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domingo, 15 de junio de 2014

SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso.

                                                          Mercado de ganado de  Agadez

Capítulo XIV


Conrad hizo una selección de los animales y dejó en Tessalit cinco parejas de dromedarios, tres de asnos y varias cabras, junto a otras tantas parejas de cebúes, el resto viajaría con ellos hasta el mercado de Agadez, en la región de Azbine, en Níger. Asshiá quedó al cuidado de los animales que dejó su marido y de los pocos tomates que quedaban en las matas. Tanto Conrad como Sissé al lomo de sendos dromedarios y ataviados con la indumentaria Tuareg, partieron al amanecer guiando al ganado, que estaba compuesto por casi cien cabezas, entre dromedarios, cebúes, cabras y asnos, en dirección al Adrar des Iforas.
––Cruzaremos la frontera con Argelia por el alto de Bouressa, hasta el pueblo de Ti-n Zaouâtene, para entrar en Níger por la población fronteriza de Asamakka en la ruta Transahariana, que viene de atravesar el desierto del Teneré–– anunció Conrad.

En los siete días de viaje que llevaban no habían tenido ningún percance importante. Sissé había quedado maravillado de la belleza del Adrar des Iforas, donde se detuvieron por recomendación de Conrad para que Sissé contemplara las pinturas rupestres milenarias, que le entusiasmaron. En dos días más, sobre media mañana, estaban divisando Agadez entre una calima que difuminaba la ciudad y parecía una ciudad tenebrosa. Infinidad de callejuelas de arena se adivinaban desde la distancia, entrelazadas en forma perpendicular unas a otras, con cierto orden. Pronto alcanzaron una explanada que iba a dar a la mezquita. Había un bullicio de gentes diversas: subsaharianos, árabes, europeos... El Mercado del Noroeste era el mercado de los animales en el que habían estructuradas varias divisiones, bien por muros o bien por empalizadas, en las que se estabulaban a los distintos animales. Las bestias de grandes cuernos estaban separadas en un recinto delimitado con cercas de gruesas maderas. Los camellos y dromedarios se encontraban echados en el suelo, separados por empalizadas de los animales de menor tamaño, esperando a sus nuevos dueños. Sissé quedó perplejo al contemplar las dimensiones del recinto del mercado.
––Aquí buscaremos un sitio donde poder colocar a nuestro ganado y esperaremos nuestra oportunidad— le dijo Conrad a Sissé.
Mientras estaban colocando el ganado, Conrad, saludó a un grupo de Tuareg, abrazándose a un hombre enorme con el que departió de forma entrañable interesándose ambos por sus respectivas familias. Conrad presentó a Sissé, que fue saludado con sumo agrado por Hussein. Una vez acabados los saludos, siguiendo las instrucciones de aquel hombretón, Conrad y Sissé llevaron los cebúes a su redil y después de haberlos colocado se acomodaron en un extremo de la empalizada, cerca de los dromedarios, cabras y burros. No tardó en llegar Hussein, que se sentó junto a ellos en el suelo.
––Hace casi dos años que no nos vemos, Sissé. Hussein, es un gran amigo— le informó Conrad.
––¡Es mi hermano!— enfatizó Hussein. ––Me salvó la vida. Me salvó de morir en el desierto de Tassili. Desvió su camino para rescatarme cuando yo estaba moribundo y me dio agua y comida, y permaneció dos días conmigo hasta que pudo subirme a un asno y llevarme hasta el poblado de Lacuni— le explicó a Sissé mientras tenía cogido por los hombros a Conrad, que asentía.
––Algún día te contaré como le subí al burro…––, ironizó Conrad. ––Hoy es el mayor comerciante de animales de Agadez, Sissé. Es el hombre más rico…
Hussein lo interrumpió:
––No lo creas Sissé. Me van bien las cosas, pero no hasta ese punto. ¡Ya me gustaría!— comentó con una gran risotada que fue correspondida por los otros dos.
Hussein era un hombre corpulento, con unos brazos que parecían no terminarse nunca. Cuando los pasaba por los hombros de Conrad parecía que podría darle dos vueltas. Sus manos se correspondían perfectamente con el resto del cuerpo, enormes, también, y molletudas; varios anillos de oro cubrían sus dedos, uno especialmente con un diamante que deslumbraba. Su vestimenta delataba su jerarquía social, llevaba colocado un turbante de un blanco impoluto y el litham, velo de un bello azul índigo que sólo portaban los nobles, “imajeghan”, que se dedicaban a la política, sus pantalones y túnica eran igualmente del mismo blanco. Al mismo tiempo, se distinguía por la cordialidad de su trato, sencillo, cercano, familiar.
––Es el jefe de la “ettebel” de Agadez, grupo de personas de un mismo parentesco, que abarca el macizo del Air. Pertenece a la tribu de “Kel Air”, dominante de todo el macizo–– le informó Conrad a Sissé.
Sólo la rama de la aristocracia de este pueblo, había mantenido la pureza de la raza, sus características mediterráneas. La ocupación por los Tuareg de los territorios saharianos provocó que se aparearan con los pueblos sometidos, de piel negra, dando lugar al oscurecimiento de su piel y a la alteración de sus rasgos. Los descendientes de estos se incorporaron a la comunidad en calidad de esclavos, dedicándose al cuidado del ganado y los oficios de servidumbre.
––Mis ancestros vivieron siempre de las azalai, de lo que me enorgullezco y me jacto siempre que tengo ocasión–– continuó explicándole a Sissé. ––Llegaron a formar parte hasta veinticinco mil camellos. Ya en 1960, yo no era más que un adolescente, fui parte activa en la rebelión de los Tuareg en el Sáhel contra los estados de Malí y Níger, cuando al pueblo Tuareg se le impidió entrar a formar parte del nuevo gobierno constituido. Y, sobre todo, en Níger, a partir del año 1990, en In-Gall, Arlit y Agadez y hasta el año 1995, en el que se firmó el acuerdo de paz en el macizo del Air–– concluyó Husshein.
––Cuando te vuelva a ver te lo volverá a contar.
––Ya le he dicho al muchacho que me jacto de eso cada vez que tengo ocasión...
Hussein dio unas órdenes a un grupo de cuatro personas que esperaban algo apartadas de ellos. E inmediatamente se marcharon los cuatro a indicación de Hussein.
––Son su séquito––, aclaró Conrad a Sissé. ––¿Me vas a comprar los animales?— Le preguntó Conrad a Hussein.
––No–– le contestó taxativamente. ––Si lo hiciera te marcharías y no permitiré que te vayas sin estar unos días en mi casa.
––Está bien, te vas a cansar de nosotros— amenazó Conrad.
––Ya veremos quién se cansa antes.
Estando dialogando con gran cordialidad, dos Tuareg se acercaron a ver los dromedarios, dedicando una mayor atención sobre todo a los de pelaje blanco.
––Esos mèhareé están vendidos, si os interesan los otros se puede hablar— les informó Hussehin con voz autoritaria.
A lo que correspondieron los dos Tuareg dando media vuelta y marchándose por donde habían venido.
––Siempre es así, Sissé. Una vez aquí es él quien ha de dirigir el comercio de los animales— le comentó Conrad.
––¡Pero si los animales son míos!— Protestó Hussein.
––No. Me has dicho que no me los comprabas, por lo tanto, no son tuyos.
––El que no te los pague todavía no significa que no te los compre— arguyó Hussein.
––Nada, Sissé, con este hombre no se puede. Hace y deshace lo que quiere y siempre hay que estar de acuerdo con él.
––No digas eso al muchacho. Va a pensar que es cierto lo que dices. Y no creo que tengas mucha queja.
Sissé observaba divertido y con una sonrisa constante.
––Y es cierto, lo que sucede es que no me quejo— comentó Conrad, entre risas de los tres.
––¡Ah truhán!— Y se multiplicaron las risas.
Se puso en pie Hussein e invitó a Conrad y Sissé a que lo siguieran. Dio, de nuevo, instrucciones a sus empleados que tomaron asiento donde antes estaban los tres sentados. Se dirigieron, finalmente, a casa de Hussein.
––Ahora os laváis u os bañáis, descansáis y después comeremos alguna cosa. Cuando caiga el sol nos acercaremos al mercado a ver los animales— casi les ordenó.
––Gracias, amigo. No esperaba menos de ti— le respondió Conrad con cierta sorna, guiñando un ojo a Sissé.
––¡Ah! Con que esas tenemos. Yo te voy a lavar a ti. El muchacho hará lo que quiera, pero de ti me encargo yo— le dijo a Conrad, al tiempo que le pasaba su brazo enorme por los hombros.
La mujer de Hussein les dedicó un gran recibimiento a los invitados. Era el preludio de una estancia plena de atenciones de todo tipo, no sólo por parte de la taiga de la casa, sino igualmente por parte de sus tres hijos y dos hijas. Todos sentían un especial cariño por Conrad.
Sissé quedó sorprendido por el recibimiento que les habían dispensado. Conrad nunca le habló de Hussein, en ningún momento de su estancia en su casa ni en los días que duró el viaje. La familia de Hussein le pareció encantadora. Sissé observaba la sala en la que se encontraban con detenimiento, se comunicaba con otras directamente, sin puertas ni detalles que las separaran. Le recordó de alguna manera la vivienda de Maharafa, aunque ésta era diferente y no tan ostentosa; si se podía apreciar la calidad de sus enseres. Las salas eran diáfanas y amplias, las paredes que las encuadraban estaban decoradas con artilugios artesanos de plata y grabados de pequeño tamaño, a cierta distancia unos de otros. Y, cada sala se distinguía por las almohadas que reposaban sobre distintas alfombras. Desde aquella sala se podía acceder a un extenso jardín separado por una enorme cristalera. Una gran fuente presidía el jardín que se veía frondoso, de exuberante vegetación y muy cuidado. Amîr, hijo primogénito de Hussein, que había permanecido en silencio viendo la curiosidad de Sissé le invitó a conocer la casa. Tenían la misma edad y no tardaron en congeniar, a pesar de que Amîr era de un carácter más introvertido, no tardó Sissé en ganárselo con su espontaneidad.
La mujer de Hussein presentó una opípara cena a base de asados de todas clases, bastilas, elaboradas con distintas carnes y diversas frutas, y dulces variados. Fue una cena en la que agasajaron a los invitados en todo momento. Hussein se levantó y cogió la “zizoua”, le colocó el té, unas hojas de “nana” y unos trocitos de caña de azúcar. En un cazo aparte vertió el agua y lo puso al fuego, cuando estaba hirviendo la echó en la zizoua. Pasados unos minutos y tras probarlo y comprobar que estaba en su punto les sirvió el té a los invitados y posteriormente al resto, alcanzando gran altura. Hablaban relajados, sentados sobre unos grandes almohadones con exquisitos bordados, sobre una gran alfombra con motivos Tuareg, saboreaban el té, cuando Hussein se interesó por Sissé.
––Y bien, Sissé, ¿Cómo es que estás con mi hermano Conrad?
––Bueno, Conrad es primo del famma de mi comunidad en Sikasso, y por mediación de aquel vine a parar a su casa ––voy de viaje a Francia— y tanto él como Asshiá, su mujer, me acogieron como a un hijo pródigo, y aquí estoy.
Sissé le contó a Hussein que estaba muy a gusto con Conrad y su mujer Asshiá. Conrad por su parte agradeció las mejoras agrícolas de Sissé, que había contribuido a mejorar su calidad de vida.
––Sissé— le dijo Hussein, —sabrás que el viaje que quieres emprender es complicado. ¿Viajarás por el Ténéré o por el Tanezrouft?
––Por donde vaya el convoy al que me pueda unir en el momento en que decida marchar.
––Complicado es el viaje tanto por un desierto como por el otro. Aquí en Agadez hay un gran centro logístico para los emigrantes. Agadez ha vuelto a resplandecer con la cantidad de viajeros que vienen de los países del oeste y el sur, como Chad, Nigeria, Gana, Camerún... Han reactivado el comercio y ahora hay una gran actividad en todos los aspectos. Hace unos años que trabajan cinco agencias de viaje especializadas en los traslados de personas a Libia, sobre todo. Han surgido cantidad de transportistas que se dedican a trabajar para estas agencias y muchos comerciantes que envían sus productos allí, aprovechan y llevan a tantas personas como pueden junto a las mercancías. La carretera de Arlit, que es punto de partida, está llena de talleres mecánicos. Y en el centro han proliferado comercios especializados en productos para las personas que hacen la ruta: bidones para el agua, mantas, zapatos, linternas... Otros emigrantes que han vuelto regentan comedores, dormitorios, algún que otro salón de peluquería. Ya veis, hace unas cuantas décadas, Agadez, era centro neurálgico por estar en el cruce de las principales rutas de caravanas que unían el Mediterráneo con el país Haoussa, por medio de la Azalai. En la antigüedad se hacía el traslado de esclavos y oro a Libia y Egipto, y ahora, al cabo de varios años de decadencia vuelve a resurgir con la migración de personas a Europa.
Amîr, el hijo primogénito de Hussein, se había levantado con anterioridad y traía el segundo té, advirtiendo que a continuación llegaría el tercero, como era costumbre. Hussein sirvió, de nuevo, té a sus invitados.
––Cuando llegan a la frontera de Libia, deben conseguir una tarjeta sanitaria, imprescindible para poder trabajar, aunque es fácil, sólo deben dar una propina a los funcionarios locales, que siempre están “hambrientos”— dijo Hussein entre carcajadas. ––Pero ya antes de llegar a la frontera les han sacado casi el dinero que les queda en controles de policía que instalan sobre la ruta, porque aquí, antes de subir a los camiones o todo terrenos, ya han tenido que pagar el pasaje y la propina para la policía que vigila el proceso, no tanto por si surge algún altercado, que también, sino para no perder el diezmo. A veces se organizan verdaderas peleas por conseguir un sitio, o el mejor sitio en el camión, ya que van sobrecargados—. Volvió a reír.
Conrad dirigió a Sissé, una mirada cómplice.
––Para llegar a Europa, por donde vayas siempre será lo mismo, tendrás que dar dinero a mucha gente.
––Aquí la población— prosiguió Hussein, ––es condescendiente con estas personas y las vemos con cierto cariño, al fin y al cabo, han hecho que la población haya recobrado el protagonismo de antaño y al mismo tiempo han paliado la escasez que estábamos padeciendo. Agadez se ha convertido en un punto en el que muchos emigrantes deben permanecer un tiempo para reponer sus alforjas maltrechas, deben trabajar una temporada para poder financiarse la siguiente etapa. Todos los prostíbulos de la ciudad acogen a una cantidad ingente de mujeres que están de paso y han de dedicarse a la prostitución hasta que pueden continuar viaje. Ahora estos burdeles tienen tantas mujeres extranjeras como nativas. ¡Es una verdadera maravilla!— proclamó Hussein, entre sonoras carcajadas. Al mismo tiempo volvió a servir el tercer té que previamente había preparado su hijo, éste con hierbabuena.
––¿Entonces ahora no sales de los prostíbulos?— Bromeó Conrad.
––No. No. Yo ya no voy a esos sitios— confesó de forma solemne. ––Llevo unos años que estoy muy bien, no tengo necesidad de ir al lupanar— comentó satisfecho.
––¡Ah! Por cierto, este viernes próximo se esposa mi hijo–– señaló a Amîr, ––y estáis invitados. Será una bonita fiesta.
––Hussein, no hemos venido preparados para asistir a una boda y menos a la de tu hijo. De haberlo sabido hubiéramos traído nuestros vestidos de gala.
––No te preocupes por eso, porque aquí no te van a faltar, tanto a ti como a Sissé— le interrumpió. ––Y no quiero una negativa por respuesta.
––Asshiá no me lo perdonará. De haberlo sabido habría venido con nosotros.
––Siento que no esté tu esposa aquí, Conrad. Verdaderamente lo siento, pero no hay tiempo para ir a por ella–– se lamentó Hussein.
El primogénito de Hussein, había salido un momento requerido por los sirvientes.
––Permíteme que te regale un presente para tu hijo.
––Sabes que no es necesario. El regalo es tu presencia en esta casa.
––Aún así. Quiero que le regales el mèhareé, ese más alto...
––Ah, sí. Es un precioso animal, tiene una estampa magnífica. Es un ejemplar único— le interrumpió. ––Mi hijo se sentirá muy orgulloso. Pero ¿por qué no se lo regalas tú? Le hará mucha más ilusión viniendo de ti.
––Así será, pues— le respondió Conrad.
A continuación, una vez acabado el té, salieron al jardín, donde se estaba preparando el tercer día de fiesta hasta llegar la boda.
––Mi mujer nos vuelve locos a todos— comentó irónico Hussein. ––Con los preparativos de la boda no cesa un instante de dar órdenes. Se está montando el “ahal” en el jardín de la casa de la novia, no hace falta que te diga más, conociendo a mi mujer.
––La novia es una mujer muy bella. La hacienda de su familia está próxima a la nuestra y mi mujer les está ayudando en los preparativos, y bien…, ¡ya lo veréis! Este es el tercer día de fiesta, así, que a comer y beber hasta la madrugada, y así hasta el viernes.
Hussein llamó a un sirviente y tras hacerle un encargo, el empleado salió inmediatamente de la casa. A continuación se dirigió a Sissé:
––¿Tú tienes novia, Sissé?
––Sí. Bueno, creo que sí. Porque la conocí en este viaje, en Sègou, estuve cinco días con ella y fue maravilloso.
––¿Cómo se llama?
––Aicha. Es preciosa, Sr. Hussein. ¿Quiere verla?— Al tiempo que le tendió el teléfono móvil en el que la tenía de fondo de pantalla.
––Verdaderamente preciosa. No me extraña que te enamoraras de esta mujer— aceptó mientras observaba el teléfono. ––¿Y te marchas dejando a una mujer así? ¿Lo has pensado bien?
––Lo cierto es que me han aparecido muchas dudas. Si no le hubiera prometido a mi padre que trabajaría en Francia para mejorar sus vidas, seguramente, me hubiera quedado junto a ella; pero…
––Tiene muchas posibilidades si decidiera quedarse aquí. Es un gran agricultor. Es muy bueno con los animales. Y teniendo a una mujer así…, también debe serlo con ellas— intervino Conrad, provocando las risas de todos.
––Plantéate permanecer en tu país, Sissé. Un “anhi” nuestro dice: “Equilibra tus necesidades a tu riqueza y no serás ni pobre ni rico, sino simplemente afortunado”. No quiero desanimarte ni crearte inquietud o desasosiego, pero las noticias que traen aquellos que han vuelto sin poder realizar su sueño, no son muy esperanzadoras— anunció Hussein con cierta solemnidad. ––Dicen que a los negros les llaman esclavos hasta los niños. Cuentan que la policía les extorsiona, no tienen ningún respeto con ellos, siquiera con los refugiados ni con las mujeres, que en muchas ocasiones son violadas. Cuando les parece bien hacen redadas y les devuelven a las fronteras de las que provienen, dejándolos a su suerte con la prohibición de volver.
––Ahora no puedo volver atrás, señor Hussein. A Aicha le he prometido que si no consigo mi objetivo y veo que mi vida corre verdadero peligro desistiré y regresaré junto a ella.
––¡Bien! La vida es como es y no como nos gustaría que fuese... No caigamos en el desánimo que estamos de fiesta.
Entretanto llegó el empleado con el dromedario blanco enjaezado. Hussein llamó a su hijo Amîr, que acudió enseguida.
Toma Amîr. Si te gusta el mèhareé es tuyo— le dijo Conrad.
¡Oh! Es precioso, Conrad. Espléndido animal. ¿Cómo no me va a gustar? Te estoy muy agradecido— al tiempo que se abrazó a él.
Mañana después del amanecer hay una carrera de dromedarios, Sissé espero que participes— le dijo Amîr.
Yo…— trató de excusarse.
No me digas que tienes miedo— le incitó Amîr, con una media sonrisa.
No, hombre, no se trata de eso— le dijo Sissé. —Participaré.
Bien, Sissé, comprobaremos tu destreza— añadió Amîr, echando una ojeada a su padre y a Conrad.
Apenas despuntaba el día. En casa de Hussein había un gran movimiento, todo el mundo andaba frenético de un lado para otro, con los preparativos para pasar la jornada a las afueras de la ciudad, donde se celebraría la carrera de los dromedarios. Montaron una jaima enorme y en su interior dos mesas de grandes proporciones en las que había toda clase de alimentos y refrescos. Otras dos más pequeñas colocaron a un lado de la primera para las personas. En el exterior un gran gentío seguía con atención la preparación de los quince animales que participarían en la carrera. Amîr fue el vencedor con diferencia, mientras Sissé pudo ser tercero, disputándole la carrera a Amîr hasta dos tercios de la misma. Tras la carrera todos repusieron fuerzas. A continuación las mujeres formaron un arco sentadas en el suelo, unas con panderos, otras con unos discos metálicos colocados en los dedos haciéndolos percutir, y el resto de ellas haciendo sonar las palmas, todas entonaban cánticos autóctonos. Los muchachos danzaban dando saltos espectaculares con los que trataban de seducir a la mujer que les interesaba.
El día de la boda fue de celebración constante, desde la mañana hasta la noche. Los cánticos y bailes se alternaban con la comida abundante en todo momento, destacando varios asados de distintos sabores, según las hierbas aromáticas con los que condimentaban. Hussein, en un momento del día, presentó a Sissé a un muchacho que había regresado hacía casi un año del viaje que iba a emprender él. Le informó de las vicisitudes que pasó durante dos años de peregrinar de un punto a otro de Marruecos, para desistir al final y regresar de nuevo a Níger. Sissé durante la charla que mantuvieron se estremeció, tragó saliva y se le descompuso el rostro en varias ocasiones. Aquel muchacho le dio todo tipo de detalles de cómo llegar hasta Melilla, y los cuidados que debía tener según en que sitios.

En los seis días de estancia en Agadez, en casa de Hussein, Amîr y Siseé hicieron muy buena amistad, compartieron horas en el mercado con los animales, visitaron la ciudad, en ocasiones por encargo de Husseín y otras por divertirse. Sissé se ganó el cariño de los más pequeños, que lo buscaban cada vez que estaba en su casa para jugar con él, ya que siempre disponía de ese tiempo para dedicarlo al juego con los niños. También Yawar, segunda hija de Hussein, buscaba a Siseé con el que se encontraba muy a gusto.
Después de los esponsales, Conrad y Siseé, partieron de regreso a Tesalia con dos dromedarios y dos burros y las alforjas llenas de comida y dinero. Siseé había dejado muy buena impresión en casa de Hussein.
Durante el viaje de vuelta rememoraron los agasajos de que habían sido objeto, sintiéndose Conrad muy reconfortado por la amistad con Hussein. Después de todo el día de viaje se detuvieron a pasar la noche en las afueras de la población de Divaga. Entre las poblaciones de Arlet ––en la que visitaron las minas de uranio a requerimiento de Siseé y la de Asáraca donde estaba el puesto fronterizo entre Níger y Argelia. Una vez cruzado el macizo del Air, un fuerte viento comenzó a azotarles de Nordeste. Conrad comenzó a sentirse inquieto, lo que advirtió Siseé. Los dos dromedarios gruñían cada vez a intervalos más cortos de tiempo. También ellos estaban inquietos.
––No tardará en alcanzarnos una tormenta de arena, dejaremos a los animales que busquen su cobijo. Cíñete bien el chèchè y cúbrete con el litham hasta los ojos— le ordenó Conrad.
Los dromedarios aceleraron el paso en dirección Oeste y al poco tiempo se detuvieron al amparo de un “Wahid”, en una zona árida de arena y piedras. A los animales les ataron cuidadosamente para que no pudieran huir ante la llegada inminente de la tormenta. Ellos se cobijaron como mejor pudieron. La tormenta duró el tiempo suficiente para cubrir de arena sus cuerpos encorvados. En aquella rambla pasaron la noche, la oscuridad se les había echado encima.
Siseé estaba despierto antes del amanecer, la tormenta de arena le había asustado y le recordó los relatos del muchacho que le presentara Hussein el día de la boda de Amir. Su rostro no era el más jovial que había presentado hasta entonces; un gesto de preocupación se reflejaba en él. «No sé si seré capaz de soportar la vida del desierto», se dijo. «Ésta ha sido una pequeña tormenta de arena…». Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
¿Te encuentras bien?— Le preguntó Conrad.
Sí, estoy bien.
No lo parece.
Estoy un poco…, preocupado, Conrad. He estado recordando lo que me dijera el muchacho que hizo el viaje hasta Melilla y me he desorientado. Y, la tormenta que no había vivido nunca…
Se te nota en la cara. Siseé no te preocupes, en pocos meses vas a tener experiencia con las tormentas de arena. Preparemos a los animales y salgamos de aquí.
Siseé había ensillado a los dos dromedarios y atado a los asnos uno con el otro, cuando Conrad echó mano de su alforja sacó su evaden y tendió a Siseé una doblez de francos africanos.
–– ¿Qué haces?
––Toma. Cógelo. Si hubieras estado con Madaye lo cobrarías.
––Pero no he estado con el señor Madaye. Me ofendes dándome ese dinero.
––Siseé, déjate de tonterías. Si no hubieras venido tú, hubiera tenido que acompañarme cualquier otra persona y hubiera tenido que pagarle. De modo que no me ofendas negándote a aceptar mi dinero.
––Conrad no puedo aceptarlo. Yo no te he acompañado por el dinero, si no porque me sentía en la obligación de corresponderte...
––A nosotros nos has correspondido con creces. De modo que acepta esto- le replicó autoritario, mostrando un rictus de enfado.
––Te acepto este dinero, porque no me perdonaría verte disgustado por mí causa. Pero quiero que sepas que me duele enormemente tener que cogerlo.
––Déjate de tonterías, Siseé. Es lo que debes hacer.
––De todas formas es mucho dinero.
––Es el que te has ganado.
Se acomodaron sobre sus monturas y re-emprendieron el viaje.
––Esta noche estaban de buen humor los “yennun”—, le dijo Conrad.
–– ¿Quienes son los yennun?— Consultó Siseé.
––Son espíritus malignos. Según los Tuareg, estos espíritus se agazapan y esperan en zonas arenosas, entre las dunas y las grietas de las rocas del desierto. Causan el mal a las personas que osan adentrarse en sus territorios. Dicen los Tuareg que si están de buen humor los yennun les dejan pasar sin ningún problema, pero si están malhumorados ––que es casi siempre— pueden alterar el sentido de la orientación de los transeúntes, nublando su raciocinio y la memoria de las rutas, llevándoles hasta terrenos yelmos y peligrosos, sin posibilidad de encontrar agua ni víveres— le relató Conrad. ––Es mejor no hablar de ellos, porque así no se les convoca. Cuando se les nombra se crea una desazón entre los Tuareg, que se protegen de estos espíritus por medio de amuletos que llevan en unas bolsitas de piel de cabra, colgadas al cuello, con algunas frases en “tifinagh”. Ellos creen que los “Kel Essuf”, son hijos de los Yennun y les atribuyen las catástrofes naturales como las tormentas de arena, o los movimientos de las dunas, capaces de sepultar sus poblados o caravanas, la desecación de los pozos de agua, las lluvias torrenciales, los vientos huracanados. Siempre evitan hablar de estos espíritus en público.
––¿Tu crees en los Yennun y los Kel Essuf?
––Sí. Al principio era algo escéptico. Pero al final conviviendo con ellos crees en los Yennun y en cualquier cosa que te digan. He visto muchas cosas de los Tuareg, muchas, Sissé. Y te puedo asegurar que son prácticos. Lo superfluo no les interesa. Ellos son felices con procurarse los medios de vida. Sus costumbres y hábitos atávicos te embaucan de tal manera que los quieres hacer tuyos. Tienen, o mejor, tenemos muy presente el anhi que te dijera Hussein.
––Te sientes verdaderamente un targui.
––Sí, Sissé. Yo soy un targui. No es que haya renunciado a mis raíces, te repito, pero pertenezco a los Tuareg. Desde que estoy con Asshiá y adopté sus formas, su lengua y sus costumbres me siento muy orgulloso de pertenecer a este honroso pueblo Tuareg. Y que así me consideren ellos me produce mucha más satisfacción.
En su viaje de regreso de Agadez llegaron a la Meseta del Tassili Tadrart cruzando un inmenso bosque de cipreses. Un delicado olor agradable se respiraba en el aire. Era una zona protegida, declarada Parque Nacional y Patrimonio Mundial de la Humanidad. Más adelante atravesaron las montañas del Hoggar, paraje de carácter volcánico. Sissé quedó maravillado del majestuoso pico de Atakor de tres mil metros de altura. Poco más tarde alcanzaron el Adrar des Iforas, sabiéndose ya casi en su casa.
Veintitrés días más tarde estaban de regreso en Tessalit. Apenas advirtió Asshiá que se acercaban a su casa salió a recibirles corriendo, con los brazos abiertos y una estruendosa algarabía. Dispensó un cariñoso recibimiento a su esposo seguido de otro afectuoso a Sissé.


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