Yahya (construida en el año
1441), formaban la Universidad de Tombouctou. Fue la capital
intelectual y espiritual, así como centro de la propagación del
Islam en África, durante los siglos XV y XVI.
Tombouctou como
ciudad multiétnica, estaba poblada por las etnias Songhay, Tuareg,
Fulani, Peull, Mandé. En su deambular por la ciudad después de
abandonar la mezquita de Djinguereber, por su izquierda, alcanzó el
Boulevard Askia Mohamed, avenida principal. Como el resto de calles
era de arena, más recubiertas que las de otras poblaciones debido a
la arena desértica por las muchas tormentas procedentes del desierto
que empezaba donde acababa la ciudad de Tombouctou. Se recreó en las
construcciones de sus casas y edificios, hechas con ladrillos de
barro, contrastando las casas bajas con algunas de dos plantas, así
como el estilo sudanés y colonial tan presentes en Malí. Muchas
casas tenían puertas y ventanas espléndidamente labradas a la
manera árabe: la madera torneada con grabados, relieves y hierro
forjado, dejando constancia de la riqueza que antaño poseía la
ciudad.
En el interior de
las casas se entreveían patios y estancias donde se observaba a
hombres conversando recostados sobre esteras y niños jugando,
mientras las mujeres molían el grano o cocinaban para preparar la
cena. Las calles de Tombouctou se llenaron de grupos de hombres
sentados o tendidos sobre el suelo de arena. Conversaban o jugaban a
las cartas, otros al “awalé” (juego que se componía de
un cilindro alargado de madera autóctona de iroko con dos campos de
seis agujeros cada uno y cuarenta y ocho espigas que se habían de
capturar) o a las damas, sobre tableros dibujados en la arena, con
piedrecillas como fichas. De dos en dos o de tres en tres algunas
mujeres paseaban lentamente luciendo sus “bou-bous” y
sofisticados tocados, todo ello en una rica gama de colorido. Muchos
niños jugaban y correteaban medio desnudos, entre un constante
griterío, otros acarreaban cubos de agua sobre sus cabezas. Unos
cuantos más atrevidos se acercaron a un grupo de extranjeros y les
saludaron: –“Ça va, toubabou?”– preguntaron entre risas,
para irse corriendo una vez habían conseguido un obsequio o una
moneda, satisfechos de su osadía.
En su deambular por
la ciudad, desembocó en el mercado artesanal, donde predominaban los
puestos Tuareg con sus ofertas orfebres, peleteras, etc. Desde un
puesto que se encontraba al pie de la mezquita Sankore, regentado por
un señor de mediana edad, ataviado con un turbante enorme de color
blanco y añil, le gritó:
–Llevas un bonito
“shirawt”.
–Sí, lo es–,
admitió Sissé.
–¿Dónde lo has
comprado?
–En Moptí. Me lo
regalaron–, respondió Sissé al tiempo que se acercó al puesto.
–Buen regalo. Muy
buen regalo.
–Cierto, es muy
buen regalo–, admitió Sissé, orgulloso.
–Si quieres
venderlo te lo compro.
–No. No está en
venta. Tú tienes amuletos muy bonitos también.
–Sí, pero no como
el tuyo. No se venden tan fácil– apuntilló.
–Sois un pueblo
impresionante...
–¿Conoces
nuestras costumbres?
–Algo me han
contado de las caravanas y la ceremonia del té.
–¡Ah, Las
caravanas! Dijo con añoranza. –Las caravanas compuestas por
millares de camellos que venían desde Marrakech pasando por Mekinez,
Fez y Tlemecen, por Tafilal o el valle del Draa y desde Trípoli y El
Cairo, pasando por Gadames y Gatt, en Libia, convergían todas en
Tombouctou. Aquello la convirtió en una ciudad floreciente y rica.
¡Qué buenos tiempos!
–Yo no veo a la
ciudad tan rica como dices.
–Hoy no es lo
mismo. Es una gran ciudad, pero no es lo mismo. ¿Has tomado el té
las tres veces?
–Sí. En el viaje.
Donde paramos a pasar la noche, había un campamento de varias jaimas
y la mujer a la que acompañaba hablaba vuestra lengua y nos
invitaron a tomar el té, y entre la conversación se refirieron
algunas de vuestras hazañas y costumbres.
–Siempre hemos
sido un pueblo aguerrido, difícil de doblegar. ¿Te contaron como se
hacía el comercio en aquella época de las caravanas?
–No– respondió
Sissé, dubitativo.
En aquella época,
junto a la orilla del río en Koroume, dejaban sus mercancías los
mercaderes que llegaban por el Níger desde los pueblos más remotos
de África, encendían hogueras y se retiraban. Cuando los nativos
veían el humo se acercaban y dejaban junto a la hoguera el oro que
creían que valía la mercancía depositada, si los comerciantes
consideraban suficiente el oro que los nativos habían dejado lo
cogían y se marchaban, si no, no lo tocaban y se volvían a retirar
después de haber encendido nuevas hogueras, con lo que los nativos
volvían a depositar más oro hasta quedar conforme los comerciantes
con el pago.
–Es curioso. Eso
no lo conocía. Era un buen sistema para evitar las discusiones,
aunque ya existía el regateo.
—Eran otros
tiempos... ¿Vas a permanecer aquí o continúas viaje?
–No, continúo.
Voy a Tessalit.
–Pocas cosas irás
a hacer allí.
–He de visitar a
unos familiares. Me alegra haberte conocido. He de irme.
–Buen viaje.
–Gracias. Adiós.
El mercado se
extendía a izquierda y derecha de la puerta de acceso al patio de la
mezquita. Aquel patio tenía exactamente la medida de la “Kaaba”,
de la Meca, en la que se encuentra la Piedra Negra
“al-Hayar-ul-Aswad” con su marco de plata, sobre la que
giran los miles de peregrinos. Había puestos con los más diversos
artilugios Tuareg, tanto de marroquinería como de orfebrería,
tallas de todo tipo. Un grupo de Tuareg con sus dromedarios echados
sobre la arena hablaban distendidos entre ellos y se giraron al ver
pasar a Sissé. Había uno junto a ellos, anciano, sentado sobre un
fardo de pieles curtidas que fumaba una pipa más alargada de lo
habitual, parecía ser de otra etnia o condición social. Tanto el
color de su piel como la vestimenta que llevaba, le diferenciaban del
resto del grupo. A un movimiento de su mano todos callaron y
escucharon las observaciones del anciano, para continuar,
seguidamente, como si nadie hubiera interrumpido aquella
conversación.
La noche cayó muy
deprisa y en el ambiente se advertía una inevitable conflagración
entre hogueras y humo. Los niños seguían jugando, gritando y
corriendo, tan pronto se veían iluminados por el fuego, como
desaparecidos en una oscuridad espectral. Los hombres seguían
hablando a oscuras. La ciudad comenzaba a tomar un aspecto casi
fantasmagórico debido a las sombras que se proyectaban, alargándose
o acortándose, por las hogueras, tanto de casas como de personas.
Volvió al barco en
el mismo viejo “kaare” que le trajo anteriormente a la
ciudad.
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