Capítulo
XVI
Sissé iba sumido en
sus pensamientos y atento a cualquier comentario o acción de
Mohamed, que no le inspiraba ninguna confianza. El camionero tenía
un rostro iracundo, más pronunciado todavía por aquella barba negra
y desarreglada que cubría casi todo su rostro. Cuando hablaba lo
hacía alzando la voz más de lo necesario. Mohamed era más bajo que
Sissé, que le sacaba casi la cabeza. Le faltaban varios dientes y su
mirada era inquisidora. Iba tocado con un fez rojo, viejo y
deformado. Sissé se lamentaba en silencio de la poca fortuna que
había tenido en esta ocasión con el camionero. «En todas partes
han de haber personas indeseables», se dijo. Optó por evitar
enfrentamientos innecesarios y hacer el viaje lo más placentero
posible.
––¿Quien te ha
dicho que yo no soy targui?— preguntó Mohamed en un tono amable
que inquietó a Sissé.
––Quien te
conoce bien— le respondió secamente.
––Ha sido
Michel, ¿eh?
Sissé no le
contestó, permaneció con la vista puesta en la carretera. No tenía
intención de hablar más de lo necesario.
––¡Vamos
hombre! Ya se han puesto las cosas en claro. Estaremos cuatro días
juntos a un metro de distancia, no podemos ir sin hablarnos, ¿no te
parece?
––Ya te he dicho
que la elección la tienes tú.
––Vale. Pues
vamos a ayudarnos, vamos a colaborar en lugar de enfrentarnos— al
tiempo que le tendía la mano a Sissé.
––De acuerdo—
le dijo Sissé, estrechando su mano. Aunque seguía desconfiando de
Mohamed.
––Bonito
amuleto, ¿eh?–– Le insinuó Mohamed con retintín.
––Sí. Sí, lo
son–– respondió Sissé, un tanto intranquilo, no le gustó el
tono empleado por el camionero.
––Me refiero a
ese de la piedra. Quien te lo regalara debía quererte mucho.
––Sí.
Efectivamente mi abuelo me quería mucho. Este amuleto es mi vida––
le mintió.
––Algo extraño
el amuleto para venir del sur de Malí. ¿No te parece?
––Si tú lo
dices. A mí no me lo parece.
––Ya ves, yo
hubiera jurado que es un amuleto Tuareg.
––Pues ya ves
que no. Es un amuleto bamana. En cierta medida tienen similitud los
amuletos nuestros con los Tuareg. Lo he visto en los mercados de
Timbuctu y Gao, sobre todo–– Sissé trató de desviar la atención
de Mohamed.
—Ah, sí. Dijiste
que no te gustaban las mentiras.
Sissé le miró de
soslayo. Entre tanto llegaron a Aguelhoc, donde se detuvieron, en el
mismo lugar que ya parase con Michel. Con haberse detenido el convoy
se evitó continuar hablando del amuleto, que ya empezaba a molestar
a Sissé. Los viajeros formaron un corro delante del camión de
Mohamed, los tres conductores y los dos ayudantes que viajan en los
otros camiones, junto a Sissé. Estaban sentados en el suelo en
animada tertulia, mientras comían alguna cosa. Discutieron los
pormenores del viaje y decidieron que no pararían hasta la frontera
de Argelia en Bordj Moktar.
Todavía no había
amanecido cuando llegaron al puesto fronterizo de Malí, se
encontraba algo apartado de Tessalit en el mismo desierto, entre unas
montañas pedregosas y de tierra oscura. Tras despachar en la aduana,
un galpón raído en el que a su entrada había una mesa atascada de
papeles apilados, dos policías revisaron los pasaportes, mientras
otros dos controlaron los vehículos. En un abrir y cerrar de ojos
habían despachado, con la autorización de continuar ruta, previa
entrega del diezmo correspondiente ––seiscientos francos,
aportados entre todos— que Mohamed había deslizado sutilmente bajo
los folios de arriba.
Apenas habían
abandonado el puesto fronterizo, se hundieron las ruedas delanteras
del primer camión del convoy en la arena. Descendieron todos los
viajeros de los camiones y provistos de palas comenzaron a quitar la
arena. Colocaron las planchas delante de ambas ruedas y después
Mohamed situó su camión delante y tirando de él con un cable de
acero lo ayudó a salir.
Tres horas más de
viaje necesitaron para llegar al puesto de la frontera con Argelia en
Bordj Moktar. Una choza vieja y una bandera de Argelia anunciaban el
puesto fronterizo. Un aduanero simpático se enzarzó en una
conversación con Mohamed que le regaló un paquete conteniendo un
par de pantalones jeans y sin más, le devolvió los pasaportes de
todos. Le dio órdenes a Mohamed de pasar por el otro lado de una
barrera solitaria, apoyada sobre dos bidones, en medio del desierto y
continuar viaje. Vieron a los lados de la carretera varios esqueletos
de vehículos corroídos por el sol o el fuego en algunos casos. Se
dirigieron a la población a través de una carretera de arena
amarillenta que se camuflaba en muchos puntos con la arena del
desierto hasta llegar a una gran avenida, también de arena, que
atravesaba el pueblo de Bordj Moktar de Norte a Sur, bajo un sol
tórrido, que parecía querer derretirlo. Era poco más que una aldea
y sus construcciones, casas de adobe de color gris y marrón, a un
lado y otro de la carretera, salvo algún desangelado edificio.
Después de anunciar que no reanudarían el viaje hasta las siete de
la tarde, se dirigieron a una cafetería cercana para mitigar el
calor. Pasaron el día en la cafetería Qahwet Leghzal, bajo un
chamizo.
—¿Es tan temible
como dicen el Tanezrouft? —Preguntó Sissé.
—Más de lo que te
puedas imaginar— le respondió unos de los camioneros. —Ahí nos
podemos encontrar con cualquier cosa, por insignificante que sea
puede llegar a ser un escollo insalvable.
—Hay mucha gente
que desaparece en él, Sissé— apuntó uno de los ayudantes.
—A ver si me lo
vais a asustar— dijo Mohamed burlón, al que no prestaron mucha
atención, al tiempo que se echaba en el suelo a la sombra para
dormir un rato.
—Sissé, al mismo
tiempo es precioso. Su inmensidad te atrapa, ya verás— aseguró
otro de los ayudantes.
—Lo que te atrapa
son las trampas de arena— protestó uno de ellos. —Yo no lo
quiero ni en pintura.
—¿Entonces porque
haces esta ruta? —Preguntó Sissé.
—Por necesidad,
sólo por necesidad, Sissé. En uno de los viajes que hice me
encontré cerca del Bidón 5, un furgón y un todo terreno calcinado,
en el interior del furgón había seis cadáveres, eran alemanes.
—A lo largo de la
ruta se ven muchos vehículos calcinados— añadió otro camionero.
Un nudo en la
garganta ahogaba a Sissé que bebía refresco de limón de forma
insistente.
A las siete de la
tarde emprendieron el viaje. A la salida de la población se vieron
algunos baobabs. Sobre poniente se adivinaban, tenues, unas
pequeñas alteraciones que presagiaba la presencia en cualquier
momento de las dunas del desierto en su plenitud: el temible
Tanezrouft. La carretera, ancha y recta, se alternaba de tierra negra
y piedras para posteriormente aparecer la arena amarillenta y así
sucesivamente durante un buen trecho. Después de pasar varios
mojones, llegaron a un hito más grande, degradándose la carretera
hasta el punto de perderse el asfalto bajo un inmenso manto de arena.
––Entramos en el
Tanezrouft, Sissé— anunció Mohamed.
Había oscurecido
pero la visibilidad era bastante buena, de modo que los faros de los
camiones parecían alumbrar más. No tardaron en llegar a Poste
Maurice Cortier.
––Esto es Poste
Maurice Cortier, también se le llama Bidón 5. Aquí hicieron los
franceses las primeras pruebas con las bombas atómicas.
––No tenía ni
idea. Si quiera que los franceses tuvieran bombas atómicas. Es algo
que nunca me ha interesado— respondió Sissé al tiempo que buscaba
con la vista el furgón y el todo-terreno que dijeran en la cafetería
esa misma tarde, sin llegar a verlos.
A pesar de la noche
se podía ver claramente la llanura, que parecía extenderse hasta el
infinito, en el que no predominaban más que dunas a izquierda y
derecha, por todas partes. La luna llena brillaba con fulgor
extraordinario en un infinito perlado de estrellas. Se podía ver a
la perfección que no había ni rastro de carretera. Sissé observaba
las constelaciones de cuando en cuando para asegurarse de que no
perdían la orientación. No tardaron mucho en tener un nuevo
contratiempo, el mismo camión de antes enterró sus ruedas en la
arena y se procedió de igual manera, al tiempo que se mofaban del
camionero por haberle sucedido otra vez a él.
Alrededor de las
tres de la madrugada se detuvieron junto a la señal que indicaba el
Trópico de Cáncer. Salvo un cartel raído no se apreciaba signo
alguno que sugiriera que allí había algo extraordinario. Sissé
descendió del camión e hizo unos estiramientos y se quedó inmóvil,
observando aquella masa de arena: una inmensa llanura tenebrosa, en
la que se difuminaba el horizonte, se contemplaba a pesar de la
oscuridad de la noche, quebrada por la intensidad del fulgor de la
luna. Sólo a lo lejos se apreciaban unas dunas que jalonaban la
llanura de arena que aparecían de un tono entre blanquecino y gris.
Un silencio espectacular, inmenso, etéreo, roto sólo por las
palabras de los allí congregados y el rumor de algunas alimañas,
sosegaba el ánimo de todos ellos. De igual manera contrastaban sus
grandes extensiones planas, en las que el horizonte no se distinguía,
con la inmensidad de aquellas dunas de arena y en todo caso carentes
de la más elemental vegetación. Como la inexistente presencia de
vida humana, que salvo los trashumantes Tuareg, o algún que otro
intrépido turista, en connivencia con escorpiones, arañas y
serpientes, no se veía signos de vida.
Estaban bebiendo y
comiendo sentados en la arena. Sissé comentó el estado en que había
quedado algún que otro coche a la orilla de la pista, no se les veía
más que los esqueletos corroídos por el sol o el fuego según los
casos. Y la pista, que se distinguía únicamente por las balizas que
la bordeaban, difuminada por la arena. Cada cual comenzó a hablar de
aquello que le esperaba en sus destinos. Unos echaban de menos sus
familias, otros hacían planes para divertirse en cuanto llegaran.
––¿Sería más
conveniente llegar hasta Argel y tomar un barco a Francia?— dejó
Sissé la pregunta en el aire.
––No, de ninguna
manera. Es preferible que te quedes en Saïda, bueno mejor en
Tlemcen, es mi segunda parada, y de allí a Oujda, desde esa ciudad
marroquí no tendrás ningún problema para continuar viaje hasta
Melilla—respondió Mohamed. —La frontera española la puedes
pasar con bastante facilidad y la policía de allí, es más
permisiva, Sissé. De ninguna manera debes intentar salir por
Argelia, te devolverían hasta Adrar. En Marruecos también debes
tener cuidado, no creas que son fáciles. Si no han tenido ningún
problema con los negros, pasarás desapercibido, pero si es al
contrario debes estar muy atento y no cruzarte con ningún gendarme.
Sissé se sintió
molesto por el tono que había utilizado Mohamed para designar a los
negros, pero prefirió no hacer caso, lo que le interesaba era que le
llevara hasta su destino.
––Intentaré no
descuidarme, no me gustaría volver hacia atrás.
––Bueno, siempre
puedes utilizar la persuasión.
––¿Tú crees
que me escucharían?
––No, Sissé,
no. La persuasión de...— hizo un gesto con la mano como para
pedir. ––Los francos, Sissé, los francos.
––Ah, ya. Qué
ingenuo soy.
––Ya aprenderás.
––Ya, lo
imagino. Espero no verme muy a menudo en esa situación, si no pronto
se me acabarán los argumentos…
––Ja. Ja… Es
lamentable que se den esas situaciones, pero… Sí, son frecuentes y
no sólo en Argelia, también en Maruecos, o en Libia. Es igual. Todo
el mundo es igual. Cuando existe la posibilidad de sacar dinero, no
se tiene en cuenta la situación de la persona.
«Es triste, porque
sólo vamos a trabajar. No pretendemos más que mejorar nuestras
condiciones de vida. No vamos a quitar nada a nadie» se dijo. «Este
tío puede enseñarme todo los malo necesario para sobrevivir y
burlar a los gendarmes» pensó.
––Siempre hay
alguien que se enriquece a costa de la miseria de otros— dijo
Sissé. —Pero bueno si consigues el objetivo habrá valido la pena
y no te acordarás de lo que hayas pasado anteriormente—. Sissé
quedó contrariado después de hacer ese comentario.
Un viento que iba de
menos a más, proveniente del sur, estaba levantando la arena y
enseguida alteró la tranquilidad con la que hasta ese momento
estaban departiendo en aquel descanso del viaje. El viento ganaba en
intensidad y Sissé se acordó de los Yennun, que le dijera Conrad.
––¡Atención!
Debemos protegernos, nos está azotando el “Chergui”.
¡Protejámonos con los camiones!—, gritaba alterado uno de los
camioneros.
––¡Yennun!
¡Yennun!— Gritó, al mismo tiempo, uno de los copilotos.
Sissé ya se había
provisto cubriéndose con el litham hasta los ojos, como le
había enseñado Conrad. Previamente se ajustó el chèché y
se subió a la cabina del camión, en donde ya se encontraba Mohamed
cerrando las ventanillas. Cada cual se protegió como pudo, subiendo
todos a las cabinas de sus respectivos camiones, excepto uno de los
copilotos que se protegió con las ruedas del camión. El viento
entraba del suroeste, aunque hacía unos giros envolventes como
remolinos. Parecía que aquel viento tenía vida y rodeaba los
camiones volviendo por donde venía, girando en el sentido de las
agujas del reloj. Un calor asfixiante que acompañaba al viento se
ensañaba sobre las personas, unido a la arena que ya había en la
cabina y se levantaba como consecuencia del viento, haciendo el aire
irrespirable e insoportable. Había desaparecido la majestuosidad del
infinito tachonado de estrellas y el esplendor de la luna. Sissé
recordó con preocupación el miedo que sintió en aquella tormenta a
su regreso de Agadez. Pero esta tormenta no tenía nada que ver con
aquella, era más virulenta. El viento zarandeaba el camión y Sissé
estaba sujeto a la manilla de la puerta, sin despojarse del litham
ni del chèché. Un considerable aumento de la temperatura
había hecho más agobiante la situación. El silbido del viento en
una oscuridad absoluta, sepulcral, quebraba cualquier optimismo, sólo
Mohamed estaba recostado en el asiento con el pie izquierdo,
descalzo, sobre el salpicadero. La arena que levantaba el chergui
golpeaba chispeante, con violencia, en las cabinas de los camiones.
Después de casi tres horas, que se les hicieron interminables, se
calmó el fuerte viento, ya no soplaba con la fuerza que lo había
estado haciendo, aunque todavía quedaban ráfagas importantes
llevando partículas de polvo en el aire, que ensombrecía aún más
la noche. Descendieron. Parecía que se encontraban en una bóveda
arenosa que se adhería a sus cuerpos, entre la sensación de agobio
por la dificultosa respiración.
Sissé se sacudió
la arena que llevaba encima, hicieron lo mismo el resto de
expedicionarios, que se incorporaron poco a poco en grupo. Sólo el
copiloto que se protegió con la rueda del camión, al que ayudaron a
incorporarse, presentaba una tos aguda que no remitió a pesar de
beber agua. Todos presentaban alguna dificultad para respirar,
comentando que habían tragado algo de arena y que tenían las fosas
nasales taponadas. Varias veces hicieron beber al que presentaba el
cuadro de tos, sin conseguir que le desapareciera. Revisaron los
camiones, que se encontraban irreconocibles, las ruedas estaban casi
enterradas, la carga también cubierta de arena y el interior de las
cabinas se encontraban con una capa densa de arena, que cubría
asientos, salpicaderos, pedales... Mohamed instó al resto a revisar
los motores que igualmente estaban cubiertos por la arena. Calcularon
que les quedaban unas dos horas aproximadamente para llegar a
Reggane, por lo que decidieron retomar el viaje apenas aclarara el
día. Mientras tanto podrían limpiar bien los camiones. Una neblina
que permanecía en la altura mantenía la oscuridad como enrojecida.
Sissé aprovechando el momento de la limpieza de los camiones y
equipajes conversó con el copiloto del camión que gritara ¡Yennun!
Se habían encaramado a lo alto de los camiones.
––¿Eres
targui?–– Le consultó Sissé.
––No. Pero he
convivido casi toda mi niñez con ellos.
––No es muy
normal, ¿o sí?
––No. No es
habitual. Pero en mi caso perdí a mis padres en una travesía del
desierto y una familia Tuareg me recogió apunto de morir, con tres
años. Según me han contado en alguna ocasión, a mis padres y una
hermana mayor que yo les enterraron donde me encontraron moribundo y
se hicieron cargo de mí.
––Entonces
¿hablas thamasek?
––Sí. Claro. Y
vivo bajo las costumbres y enseñanzas de esa familia.
––Gran pueblo el
Tuareg.
––Ciertamente
sí. Pero llegó un momento en mi vida que yo quería saber quién
era y de dónde venía... Cuando me hice mayor les dije que me
marchaba, que iba en busca de mis raíces, y a pesar de sus
explicaciones no lo he descubierto todavía. No sé dónde nací ni
si tengo más familia. Ahora ya lo he superado, pero lo pasé muy
mal.
––Y ¿por qué
no volviste con la familia que te acogió?
––No era la vida
que yo quería, siempre de un lado para otro. Sí es cierto que
recorrí los desiertos del Tanezrouft y Teneré varias veces. Me
llevaba muy bien con mis hermanos, tres mayores que yo, que me tenían
como uno más de ellos. Pero yo tenía otras inquietudes. Yo
pretendía vivir en un lugar que tuviera ciertas comodidades. En
Arlit, población del norte de Níger, pasábamos largas temporadas
acampados, conocí a un chico y nos hicimos muy amigos, me invitaba a
su casa con bastante frecuencia, cuando no iba yo por mi cuenta.
Añoraba la vida de aquella familia con una vivienda en la que cada
cual tenía una habitación para sí mismo. No tenían que desmontar
y montar sus jaimas si tenían que moverse de un lado a otro, y eso
me gustaba.
––¿No llegaste
a hacerte a esa forma de vida trashumante?
––Sí. Sí, me
hice a su forma vida. Lo que me sucedió, es que a raíz de decirme
qué era lo que me había pasado y por qué estaba con ellos, comenzó
a obsesionarme la curiosidad de quién era y de dónde venía...
––Y dices que no
has encontrado tus raíces...
––No. Aún no he
encontrado de dónde vengo. Un buen día estando en Aïr Sefra
––según algunos indicios parece que procedo de allí–– y
harto de buscar algún parentesco, estando en un almacén buscando
trabajo llego Marcel con su camión y entablamos conversación, le
comenté que había vivido toda mi vida en el desierto de un lado a
otro y me dijo si quería acompañarle y hasta ahora. Y, tú, ¿por
qué vistes así?
––He pasado ocho
meses en casa de una familia Tuareg, en Tessalit. Él es de Sikasso,
como yo, es primo del famma de los duungoma a los que
pertenezco, y por indicación de aquel llegué a su casa, donde fui
acogido como un hijo. Asshiá, su mujer, es targuia, es una
gran mujer–– dijo Sissé. ––En esos casi ocho meses he vivido
bajo las costumbres de los Tuareg, llegando a adoptarlas como mías.
Me hicieron el regalo de la indumentaria que llevo, con mucho
orgullo, te lo aseguro.
––¿Hace mucho
que saliste de tu casa?
––Casi diez
meses, poco más o menos. Pasé dos meses trabajando en el algodón,
en Fanna, y los ocho meses de Tessalit, en los que trabajé también
en un almacén agrícola.
––Eres muy
valiente para hacer el viaje que estas haciendo.
––No. Nunca he
sido valiente... ¿cómo es tu nombre?
––Missha––
se presentó
––Yo soy Sissé.
––Sí, ya lo he
oído a lo largo del viaje.
––No soy
valiente, Missha, como te he dicho. Sólo tengo necesidad en mi casa
y he de tratar de resolverlo. Ya estoy harto, cuando no es la sequía,
son unas lluvias torrenciales y si no una plaga de langosta. Las
calamidades siempre las pasamos los mismos.
––Si fuera más
joven me iba contigo.
––¿Qué edad
tienes? Aunque no creo que sea un inconveniente la edad.
––Tengo treinta
y nueve años. Efectivamente la edad en sí no tiene por qué ser
inconveniente para viajar, pero sí el estado de salud en que te
encuentres, que eso sí está relacionado con la edad que tienes.
Rieron ambos.
––No creo que
estés tan mal de salud como para no poder hacer ese viaje.
––No, la verdad
es que me encuentro muy bien, Sissé. Pero me he hecho cómodo. Puedo
vivir con el trabajo que tengo, no tengo a nadie que dependa de
mí..., para qué complicarme la vida.
––¿Te has hecho
cómodo con la vida de camionero? No difiere mucho de la vida que
llevabas con la familia Tuareg–– le dijo Sissé.
––No. Es cierto.
Pero que le voy a hacer... Es como te he dicho: no quiero complicarme
la vida.
––En eso tienes
razón. Yo he tenido oportunidades de permanecer en mi país. Lo que
en Sikasso no tenía oportunidad de trabajar, cuando salí de allí
trabajé donde me lo propuse. Y eso que en mi pueblo había trabajado
en una peluquería, cortaba el pelo y arreglaba la barba, pero cuando
le pedí que me diera un sueldo se acabó el trabajo. En Tessalit, es
verdad que me echó una mano muy importante Conrad, el hombre de
Sikasso con el que viví, que te dije antes.
Una voz anunciando
la marcha, interrumpió la conversación que mantenían Missha y
Sissé, y los dos descendieron de encima de las cargas de los
respectivos camiones en los que viajaban. Ya habían quedado
medianamente limpios de arena los camiones, puesto que se continuaba
posando sobre la mercancía y comenzaba a esclarecer el día;
reanudaron el viaje hacia Bèchar. El copiloto que seguía tosiendo
incesantemente, presentaba un rostro amoratado, que comenzó a
preocupar al resto. Decidieron que lo llevarían al hospital una vez
en la población. Sobre las cuatro de la tarde entraron en Reganne,
dejando a sus espaldas el monumento al desierto del Tanezrouft.
Pasaron delante de la Mezquita Ali Ben Abe Taleb, que quedaba a su
izquierda y presentaba un estado sombrío, como todo el pueblo de
Reganne, que también estaba cubierto de arena y trataban de despejar
varias cuadrillas de hombres. A su derecha quedaba el mercado, en la
confluencia con L’Avenue Emir Aek, en el que comenzaban a iniciar
la actividad, ese día bastante más tarde de lo habitual, ya que aún
quedaban algunos hombres retirando la arena que había depositado a
su paso el temporal de viento de la pasada noche. Uno de los camiones
se desvió del camino para llevar al enfermo al hospital, que
presentaba muy mal estado. Aparcaron los otros dos camiones en la
plaza del mercado y buscaron cobijo en un bar junto al “Mairie”,
en el que un guardia que estaba en la puerta les observaba. La
población todavía no se había recuperado del paso del chergui,
había zonas que se encontraban casi sepultadas por un
manto de arena. Algunos árboles resultaron volcados, muchas ramas de
otros tantos rotas y esparcidas por el suelo. Cables de luz
arrancados de las paredes y algunas hojas de ventanas arrancadas de
sus goznes. El vendaval había dejado sus secuelas en la población.
Habían conseguido
cruzar el desierto de los desiertos, el temible Tanezrouft. Se
felicitaron por ello todos los expedicionarios. El Tanezrouft era
tristemente famoso por la cantidad de personas muertas y
desaparecidas en él. Su silencio espectral iba unido inexorablemente
con su belleza cautivadora, que no dejaba indiferente a nadie que lo
cruzara. Únicamente se lamentaban por el estado del copiloto.
Con la caída del
sol llegó el tercer camión con el chófer sólo.
—¿Qué ha pasado
con tu compañero? — le preguntaron.
—Ha quedado
hosptalizado. Le han puesto enseguida una cámara de oxígeno. Está
muy mal.
—Y ¿qué vas a
hacer? — consultó Mohamed.
—He de entregar la
carga, después volveré a por él. He tenido que dejar mi numero de
teléfono por si pasara…
—¿Tan mal está?
— preguntó Missha, preocupado.
—Sí, está muy
mal. Le han ingresado en cuidados intensivos. Tiene un color de cara
entre azulado y verdoso…
—¡Pobre hombre! —
dijo Sissé.
Mohamed presionaba
para iniciar el viaje los tres camiones rumbo a Bèchar, aduciendo
que era cosa conocida la dificultad que entrañaba el desierto y de
la que nadie estaba libre. Los otros dos camioneros le dijeron que
ellos no salían de momento, descansarían y en la madrugada si todo
estaba bien reemprenderían el viaje. Mohamed aceptó a
regañadientes. Enfilaron la N-6 que les trajera desde el otro confín
del desierto y ahora debía llevarles hasta Adrar. Llegaron a la
población de Adrar ya despuntado el día, circunvalaron la ciudad
por el Este, hasta alcanzar, a la altura de una gran rotonda, el
monumento de Porte d’Adrar en la carretera que llevaba hasta el
aeropuerto. Pasaron ante la estación de autobuses y el Estadio, para
encarar la N-6 que giraba hacia el Norte en otra gran rotonda. Tenían
a su derecha l'Université Africaine d’Adrar, en cuyo campus, justo
a continuación de esta primera, se hallaba l'Université Africaine
Colonel Ahmed Draia, ante la que detuvieron los camiones para
descansar.
Al atardecer,
alrededor de las seis de la tarde del cuarto día desde que iniciaran
el viaje, llegaron a Timmoudi, sobre una zona montañosa, en donde se
detuvieron. Sobre la izquierda de la carretera se encontraba el
Sebkha El Melah, una gran laguna en la hondonada que
gratificaba la vista después de dos días de arena y polvo entre
paisajes áridos, carentes de vida.
Uno de los
camioneros les dijo que iba a darse un baño a la laguna, invitando
al resto a seguirlo, a lo que accedió Sissé, el resto declinaron la
invitación, aduciendo que el agua estaba muy fría.
Durante el descanso
estuvieron conjeturando sobre el estado del que dejaron hospitalizado
en Regane; se consolaron con que no les habían llamado por lo que
dedujeron que se encontraba mejor. Sissé y Missha se apartaron un
tanto del grupo estirando las piernas y haciendo unos leves
ejercicios físicos para soltar los músculos agarrotados. Sissé
presentaba muy buen aspecto después del baño.
—Missha ¿no te
parece un tanto raro Mohamed? — le pregunto Sissé.
Missha sonrió
levemente.
—Sí. Es algo
extraño. Lo mismo te gasta una broma que te increpa como una bestia.
Es impredecible.
—Da la sensación
de no ser de fiar. No es como los otros.
—Tú no hagas caso
de él. Sissé, limitate a hacer el viaje lo más tranquilo posible.
En la madrugada
reiniciaron el viaje en dirección a Bèchar. La N-6 era una
carretera asfaltada, en la que se alcanzaba una buena media si no
estaba cubierta de arena. Aunque esa mañana, aún, se veía, en
tramos, vestigios de la arena del último temporal. Aquella carretera
bordeaba el Gran Erg Occidental, aunque en algunos momentos parecía
estar dentro del mismo desierto argelino. Llevaban alrededor de dos
horas de viaje, cuando se detuvo el camión de Mohamed en el que
viajaba Sissé, habían pinchado una de las ruedas. Tarea ardua que
les llevó casi tres horas, en las que todos parecían maldecir de
igual forma, quizá, porque ya se apreciaba claramente signos de
cansancio en todos los hombres de la expedición. Se lamentaban por
su infortunio, lo que Sissé no comprendía, gesticulando con algo de
asombro ante algunas de las maldiciones proferidas; parecía un
ritual que seguían todos ellos.
Bajo un calor
sofocante, el sol, implacable, les acompañaba desde primeras horas
de la mañana, entraron en la ciudad de Bèchar a las cuatro de la
tarde, por Bèchar Djedid. Se distinguía un monumento en el centro
de una rotonda, en el que sobre una gran base de piedra se erigía
una gran “Tetera y dos vasos”, de color plateado. A la derecha de
la carretera y tras una fila de casas bien alineadas, se levantaba el
minarete de una mezquita, por encima de una bella edificación
característica, que a penas se dejaba ver.
La N-6 se había
transformado en una gran avenida de dos carriles por cada sentido,
con un seto central jalonado por farolas de porte antiguo. Dejaron
atrás el Hotel Magreb Arabic. Unos centenares de metros más
adelante el Gran Estadio de Deportes. A medida que se acercaban al
centro de la ciudad, iban desapareciendo los vestigios desérticos
que les habían acompañado durante todo el viaje. Bèchar era una
ciudad en la que abundaban los parques destacando sobremanera el
verdor de sus arboledas y sus impresionantes sombras, sin duda, para
cobijo de sus habitantes y posiblemente para redimir a sus visitantes
de las carencias halladas o por hallar en el desierto, según en el
sentido en que viajaran. Un suave aroma a las flores y plantas que
jalonaban la ciudad la hacía más placentera. Había modernas
edificaciones a uno y otro lado de la avenida por la que transitaban,
por un momento les hicieron olvidar las penurias sufridas en los
cuatro días de viaje.
Se propusieron
retomar la ruta hasta Saïda, para lo que Mohamed les convocó a las
ocho de la tarde. Uno de los camioneros comentó al resto que tenía
que revisar su camión en un taller mecánico, por lo que sería
mejor partir al día siguiente. Mohamed le respondió que ellos
emprenderían viaje a las ocho de esa misma tarde, quien se
encontrara allí partiría y quien no saldría cuando sus propios
medios se lo permitieran. El tercer camionero reprochó a Mohamed su
actitud y le anunció que él tampoco partiría hasta el día
siguiente.
Cada cual tomó el
camino que mejor le pareció, nadie dijo a Sissé si quería
acompañarlos. Sissé quedó un tanto contrariado, se encaminó hacia
un restaurante que había visto dos calles más abajo y se aseó a
conciencia. Tomó un poco de Couscous y Mechui, de postres unos
pasteles: makrout, samsa, hrisa y el sfenj, a base de sémola,
almendras y dátiles, endulzados con miel, y acompañados de té a la
menta. Tomó varios tés y después se encaminó hacia los camiones.
Cuando acudieron los compañeros de viaje, Sissé, ya estaba
esperándolos. En aquellos momentos llegó también el que debía
revisar su camión, por lo que se encontraba el convoy al completo.
Despuntaba el día y
justo antes de partir, una reunión de los chóferes, unos metros
antes de donde se encontraba Sissé alertó a éste, que veía
próximo el final de viaje con sus compañeros y temía alguna treta
de Mohamed. Parecían recriminar a Missha alguna cosa. Sissé
permanecía atento a los gestos de los cuatro acompañantes sin
llegar a oír su conversación. En ningún momento antes se habían
reunido al margen de Sissé. Las formas que Mohamed mostrara en Kidal
las tenía todavía muy presentes y le mantenían muy suspicaz, a
pesar de no haber tenido ningún otro altercado. Sissé, alzando la
voz, les dijo que tenía que hacer sus necesidades fisiológicas, que
volvía enseguida.
A las siete partió
el convoy. Los otros dos camiones precedían al de Mohamed por
primera vez en todo el viaje. Pronto dejaron el poblado de Ouakda y
se adentraron en parajes desérticos, aunque continuaban por
carretera asfaltada sin arena que la cubriera. Una zona de montañas
que quedaban a su derecha rompía la monotonía de la llanura por la
que estaban viajando desde hacía aproximadamente una hora. Seguían
bordeando el Gran Erg Occidental, muy próximos a la frontera con
Marruecos. La vía férrea seguía paralela el curso de la carretera.
A las diez de la mañana llegaron a Beni Ounif. A un kilómetro
aproximadamente antes de llegar a la población había una carretera
estrecha que salía por la derecha de la N-6 y que llevaba a la parte
Este de Beni Ounif. Mohamed detuvo el camión e invitó a Sissé a
descender. Los otros dos camiones se habían detenido igualmente por
delante de ellos. Quedó Sissé un tanto sorprendido al ver que los
demás compañeros de viaje permanecían apiñados, entre los dos
camiones de delante y el de Mohamed, dándoles la espalda a ambos;
uno de ellos hablaba por el teléfono. Aquello hizo que se pusiera en
guardia, era una actitud extraña, carente de sentido. Los
pensamientos de Sissé se sucedían a velocidad de vértigo,
intentaba encontrar algo que justificara aquella situación que en
ningún momento antes se había dado. El corazón le latía acelerado
y miraba de forma insistente a Mohamed y al resto de compañeros. Por
un momento le vino a la mente las palabras de Missha y el silencio
casi absoluto de Mohamed desde que salieron de Bèchar, únicamente
quebrantado por algún improperio del camionero.
––¿Qué sucede
Mohamed. Porque nos hemos detenido?
––No ves que se
han detenido los otros camiones— se excusó, con una mal disimulada
tranquilidad. ––Ahora, Sissé, págame lo que me debes.
––Yo no te debo
nada— le respondió Sissé, arrogante. ––Te lo pagaré en
Tlemcen, como quedamos de acuerdo.
––No entiendes
nada, eh. Tú, ya no vas a Tlemcen. Este es el final de viaje— le
amenazó, mientras llamaba a los otros compañeros.
––Muy bien. Pero
tú no tendrás el dinero, por incumplir tu parte del trato.
Entre tanto se
acercaron el resto de compañeros, con los rostros compungidos.
Increparon a Sissé para que pagara a Mohamed y, a continuación,
anunciaron la muerte del que había quedado en el hospital de Regane.
––¿Prefieres
que nos lo cobremos nosotros, a dárnoslo tú voluntariamente?
––Está bien,
está bien — les dijo Sissé para evitar una pelea
desproporcionada; –– he de coger la bolsa de viaje, es donde
llevo el dinero.
––No irás tú
al camión — le amenazó Mohamed, –– nosotros buscaremos el
dinero.
––Deja que vaya
el muchacho al camión y que te pague — le propusieron.
––¡No irá él
al camión, he dicho!
Mohamed se dirigió
al camión. Desde el pescante cogió el ebawen de Sissé y
tras registrarlo, no llevaba más que algunos dátiles, una camiseta
y la documentación, lo lanzó con fuerza en la arena.
––El poco dinero
que tengo lo llevo en la otra bolsa que va detrás en el remolque.
––Poco dinero,
eh.
El dugutaampalan
se había convertido en un gran bulto en el que llevaba sujeta toda
la ropa que le habían regalado Asshiá y Conrad, junto a todo el
equipaje que Sissé ya traía. Mohamed ascendió con agilidad al
camión y lanzó con rabia el pesado bulto desde lo alto. Sissé
permanecía impasible mientras Mohamed registraba su equipaje dejando
todo desparramado en la arena, en un bolsillo interior encontró el
dinero: diez mil dinares.
––Me tomas por
idiota! Saca todo el dinero que llevas o de aquí no sales vivo —
le amenazó Mohamed con el rostro desencajado.
––No tengo más,
Mohamed. Sólo me quedan en el bolsillo unos tres mil dinares
más. Tómalos.
––No me hagas
perder la paciencia. ¡Saca todo el dinero que llevas! — le gritó.
–– Pretendes que me crea que con esto vas a hacer tú el viaje a
Europa — con el dinero estrujado en su mano que cerraba con furia.
Se abalanzaron los
otros dos camioneros contra Sissé, mientras Mohamed le propinó un
puñetazo en el estómago, que le hizo encogerse. Le tumbaron en el
suelo y Mohamed, que maldecía sin parar, le registró. Missha estaba
contrariado.
––¡Desnudarle!
— Les gritó, al tiempo alargó la mano para cogerle el amuleto
Tuareg. Le dio tiempo a Sissé a cubrirlo con su mano, evitando que
Mohamed lo alcanzara.
Los demás
obedecieron un tanto azorados. Se cubrió Sissé sus partes íntimas
con las manos, cuando Mohamed con un gesto de desesperación le
propinó una patada en el pecho, que le hizo toser repetidas veces y
aspirar la arena que se levantaba con su respirar agitado. Los dos
hombres soltaron a Sissé y se abalanzaron sobre Mohamed, apartándolo
unos metros al tiempo que le reprochaban su actitud airadamente.
Missha se agachó atendiendo a Sissé.
––Vuelve sobre
la N-6 y dirígete hacia la población, hay un cruce aproximadamente
a un kilómetro, toma a la izquierda, hacia Figuig, está a unos diez
kilómetros. Evita el puesto fronterizo, lo rodeas por la izquierda,
hay un “guelta” que te servirá para ocultarte en caso
necesario y llegarás a la población. Pregunta por la agencia de
transportes “Le Champion”. Mussahid te llevará hasta Oujda. Dile
que vas de parte de Missha, el Egipcio. Y, perdóname, Sissé.
Sissé permanecía
en silencio, observando a aquel magrebí criado con los Taureg que se
había disculpado y le había dado esa información aunque dudaba si
sería cierta. Entre tanto, Missha, alcanzó al grupo de camioneros.
Cuando llegó a la altura de ellos propinó una patada a Mohamed a la
altura del estómago que le hizo caer al suelo, increpándole y
reprochándole su acción anterior sobre Sissé. Entre todos
introdujeron a Mohamed, todavía encogido, en la cabina de su camión,
le obligaron a reiniciar el viaje, haciendo el resto lo propio.
Entretanto, Sissé permaneció vistiéndose y observando como se
marchaban los tres camiones, uno de ellos retornaba por donde habían
llegado. Cuando quedó solo, se bajó los pantalones y se sacó del
ano con los dedos un objeto cilíndrico formado por mil euros y
setecientos dinares enrollados y envueltos en papel, que se
introdujera antes de salir de Bèchar ante la incertidumbre que le
creara la reunión de los camioneros y separó unos cuantos dinares.
Una mueca de satisfacción se reflejó en su rostro al haber podido
engañar a Mohamed. «No me había equivocado con ese cabrón, cuando
vi funestas intenciones en aquella reunión de Bèchar» se dijo.
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