Capítulo XIII
Alrededor de las
diez de la mañana alcanzaron Tessalit. Michel entró en una casa de
adobe y al momento salió acompañado de un hombre de avanzada edad
con un turbante enorme sobre su cabeza. Tenía su cuerpo algo
corvado, pero con una vitalidad envidiable. Era de tez más clara y
con muchas arrugas, curtida por los años y el clima agreste de la
zona, gesticulando al tiempo que hablaba con Michel. Sissé se situó
en la trasera del camión preparado para descargar. En una hora
habían descargado el camión, Michel les acercaba los sacos desde lo
alto del camión y Sissé y otro muchacho los introducían dentro del
almacén. Sissé se acordó de la temperatura de la noche anterior,
«cómo habría agradecido tenerla esta mañana» pensó. Había más
de cuarenta grados que mitigaban con agua de un pozo que tenía en el
interior del almacén y les había facilitado su dueño. La bebieron
generosamente. Sissé preguntó al comerciante por Conrad.
––¿Qué quieres
tú de ese targui?
––¿Cómo
targui? Conrad no es targui... Él es de Sikasso.
––Qué importa
dónde naciera... Conrad es, como su mujer y yo mismo, Tuareg––
enfatizó aquel hombre viejo.
––Conrad es
primo del famma de los duungomá a donde pertenezco y
le traigo un recado de él––, dijo sin atreverse a contradecirle.
––Vive a las
afueras de la población. Al finalizar la calle giras a la derecha y
una vez salgas de la población verás una casa que tiene delante un
gran baobab. Está muy cerca, justo antes de llegar al oued,
en el que hay una gran cantidad de palmeras de todas clases.
––Muchas gracias
señor–– le dijo y dirigiéndose al camionero, ––Gracias
Michel, por haberme traído hasta aquí. Toma tus doscientos francos.
––Gracias a ti
Sissé. Toma partiremos el viaje–– devolviéndole cien francos.
Me has hecho compañía y me ha venido muy bien tu ayuda en la
descarga–– comentó con una mirada cómplice al muchacho del
almacén, que asintió. -De
todas formas si nos hubieran robado habríamos quedado peor.
––Sí. En eso
tienes razón.
––¿Os han
asaltado?–– Preguntó el señor Madaye, que así se llamaba quien
regentaba el almacén.
––Lo intentaron
anoche, en Kidal— responsó Michel.
––Michel le dio
un golpe en el brazo al que amenazaba con una bayoneta, con una barra
de hierro que lleva en el camión, y ahí se acabó el asalto––
intercedió, Sissé, con satisfacción.
—Cada vez son más
frecuentes los asaltos por toda la zona— se lamentó el señor
Madaye, asintiendo Michel.
Sissé se despidió
del señor Madaye y del muchacho, e hizo lo mismo con Michel,
encaminándose a continuación a localizar la casa de Conrad,
siguiendo las instrucciones del anciano.
No caminó más de
cinco minutos cuando vio un gran baobab que sobresalía con holgura
de una casa que se confundía con la arena. A medida que se acercaba,
observó con placer, como a pocos metros de la casa se extendía un
pequeño palmeral rodeado de una vegetación exuberante y verde, muy
verde, que contrastaba con los parajes áridos que venía observando
desde que salió de Gao.
Una cortina de tela
gruesa de muchos colores cubría la puerta de entrada. Levantó con
una mano la cortina e introdujo la cabeza y llamó a Conrad. Alguien
le respondió a su espalda. Se giró y vio como desde la otra parte
del tronco del gran baobab le observaban con atención.
––¿Qué quieres
muchacho?
––Vengo en busca
de Conrad, el duungomá. Me envía Françoise, el famma
de Sikasso.
––¡Oh! Mi buen
primo Françoise. Yo soy Conrad. Ven, acércate muchacho— le
invitó. ––¿Cuál es tu nombre?
––Me llamo
Sissé, hijo de Samuel, de Sikasso.
––¡Ah! Samuel,
sí lo recuerdo bien—. ¿Cómo están tu padre y tu madre?
––Bien, bien,
muchas gracias–– respondió Sissé entre fuertes carcajadas de
ambos.
––¿Y tus
hermanos? Porque tienes hermanos, ¿no?
––Sí, señor.
Somos cinco, tres hombres y dos mujeres, una de ellas tiene tres
meses. Están muy bien. Gracias.
––¿Qué tal
están de salud mi primo Françoise y su mujer?
––Muy bien,
también. Les envían muchos saludos a usted y a su señora.
Cada respuesta se
cerraba con una carcajada sonora y espontánea de Sissé, que a su
vez provocaba otra carcajada tan sonora y homérica en la persona de
Conrad.
Conrad era un hombre
de buena estatura, enjuto, con una barba corta y anillada,
blanquecina. Sus ojos pequeños se confundían con las arrugas de su
cara. Tenía su rostro un rictus de alegría, generoso, transmitía
tranquilidad. Conrad, con un gesto más serio preguntó:
––¿Qué te trae
por aquí, Sissé?—, dijo en tono conciliador.
––Voy de viaje a
Francia y su primo Françoise me pidió que viniera a saludarle. Me
dijo que me ayudaría y me orientaría para localizar a sus
familiares en Lyón.
––¡Hum! ¿Y en
que medida necesitas tú mi ayuda?— Le preguntó mirándole
fijamente a los ojos.
––Bien. Lo que
necesito es poder trabajar una temporada y conseguir algo de dinero
con el que poder costearme el viaje— le respondió, Sissé, que no
le rehuyó la mirada.
––Para eso
necesitarás trabajar una larga temporada. El viaje es costoso.
––No. Yo
necesito algo de dinero para poder cruzar el desierto. Después en
Marruecos o en España trabajaré otra temporada para poder finalizar
el viaje.
––Aún así,
Sissé. Aún así... Bien. En mi casa eres bien recibido. Estarás el
tiempo que tú quieras estar. Me ayudarás en las labores con los
animales y en el campo a mi mujer, hasta que encuentres un trabajo
que te permita ahorrar. Mi mujer, Asshiá, estará igualmente
encantada de tenerte como huésped.
Conrad se dedicaba a
la cría de animales: dromedarios, cebúes, cabras y algunos caballos
y asnos, que todos los años vendía en el mercado de Agadez.
––Gracias, señor
Conrad. No seré un estorbo para ustedes. Después necesitaré que me
oriente para cruzar el desierto— le dijo Sissé.
––Seguro que lo
necesitarás, hijo, seguro que lo necesitarás.
Conrad llamó a su
mujer dando una voz, y al instante se presentó: llevaba un caftán
de muchos colores vivos y un ”afer” que le cubría la
cabeza y los hombros hasta la cintura. A pesar de su edad aún se
podía apreciar la belleza que debió ostentar cuando era más joven.
Su tez era bastante más clara que la de su marido, ojos verdes,
redondos, labios poco carnosos y la voz aguda, enérgica la mayoría
de las veces, denotaba gran personalidad. Tras el protocolo de las
presentaciones y el interés por su familia, le comunicó Françoise
a su mujer los planes de Sissé y la estancia de éste en su casa, a
lo que correspondió a su marido con una mirada de sorpresa.
––Vamos dentro
de la casa, tendrá hambre— le sugirió a Conrad, a modo de regaño.
––No. No tengo
mucho apetito, porque antes de llegar, después de haber descargado
un pequeño camión de arroz junto con otro muchacho he comido unas
frutas y pescado que compré ayer en el mercado de Gao, mientras
esperaba para que saliera el camión que me ha traído hasta aquí—
mintió Sissé. A cambio de traerme yo debería ayudarle a descargar
el camión y pagarle doscientos francos. Luego me devolvió cien
francos.
––Hiciste bien.
Ese es el sentido que debes tener siempre: ayudar para ser ayudado.
De actuar así te sacará de muchos apuros— sentenció Conrad.
Una vez dentro de la
casa, Sissé se encontró en un espacio diáfano a modo de salón, y
por todo mobiliario una mesa bajita, de caoba, en el centro, con un
tablero de taracea perfectamente pulido: el tablero lo formaba un
rombo sobre otro cuadrado en colores más claros. Alrededor y sobre
una gran alfombra, también con motivos Tuareg, que ocupaba gran
parte de la sala, habían grandes almohadones de cuero de cabra
pintados con motivos rectangulares en distintos colores,
característicos de este pueblo, que llamaron su atención. En una de
las paredes un anaquel soportaba varios objetos, entre ellos una
tetera.
––Asshiá, es
“targuia”—, le aclaró a Sissé. Ella le dirigió una
sonrisa vacua confirmando las palabras de su marido.
––Ya me informó
su primo Françoise, de la procedencia de su esposa–– reconoció
Sissé.
A la derecha del
salón había un espacio separado por una cortina de tejido más
suntuoso que el de la puerta, apartada ésta con la mano, se pudo ver
que en el interior reposaba sobre otra alfombra de piel, una
“tadebut” y sobre ésta un “aghraw”.
Rápidamente Asshiá colocó sobre el camastro una cubierta de muchos
colores y motivos Tuareg.
––Esta es
nuestra habitación— le informó Asshiá, dejando caer la cortina,
––y esa de hay enfrente será la tuya. La ocupaban mis hijos—
le dijo a Sissé con cierta frialdad, ––es exactamente como la
anterior.
Era una habitación
de las mismas características que la del matrimonio, pero con dos
jergones en el suelo, también sobre una gran alfombra de piel.
––¿Dónde están
sus hijos?— preguntó Sissé.
––Ya han
iniciado su propia vida. Están con sus mujeres y sus hijos. Viven en
Tombouctou. Aquí la vida es muy dura, Sissé; no hay nada. Tessalit
es un oasis que se gobierna por si mismo: las autoridades de Bamako
no quieren saber nada de nosotros, de hecho no tenemos ni luz
eléctrica y mucho menos otros servicios elementales. Y si a eso le
añadimos que no querían criar animales...— se lamentó Conrad.
––Pero háblame de ti, si vas a vivir en mi casa mejor nos hablas
de ti. Y tutéanos.
Mientras tanto
Asshiá había colocado sobre la mesa unos dátiles, tres vasos y una
botella de refresco.
––Está bien.
Pero antes tomad estos presentes que traigo para vosotros–– al
tiempo que tendió a Asshiá el alleshawe, un pañuelo
para la cabeza y a Conrad el puñal de brazo que comprara en Gao.
Después de
agradecer a Sissé los regalos se acomodaron en las almohadas
alrededor de la mesa y éste tomó un dátil ante el ofrecimiento de
Conrad. Sissé comenzó a narrar los pormenores de la vida en Sikasso
a raíz de la sequía del año pasado y posterior plaga de langosta,
ante la atención de Conrad y su mujer. Continuó explicándoles los
detalles de su viaje y la reacción de Michel con los tres
atracadores la noche de antes.
––¿Cómo es que
estás con una mujer Tuareg? Tengo entendido que a las mujeres no se
les permite esposarse con hombres que no sean de su etnia.
––Sí, es
cierto. Pero el amor lo puede todo. Tuvimos grandes dificultades pero
con perseverancia lo conseguimos. La conocí en Tombouctou, donde yo
iba a vender mijo. Ella vino con su familia trashumante y acamparon
fuera de la población. El primer día de estancia en la ciudad la
vi, me encontraba yo en mi puesto y sus ojos me embelesaron. Ella
también se fijó en mí, no creas, yo era un joven apuesto en
aquella época— y sonrió, ––entonces le dije varias cosas...,
que ya no recuerdo; sólo con el fin de que no se alejara, pero no lo
conseguí. Se marchó dejándome, eso sí, una sonrisa que todavía
cuando la recuerdo me seduce.
Una mirada furtiva
de Asshiá, confirmaba el comentario de su esposo.
––Asshiá, es
una mujer bella— dijo Sissé, ––no dudo que en sus años
jóvenes te embaucara, seguro que era muy bonita.
––Lo era... Lo
era, sin ninguna duda. Pero no la adules, que se crece muy pronto—,
lo que sirvió para sonreír los tres. ––Al día siguiente volvió
al mercado y allí estaba yo, en mi puesto vendiendo mijo, se me
acercaron dos hombres Tuareg y me ofrecieron sal por el mijo, a lo
que accedí. Yo no me percaté que eran el padre y el hermano de
Asshiá, ella se encontraba con su madre y una hermana más pequeña,
algo retiradas, y yo no podía dejar de mirarla. Su madre la regañó
en tamashek, lo que no entendí y ambas hermanas rieron, entre
las protestas más airadas de la madre. A continuación su hermano la
sujeto por el brazo y tirando de ella se marcharon. Comprendí que
había venido toda la familia—. Y añadió, ––yo, ya no tenía
nada que hacer allí, debía volver a Sikasso. Pensé que no me podía
marchar sin hablar al menos una vez con ella y cambié de nuevo la
sal por mijo a un amigo que llegamos juntos a Tombouctou, él se
volvió a Sikasso y yo esperé al día siguiente a que volviera al
mercado— Asshiá asentía complacida a aquellos comentarios de su
marido, entre risas. ––Si hubieras visto la cara que puso su
padre cuando al día siguiente me vio en el mismo sitio con el mijo…
Se acercó:
––¿Qué has
hecho? ¿No quieres volver a tu casa?
––Quiero hablar
con tu hija— le dije ––y espero que me lo permitas. Lo que
soltaron por la boca su padre y su hermano no te lo diré. Me
increparon airadamente, hasta el punto de arremolinarse el gentío en
torno a nosotros. A mí me temblaban las piernas y el miedo me hizo
decir: Es mejor que hable con ella con tu permiso ¿no crees?
Arreciaron lo improperios y se marcharon maldiciendo. Hubo mucha
gente que me decía que había sido un imprudente, que no tenía que
haber provocado a los Tuareg, lo que yo no comprendía. Mi pretensión
era, sólo, hablar con la mujer más bonita que había visto jamás.
Cual fue mi sorpresa cuando a la mañana siguiente la vi aparecer con
su hermana y se detuvo ante mí.
––Porqué le has
dicho a mi padre que querías hablar conmigo. No te conozco de nada
para que te atrevas a eso–– me dijo altiva.
––Porque es la
verdad. Quiero hablar contigo, no le hago daño a nadie porque
hablemos— le respondí categórico.
––Pues mi padre
y mi hermano llegaron enfurecidos.
––Y a mí me
temblaban las piernas, cuando se marcharon— le repuse. ––Se
rieron ambas y me pareció la risa más encantadora que había visto
y oído jamás. Así fue como comenzamos a hablar y al rato apareció
su padre y su hermano con cara de pocos amigos. Cuando les vieron
allí, conmigo, me increparon, de nuevo, y ella se interpuso entre
nosotros y hablando en tamasheq les apaciguó los ánimos.
Asshiá, extrañamente, era el ojo derecho de su padre. A la mañana
siguiente volvió su padre y me cambió el mijo por dos ovejas, yo no
me lo podía creer. «Y no me ha insultado», me dije a mí mismo.
También es cierto que no me dijo ni una palabra más. Cuando esa
misma tarde llegó ella, de nuevo, me comentó que su padre muy a
regañadientes había aceptado a que nos viéramos. A los dos días
mandé recado a mis padres que me quedaba en Tombouctou, que volvería
cuando pudiera. Y en cuatro meses me encontré en Tessalit, con la
mujer que quería y dos ovejas, y así comenzamos nuestra vida
juntos, hasta hoy.
––Que historia
tan bonita. Y ¿no tuvisteis boda?
––Sí, tuvimos
boda. No tan suntuosa como las que ellos celebran habitualmente, pero
sí, digamos que tuvimos boda. Su hermano renunció a Asshiá...
—¿Cómo es que
vistes como los Tuareg?
—Yo pertenezco a
los Tuareg, Sissé. Desde que me esposé con ella, adquirí la forma
de vida de ellos, sus costumbres, su cultura, su forma de vestir, te
aseguro que no es caprichosa— y continuó, ––no es que yo haya
renunciado a mis raíces, pero aquí no se puede vivir con nuestras
costumbres, sólo se es capaz de subsistir con las suyas. A pesar de
vivir en un oasis, en Tessalit es mejor adaptarse a su forma de vida,
ya que ellos tienen mucha experiencia en la vida en el desierto.
Nosotros, con nuestros hábitos seríamos incapaces de subsistir en
estos parajes tan agrestes. Y a ti te convendrá adoptar esas mismas
formas de vida—, le aconsejó. ––La vida aquí es muy dura,
pronto se endurecerá mucho más la existencia y te convencerás de
lo que te digo.
––Yo no tengo
ningún inconveniente en hacer lo que me digas, tú tienes la
experiencia de los años. ¿Por qué dices que se endurecerá la
existencia?
––Pronto llegará
la temporada de lluvias y antes de que lleguen, con ellas y tras
ellas los vientos iracundos. Creo que no tardarás mucho en conocer
las tormentas de arena: el harmatán, es un viento que sopla
justo después de la época de lluvias, desde noviembre hasta marzo.
Como los vientos alisios que son secos, polvorientos y fríos, sopla
de Noroeste y suele levantar grandes masas de arena. El efecto
causado por el polvo y la arena levantados por el viento incide
directamente en los animales y las personas, estamos más irritables
de lo habitual cuando sopla durante varios días. Durante la
temporada de lluvias se puede desencadenar, también, un temporal de
viento y arena, llamado Simun, es un viento seco y cálido,
que puede sobrepasar los 54º C y te quema la garganta y la piel
debido a su escasa humedad. La tormenta se mueve de forma súbita y
circular, como un ciclón, transportando una nube de polvo y arena en
suspensión tiñéndola de un color anaranjado, produciendo una
sensación de asfixia. El Simun se desarrolla rápidamente y
sin señales por las que se pueda prever su aparición. Se presenta
con un silbido violento y se desplaza a gran velocidad pudiendo matar
a cualquier ser vivo que alcance sus ráfagas—. Y añadió
dirigiéndose a Asshiá:
––Esta noche
para la cena podías preparar una “bastila”, en honor de
Sissé—. Propuso Conrad a su mujer, que le miró inquisidora.
––No hagas nada
extraordinario, haz aquello que…— Sissé trató de evitar
molestias.
––Está bien
Asshiá, está muy bien que honremos a nuestro invitado—
interrumpió Conrad a Sissé. ––Verás que es un plato exquisito,
Sissé, no renuncies nunca a él.
––Lo tendré en
cuenta— se conformó Sissé. ––¿En que consiste?
––Te lo
explicará mejor Asshiá que yo.
––Es una
empanada con un relleno de pollo, que lleva sobre ella azúcar molida
y canela formando una estrella y se condimenta con varias especias y
yerbas silvestres: cilantro verde, perejil, jengibre, azafrán; ¡ah!,
y huevo, también lleva huevo. Pero no lo ha dicho por honrarte, sino
porque es el plato que más le gusta a él.
––Debe estar muy
buena. Seguiré el consejo de Conrad.
––Te conviene,
muchacho, si quieres disfrutar de la vida—. Ironizó, entre
carcajadas. ––Después, cuando comience a caer la
fuerza del sol, iremos a ver los animales, nosotros no cultivamos
prácticamente nada, nos dedicamos a la cría de animales. Viene
mucha gente a comprar dromedarios, cabras, ovejas, asnos... También,
casi todos los años voy a Agadez, a la feria del ganado.
––Yo cultivo
alguna cosa, él es un holgazán––, protestó Asshiá. Y se
dirigió a Sissé ––Llevas un shirawt precioso, ¿es una
cornalina?
––Ciertamente es
muy bonito––, confirmó Conrad.
––No lo sé
Asshiá, yo no estoy acostumbrado a ver piedras preciosas. Según
dijo el vendedor sí lo es, pero yo no me lo creí. Me lo regalaron y
quede muy sorprendido. No me lo esperaba–– les dijo Sissé sin
entrar en más detalles, lo que advirtió el matrimonio.
––Sí. Es una
cornalina, Sissé–– le aseguró Asshiá que se había acercado a
observarla tomándola en su mano.
Tras la comida y
después de unas horas de descanso, el sol aún calentaba, no era tan
implacable y permitía pisar la arena, Conrad y Sissé se encaminaron
a un ensanche delimitado con cuatro estacas, a unos cincuenta pasos
apartado de la casa, en el que cohabitaban dromedarios, asnos,
cabras, ovejas..., sólo los cebúes estaban separados por unas
vallas de troncos de palmera. Bajo un cobertizo, tan primitivo como
el resto de instalaciones, hecho con troncos de palmera y ramas de
baobab, había unas cuantas gallinas y otros dos pollos que
estaban cercados aparte, picoteando en el suelo. En frente y en otro
apartado tenía el forraje: sorgo y mijo para las bestias.
––¿Porqué
tienes tantos dromedarios blancos, es por algún motivo o es simple
casualidad?— Preguntó Sissé.
––No. No es
producto de la casualidad, el mèhareé, lo pagan mejor que el
resto. Ese es el único motivo. Al principio me quedaba con todos los
dromedarios blancos que nacían para más adelante cruzarlos entre
sí, de esta manera conseguí tener más animales blancos.
––¿Y porqué
dromedarios y no camellos?
––Bien, es muy
sencillo. El dromedario tiene un cuerpo más estilizado que el
camello, es más alto y es mucho más resistente en las travesías
del desierto: puede estar sin comer ni beber alrededor de diez días,
el camello ni pensarlo; y lo más importante, es más rápido que el
camello. El dromedario se alimenta de hojas verdes, hierbas y ramas.
En el desierto toma el agua que necesita de comer vegetales verdes y
espinos de los arbustos. Solamente tienen un inconveniente, cuando
los machos están en celo braman, son gruñones, se vuelven
irascibles y hasta llegan a morder.
––Mañana me
acercaré al almacén de alimentos, donde descargamos el arroz. Le
diré al señor Madaye que voy en busca de trabajo, por si necesitara
a alguien o si conoce quien lo necesite— le anunció Sisse.
––Me parece
bien. Es una buena persona y si puede te ayudará. Puedes decirle que
vas de mi parte— le propuso Conrad.
––Gracias. Ya me
interrogó cuando le dije que te buscaba, antes de decirme dónde
vivías.
––No me extraña.
Somos muy buenos amigos.
––Dime, Conrad,
cuánto te he de pagar por proporcionarme alojamiento y comida.
––Yo pretendía
que me ayudaras con los animales, y a mi mujer con los cultivos, como
ya te comenté, con eso sería suficiente.
––No Conrad, eso
no es suficiente. Por supuesto que te ayudaré encantado con los
animales y con todo aquello que necesite tu mujer, pero he de
pagarte.
––Creo Sissé,
que tanto para Asshiá como para mí será una bendición tenerte
aquí, estamos muy solos, ya desde hace mucho tiempo. Además, tu
intención es partir cuanto antes, de modo que recógete todos los
francos que puedas porque te harán falta.
A continuación
salieron a ver el ganado y una vez arreglados los animales caminaban
los dos departiendo animosos. Conrad pidió a Sissé que le contara
cómo estaban las cosas por Sikasso. Ascendieron una pequeña duna,
mientras le ampliaba los detalles de lo relatado anteriormente.
Conrad le señaló el oued por el que corría un hilo de agua
que iba a desembocar en un pequeño “ajelman” con palmeras
y vegetación alrededor. Le indicó que tras la época de lluvias el
ajelman se hacía mucho más grande, con bastante más
cantidad de agua y por las mañanas conducían a los animales para
abrevar. Conrad se emocionó ante la información que Sissé le iba
dando.
De vuelta en casa,
Asshiá, estaba ultimando los detalles para la cena. La “bastila”
lista y preparada sobre la mesa, y un guiso de mijo con carne que
olía fenomenal ––al menos, así lo apreció Sissé––
apartado del fuego, listo para servir. Sissé se brindó a ayudar a
Asshiá en la preparación de la mesa. La mujer de un odre de piel de
macho cabrío llenó tres cuencos con agua para lavarse las manos,
que colocó sobre la mesa. En el centro de aquella misma mesa se
hallaba el plato con el guiso de carne, del que comieron con los
dedos de la mano derecha, para a continuación seguir con la
“bastila”. Asshiá encendió una lámpara de carburo
similar a las que utilizaban en el barco, aunque más pequeña.
Dieron buena cuenta de la cena y felicitaron a la cocinera. Tras el
té que lo tomaron varias veces, salieron fuera de la casa. Una
ligera brisa les trasladaba el olor a establo más pronunciado que el
resto del día. Sentados en el suelo, bajo una noche iluminada por la
Luna llena sobre un manto inmaculado de estrellas, hablaban del
proyecto de Sissé. Conrad le había escuchado con suma atención,
sin interrumpirle en ningún momento. Analizando todo aquello que
Sissé decía. Una vez hecha la exposición por parte del muchacho,
Conrad permaneció en silencio un corto espacio de tiempo que a Sissé
le pareció una eternidad.
––¿No te parece
bien lo que pretendo hacer?— le consultó Sissé, algo ansioso.
––Sí. Si es lo
que tú quieres. Pero me da la sensación de que no tienes mucha idea
de lo que te puedes encontrar en tu viaje— le respondió.
––Por eso quiero
que tú me orientes. Tu experiencia en el desierto me puede ser de
mucha ayuda. Aquello que me digas lo haré, sin más. Mi padre y tu
primo me dijeron que hiciera todo aquello que tú me indicaras.
––¡Ah! Mi buen
amigo Samuel y mi buen primo Françoise, ¡cuánto tiempo! Sabes, me
has devuelto a mis raíces con tu llegada. Hacía mucho tiempo que no
recordaba mi vida en Sikasso y tú me has llenado de nostalgia. Aquí
no llegan noticias de aquella zona. Pero bien. Tiempo tendremos de
hablar de todo ello— e hizo una pausa. ––El viaje que vas a
realizar no es fácil, Sissé. Es más bien peligroso. Es bastante
peligroso. Sobre todo para alguien que no conoce el desierto. Por
nada debes hacer el viaje solo, bajo ningún concepto. Un proverbio
congoleño dice: “Las huellas de las personas que caminan juntas
nunca se borran”. La travesía del desierto debes hacerla con
un convoy, incluso así es muy arriesgado. Las decisiones que se han
de tomar es mejor tomarlas entre todos, para que no recaiga la
responsabilidad en uno sólo— disertaba Conrad. ––Tendrás que
pagarte el viaje. Y no sólo eso, tendrás que pagar sobornos sin
rechistar, para evitar males mayores. Hay gente que viene de
Marruecos y de Argelia y cuenta que son asaltados constantemente,
unas veces por la propia policía y otras por delincuentes comunes.
El desierto, Sissé, es un infierno sin dejar de ser el paraíso, es
un infierno cuando lo estás cruzando y un paraíso cuando lo has
conseguido— le animó. ––En el desierto no puedes confiarte,
pues la inmensidad del espacio contrasta con la indefensión del
hombre. Mires donde mires todo aquello que te alcance la vista lo
observarás distante y deshabitado. No ves más que arena y alguna
que otra piedra dispersa. Confundirás la línea del horizonte,
siempre es igual, nunca llegas a él. Un proverbio Tuareg lo define
con claridad: “O ves el horizonte bajo tus pies o nunca dejará
de alejarse”.
––Ese proverbio
ya lo he oído— le interrumpió Sissé.
––Haz caso de
ellos, son muy sabios— y añadió, ––únicamente romperá la
monotonía alguna duna, o alguna montaña lejana, si es que la ves.
No tendrás un árbol en el que cobijarte ni agua que beber. El
desierto es inhóspito incluso para los Tuareg, la única diferencia
es que ellos lo respetan, Sissé, lo respetan mucho— y concluyó.
––Todos los días hay alguien que se queda para siempre en sus
entrañas, sobre todo blancos, pero también de los nuestros se
pierden y nunca más se sabe de ellos.
Un nudo en la
garganta impidió decir palabra a Sissé. Había quedado azorado por
las palabras de Conrad. Sabía que tenía razón, aunque
verdaderamente él no pensó en las diversas fatalidades que había
enunciado este targui.
––Bueno, no todo
es malo, hombre. Es el lugar más bello y cercano a dios sobre la
tierra— le dijo para disipar su azoramiento. ––Vamos dentro
Sissé, Asshiá tiene algo para ti.
Asshiá le tenía
preparado sobre la cama un chèche negro, un litham,
también, negro y unas ighatimen con las que caminar por
la arena. Quedó Sissé impresionado por la indumentaria Tuareg que
no esperaba.
––Os doy las
gracias por estas prendas. Os las compensaré.
––Oh, no. Pero
tendrás que aprender a colocártelas. Mañana te explicaré como se
hace, verás que es muy sencillo. Y te ayudarán a mitigar el calor.
A la mañana
siguiente Conrad enseñó a Sissé a vestirse con el nuevo atuendo
que le habían regalado. Dos veces necesitó Sissé ser orientado, en
la colocación del chèche y el litham. A partir de la
tercera se los colocaba sin ningún problema. Había cambiado su
aspecto, a partir de ahora se confundiría con los Tuareg, sólo el
color de su piel le delataba. Conrad acompañó a Sissé a hablar con
el dueño del almacén de alimentación con la escusa de que debía
hacer unos encargos. Una vez en el almacén, Conrad habló con el
dueño mientras Sissé ojeaba todos los productos que tenía
almacenados; reconoció los sacos de arroz que descargara el día
anterior y que ya habían mermado considerablemente. Saludó al
muchacho que descargara con él el camión, con el que habló hasta
que llegaron en su busca Conrad y el dueño del almacén. Conrad le
anunció que a partir de mañana trabajaría a las órdenes del señor
Madaye.
Mientras hablaban el
señor Madaye y Conrad de forma familiar, Sissé intercambiaba
opiniones con Mossa, así se llamaba el muchacho y le preguntó sobre
el funcionamiento del almacén.
––He visto que
en un día ha vendido bastantes sacos de arroz de los que
descargáramos ayer.
––Efectivamente,
aquí se trabaja mucho, es agotador––, le dijo. ––Hay que
cargar a los clientes y descargar los camiones de todos los productos
que tenemos, arroz, cebollas, mijo, sorgo, patatas... Sobre todo
después del pasado año con la sequía y la plaga de langosta. Es
muy importante que no te olvides de apuntar todos los productos que
cargues o descargues en estas libretas. Es una suerte que sepas leer
y escribir.
Mossa le puso al
corriente, con detalle, del funcionamiento del almacén.
––Estaré
encantado de tenerte aquí; espero que nos hagamos buenos amigos.
––Yo también lo
espero, Mossa.
No tardaron en
retornar a casa de Conrad. Por el camino fueron hablando de la suerte
que había tenido Sissé, de que le diera trabajo el señor Madaye,
casi sin pensárselo.
––Conrad muchas
gracias por la deferencia que has tenido conmigo, acompañándome
primero y hablando después con el señor Madaye, para que me diera
el trabajo.
––Ha sido cosa
de él, te ha visto fuerte, vio como te comportaste ayer y le ha
parecido muy bien que quisieras trabajar en su casa. Ah, antes de que
comiencen las lluvias me acompañarás al mercado de Agadez con los
animales, es la condición que le he puesto y ha aceptado–– le
anunció.
––Bien, estaré
encantado de acompañarte. De todas formas gracias por todo.
––Le he
prometido que no le decepcionarás, que no se arrepentirá de haberte
contratado. Ni yo tampoco, espero.
Cuando llegaron a su
casa la mujer de Conrad estaba ordeñando una camella con el
“akabar”. Sissé se acercó con la intención de ayudar,
pero la mujer se negó.
––Eso es tarea
de mujeres, Sissé––, dijo Conrad en tono autoritario.
––Yo siempre he
ayudado a mi madre..., y lo he hecho con gusto. Si hubierais visto
las caras de las personas con que nos cruzábamos en Moptí, porque
llevaba la compra que había realizado una señora en el mercado...
––¿La que te
regaló el shirawt?
––¿Cómo lo
sabes?
––En Sikasso no
hay de estos bàgan, Sissé.
––Sí, es
cierto. Me lo regaló aquella señora. Maharafa, es su nombre. Viajé
con ella en el barco que me trajo hasta Gao. Ella vivía en Moptí.
Hicimos muy buena amistad. Estaba en una asociación que luchaba
contra la mutilación genital en la mujer––. Conrad le miraba de
hito en hito mientras hablaba.
––Eso está muy
bien–– apuntilló Asshiá, que también le escuchaba atenta.
––Es una gran
mujer–– aseguró Sissé. ––Me brindó su casa en la noche que
permanecimos en Moptí. Era viuda del agregado comercial francés, en
el consulado, su marido murió en Tombouctou.
Ante la mirada
inquisidora de Conrad, Sissé, trató de aclarar la situación.
––Conrad, no
hubo nada con esa mujer–– le mintió. ––Yo me debo a Aicha.
Es una chica que conocí cuando llegué a Sègou. El mismo día de mi
llegada comenzaba el I Festival sobre el río Níger y debía esperar
cuatro días hasta que zarpara el barco que me llevaría hasta Gao.
Conocí a tres muchachos y cuatro chicas, entre ellas a esta Aicha,
que es excepcional. Mirala–– le ofreció el teléfono móvil.
––Es una mujer
muy bella, Sissé–– al tiempo que se la mostraba a Asshiá.
––Pasé los
cuatro días más maravillosos de mi vida, Conrad. Esa mujer ha de
ser la mujer de mi vida. Me ha pasado como a ti con Asshiá—. Y
tras una pausa añadió: —Bueno, Maharafa viajaba en el mismo
buque, había dado unas charlas en Ségou con motivo del festival.
Después coincidimos en el barco y me socorrió cuando me afligí
porque Aicha no vino a despedirse de mí.
Conrad ya no
pronunció una sola palabra. Esa misma tarde, cuando la fuerza del
sol ya no era tan implacable, salió Sissé de la casa y se encaminó
hacia el alpende. Conrad y su esposa permanecieron dentro de su casa
y a la vista de la tardanza del muchacho salió Conrad en su busca.
Algo más allá de la explanada y circundante con el gran baobab,
estaba haciendo Sissé un “afarag”.
––¿Qué haces?—
Consultó Conrad.
––Estoy
preparando este trozo de terreno, para sembrar hortalizas.
Aprovecharemos la sombra del baobab para que el sol no queme la
plantación. Lo voy a hacer pequeño, únicamente para el consumo de
casa.
––Y, cuando tú
te marches ¿quien lo continuará?
––Yo. Respondió
Asshiá que se encontraba en el umbral de la casa, escuchando la
conversación. ––Continúa Sissé, que yo te ayudaré mientras
estés aquí y después lo mantendré— aseveró Asshiá categórica.
Conrad hizo un gesto
de resignación con las manos.
––Sissé, ¿por
qué lo estás haciendo pegado al baobab, y no al lado del oued, bajo
las palmeras?— le consultó Conrad.
––Porque es la
parte menos arenosa del terreno y cogerá mejor aquello que se
plante. Y de otra parte, le vendrá bien la sombra a algunos
productos que plantemos.
A la mañana
siguiente, Sissé se levantó justo al amanecer y finalizó el
“afarag”, antes de marchar a trabajar al almacén de
Madaye. El día había sido bastante movido de cargas y descargas,
que él llevó encantado y a buen ritmo. Antes de marcharse, Sissé,
le pidió simientes de patatas, pimientos y tomates al señor Madaye.
––¿Vas a
plantar tú patatas y pimientos?— Le interrogó.
––Sí, señor
Madaye. Voy a plantar lo que pueda para el consumo de casa. Tengo
preparado un pequeño afarag en el que me falta sólo la
simiente.
––¿Tú has
hecho el afarag?
––Sí, claro. Y
para aprovechar el agua de la lluvia voy a hacer un “ajelman”,
para no tener que acarrear el agua desde el embalse natural.
––Habrá que
verlo— le comentó resuelto, dándole unas palmaditas en el hombro.
––Cuando quiera
señor Madaye. Seguro que será bien recibido en casa del señor
Conrad.
Sissé se encaminó
hacia su casa portando un saco de tubérculos de patatas y un saquito
de simiente de pimientos y tomates. Una vez allí, en el cobertizo,
extendió los tubérculos, hasta tener preparado el terreno para
plantarlos. Al día siguiente tenía la tierra preparada, removida,
con una profundidad de ocho a nueve centímetros, esponjada, la había
humedecido previamente, esperando para ser preñada de siembra. Otra
parte del terreno estaba preparado de caballones a continuación del
de las patatas, paralelos a la besana. En tres mañanas había
plantado, ayudado por Asshiá, todos los tubérculos de patatas que
habían partido cuidadosamente en dos mitades, siendo regados con un
odre que llenaba del “ajelman”. Una vez finalizada la
plantación de patatas que era la más extensa, dedicaron tres
caballones para pimientos y para los tomates, habiendo aprovechado la
parte más próxima al baobab para la plantación de estos últimos.
Entre tanto estaba
construyendo su “ajelman” junto al huerto, aprovechando
una porción de terreno que estaba algo más elevado. Vació el
terreno en el centro sin mucha dificultad, debido a que era muy
arenoso, y esa misma arena extraída del centro la aprovechó para
formar la pared del embalse, cubriéndolo con ramas de bananeras que
había fijado con barro entre sí, quedando bastante
impermeabilizado. Una vez formado el contorno colocó rocas de cierto
tamaño en el exterior sobre el pie de la pared de arena, con el fin
de que sirviera de contención, tanto para las lluvias como para el
contenido del agua, una vez lleno. A penas si había tres metros
desde el embalse al huerto, los unió por medio de un surco
recubierto de barro mezclado con ramas de bananos que hacía las
veces de acequia y serviría de desagüe del embalse y riego para el
huerto.
Habían transcurrido
dos meses largos desde que Sissé llegara a la casa de Conrad, y
Asshiá comenzaba a encontrarse encantada con el joven que aportó
frescura a la casa, dinamismo en la vida del matrimonio. Les había
hecho salir del tedio diario de la rutina, aunque ella estaba más
ilusionada que Conrad. Asshiá ayudó a Sissé en los trabajos que
éste había realizado en infraestructuras y en el cultivo del
huerto. Las patatas tenían sus hojas verdes y altas con la flor
blanquecina.
––Pronto
empezaremos la recolección, Asshiá. Al ser patatas tempranas en una
o dos semanas estaremos comiendo de nuestra producción–– le dijo
ilusionado.
––Cuanto me
alegro Sissé––, le respondió Asshiá, que le dio unas palmadas
en el hombro.
Conrad les observaba
con sorpresa desde donde se encontraba arreglando a los animales.
Cuando Sissé se
levantaba todos los días, Ashiá se colocaba a su lado y se dirigían
juntos al huerto, hasta que se hacía la hora de marchar al trabajo
en el almacén de Madaye. Formaban una pareja muy curiosa y
compenetrada, la mujer había superado su reticencia inicial sobre
Sissé. Asshiá había aprendido a cultivar los productos sembrados,
siguiendo las instrucciones de Sissé, porque algunas formas diferían
a las que ella ya conocía. Sissé había establecido un sistema de
refrigeración de los pimientos y tomates con sus propias hojas, que
servían de sombra a los frutos mediante la colocación de estacas
clavadas en el suelo y que salían aproximadamente treinta
centímetros. Hizo pasar las ramas principales de las plantas por
encima de las estacas, con lo que quedaban los frutos bajo de sus
hojas. Con el riego que a menudo les proporcionaba, mantenía la
tierra húmeda y las irradiaciones del sol justas, consiguiendo unos
frutos extraordinarios, tanto en tamaño como en calidad.
Conrad en su afán
de que se hiciera con los animales le hizo galopar con los
dromedarios en varias ocasiones, respondiendo a la perfección Sissé
al envite. Su destreza en la montura sorprendió a Conrad, que veía
en Sissé un muchacho con unas cualidades excepcionales, no sólo
para montar, sino para desenvolverse en la vida.
Aquella tarde,
cuando Sissé se disponía a regresar a su casa, después del
trabajo, el señor Madaye le acompañó sumido en la curiosidad por
ver qué era lo que Sissé había construido en casa de Conrad. A su
llegada se saludaron con el protocolo acostumbrado.
––Asshiá, no
prepares nada, porque no me quedaré mucho tiempo. Sólo he venido
por la curiosidad de saber qué es lo que ha hecho Sissé en vuestra
casa.
––Una maravilla,
Madaye. Ven y lo verás le dijo con euforia Asshiá.
Se acercaron al
baobab y observó cómo había organizado Sissé, el huerto, y el
ajelman todavía escaso de agua. Madaye recorría las
instalaciones en silencio, con gratificante asombro. Madaye se
agachó, cogió un tomate y lo mordió.
––Está algo
caliente, pero se puede comer. No imaginaba qué era lo que pudieras
haber hecho, Sissé. Pero me ha complacido–– reconoció Madaye.
––Gracias, señor
Madaye–– contestó Sissé orgulloso.
Conrad se había
quedado dentro de la casa preparando el té. Cuando entraron lo tenía
dispuesto sobre la mesa. Conrad sirvió el té sin preguntar, tomando
asiento todos. Hablaron de lo que había hecho Sissé. Después de
hablar durante un buen rato, Conrad anunció a Sissé que en diez
días partirían hacia el mercado de Agadez, les llevaría cerca de
un mes el viaje, a lo que Sissé asintió satisfecho, no sin mirar al
señor Madaye, que reconoció que era la condición que le impuso
Conrad, cuando su contratación.
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