Capítulo
XVII
Después de recogido
todo el equipaje y recompuesto su dugutaampalan, se colocó el
chaquetón de piel de cebú y retrocedió hasta la N-6, como le
indicara el Egipcio. Tomó a la derecha para continuar la carretera
por donde venían y al poco se encontró en el cruce que le dijera
Missha. Eran las once de la mañana y la temperatura agradable. A la
derecha se veían las casas de la población de Beni Ounif. Tomó a
la izquierda la carretera que le debía llevar a Figuig, según
indicaba una señal colocada en el mismo cruce. Empezaba a entrar en
la Meseta de la cordillera del Atlas, era una “hamada” que
apareció desde los primeros pasos. Un terreno árido en el que los
ripios disgregados de forma aleatoria entorpecían su caminar. Se
apartó un tanto de la carretera mientras iba pasando la población,
que le quedaba a su derecha: «debe ser una barriada de Beni Ounif»
pensó. Unas cuantas casas viejas aisladas jalonaban la margen
derecha de la carretera N-17. Apenas hubo abandonado la población,
que contemplaba desde un alcor próximo a la carretera, en el que se
detuvo a comer unos dátiles, se resintió de la patada que le diera
aquel energúmeno de Mohamed. Se rió, al mismo tiempo, de la
ingenuidad de los cuatreros que le habían dejado todo su equipaje y
el dinero. «Que extraño que no me hayan quitado el amuleto» pensó.
«Ésos ignorantes debieron ser engañados por el cabrón de Mohamed»
concluyó.
La falta de agua le
incomodaba un poco. Después de engullir los dátiles le apetecía un
buen trago de agua, pero el abayogh se quedó en el camión.
«Si es cierto que la siguiente población está a unos diez
kilómetros, tampoco tendré muchos problemas, la temperatura no es
excesivamente alta» se convenció. Decidió continuar hasta Figuig.
Caminaba por la carretera con el asfalto en mal estado, pero se
andaba mejor que por el pedregal. Una señal anunciaba a ocho
kilómetros la población de Figuig. Intentó encontrar el guelta
que le dijera Missha a su izquierda, pero no veía más que una
montaña que corría paralela a la carretera, de una altura
considerable, poco después se percató de que el mencionado guelta
se encontraba paralelo a la carretera, pero a su derecha. Se dirigió
hacia él y caminó por su cauce seco y también pedregoso, sólo en
algún punto quedaba restos de agua.
Pasó el puesto
fronterizo por atrás y vio algún movimiento de gendarmes, que, por
otra parte, daba la sensación de tranquilidad. Alrededor de la dos
de la tarde estaba frente a la población de Figuig. Se detuvo a
contemplar la población desde la lejanía, sobre el alto de la
carretera. Vio que era un oasis de considerable tamaño. Se
distinguía un inmenso zeriba, cuyas palmeras rodeaban e
invadían la población. Un espigado minarete denunciaba la situación
de una Masjid.
Se detuvo al lado de
la carretera y se acabó de vestir con los ropajes Tuareg. Observó
actividad en la población, sus gentes se desplazaban de un lado a
otro, algunos se detenían y después de breves comentarios cada cual
seguía su camino. Algo más allá vio que un hombre sacaba cajas del
interior de una casa, seguramente de frutas y las colocaba delante de
la fachada. Se adentró en el oasis, por la carretera por la que
llegó desde Beni Ounif. Estaba bordeada de palmeras que se extendían
por todas partes. Se acercó a una fuente que manaba agua por un caño
y bebió hasta saciar su sed. Sintió el agradable olor a jazmines
que transportaba el aire. Hacia el Este se encontraba la Masjid
Badr según anunciaba un pequeño cartel. Continuó
adentrándose por las callejuelas de arena, en las que por un lateral
había una acequia por la que corrían las inmundicias, haciendo
notorio un hedor desagradable. Una construcción ostentosa de piedra
con la que se tropezó anunciaba, sobre una placa moderna “Kasba”
y bajo de este nombre el de “Agram”. La entrada en
forma de arco en medio de la calle le hizo detenerse a contemplarla.
Una gran muralla que circundaba en ambos sentidos la población
vieja, guardaba aquel dédalo de callejuelas de arena en el que las
casas de barro eran del mismo color. Vio dos torres en cada uno de
sus ángulos, por lo que dedujo que aquella ciudadela estaría
delimitada por torres iguales. Llegó a una segunda mezquita “Masjid
Taschraft”, situada hacia el Noroeste. Había varios bancos
colocados sobre la explanada frontal. En uno de los bancos, tres
hombres de cierta edad, hablaban entre ellos, seguramente de cosas
banales, insustanciales, o de historias. Sus propias historias
vividas a lo largo de los años, o quizá contándose simples
aventuras que seguramente serían mentira. Se acercó Sissé y le
miraron con extrañeza, aunque vestía al uso, su color contrastaba
con su indumentaria. Habitaban varios hombres negros en la población,
pero comprendieron que éste era un recién llegado y no estaban muy
habituados a recibir visitas de extranjeros.
––¡Salam!—
Saludó Sissé.
––¡Salam!— Le
contestaron casi al unísono
––¿Pueden
ustedes indicarme si hay aquí una agencia de transporte que se llama
“Le Champion”?
––Sí, claro—
le respondió uno de ellos.
––Te la
encontrarás siguiendo esta misma calle a unos trescientos metros,
cuando ensancha— le respondió otro que se había apresurado a
informarle.
––Muchas
gracias.
––¿Tú no eres
targui?— le preguntó el tercero. ––¿De donde vienes?
––No, no soy
targui. Pero no me hubiera importado serlo— le respondió. ––Yo
soy de Malí, de Sikasso, pero en Tessalit tengo unos familiares y
ellos me equiparon de esta forma para soportar la vida del desierto.
––Vas a Europa,
¿no?
––Sí.
Efectivamente. Voy a Francia.
––De aquí
también han salido muchos jóvenes para allá. Aquí hay pocas
oportunidades para los jóvenes con ambición.
––Yo no sé como
están aquí, pero en mi País no tenemos más remedio que buscarnos
la vida en otros lugares— les confirmó Sissé.
––Es el eterno
problema— sentenció el primero de los hombres. ––¡Siempre los
políticos! Es igual en que país te encuentres, los Majzen no se
preocupan de las necesidades de sus pueblos. Después se lamentan
cuando hay un éxodo de sus conciudadanos. Siempre es igual— se
lamentó.
––Bien. Muchas
gracias, de nuevo, por la información. Ha sido agradable conversar
con ustedes— les reconoció Sissé. ––Disculpen, me podrían
indicar si hay un supermercado cercano.
––Sí. Sí. Está
muy cerca, también, al doblar la calle en la misma esquina tienes un
supermercado.
––Muchas
gracias, una vez más.
––No hay de qué.
Buen viaje. Que Allah te proteja, muchacho— le desearon los
tres hombres que continuaron con su charla.
Compró una botella
de agua y dos puertas más adelante del supermercado había un bar,
en el que el gentío hablaba alzando la voz. Tomó un té y dos
bollos y se dirigió hacia la agencia de transporte, que encontró
enseguida. Un hombre con gesto rudo atendía tras una mesa atascada
de papeles.
––¿Qué
quieres?— le preguntó a Sissé, tosco.
––Vengo buscando
a Mussahid.
––Yo soy
Mussahid, ¿Qué quieres de mí?.
––Me envía
Missha, el Egipcio. Me dio su dirección y me dijo que preguntara por
usted, que me llevaría a Oujda.
––Esto es una
agencia de transporte, no una ONG.
––Yo le pagaré
el viaje. Sólo he venido por indicación de Missha.
––Está bien. El
viaje te costará mil dinares.
––Sólo tengo
setecientos— le dijo Sissé.
––Pues no te
llevaré. Vete en el autobús y paga mil quinientos.
––Salvo que
quiera cobrar en euros.
––Mejor en
euros. Mañana a las seis salgo con el camión, si estás aquí te
vienes, si no, no te esperaré. Y ahora dame el dinero.
––Le daré
quinientos dinares ahora y el resto en Oujda.
––Escucha. No
necesito tu dinero. Búscate la vida. Y no me hagas perder el tiempo—
le increpó.
––No pretendo
hacerle perder el tiempo, señor, sólo quiero asegurarme de que no
me engañan.
Mussahid le miró
fijamente de arriba a bajo, por encima de sus gafas, que se sujetaban
casi en el extremo de la nariz. Frunció sus grandes cejas, se
arregló el amplio bigote y dando golpecitos en la mesa con un
lapicero que llevaba entre los dedos añadió:
––Si Mussahid te
dice que te lleva, te lleva a Oujda. Yo no me complico la vida. No me
dedico a transportar personas, yo transporto mercancías. Pero basta
que te haya enviado Missha para no decirte que no. Si te interesa
bien y si no adiós.
––De acuerdo,
confiaré en usted— dijo Sissé tendiéndole cien euros, a pesar de
tener muchas dudas.
––¿Cuál es tu
nombre?
––Sissé.
––Muy bien,
Sissé. Se puntual. No me gusta esperar—. Y añadió ––si te
ves en alguna dificultad, siempre que no cometas algún delito, dile
a quien sea que vas de mi parte. Y yo no engaño a nadie— le
repitió desafiante.
––Muchas
gracias, señor Mussahid. No tema usted, no soy ningún delincuente,
no me gustan los problemas.
––Aquí no
estamos muy acostumbrados a que nos visiten hombres negros. Se
prudente.
––Descuide.
Hasta mañana a las seis.
Con un gesto de la
mano le dio su aprobación Mussahid, que continuó con su trabajo.
Sissé se encaminó
calle arriba para conocer la población. Giró a la izquierda, todas
las casas eran bajas, de barro sobre todo, excepto algún edificio
moderno que tenía construida la fachada de ladrillo de cara vista.
Llegó a L’École Bni Darit. Más adelante tomó la calle Route
Azrou, que se adentraba por medio del palmeral gozando de una sombra
placentera, aunque no hacía un calor excesivo. Tras un buen trecho
caminando, alcanzó el Jardín Municipal y a su lado Oeste el
Hospital de Figuig. Atravesó el Jardín Municipal y se vio frente a
la “Masjid Ksar Ouled Slimane”, tras bordearla
contemplando su construcción siguió por la misma calle y se tropezó
con un cartel que anunciaba le Marché aux Légummes y la Gendarmerie
Royale. Continuó caminando por la N-17 que confluía justo a la
altura de la Gendarmerie, y a su izquierda se levantaba el Hotel El
Malyas. Después de un ligero ajuste en el precio, sin demasiado
regateo, tomó una habitación en la que poder descansar. En esta
zona de la Meseta del Atlas, las noches eran especialmente frías,
algo a lo que Sissé no se había acostumbrado a pesar del tiempo que
había vivido en Tessalit. Le comentó el recepcionista, un
hombre joven, que había un huésped más a parte de él. Era una
habitación muy modesta con una cama antigua, un pequeño armario
raído y un lavamanos de madera envejecida con un espejo algo
desportillado en sus extremos, una jofaina y una jarra con el esmalte
desconchado, y a los lados dos toallas una de ellas de baño. Una vez
acomodado en la habitación y después de haber tomado un buen baño
en la toilette común, salió para seguir conociendo la población.
Cruzó la N-17 y llegó frente a la gran Mezquita Al Moussala. Había
un mercado en el que se hacinaban las personas, Sissé pasó
desapercibido entre los transeúntes que vestían de igual forma,
solo el color de su piel y su envergadura le hacían destacar. Un
puesto de zapatillas deportivas, dispuestas colgando por los cordones
sobre un alambre tensado a lo largo del puesto, llamó su atención.
Otro puesto a continuación de alfombras de diferentes tamaños,
tramas y colores. Algunos más adelante de tejidos de infinidad de
colorido. Otros tantos de frutas, que vendían al peso o por piezas,
compró unas naranjas y un puñado de dátiles. Habían varios
puestos de productos característicos diseminados por el mercado: de
mantequilla cocida, leche en polvo y lana de oveja. Observando el
mercado y sus gentes, Sissé, concluyó que no había gran diferencia
de los mercados de Malí, salvo las personas que aquí eran menos
dicharacheras, no tenían la alegría de sus compatriotas, y algunos
productos característicos. Aquí hablaban entre ellos el Tamazigh,
que entendía con bastante solvencia, salvo alguna palabra suelta. En
su deambular siguió caminando por el Boulevard Hassan II, que así
se llamaba la N-17 en su travesía de la población. Una gran acequia
de riego, venía desde las afueras de la población, desde un
hontanar al Norte sobre la falda de la montaña. La acequia confluía
en un punto a la entrada de la población en que un dédalo de
piedras colocadas armoniosamente distribuía el agua por pequeños
canales construidos en un escaso espacio de terreno, que a su vez
llevaban el agua hacia los diferentes puntos del pueblo. El agua
perfectamente canalizada era la vida de Figuig, un oasis enclavado en
la meseta de la cordillera del Atlas en el que contrastaban las
arenas desérticas, con los terrenos áridos de las zonas montañosas.
El clima no era tan extremo como el de la zona sahariana, por el día
no hacía ese calor asfixiante del desierto, sin embargo el frío era
intenso en la noche montañosa. La vegetación se presentaba
exuberante, con sus miles de palmeras datileras, y con los animales
característicos del desierto: escarabajos, escorpiones, arañas...
Su población estaba compuesta por varias “Ighermawen”,
todas de origen bereber: Al-Wadday, Al-Amar, Al-Lamiz, Al-Solimán,
Al-aNaj, Al-Addi, Iznayen.
Figuig era un vergel
en medio de la nada, entre la cordillera del Atlas y el Gran Erg
Occidental, en el que se cultivaban toda clase de legumbres,
hortalizas, cereales y algunas frutas, como dátiles, naranjas.
Acabadas las plantaciones giró a la izquierda y después de una gran
extensión deshabitada se adentró en la población, de nuevo, por el
Oeste, por el Boulevard Abdelouafi, pasó ante la escuela Al Moukhtar
Soussi, donde fue interceptado por un policía local.
—Dame tu
documentación. ¿Dónde vas?
—Voy dando un
paseo.
—Un paseo ¿eh? No
te muevas— al tiempo que otro gendarme le empujó pegándolo a la
pared, al tiempo que le sujetaba la mano por atrás de la espalda.
—¿Qué vienes a hacer aquí?
—Estoy de paso.
Mañana me voy con el señor Mussahid.
—¿El de la
agencia? ¿Le conoces?
—Sí, el mismo.
Sin acabar de ojear
el pasaporte se lo tendio a Sissé, —ya te puedes ir— le dijo.
—Nos está
mintiendo— comentó el otro guardia.
—No. Déjalo
marchar. Mussahid no le da su nombre a cualquiera.
Quedaron los dos
gendarmes observando como Sissé se alejaba, girando la cabeza de
cuando en cuando. Tomó por la izquierda y se vio dentro del Agram,
entre angostas callejuelas de casas distribuidas de forma
laberíntica, con grandes portones de madera envejecida, raídas
muchas de ellas, otras tantas agrietadas por las inclemencias
meteorológicas y el paso inexorable del tiempo. Todas las puertas
con enormes llaves de hierro que sus habitantes dejaban introducidas
en las cerraduras, muchas de ellas oxidadas. Puertas que por lo
general siempre permanecían abiertas. Un carro provisto de una caja
metálica tirado por un pequeño asno, se cruzó en su camino,
recogía la basura por las callejas de arena, de fachadas y pilares
desconchados. Llegó a la Rue Al Kissarjat, frente a un taller de
reparación de bicicletas, en el que las cubiertas y cámaras de las
ruedas se amontonaban en varios lugares; y, de aquí al Boulevard
Hassan II, para alcanzar el hotel El Malyas. Le causó muy buena
impresión lo que había conocido de la población y de sus gentes,
sobre todo de Mussahid que parecía gozar de buena reputación.
Sissé antes de las
seis de la mañana ya esperaba ante la puerta de la agencia de
Transportes de Le Champion. No tardó en llegar Mussahid, que le
saludó con agrado, interesándose por cómo había pasado el día
anterior, lo que le relató Sissé con todo detallé, haciendo
hincapié en que tuvo que utilizar su nombre para que le dieran una
habitación en el hotel El Malyas y, posteriormente, a unos policías
locales que le pidieron la documentación. Una sonrisa maliciosa
asomó en su rostro. Mussahid tenía el camión preparado y
partieron inmediatamente. Giró el camión en la carretera N-17 hacia
el Oeste, por una falsa planicie entre un terreno árido. Se
adentraron en la cordillera del Atlas, empinándose la carretera y
con descensos vertiginosos, «al menos está asfaltada» pensó
Sissé. Se dirigían hacia el norte con grandes rectas, adentrándose
en el sistema montañoso. Sobre las ocho de la mañana llegaron a
Bouarfa, población que bordeó Mussahid por el Este, pasando delante
de la Cárcel de Bouarfa, l’Ecole Primaire Ibn Tachfine,
continuando viaje por la misma carretera de montaña. Una vez en
Tendrara, a la salida de la población, bajo una arboleda detuvo
Mussahid el camión, para descansar.
––Sissé, debes
vestir como un targui, para entrar en Oujda, como viniste
ayer; cámbiate la indumentaria, para que te dejen en paz los
gendarmes. No ven con buenos ojos a los negros que viajáis a Europa,
que sois muchos— le dijo Mussahid.
––Bien, no tengo
ningún problema, ahora me cambiaré— le respondió. ––Pero
¿por qué esa manía con los hombres negros? Sólo queremos ir a
Europa para trabajar.
––No es sólo
con los hombres Sissé…
––Ya entiendo.
Pero de todas formas, tanto hombres como mujeres negros no vamos a
Europa por gusto, vamos por necesidad, por salvar la vida, unos por
el hambre y otros por las guerras; si por gusto fuera nos quedaríamos
en nuestros países, en nuestras tierras, con nuestras familias.
––Eso es cierto.
Pero hay a mucha gente que el resto del mundo no les importamos un
pimiento—. Y añadió Mussahid, —cuanto más podredumbre tengamos
nosotros muchos más se enriquecen unos pocos.
––Pero no es
justo. Todos tenemos derecho a una vida digna. Y, mientras no se meta
uno en líos deberían dejarle en paz.
––Así debería
de ser, pero no lo es.
––No comprendo
esa maldad de muchas personas...
––Hay muchos
intereses creados, Sissé. El que tiene el poder económico posee el
poder sobre el mundo.
––Mussahid, yo
creo que si sólo fuera una cuestión económica no les importaría
que trabajáramos en Francia o en cualquier otro país, mayor riqueza
generaríamos y más ricos se harían esas gentes, ¿no?
––Visto desde
ese punto de vista, tienes razón. Pero quizá se muevan más hilos
que nosotros desconocemos.
––Maldad. Yo
creo que no es más que maldad.
Después de dos
horas de parada en las que comieron unos dulces, tomaron té y
hablaron de todos los temas posibles, retomaron el viaje. El descanso
les vino bien y siguieron con un buen ritmo por la N-17, con el
asfalto en buenas o malas condiciones según el lugar.
—Me dijeron unos
ancianos que de Figuig habían salido muchos jóvenes hacia Francia—
dijo Sissé.
—Sí, es cierto.
Han emigrado muchos, pero no todos por necesidad—, contestó
Mussahid al tiempo que sacaba del bolsillo posterior del pantalón un
billetero que se le escapó de entre los dedos.
El billetero se
abrió y cayeron varios papeles en el suelo de la cabina, tarjetas y
una fotografía de una niña. Sissé lo recogió todo y se lo tendió
a Mussahid.
—¿La niña de la
fotografía es tu hija?
—Sí… Lo fue.
—Lo siento
Mussahid…
—Tengo dos hijos y
una hija más, pero aquella…, ahora tendría dieciséis años. En
el año 1994 tuve un accidente con un viejo camión, y mi hija
Almudena, que así se llamaba murió en él. Me acompañaban ella y
su madre y la desgracia apagó nuestras vidas.
Atravesaban otro
macizo montañoso en los confines de la cordillera del Atlas, entre
una niebla medianamente densa, que les hizo aminorar la marcha.
Pasaron por Genfouda, una aldea entre montañas.
—En aquellos años
la carretera no estaba como ahora. Estaban de obras y habían
habilitado un carril provisional de tierra, llovía con intensidad y
en una de las curvas se me fue el camión y caímos en un terraplén
de dos metros sólo, pero fue suficiente. Mi mujer resultó con
fracturas en una pierna y el brazo y yo únicamente algunas
magulladuras, pero Almudena... El camión quedó inservible y la
mercancía toda perdida. Los dos años siguientes hasta que llegó
Omar, mi tercer hijo fueron un verdadero infierno. Con el accidente
creímos que la vida se había acabado para nosotros, la desolación
que sentimos no te la podría explicar con palabras. Mi mujer entró
en una depresión tan fuerte que no podíamos dejarla a solas ni un
momento. Hasta que quedó embarazada de Omar no comenzó a
ilusionarse de nuevo. Después con la ayuda de nuestras familias y
amigos compre otro camión no tan viejo como aquel y pudimos
resurgir, a los ocho años pude comprar este camión.
—A veces la vida
nos golpea con dureza, de una forma o de otra…
—Aquello fue
extremadamente duro, Sissé, porque con la parte económica pasas
angustias, pero cuando te tocan los hijos…, es mortal. Yo me repetí
muchas veces que Alá debió llevarme a mí y haber dejado a
Almudena. Espero que Alá me perdonara por aquello.
Alrededor de
mediodía avistaron la ciudad de Oujda, siguieron por la derecha por
la circunvalación del Este, mientras la carretera continuaba
rodeando la ciudad por el Oeste. Le Groupe Escolaire Al Arhams, les
quedó a la izquierda, a continuación un precioso jardín vallado,
circundaba el Lycée Charif El Idrissi, justo enfrente del cementerio
municipal. A unos trescientos metros más adelante detuvo Mussahid el
camión y le indicó a Sissé que había acabado su viaje, estaban en
la Estación de Autobuses de Oujda. Descendieron ambos del camión y
antes de despedirse le dijo Sissé:
––Mussahid, me
sentiría muy honrado si aceptaras comer conmigo. Me gustaría
invitarte––, le dijo Sissé antes de despedirse.
––Gracias Sissé.
Pero no quiero que te sientas obligado conmigo.
––No. No es
porque me considere en deuda contigo, pero si quiero agradecerte la
gentileza que has tenido. Además, tendrás que comer. ¿No?
––Bien..., sí.
Algo tendremos que comer— admitió Mussahid. ––De acuerdo,
veamos los horarios de los autobuses y después nos vamos a comer.
Aparcaremos el camión en la misma estación de autobuses, aquí en
la avenida no podemos dejarlo.
Volvieron a subir al
camión y tomaron la rotonda y haciendo el cambio de sentido salieron
por la derecha entrando en el recinto de la estación de autobuses y
justo enfrente en un ensanche destinado a maniobrar, Mussahid aparcó
el camión y lo cerró. Se introdujeron en un galpón en el que había
varias tiendas comerciales y otros tantos despachos. Uno de ellos
tenía un gran ventanal opaco en el que había dos ventanillas más
pequeñas por las que expendían los billetes. Hasta las tres de la
tarde no salía el primer autobús hacia Nador y posteriormente a las
cinco salía otro, para el que Sissé sacó un billete. Mussahid le
propuso a Sissé acercarse al lugar de descarga, el Aswaq Essalam,
dejar el camión allí y comer en el restaurante del centro comercial
donde él solía comer, aceptando de muy buen gusto. Pasaron ante el
Lycée Omar Ben Abdelaziz y la Iglesia de Sant Louis. La estación de
ferrocarril quedaba a la izquierda de la iglesia, continuaron por la
misma avenida hasta la altura de la Masjid Ennajat y abandonar
la avenida por la derecha, donde a quinientos metros se encontraba el
centro comercial. Lo rodearon para aparcar el camión a la espalda
del mismo, en la zona de descarga. Tras saludar a los encargados de
la descarga, que le indicaron que hasta las cinco o cinco y media no
le podían descargar, apremió a Sissé a seguirlo. Bordearon a pie
el recinto y entraron por la entrada principal del establecimiento,
acomodándose en un restaurante en el que saludaron con afecto a
Mussahid, bromeando con él.
––Ya has
contratado un ayudante ¡por fin!, ¡ya era hora!— le jalearon los
empleados.
––No hagas caso
Sissé, estos siempre están de broma—. Y les dijo a ellos ––Ahora
lo siento pero no os podré pagar la comida, he de pagar al empleado,
de modo que en otro viaje cobraréis.
––Muy bien, de
acuerdo, sabes que tú aquí no tienes ningún problema, ahora
daremos de comer a tu empleado y tú comerás cuando pagues— riendo
todos la ocurrencia de uno de los camareros.
Tras varias bromas
dirigidas de unos a otros, comieron en demasía, a requerimiento de
Sissé. Mientras esperaban a que se hiciera la hora de marchar uno a
la estación de autobuses y el otro a descargar tomaron el té,
después de degustado el primero, pidió Sissé un segundo té para
ambos.
––Sissé, no se
te ocurra cambiarte de ropa. Toma, llévate varias tarjetas de visita
de la agencia. Si te parara la mujazniyya, les dices que eres
empleado mío, que estás realizando gestiones comerciales, captando
clientes para mí en la zona— le dijo mientras le tendía unas
cuantas tarjetas de la Agencia de transportes Le Champion.
––Muchas gracias
Mussahid. ¿Qués es la mujazniyya?
—Es la policía,
les llamamos así, coloquialmente, más bien con despecho.
––Ah, ya. Muchas
gracias, de nuevo, Mussahid. Esto no lo olvidaré nunca. Sabía que
no me equivocaba contigo...
––Bueno, bueno.
No seas tan confiado, cuida mucho con quien te la juegas, Sissé, me
has caído muy bien, desde que entraste a mi casa y me dolería que
te sucediera algo desagradable. Hay demasiados desaprensivos... ¡Ah!
Por cierto, ¿como conociste a Missha, el Egipcio? Quería
preguntártelo antes pero se me había pasado.
––Fue en una
situación bastante desagradable— se lamentó Sissé.
––¿Qué os
pasó?
––Salimos de
Kidal un convoy de tres camiones que debería llegar a Saïda, allí
dos de ellos continuarían hasta Al Jaza’ir y otro se dirigía a
otra ciudad próxima..., no recuerdo el nombre, donde también debía
ir y se supone que debería dejarme.
––¿Tlemcen?––,
le ayudó Mussahid.
––Eso es,
Tlemcen. Yo viajaba con un tal Mohamed. Missha viajaba de ayudante de
un tal Marcel en uno de los camiones que se dirigían a Al Jaza’ir.
Ya cuando íbamos a partir el tal Mohamed me pidió una cantidad que
no teníamos establecida; bueno, realmente quien pactó la cantidad
fue mi jefe de Tessalit que me facilitó el viaje en este convoy. Yo
le dije que le daría la cantidad pactada, la mitad en ese momento y
el resto a la llegada a Tlemcen, lo que aceptó de mala gana ante mi
amenaza de denunciarle a su jefe. Todo el viaje que duró cuatro
días, fui muy desconfiado, no me parecía buena persona. Cuando
íbamos a partir de Bèchar, justo antes de llegar a los camiones
––donde yo esperaba— se reunieron los cinco hablando bajo y
dirigiéndome algunas miradas de soslayo, aquello me puso en guardia,
era la última etapa y esa reunión nunca antes se había producido.
Y..., efectivamente, al llegar a Beni Ounif, ya entrada la noche, se
detuvieron los tres camiones y me obligaron a bajar. Allí intentaron
robarme. Por fortuna antes de partir de Bèchar, desconfiado, les
dije que iba a hacer mis necesidades fisiológicas y me deje entre
uno de los bolsillos y el bolso de viaje los diez mil dinares
que me faltaba por pagarle, más otros tres mil por si estaba yo en
lo cierto de mi sospecha. El resto del dinero tres mil euros y
setecientos dinares, los enrollé cuidadosamente, los envolví en
papel de unos alimentos y me lo introduje en el ano––, esto
provocó una gran risotada de Mussahid. ––Me desvalijaron todo el
equipaje pero no se lo llevaron y Mohamed sólo encontró los diez
mil dinares que yo le había preparado en un bolsillo del ebawen,
más lo tres mil que llevaba conmigo. Me desnudaron por orden de
Mohamed y me golpeó, me dio patadas en el estómago y el pecho, y
ante esto se sublevaron los otros cuatro compañeros de viaje
apartándole de mí mientras le increpaban, Missha se quedó conmigo,
entonces fue cuando me dijo que te buscara y me pidió, finalmente,
que le perdonara.
––Eres
inteligente, y perspicaz…— se alegró Mussahid. ––Ahora
comprendo tu desconfianza cuando llegaste a la agencia. No puedo
creer que Missha hiciera algo así. Me cuesta creer que se dejara
llevar—. Y añadió ––no es que haya tenido mucha personalidad
ese muchacho, pero que llegara hasta ese punto no lo podía imaginar.
El llamarle el egipcio, es por que en una ocasión él dijo que
descendía de allí, después supimos que no era cierto, pero ya le
reconocíamos así y con eso se quedó. Hemos coincidido varias veces
para descargar en el Aswaq y hemos comido juntos en alguna
ocasión, aquí, precisamente. Y me ha parecido siempre una buena
persona, pobre de espíritu, pero buena persona— le dijo Mussahid,
demostrando su conmiseración que no trató de ocultar.
––Y seguramente
lo es— intercedió Sissé, ––de no ser así no me hubiera
ayudado después. Quizá por lo que estás diciendo, se dejó llevar,
hasta que se dio cuenta de las verdaderas intenciones de aquel
cabrón, seguramente les engañaría.
––Sí, es
posible. Es más, seguro que fue como tú planteas, pero incluso así
no se justifica su acción—. Y dirigiéndose a los dos camareros,
que acudieron a la mesa a requerimiento de Mussahid, les dijo:
––¿sabéis lo que ha hecho Missha…? Ha ayudado a un ladrón a
robar a este muchacho y dejarlo tirado en Beni Ounif— les confirmó,
ante la sorpresa e incredulidad de los camareros.
Después de ciertos
comentarios de desaprobación de todos, Sissé les pidió la cuenta y
los camareros les invitaron a otro té. Uno de ellos se comprometió
a llevarlo hasta la estación de autobuses, que le cogía de paso.
Cuando estaban fuera del restaurante, Sissé, se despidió de
Mussahid efusivamente.
––Utiliza mis
consejos, Sissé, en caso de que te sea necesario. Cuídate mucho, y
buen viaje, que Alá te acompañe.
––Gracias,
Mussahid. Muchas gracias. Y que Alá te acompañe a ti también.
Alrededor de las
cuatro y media entró Sissé en la estación de autobuses, donde le
dejó el camarero del restaurante del centro comercial que le había
traído en motocicleta. Había dos patrullas de policía dentro del
recinto. Dos gendarmes que se encontraban en la puerta de su
dependencia, se dirigieron hacia él.
––¡Documentación!––
Le solicitaron. ––¿Dónde vas?
––A Nador— al
tiempo que les extendía el pasaporte.
––¿No sabes que
no se puede pasar a España?
––Pues no lo
sabía. Pero de todas formas no es mi destino.
––Ah, no. ¿Y
dónde vas?— Le preguntó uno de los mujazniyya en tono
arrogante.
––Ya les he
dicho que voy a Nador. Voy de trabajo.
––No nos hagas
reír— le dijeron.
––Es cierto.
Trabajo para Mussahid, para la Agencia de Transportes Le Champion, de
Figuig—, al tiempo que les mostraba las tarjetas de visita.
––Yo no he visto
nunca a un targui que vaya de trabajo y lleve los bultos que
tú llevas, salvo que vaya a hacer un largo viaje— le conminó un
agente, mientras el otro escudriñaba exhaustivamente el pasaporte,
sin encontrar nada anormal que pudiera delatar su falsificación.
––Tenga en
cuenta que yo trabajo por toda la zona y vamos de cara al otoño, por
lo que necesito no sólo ropa estiva.
––¡Ya! Y vas a
ver a los clientes vestido así—, al tiempo que le cogía con dos
dedos la manga de la camisa que le regalara Asshiá.
––No, sólo
cuando voy de viaje de un sitio a otro, como ahora. Es la mejor forma
de mitigar el calor entre el día o el frío en la noche. Piense que
vengo de Figuig.
––Toma tu
pasaporte. No te metas en jaleos.
Sissé se encaminó
hacia el autobús alejándose de los gendarmes, que se quedaron
observándolo. El autobús tenía el portón lateral abierto para que
fueran depositando los usuarios su equipaje. Sissé introdujo el suyo
y tomó su asiento, colocándose en una ventanilla. Apenas si había
gente en el vehículo, sólo dos personas estaban sentadas en sus
respectivos asientos y observaban al nuevo viajero.
––¡Mierda!––
Dijo Sissé en voz baja. ––Tenía que haber cambiado euros por
dìrham en el restaurante. Sólo me queda el cambio que me han
dado de la comida.
Una llamada por
megafonía anunció la inminente salida del autobús a Nador. Una
turba de gente se arremolinó ante las puertas del vehículo, que en
poco tiempo lo llenaron a rebosar. Alrededor de las cinco y media se
puso en movimiento el autobús. Tomaron la N-2, el Boulevard d’Hassan
El Oukili, dentro de la ciudad. Pasaron delante de la estación de
ferrocarril, el cementerio Judío, l’Ecole Moulay Yousef y el hotel
Ibis Moussafir Oujda, dejando atrás le Marché Aux Legumes, la
Mezquita Layla Khadija, el Parque Sidi Mohamed, el Complexe Isly Golf
y por fin el aeropuerto. Ya no quedaba vestigio alguno de la ciudad
de Oujda. Viajaban por la carretera N-16 y pasaron la pequeña
población de Beni Drar. Entraron a la ciudad de Afhir, donde hizo
una parada el autobús, en la plaza de Correos, junto al Banco de
Marruecos. Descendió Sissé del autobús y se adentró en un
comercio que quedaba junto al Banco en el que vendían distintos
productos alimenticios, sobre todo dulces y frutas, vio higos secos y
le vino el recuerdo de Maharafa, para a continuación asaltarle el de
Aicha que le hizo estremecerse de satisfacción e inquietud al mismo
tiempo. Pidió a la dependienta, una señora bien entrada en años,
muy agradable que hablaba incesantemente con cada uno de los que
despachaba, unos “bligat”, que le envolvió en un papel
encerado de alimentación, unos higos secos y una botella de agua.
Apremió a la señora porque podía perder el autobús. Dejaron atrás
la aldea de Village Oulad Abdellah. Transitaban por un erial en el
que los campos estaban perfectamente cuidados y dedicados a la
explotación agrícola, Sissé los observó con meticulosidad. Otra
pequeña aldea se presentó a su paso, Lamriss. Desenvolvió con
cuidado el papel en el que estaban los bligat y los comió con
parsimonia. Se relamió los labios varias veces. Más tarde un cartel
anunciador de la ciudad de Saïdia, avisaba de la proximidad de la
costa. Se percibía la cercanía del mar, una cierta humedad y el
ligero olor a salitre lo corroboraba. Comenzó a caer el sol y se
difuminaba el paisaje con la luz del día cuando alcanzaron el Parque
Natural de Moulouya, donde desembocaba el río que le daba nombre. La
puesta del sol tiñó de rojo el mar dejando una estampa maravillosa
ante los ojos de Sissé que no perdía detalle, estaba ensimismado
por un espectáculo que le parecía fascinante. Viajaban bordeando
casi en paralelo el mar de Alborán, aquel bello espectáculo que
contemplaba por primera vez en su vida le pareció algo
extraordinario. Llegaron a la población costera de Ras El Ma, donde
se detuvo de nuevo el autobús junto a la Mezquita. Entraron a una
nueva población pequeña y pesquera, partida en dos por la
carretera, Kariat Arkmane, que embellecía, más todavía, el marco
del Mediterráneo.
––Aquí mismo
empezaremos a bordear la Mar Chica, donde se encuentra la ciudad de
Nador, aunque nos quedan unas decenas de kilómetros. Descansaremos
quince minutos––, anunció el chófer del autobús al pasaje.
Era una bahía
protegida por un gran espigón natural de una especial belleza, en el
que se hallaba situado el Parque Natural de Arkmane. Sissé no dejaba
de recrear su vista en el mar. Ahora era la luz de las edificaciones
y las farolas las que rielaban sobre las aguas del mar que parecía
un espejo. Sissé recorrió la calle principal, perpendicular a la
carretera que cruzaba la población hasta bajar a la playa. Volvió a
subir por el mismo lugar, <<al menos puedo estirar las piernas,
algo entumecidas>> pensó, mientras comía unos dátiles secos.
Un fuerte olor a jazmines que se entremezclaban de cuando en cuando
con la de eucaliptos, acompañaba al olor a mar inundando la
población. Los comercios estaban abiertos y exponían sus productos
en la calle. Una voz del chófer del autobús apremió a los viajeros
a colocarse en sus asientos para re-emprender el viaje. A través de
la ventanilla Sissé observaba la calle por la que había caminado y
pensó que sería un bonito pueblo para vivir. Enseguida dejaron
atrás Kariat Arkmane.
Llegaron a un cruce
con la N-19 en una gran rotonda, giró el autobús a la derecha por
aquella nueva carretera desde la que se apreciaba un cuartel militar
y más adelante una estación de servicio, justo antes de entrar en
la ciudad de Nador. Eran las nueve y media de la noche cuando tomaron
a la izquierda l’Avenue Des Far, para llegar a la estación de
autobuses de Nador. Sissé quedó impresionado por la magnitud de la
ciudad, la cantidad de edificaciones suntuosas y monumentos que había
visto en su trayecto. Justo a la salida de la estación de autobuses
estaba situada la comisaría de policía, la que esquivó para evitar
cualquier incidente. Volvió por l’Avenue Des Far, hasta la
confluencia con l’Avenue Hassan II y la siguió hasta su
confluencia con l’Avenue Mohamed V, dejando atrás el Centro
Comercial. Esa misma avenida le llevó hasta el Complexe Culturel de
Nador, tomó a la izquierda y pasó ante el Consulat d’Espagne. En
su caminar se encontró con el Mausolée Sidi Ali, justo enfrente del
puerto de Nador. Una señal indicaba: Beni Enzar diez kilómetros y
continuó por esa misma carretera pegada a la costa. Había caído la
noche cerrada y sólo una media luna, que iluminaba de forma tenue,
le permitía ver las cabrillas de las olas del mar, plateadas por la
luz de la luna, que rompían unas veces en un franja minúscula de
arena y otras sobre las rocas. Le pareció el mar tan bonito de noche
como de día, «aunque algo más tétrico» se dijo así mismo. No
podía ver nada en aquella inmensidad oscura hacia el interior del
mar, salvo algún fanal de las barcas de pesca que faenaban próximas.
El viento de gregal, un tanto molesto, le sacudía de costado, la
temperatura algo fresca pero aún agradable le hacía más llevadero
el paseo. Se recreaba en la contemplación de algún monumento o en
una construcción que llamara su atención o simplemente el mar. Pasó
por delante de la Mezquita Terraka y poco más allá Le Fourriére
Municipale de Nador, donde se apiñaban los vehículos. Atravesó,
algo más adelante, una gran pinada que seguía paralela a la
carretera perdiéndose hacia el interior; después un fuerte olor a
eucaliptos y a madera de enebros le llegó con nitidez. Una señal
erguida en un cruce indicaba: Palais Royal de Nador. Era casi media
noche cuando se apartó de la carretera y se acercó a la orilla del
mar, se sentó sobre las rocas y sacó una de las ramas de dátiles y
los higos secos que le quedaban de los que comprara en Afhir. Un
fuerte olor a salitre se mezclaba con el olor de los pinos y
eucaliptos, acompañados por el rumor del mar que tenía a sus pies.
Comía despacio mientras escuchaba el canto monótono, aveces
chispeante, de las olas. Contemplaba cómo la oscuridad del mar era
quebrantada por el parpadeo de los fanales de las pequeñas barcas
que faenaban a esas horas bajo un manto de estrellas en el firmamento
que formaban un bello telón plateado a la Luna. En varias ocasiones,
rompió su quietud alguna estrella fugaz que cruzó enloquecida.
Después de haber
comido los higos y un par de dátiles que confundían su sabor con la
salinidad del ambiente, había completado el menú nocturno y retomó
el camino hacia Beni Enzar. Se mezclaron todos aquellos olores de
pinos, eucaliptos y salitre con un intenso olor a sargazo, las rocas
estaban cubiertas por una gruesa capa de algas que se mecían con los
embates sensibles de las olas. La humedad le caló sus huesos y se
colocó el chaquetón de piel de cebú. Llegó a Beni Enzar de
madrugada, parecía una población desierta, no se cruzó con nadie.
A las cuatro de la madrugada llegó al monte Gurugú. «Final de
etapa, por fin» se dijo. Una suprema sensación de euforia eclipsaba
las dificultades padecidas desde que emprendiera su viaje de la
travesía del desierto. En su ascensión por una pista de tierra y
piedras, iba contemplando la población de Beni Enzar y los reflejos
que emitía en el mar. En un esfuerzo infructuoso intentó ver las
costas españolas mirando hacia el horizonte, una masa negra,
inmensa, fue lo máximo que alcanzó a percibir, «ya lo veré de
día» se animó. En un momento, tras un buen rato de ascensión
––calculó que debía faltar poco para la cumbre— se apartó
del camino, extendió la manta que le diera su madre y recostándose
bajo un pino, se cubrió con el chaquetón de piel de cebú.
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