Capítulo XII
Apenas había
amanecido y en el barco un ir y venir incesante de tripulantes
realizaban los preparativos para la inminente partida. Se escucharon
rumores de que posiblemente el Sumare no llegara hasta Gao por falta
de caudal en el Níger. Si bien, no dejaba de ser más que un rumor.
Nadie lo confirmó. Sissé permanecía sentado en la hamaca,
impasible a todo lo que ocurría a su alrededor, aunque observaba
todos los movimientos con ojo avizor. Un sonar de sirena anunció el
desamarre del buque y su leva. El buque se movía lentamente
apartándose del muelle de amarre en el que se encontraba abarloado.
Los viajeros se despedían de sus familiares y amigos con mayor
énfasis. Un cierto griterío alteró la paz que había reinado hasta
hacía sólo unos momentos, pero tampoco disturbó a Sissé, que
permaneció inerte en su aposento. Un silbido grave de sirena informó
de la empopada del buque, iniciando el movimiento tan lento como lo
venía haciendo de costado. Un nuevo silbido de la sirena, esta vez
más prolongado anunció su aumento de velocidad para salir de la
ensenada y poner rumbo a Gao. Al poco de abandonar el puerto se
colocaron próximos a él los dos musulmanes que en Mopti ya rezaran,
para repetir la ceremonia de entonces en el primer rezo del día.
Todavía se escuchaba la voz del almuédano convocando a la oración
desde el alminar de la Mezquita. Desde aquel día no les había
vuelto a ver en el barco. Pensaba que ya habrían finalizado su viaje
en el Sumare, que habrían desembarcado definitivamente en
Tombouctou. Evidentemente no había sido así, estaba equivocado.
Iban provistos de un “zobe” de algodón de un blanco
impoluto, que parecía de una excelente calidad, su “shayla”
con el “igaal” negro sobre sus cabezas, por lo que supuso
que serían personas de la Península Arábiga y de un estatus social
elevado. El joven, mimético, parecía un calco del más adulto,
repetía todos y cada uno de los movimientos que realizaba aquel.
Sissé observaba con absoluto descaro una carpeta de piel marrón que
depositó el más joven en el suelo, lo que no pasó desapercibido a
éste que lo miraba de soslayo. La carpeta, que la había dejado con
mucho cuidado hacia arriba, presentaba una gran solapa labrada
exquisitamente con motivos geométricos de color más oscuro,
formando una lacería extraordinaria, precisa y espectacular. Aquello
llamó la atención de Sissé. Una vez acabada la oración recogió
el joven musulmán la carpeta, con parsimonia y cierta solemnidad y
le dedicó una leve sonrisa a Sissé, al que miró tímidamente, al
mismo tiempo que le encaró la carpeta, para que pudiera contemplarla
más próxima, con más detalle. Sin dirigirse una sola palabra en
esta ocasión, Sissé, le devolvió la mirada y una sonrisa de
agradecimiento por el gesto. Se perdieron los dos árabes a
continuación por la zona de babor. Tomó el teléfono y llamó a
Aicha. Después de varios tonos tampoco recibió respuesta. El no
poder hablar con ella, de nuevo lo alteró. Un gesto iracundo se
marcaba en su rostro.
La etapa hasta Gao
se hizo mucho más aburrida que las anteriores. El barco navegaba con
mayor lentitud, hasta el punto de detenerse en varias ocasiones y
rectificar el rumbo para no quedar varados en algunos bajíos que
aparecieron ante la falta de caudal del río. Tras dos días y medio
de navegación, en los que Sissé no descendió a tierra, apenas si
se había comunicado con alguien. Habló telefónicamente con su
padre, interesándose por toda la familia, informándole que él se
encontraba muy bien y acercándose a Gao, desde donde iría a
Tessalit para ver a Conrad, el primo de Françoise. Había intentado
hablar en varias ocasiones con Aicha, sin conseguirlo en ese tiempo.
Al menos le había
servido tanto tiempo de soledad para rememorar todo lo vivido desde
que salió de su casa. Hizo una valoración muy positiva de sus
vivencias. Todo lo acontecido había resultado extraordinariamente
feliz: Alaine, el camionero; Marcel; sus amigos de Ségou, Aicha,
sobre todo, y Maharafa, de la que guardaba un recuerdo muy especial,
sin llegar a la adoración que sentía por Aicha. Pero era una mujer
que había calado hondo en su corazón. Sabía que no la podría
olvidar nunca. «¿Qué habría sucedido de haberla conocido antes
que a Aicha?», se preguntó. No había tenido decisión suficiente
para llamarla. Siempre buscó mil excusas que justificaran su
llamada, pero no la había encontrado.
A medida que habían
ido pasando los días se le hacían mucho más entrañables los
recuerdos sobre Aicha, aquella mujer a la que consideraba la más
excepcional de todas las mujeres. Estaba convencido de que debía ser
la mujer de su vida. Aunque cierta inquietud le embargaba y le hacía
imaginar diferentes motivos por los que Aicha no le había respondido
al teléfono. El tedio del último tramo del viaje estaba
contribuyendo a que ahondara en él la melancolía. Sentía un vacío
enorme que estaba haciendo mella en su ánimo. Aparecieron muchas
dudas en Sissé sobre la continuidad del viaje. Por primera vez había
sentido miedo de que alguna cosa saliera mal y no pudiera culminarlo
como tenía previsto. «Menos mal que Aicha no me puede pedir en
estos momentos que desista del viaje porque de hacerlo no podría
continuar», se dijo. «Jamás saldrá una palabra de desazón de sus
labios que pueda perturbarme. A pesar del mucho miedo que tiene. En
ese instante sintió una necesidad enorme de estar con ella,
abrazarla y estrecharla contra su cuerpo, besarla… Pensaba que era
más fuerte de espíritu y que nada podría alterar mis
pensamientos», se lamentó.
Era casi medio día
cuando anunciaron por megafonía que estaba a la vista la ciudad de
Gao, en la que en breve atracarían en su puerto, lo que le sacó de
su febril estado. Se levantó de un salto de su hamaca, en la que
había permanecido más tiempo que en ningún otro sitio en toda su
vida. Por primera vez se alegraba de haber finalizado el viaje en
barco, nunca antes había sentido esa desazón por llegar a ningún
lugar. Había perdido su flema. No era sólo por llegar en sí,
también por la inquietud que empezaba a abrumarle ante la próxima
visita a Conrad. No sabía como le recibiría, si era un hombre
cordial y dispuesto a ayudarle o al contrario se desharía con
rapidez de él...
Una voz informó que
se veía la Koïma o “Duna Rosa” y acudieron a ver la duna,
espectacular, grandiosa, a pesar de una ligera calima que se cernía
sobre Gao. Era una montaña de arena impresionante, paralela al curso
del Río, a unos cinco kilómetros apartada de su orilla. Comentaban
unos pasajeros que al atardecer con la puesta del sol adquiría un
tono rosado. A medida que se acercaban al puerto de Gao se observaba
sobre una lengua del Níger un manto verde, era arroz en flotación.
Desde el buque pudo contemplar la Mezquita.
–Es la mezquita de
Kankou Moussa, Rey que en el siglo XIV construyó la mezquita después
de un viaje de peregrinaje a La Meca– dijo el mismo viajero de
antes, que advirtió de la Duna. Y siguió explicándole a su
acompañante, –Aquella edificación es la tumba de Askia Mohamed,
que hizo de Gao la capital política y militar de un gran imperio que
durante tres siglos dominó las tierras desde Ghana, en el Golfo de
Guinea, hasta Mauritania, conociéndosela, por ello, como la ciudad
de los Askias. Fue también, anteriormente, capital del imperio
Songhay.
El mercado se
encontraba a la orilla del río Níger, como en todas las ciudades de
su ribera, junto al puerto. Como todas las grandes ciudades de la
ribera del río, era una ciudad cosmopolita, en la que habitaban
Tuareg, Bellah, Songhay, árabes, Peuls y gentes de los países con
los que compartían frontreras. En el pasado fue una ciudad próspera,
se encontraba en el paso de la Gran Caravana “Azalai”, por
lo que tuvo un trasiego importante de personas de diferentes países
limítrofes, así como de mercancías de toda índole. El puerto
había funcionado durante muchos años como núcleo principal de
comunicaciones de toda la región, compitiendo con Tombouctou. A él
acudían a vender o cambiar las mercancías que producían siendo
intercambiadas con las que llegaban de comerciantes de otras
latitudes.
A las dos de la
tarde amarró el Sumare en el puerto de Gao. Un calor tórrido y
sofocante les recibió en aquel puerto desértico, no había nadie a
la vista. En el buque cada cual se protegía del sol como buenamente
podía. Sissé se volvió a sentar en su hamaca bajo la techumbre del
piso superior. El aire era irrespirable. Alrededor de las seis de la
tarde comenzaron a desembarcar. El personal del barco se despedía
con amabilidad de los pasajeros que descendían en orden. Sissé se
fue en busca del capitán del barco al que encontró en el puente,
ultimando unos datos en el cuaderno de navegación.
—Capitán. Muchas
gracias por la atención que ha tenido conmigo, durante todos estos
días.
—Hola, Sissé. No
debes dármelas a mí, las merece Maharafa, que fue quien intercedió
para que viajaras con ella.
—Ya se lo
agradecí, capitán. Lo cierto es que he hecho un viaje que no podía
soñarlo siquiera.
—Es una gran
mujer. Demasiado joven para quedarse sola tan pronto.
—Sí, es cierto.
El destino a veces juega malas pasadas. Pero ella es fuerte.
—Sí. Aunque
Maharafa ha sufrido mucho. Ha sentido enormemente la pérdida de su
marido. Y por otra parte, es extraño que no rehaga su vida con
cualquier otro hombre.
—Está muy volcada
con la asociación en defensa de las mujeres…
—¿Quieres un té?
—Muy bien,
gracias.
—Aún ayudando a
las mujeres, ella es muy joven, no debería estar sola.
—Da la impresión
que quería mucho a su esposo.
—Sí. Estaban muy
unidos. Maharafa le acompañó en innumerables viajes. Hacían muy
buena pareja.
—Es curioso,
capitán, que las personas a las que más había ayudado le
asesinaran.
—No, Sissé, no es
justo que digas eso. En todos los pueblos hay bandas de delincuentes
que no reflejan el sentir de ese pueblo. El pueblo Tuareg, es muy
noble y no se puede ver representado por unos asesinos.
—En eso tiene
razón.
—¿Pasaste la
noche con ella? — Le preguntó de momento.
—Bueno, sí, la
pasé en su casa—, respondió Sissé algo azorado.
—Maharafa es una
gran mujer…
—Eso no me cabe la
menor duda, capitán. No está mal la estrategia para saber de la
persona que le interesa. Ha sido usted astuto. Pero le aseguro que no
hubo nada entre Maharafa y yo— le mintió.
—Bien… No es que
a mí me importe, pero la verdad es que aprecio enormemente a esa
mujer.
—¿Sólo aprecio,
capitán?
—Sí. No seas mal
pensado. Yo era muy amigo de su esposo…, además ¿dónde voy yo a
mi edad?
—Bueno,
seguramente no es usted tan mayor. Muchas gracias por el té,
capitán. Debo marcharme.
—Muy bien Sissé.
Adiós y que tengas mucha suerte en la vida.
—Gracias, capitán.
Espero volver a verle. Adiós.
—Será un placer.
Adiós.
En el puerto ya
había movimiento de personal del mercado, sobre todo. Sissé tomó
la gran Avenue De l’Aéroport, pasó frente a la Oficina Nacional
de Correos y se encontró con La Place de l’Independence, llegó
hasta el Hospital de Gao y se adentró en el barrio céntrico. Pronto
advirtió una gran concentración de personas de muchas etnias
distintas, realizando actividades comunitarias en el “Sosso-koïra”;
era el punto de encuentro. Otras grandes explanadas separaban
este barrio de los nuevos “Château y 8ème quartier”.
Continuó en su caminar y tras pasar el Hotel Campement Bangu, giró
a la izquierda por la Rue Na Na Mossi, hasta llegar a l’Avenue des
Askia. Una indicación poco ostentosa hacia la derecha señalaba le
Meridien de Greenwich punto 0º longitud. En dos segundos se podía
pasar del Hemisferio Norte al Hemisferio Sur, en ese punto
precisamente. Se detuvo y jugueteó como lo hubiera hecho un niño,
pasando de un hemisferio al otro en un par de ocasiones.
Más adelante
contempló la tumba del Rey Askia. Volvió sobre sus pasos y cruzó
la Rue Na Na Mossi y la Rue Tiemoko Fadiala Sangare y se encontró en
Le Marché Washington, en el que compró dátiles y unas frutas.
Había puestos de una gran variedad: artesanía, marroquinería,
mimbre y paja, forja, decoración y teñido de tejidos y la
elaboración de terracota. Compró un “alleshave” para la
esposa de Conrad y un “gozma” para el propio Conrad.
Siguió caminando y pasó ante la Maison des Artisans, en la que se
introdujo y quedó maravillado por la diversidad de productos Tuareg:
joyas bellísimas, que elaboraban allí mismo; infinidad de artículos
en cuero; almohadas de todos los tamaños y coloridos, únicas del
pueblo Tuareg; espadas y zapatos. Llegó a la Gran Mezquita frente al
puerto y se acercó al mercado en el que una gran algarabía entre
sus mercaderes, advertía que estaban en plena actividad. En uno de
los puesto de pescado ahumado compró unos cuantos.
–Me puede decir si
conoce a algún camionero que haga la ruta hasta Tessalit– preguntó
Sissé.
Un señor que se
encontraba próximo al puesto, ajeno a él, le respondió antes que a
quien había consultado.
–Sí. Yo salgo
hacia Tessalit esta misma noche. ¿Qué vas a hacer allí?— le
solicitó.
–Voy a ver a un
familiar que he de saludar. Si usted me lleva le quedaré muy
agradecido y le pagaré el viaje, por supuesto.
–No hay muchas
oportunidades en Tessalit, muchacho— anunció el camionero.
—¿Y dónde las
hay?
—Hay zonas que
están mejor que otras. Bien, te llevaré.
–Muchas gracias.
¿Qué me va a costar?
–200 francos.
–Muy bien. De
acuerdo, ¿los quiere ya?
—No, mejor cuando
acabemos el viaje. ¿Piensas permanecer mucho tiempo en Tessalit?
—Mi intención no
es quedarme allí. Voy de paso...
–Europa–, le
interrumpió. –Cada vez se está viendo a más jóvenes que llevan
esa misma intención. La mayoría no tienen experiencia en el
desierto, y eso, es muy peligroso. Conozco varias familias que no
saben de sus hijos.
–Sí, ya me han
advertido. Precisamente un colega suyo que me llevó desde mi
población, Sikasso, hasta Kinyan. Me puso al corriente de los
riesgos que entraña el desierto de Tanezrouft y el Teneré.
–No sólo es el
Tanezrouft o el Teneré, después hay que cruzar el Gran Erg
Occidental. Sí, es verdad que no es tan terrible como los otros dos,
pero después de cruzar cualquiera de los dos primeros, la escasez de
fuerza hace aún más duro el otro. Es una travesía complicada, muy
complicada— enfatizó el camionero. Y se presentó, –yo soy
Michel, de Djénné— tendiéndole la mano.
–Yo me llamo
Sissé, soy de Sikasso— al tiempo que se la estrechaba.
–Bien, Sissé, si
no hay ningún impedimento saldremos al caer el sol. Tenemos por
delante cuatrocientos kilómetros hasta Kidal, aproximadamente y
otros tantos después.
–Pues los haremos—
comentó con cierta ironía.
–Si quieres dar
una vuelta por el mercado…, todavía nos queda una hora
aproximadamente.
–No. Si quiere me
quedo y le ayudo si ha de preparar alguna cosa. Ya vengo de dar una
vuelta por la población.
–Bien. He de
revisar el agua que llevo, a media noche tendremos que tomar un té,
al menos. Y no me hables de usted.
–Está bien. Voy
yo a comprar el té.
–No. No hace
falta, llevo en el camión de sobra. Vamos a acercarnos al camión
para ver si está cargado.
Se encaminaron ambos
hacia la parte de atrás del puesto y giraron a la izquierda, a unos
cien metros, sobre una explanada entre los puestos y varios
almacenes, había varios camiones que estaban siendo cargados con
diversas mercancías. Michel advirtió a Sissé de cual era el
camión, se encontraba el tercero desde donde venían y giraron hasta
la parte trasera del mismo. Estaban echando los últimos sacos de
arroz. Era un camión Renault de dos ejes, relativamente nuevo. Con
relación a los que lo flanqueaban era una joya.
—Sissé rodea el
camión y observa si hay alguna rueda más baja que las otras.
—Muy bien. Están
todas igual de hinchadas, Michel.
–Vamos, Sissé,
acompáñame.
–¿Dónde vamos?
–Vamos ahí
delante, al restaurante La Source du Nord, refrescamos y partimos—
le sugirió, señalando con el dedo.
–Ah, me parece
bien.
Michel pidió dos
cervezas a lo que asintió Sissé. Ambos dieron un gran trago de dlo,
con una mueca de satisfacción.
–Estábamos
sedientos— dijo Sissé. Afirmando con varios movimientos de cabeza
Michel, mientras se limpiaba los labios con el dorso de la mano.
Se enzarzaron en
comentarios banales con otros tantos camioneros que también se
preparaban para el viaje.
Michel era un hombre
de unos cuarenta años, pelo anillado, de mediana estatura,
corpulento. Era bien parecido, los pómulos algo resaltones, ojos
pequeños y dientes blancos y pulcros. Iba vestido con un pantalón
ancho, con empuñaduras sujetas en los tobillos y una camiseta del
“Che Guevara”, que le diera un camionero francés. Al poco rato
se despidieron del resto de camioneros que todavía permanecieron
allí y salieron del restaurante. Se encaminaron, hacia el mercado.
Tras despedirse del mercader del puesto de pescado que comprara
Sissé, fueron hasta el camión. Estaba ocultándose el sol y un
bello crepúsculo se dibujaba ante sus ojos. «Todos los días era lo
mismo, pero, la puesta del sol en cada lugar tenía su encanto
particular», pensó Sissé.
Pasaban delante del
restaurante La Source du Nord y Michel dio una gran pitada de claxon.
Poco más adelante tomaron la carretera RN8 que cruzaba la población.
–Mira, Sissé. La
Koïma, la Duna Rosa. Obsérvala porque a lo mejor no la vuelves a
ver en tu vida.
–Es cierto, tiene
un color rosa. Es preciosa. Nunca he visto nada igual. Pero por qué
me dices eso.
–Porque hay mucha
gente que no ha vuelto de su viaje.
–Yo confío en no
quedarme en el viaje...
–Hombre, no me
refería a eso, simplemente que te quedaras en el país de destino.
–Ah, bien. Quizá
estoy un poco susceptible.
–No es malo,
necesariamente, si eso te sirve para estar muy atento a lo que se
pueda presentar en la travesía del desierto, y durante todo el
viaje.
Enfilaron a
continuación el Valle del Tilemsi. Viajaban a buen ritmo por una
pista de tierra poco bacheada, lo que les permitía ir con relativa
comodidad. Pasaron la población de Almoustarat sin detenerse.
–Hay otra
carretera, la principal, que construyeran los franceses, que pasa por
las montañas, pero ésta es más rápida cuando no hay lluvias.
Prosiguieron viaje y
a unos veinte kilómetros llegaron a Tabankort. Detuvo el camión y
dispuso los preparativos para calentar el té. Sissé trajo unas
ramas secas para encender el fuego.
–¿Has visitado
Ansongo?
–No— le
respondió Sissé. –Acababa de llegar cuando contacté contigo.
–A esa población
llegan muchos jóvenes y no tan jóvenes en busca de trabajo en las
minas de uranio.
–No sabía que
hubieran minas de uranio.
–Sí. Aunque aquí
hay también muchas otras cosas. No para poder trabajar...
–Pero no me
interesa meterme en una mina.
–Ya. Tenemos la
reserva de animales salvajes más importante. Puedes ver hipopótamos
en el agua o dormitando en la orilla, en Tasharan y con mucha suerte
puedes ver hasta cocodrilos o manatíes. O, igualmente, en la Reserva
de Menaka, entre las poblaciones de Ansongo, Menaka, Anderanboukan y
Labbezanga se pueden ver jirafas, antílopes, hienas, chacales,
cigüeñas, flamencos rosas, jabalíes, sobre todo cuando algunos de
ellos acuden para beber en el río. O en Gourma, entre las ciudades
de Gossi y Hombori, que hay elefantes, quedan sólo 322, según
dicen, éstos emigran a Burkina.
–No me puedo
permitir hacer turismo. He de realizar el viaje lo antes posible.
–Sissé, sabes que
te puede llevar tiempo, ¿verdad?
–Sí. Pero quiero
acortarlo todo lo que pueda.
–No son buenas las
prisas. Suelen ser muy malas compañeras. La travesía del desierto
requiere mucha atención y prudencia–, le aconsejó, una vez más,
al tiempo que con una rama desviaba de su trayectoria a una gran
araña.
Tras una media hora
de parada, continuaron viaje por una carretera de asfalto en muy mal
estado, en muchos tramos oculto por la arena, lo que hacía imposible
evitar los baches. Dejaron atrás la población de Anéfis para poco
más adelante desviarse a la izquierda y tomar la carretera a Kidal.
Después de dos horas más de viaje llegaban a Kidal, eran casi las
tres de la mañana, y se pararon ante un almacén, parecido a un
hangar en el que los portones permanecían cerrados; indicándole a
Sissé, que era donde solía descargar cuando se quedaba aquí.
Descendieron del camión y caminaron un poco sin alejarse demasiado
del vehículo.
–Atención Sissé,
se acercan por detrás de nosotros varias personas–, le advirtió
Michel.
–Si ya les había
oído.
–Está atento,
posiblemente vengan a por algo más que a saludarnos.
–¿Tú crees?
–Es muy probable.
Si no qué vienen a hacer estos aquí a estas horas.
El nerviosismo se
instaló en Sissé, aunque le reconfortaba ver la tranquilidad con la
que afrontaba la situación Michel, que quitó el candado a una barra
de hierro que cubría un cajón del lateral del vehículo y la dejó
suelta.
–I ni su.
–I ni su,
contestaron Michel y Sissé a un tiempo, que se habían apoyado en el
camión.
–Hace frío esta
noche– dijo uno de los recién llegados.
–Aquí siempre
hace frío– respondió Michel con aparente tranquilidad.
–¿No tenéis un
poco de té?
–Si podéis
esperar lo hacemos. Aunque no es hora de que caminéis por ahí, ¿no?
–Eso os lo
podríamos decir a vosotros, ¿no te parece?
–Nosotros vamos de
viaje, pero ¿y vosotros?
–¡Sacad todo el
dinero que llevéis, rápido! Gritó el que parecía el jefe,
mostrando una bayoneta de fusil oxidada.
No había hecho más
que finalizar sus palabras cuando le cayó como un rayo un golpe seco
de la barra de hierro que asía Michel, sobre el antebrazo
amenazador. Un grito de dolor continuó al golpe. La bayoneta cayó
en el suelo y el sujeto se cogió el antebrazo y salió corriendo
seguido de los otros dos perdiéndose en la oscuridad con rapidez,
mientras Michel alzaba de nuevo la barra, amenazante.
–Continuemos viaje
Sissé. Creo que estos volverán con alguno más a pedirnos cuentas.
Sissé subió al
camión en un salto, mientras Michel colocaba la barra en su sitio
volviendo a poner el candado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario