Capítulo XIV
Conrad hizo una
selección de los animales y dejó en Tessalit cinco parejas de
dromedarios, tres de asnos y varias cabras, junto a otras tantas
parejas de cebúes, el resto viajaría con ellos hasta el mercado de
Agadez, en la región de Azbine, en Níger. Asshiá quedó al cuidado
de los animales que dejó su marido y de los pocos tomates que
quedaban en las matas. Tanto Conrad como Sissé al lomo de sendos
dromedarios y ataviados con la indumentaria Tuareg, partieron al
amanecer guiando al ganado, que estaba compuesto por casi cien
cabezas, entre dromedarios, cebúes, cabras y asnos, en dirección al
Adrar des Iforas.
––Cruzaremos la
frontera con Argelia por el alto de Bouressa, hasta el pueblo de
Ti-n Zaouâtene, para entrar en Níger por la población
fronteriza de Asamakka en la ruta Transahariana, que viene de
atravesar el desierto del Teneré–– anunció Conrad.
En los siete días
de viaje que llevaban no habían tenido ningún percance importante.
Sissé había quedado maravillado de la belleza del Adrar des Iforas,
donde se detuvieron por recomendación de Conrad para que Sissé
contemplara las pinturas rupestres milenarias, que le entusiasmaron.
En dos días más, sobre media mañana, estaban divisando Agadez
entre una calima que difuminaba la ciudad y parecía una ciudad
tenebrosa. Infinidad de callejuelas de arena se adivinaban desde la
distancia, entrelazadas en forma perpendicular unas a otras, con
cierto orden. Pronto alcanzaron una explanada que iba a dar a la
mezquita. Había un bullicio de gentes diversas: subsaharianos,
árabes, europeos... El Mercado del Noroeste era el mercado de los
animales en el que habían estructuradas varias divisiones, bien por
muros o bien por empalizadas, en las que se estabulaban a los
distintos animales. Las bestias de grandes cuernos estaban separadas
en un recinto delimitado con cercas de gruesas maderas. Los camellos
y dromedarios se encontraban echados en el suelo, separados por
empalizadas de los animales de menor tamaño, esperando a sus nuevos
dueños. Sissé quedó perplejo al contemplar las dimensiones del
recinto del mercado.
––Aquí
buscaremos un sitio donde poder colocar a nuestro ganado y
esperaremos nuestra oportunidad— le dijo Conrad a Sissé.
Mientras estaban
colocando el ganado, Conrad, saludó a un grupo de Tuareg,
abrazándose a un hombre enorme con el que departió de forma
entrañable interesándose ambos por sus respectivas familias. Conrad
presentó a Sissé, que fue saludado con sumo agrado por Hussein. Una
vez acabados los saludos, siguiendo las instrucciones de aquel
hombretón, Conrad y Sissé llevaron los cebúes a su redil y después
de haberlos colocado se acomodaron en un extremo de la empalizada,
cerca de los dromedarios, cabras y burros. No tardó en llegar
Hussein, que se sentó junto a ellos en el suelo.
––Hace casi dos
años que no nos vemos, Sissé. Hussein, es un gran amigo— le
informó Conrad.
––¡Es mi
hermano!— enfatizó Hussein. ––Me salvó la vida. Me salvó de
morir en el desierto de Tassili. Desvió su camino para rescatarme
cuando yo estaba moribundo y me dio agua y comida, y permaneció dos
días conmigo hasta que pudo subirme a un asno y llevarme hasta el
poblado de Lacuni— le explicó a Sissé mientras tenía cogido por
los hombros a Conrad, que asentía.
––Algún día te
contaré como le subí al burro…––, ironizó Conrad. ––Hoy
es el mayor comerciante de animales de Agadez, Sissé. Es el hombre
más rico…
Hussein lo
interrumpió:
––No lo creas
Sissé. Me van bien las cosas, pero no hasta ese punto. ¡Ya me
gustaría!— comentó con una gran risotada que fue correspondida
por los otros dos.
Hussein era un
hombre corpulento, con unos brazos que parecían no terminarse nunca.
Cuando los pasaba por los hombros de Conrad parecía que podría
darle dos vueltas. Sus manos se correspondían perfectamente con el
resto del cuerpo, enormes, también, y molletudas; varios anillos de
oro cubrían sus dedos, uno especialmente con un diamante que
deslumbraba. Su vestimenta delataba su jerarquía social, llevaba
colocado un turbante de un blanco impoluto y el litham, velo
de un bello azul índigo que sólo portaban los nobles, “imajeghan”,
que se dedicaban a la política, sus pantalones y túnica eran
igualmente del mismo blanco. Al mismo tiempo, se distinguía por la
cordialidad de su trato, sencillo, cercano, familiar.
––Es el jefe de
la “ettebel” de Agadez, grupo de personas de un
mismo parentesco, que abarca el macizo del Air. Pertenece a la tribu
de “Kel Air”, dominante de todo el macizo–– le informó
Conrad a Sissé.
Sólo la rama de la
aristocracia de este pueblo, había mantenido la pureza de la raza,
sus características mediterráneas. La ocupación por los Tuareg de
los territorios saharianos provocó que se aparearan con los pueblos
sometidos, de piel negra, dando lugar al oscurecimiento de su piel y
a la alteración de sus rasgos. Los descendientes de estos se
incorporaron a la comunidad en calidad de esclavos, dedicándose al
cuidado del ganado y los oficios de servidumbre.
––Mis ancestros
vivieron siempre de las azalai, de lo que me enorgullezco y me
jacto siempre que tengo ocasión–– continuó explicándole a
Sissé. ––Llegaron a formar parte hasta veinticinco mil camellos.
Ya en 1960, yo no era más que un adolescente, fui parte activa en la
rebelión de los Tuareg en el Sáhel contra los estados de Malí y
Níger, cuando al pueblo Tuareg se le impidió entrar a formar parte
del nuevo gobierno constituido. Y, sobre todo, en Níger, a partir
del año 1990, en In-Gall, Arlit y Agadez y hasta el año 1995, en el
que se firmó el acuerdo de paz en el macizo del Air–– concluyó
Husshein.
––Cuando te
vuelva a ver te lo volverá a contar.
––Ya le he dicho
al muchacho que me jacto de eso cada vez que tengo ocasión...
Hussein dio unas
órdenes a un grupo de cuatro personas que esperaban algo apartadas
de ellos. E inmediatamente se marcharon los cuatro a indicación de
Hussein.
––Son su
séquito––, aclaró Conrad a Sissé. ––¿Me vas a comprar los
animales?— Le preguntó Conrad a Hussein.
––No–– le
contestó taxativamente. ––Si lo hiciera te marcharías y no
permitiré que te vayas sin estar unos días en mi casa.
––Está bien, te
vas a cansar de nosotros— amenazó Conrad.
––Ya veremos
quién se cansa antes.
Estando dialogando
con gran cordialidad, dos Tuareg se acercaron a ver los dromedarios,
dedicando una mayor atención sobre todo a los de pelaje blanco.
––Esos mèhareé
están vendidos, si os interesan los otros se puede hablar— les
informó Hussehin con voz autoritaria.
A lo que
correspondieron los dos Tuareg dando media vuelta y marchándose por
donde habían venido.
––Siempre es
así, Sissé. Una vez aquí es él quien ha de dirigir el comercio de
los animales— le comentó Conrad.
––¡Pero si los
animales son míos!— Protestó Hussein.
––No. Me has
dicho que no me los comprabas, por lo tanto, no son tuyos.
––El que no te
los pague todavía no significa que no te los compre— arguyó
Hussein.
––Nada, Sissé,
con este hombre no se puede. Hace y deshace lo que quiere y siempre
hay que estar de acuerdo con él.
––No digas eso
al muchacho. Va a pensar que es cierto lo que dices. Y no creo que
tengas mucha queja.
Sissé observaba
divertido y con una sonrisa constante.
––Y es cierto,
lo que sucede es que no me quejo— comentó Conrad, entre risas de
los tres.
––¡Ah truhán!—
Y se multiplicaron las risas.
Se puso en pie
Hussein e invitó a Conrad y Sissé a que lo siguieran. Dio, de
nuevo, instrucciones a sus empleados que tomaron asiento donde antes
estaban los tres sentados. Se dirigieron, finalmente, a casa de
Hussein.
––Ahora os
laváis u os bañáis, descansáis y después comeremos alguna cosa.
Cuando caiga el sol nos acercaremos al mercado a ver los animales—
casi les ordenó.
––Gracias,
amigo. No esperaba menos de ti— le respondió Conrad con cierta
sorna, guiñando un ojo a Sissé.
––¡Ah! Con que
esas tenemos. Yo te voy a lavar a ti. El muchacho hará lo que
quiera, pero de ti me encargo yo— le dijo a Conrad, al tiempo que
le pasaba su brazo enorme por los hombros.
La mujer de Hussein
les dedicó un gran recibimiento a los invitados. Era el preludio de
una estancia plena de atenciones de todo tipo, no sólo por parte de
la taiga de la casa, sino igualmente por parte de sus tres hijos y
dos hijas. Todos sentían un especial cariño por Conrad.
Sissé quedó
sorprendido por el recibimiento que les habían dispensado. Conrad
nunca le habló de Hussein, en ningún momento de su estancia en su
casa ni en los días que duró el viaje. La familia de Hussein le
pareció encantadora. Sissé observaba la sala en la que se
encontraban con detenimiento, se comunicaba con otras directamente,
sin puertas ni detalles que las separaran. Le recordó de alguna
manera la vivienda de Maharafa, aunque ésta era diferente y no tan
ostentosa; si se podía apreciar la calidad de sus enseres. Las salas
eran diáfanas y amplias, las paredes que las encuadraban estaban
decoradas con artilugios artesanos de plata y grabados de pequeño
tamaño, a cierta distancia unos de otros. Y, cada sala se distinguía
por las almohadas que reposaban sobre distintas alfombras. Desde
aquella sala se podía acceder a un extenso jardín separado por una
enorme cristalera. Una gran fuente presidía el jardín que se veía
frondoso, de exuberante vegetación y muy cuidado. Amîr, hijo
primogénito de Hussein, que había permanecido en silencio viendo la
curiosidad de Sissé le invitó a conocer la casa. Tenían la misma
edad y no tardaron en congeniar, a pesar de que Amîr era de un
carácter más introvertido, no tardó Sissé en ganárselo con su
espontaneidad.
La mujer de Hussein
presentó una opípara cena a base de asados de todas clases,
bastilas, elaboradas con distintas carnes y diversas frutas, y
dulces variados. Fue una cena en la que agasajaron a los invitados en
todo momento. Hussein se levantó y cogió la “zizoua”, le
colocó el té, unas hojas de “nana” y unos trocitos de
caña de azúcar. En un cazo aparte vertió el agua y lo puso al
fuego, cuando estaba hirviendo la echó en la zizoua. Pasados
unos minutos y tras probarlo y comprobar que estaba en su punto les
sirvió el té a los invitados y posteriormente al resto, alcanzando
gran altura. Hablaban relajados, sentados sobre unos grandes
almohadones con exquisitos bordados, sobre una gran alfombra con
motivos Tuareg, saboreaban el té, cuando Hussein se interesó por
Sissé.
––Y bien, Sissé,
¿Cómo es que estás con mi hermano Conrad?
––Bueno, Conrad
es primo del famma de mi comunidad en Sikasso, y por mediación
de aquel vine a parar a su casa ––voy de viaje a Francia— y
tanto él como Asshiá, su mujer, me acogieron como a un hijo
pródigo, y aquí estoy.
Sissé le contó a
Hussein que estaba muy a gusto con Conrad y su mujer Asshiá. Conrad
por su parte agradeció las mejoras agrícolas de Sissé, que había
contribuido a mejorar su calidad de vida.
––Sissé— le
dijo Hussein, —sabrás que el viaje que quieres emprender es
complicado. ¿Viajarás por el Ténéré o por el Tanezrouft?
––Por donde vaya
el convoy al que me pueda unir en el momento en que decida marchar.
––Complicado es
el viaje tanto por un desierto como por el otro. Aquí en Agadez hay
un gran centro logístico para los emigrantes. Agadez ha vuelto a
resplandecer con la cantidad de viajeros que vienen de los países
del oeste y el sur, como Chad, Nigeria, Gana, Camerún... Han
reactivado el comercio y ahora hay una gran actividad en todos los
aspectos. Hace unos años que trabajan cinco agencias de viaje
especializadas en los traslados de personas a Libia, sobre todo. Han
surgido cantidad de transportistas que se dedican a trabajar para
estas agencias y muchos comerciantes que envían sus productos allí,
aprovechan y llevan a tantas personas como pueden junto a las
mercancías. La carretera de Arlit, que es punto de partida, está
llena de talleres mecánicos. Y en el centro han proliferado
comercios especializados en productos para las personas que hacen la
ruta: bidones para el agua, mantas, zapatos, linternas... Otros
emigrantes que han vuelto regentan comedores, dormitorios, algún que
otro salón de peluquería. Ya veis, hace unas cuantas décadas,
Agadez, era centro neurálgico por estar en el cruce de las
principales rutas de caravanas que unían el Mediterráneo con el
país Haoussa, por medio de la Azalai. En la antigüedad se
hacía el traslado de esclavos y oro a Libia y Egipto, y ahora, al
cabo de varios años de decadencia vuelve a resurgir con la migración
de personas a Europa.
Amîr, el hijo
primogénito de Hussein, se había levantado con anterioridad y traía
el segundo té, advirtiendo que a continuación llegaría el tercero,
como era costumbre. Hussein sirvió, de nuevo, té a sus invitados.
––Cuando llegan
a la frontera de Libia, deben conseguir una tarjeta sanitaria,
imprescindible para poder trabajar, aunque es fácil, sólo deben dar
una propina a los funcionarios locales, que siempre están
“hambrientos”— dijo Hussein entre carcajadas. ––Pero ya
antes de llegar a la frontera les han sacado casi el dinero que les
queda en controles de policía que instalan sobre la ruta, porque
aquí, antes de subir a los camiones o todo terrenos, ya han tenido
que pagar el pasaje y la propina para la policía que vigila el
proceso, no tanto por si surge algún altercado, que también, sino
para no perder el diezmo. A veces se organizan verdaderas peleas por
conseguir un sitio, o el mejor sitio en el camión, ya que van
sobrecargados—. Volvió a reír.
Conrad dirigió a
Sissé, una mirada cómplice.
––Para llegar a
Europa, por donde vayas siempre será lo mismo, tendrás que dar
dinero a mucha gente.
––Aquí la
población— prosiguió Hussein, ––es condescendiente con estas
personas y las vemos con cierto cariño, al fin y al cabo, han hecho
que la población haya recobrado el protagonismo de antaño y al
mismo tiempo han paliado la escasez que estábamos padeciendo. Agadez
se ha convertido en un punto en el que muchos emigrantes deben
permanecer un tiempo para reponer sus alforjas maltrechas, deben
trabajar una temporada para poder financiarse la siguiente etapa.
Todos los prostíbulos de la ciudad acogen a una cantidad ingente de
mujeres que están de paso y han de dedicarse a la prostitución
hasta que pueden continuar viaje. Ahora estos burdeles tienen tantas
mujeres extranjeras como nativas. ¡Es una verdadera maravilla!—
proclamó Hussein, entre sonoras carcajadas. Al mismo tiempo volvió
a servir el tercer té que previamente había preparado su hijo, éste
con hierbabuena.
––¿Entonces
ahora no sales de los prostíbulos?— Bromeó Conrad.
––No. No. Yo ya
no voy a esos sitios— confesó de forma solemne. ––Llevo unos
años que estoy muy bien, no tengo necesidad de ir al lupanar—
comentó satisfecho.
––¡Ah! Por
cierto, este viernes próximo se esposa mi hijo–– señaló a
Amîr, ––y estáis invitados. Será una bonita fiesta.
––Hussein, no
hemos venido preparados para asistir a una boda y menos a la de tu
hijo. De haberlo sabido hubiéramos traído nuestros vestidos de
gala.
––No te
preocupes por eso, porque aquí no te van a faltar, tanto a ti como a
Sissé— le interrumpió. ––Y no quiero una negativa por
respuesta.
––Asshiá no me
lo perdonará. De haberlo sabido habría venido con nosotros.
––Siento que no
esté tu esposa aquí, Conrad. Verdaderamente lo siento, pero no hay
tiempo para ir a por ella–– se lamentó Hussein.
El primogénito de
Hussein, había salido un momento requerido por los sirvientes.
––Permíteme que
te regale un presente para tu hijo.
––Sabes que no
es necesario. El regalo es tu presencia en esta casa.
––Aún así.
Quiero que le regales el mèhareé, ese más alto...
––Ah, sí. Es un
precioso animal, tiene una estampa magnífica. Es un ejemplar único—
le interrumpió. ––Mi hijo se sentirá muy orgulloso. Pero ¿por
qué no se lo regalas tú? Le hará mucha más ilusión viniendo de
ti.
––Así será,
pues— le respondió Conrad.
A continuación, una
vez acabado el té, salieron al jardín, donde se estaba preparando
el tercer día de fiesta hasta llegar la boda.
––Mi mujer nos
vuelve locos a todos— comentó irónico Hussein. ––Con los
preparativos de la boda no cesa un instante de dar órdenes. Se está
montando el “ahal” en el jardín de la casa de la novia,
no hace falta que te diga más, conociendo a mi mujer.
––La novia es
una mujer muy bella. La hacienda de su familia está próxima a la
nuestra y mi mujer les está ayudando en los preparativos, y bien…,
¡ya lo veréis! Este es el tercer día de fiesta, así, que a comer
y beber hasta la madrugada, y así hasta el viernes.
Hussein llamó a un
sirviente y tras hacerle un encargo, el empleado salió
inmediatamente de la casa. A continuación se dirigió a Sissé:
––¿Tú tienes
novia, Sissé?
––Sí. Bueno,
creo que sí. Porque la conocí en este viaje, en Sègou, estuve
cinco días con ella y fue maravilloso.
––¿Cómo se
llama?
––Aicha. Es
preciosa, Sr. Hussein. ¿Quiere verla?— Al tiempo que le tendió el
teléfono móvil en el que la tenía de fondo de pantalla.
––Verdaderamente
preciosa. No me extraña que te enamoraras de esta mujer— aceptó
mientras observaba el teléfono. ––¿Y te marchas dejando a una
mujer así? ¿Lo has pensado bien?
––Lo cierto es
que me han aparecido muchas dudas. Si no le hubiera prometido a mi
padre que trabajaría en Francia para mejorar sus vidas, seguramente,
me hubiera quedado junto a ella; pero…
––Tiene muchas
posibilidades si decidiera quedarse aquí. Es un gran agricultor. Es
muy bueno con los animales. Y teniendo a una mujer así…, también
debe serlo con ellas— intervino Conrad, provocando las risas de
todos.
––Plantéate
permanecer en tu país, Sissé. Un “anhi” nuestro dice:
“Equilibra tus necesidades a tu riqueza y no serás ni pobre ni
rico, sino simplemente afortunado”. No quiero desanimarte ni
crearte inquietud o desasosiego, pero las noticias que traen aquellos
que han vuelto sin poder realizar su sueño, no son muy
esperanzadoras— anunció Hussein con cierta solemnidad. ––Dicen
que a los negros les llaman esclavos hasta los niños. Cuentan que la
policía les extorsiona, no tienen ningún respeto con ellos,
siquiera con los refugiados ni con las mujeres, que en muchas
ocasiones son violadas. Cuando les parece bien hacen redadas y les
devuelven a las fronteras de las que provienen, dejándolos a su
suerte con la prohibición de volver.
––Ahora no puedo
volver atrás, señor Hussein. A Aicha le he prometido que si no
consigo mi objetivo y veo que mi vida corre verdadero peligro
desistiré y regresaré junto a ella.
––¡Bien! La
vida es como es y no como nos gustaría que fuese... No caigamos en
el desánimo que estamos de fiesta.
Entretanto llegó el
empleado con el dromedario blanco enjaezado. Hussein llamó a su hijo
Amîr, que acudió enseguida.
—Toma Amîr. Si te
gusta el mèhareé es tuyo— le dijo Conrad.
—¡Oh! Es
precioso, Conrad. Espléndido animal. ¿Cómo no me va a gustar? Te
estoy muy agradecido— al tiempo que se abrazó a él.
—Mañana después
del amanecer hay una carrera de dromedarios, Sissé espero que
participes— le dijo Amîr.
—Yo…— trató
de excusarse.
—No me digas que
tienes miedo— le incitó Amîr, con una media sonrisa.
—No, hombre, no se
trata de eso— le dijo Sissé. —Participaré.
—Bien, Sissé,
comprobaremos tu destreza— añadió Amîr, echando una ojeada a su
padre y a Conrad.
Apenas despuntaba el
día. En casa de Hussein había un gran movimiento, todo el mundo
andaba frenético de un lado para otro, con los preparativos para
pasar la jornada a las afueras de la ciudad, donde se celebraría la
carrera de los dromedarios. Montaron una jaima enorme y en su
interior dos mesas de grandes proporciones en las que había toda
clase de alimentos y refrescos. Otras dos más pequeñas colocaron a
un lado de la primera para las personas. En el exterior un gran
gentío seguía con atención la preparación de los quince animales
que participarían en la carrera. Amîr fue el vencedor con
diferencia, mientras Sissé pudo ser tercero, disputándole la
carrera a Amîr hasta dos tercios de la misma. Tras la carrera todos
repusieron fuerzas. A continuación las mujeres formaron un arco
sentadas en el suelo, unas con panderos, otras con unos discos
metálicos colocados en los dedos haciéndolos percutir, y el resto
de ellas haciendo sonar las palmas, todas entonaban cánticos
autóctonos. Los muchachos danzaban dando saltos espectaculares con
los que trataban de seducir a la mujer que les interesaba.
El día de la boda
fue de celebración constante, desde la mañana hasta la noche. Los
cánticos y bailes se alternaban con la comida abundante en todo
momento, destacando varios asados de distintos sabores, según las
hierbas aromáticas con los que condimentaban. Hussein, en un momento
del día, presentó a Sissé a un muchacho que había regresado hacía
casi un año del viaje que iba a emprender él. Le informó de las
vicisitudes que pasó durante dos años de peregrinar de un punto a
otro de Marruecos, para desistir al final y regresar de nuevo a
Níger. Sissé durante la charla que mantuvieron se estremeció,
tragó saliva y se le descompuso el rostro en varias ocasiones. Aquel
muchacho le dio todo tipo de detalles de cómo llegar hasta Melilla,
y los cuidados que debía tener según en que sitios.
En los seis días de
estancia en Agadez, en casa de Hussein, Amîr y Siseé hicieron muy
buena amistad, compartieron horas en el mercado con los animales,
visitaron la ciudad, en ocasiones por encargo de Husseín y otras por
divertirse. Sissé se ganó el cariño de los más pequeños, que lo
buscaban cada vez que estaba en su casa para jugar con él, ya que
siempre disponía de ese tiempo para dedicarlo al juego con los
niños. También Yawar, segunda hija de Hussein, buscaba a Siseé con
el que se encontraba muy a gusto.
Después de los
esponsales, Conrad y Siseé, partieron de regreso a Tesalia con dos
dromedarios y dos burros y las alforjas llenas de comida y dinero.
Siseé había dejado muy buena impresión en casa de Hussein.
Durante el viaje de
vuelta rememoraron los agasajos de que habían sido objeto,
sintiéndose Conrad muy reconfortado por la amistad con Hussein.
Después de todo el día de viaje se detuvieron a pasar la noche en
las afueras de la población de Divaga. Entre las poblaciones de
Arlet ––en la que visitaron las minas de uranio a requerimiento
de Siseé y la de Asáraca donde estaba el puesto fronterizo entre
Níger y Argelia. Una vez cruzado el macizo del Air, un fuerte viento
comenzó a azotarles de Nordeste. Conrad comenzó a sentirse
inquieto, lo que advirtió Siseé. Los dos dromedarios gruñían cada
vez a intervalos más cortos de tiempo. También ellos estaban
inquietos.
––No tardará en
alcanzarnos una tormenta de arena, dejaremos a los animales que
busquen su cobijo. Cíñete bien el chèchè y cúbrete con el
litham hasta los ojos— le ordenó Conrad.
Los dromedarios
aceleraron el paso en dirección Oeste y al poco tiempo se detuvieron
al amparo de un “Wahid”, en una zona árida de arena y
piedras. A los animales les ataron cuidadosamente para que no
pudieran huir ante la llegada inminente de la tormenta. Ellos se
cobijaron como mejor pudieron. La tormenta duró el tiempo suficiente
para cubrir de arena sus cuerpos encorvados. En aquella rambla
pasaron la noche, la oscuridad se les había echado encima.
Siseé estaba
despierto antes del amanecer, la tormenta de arena le había asustado
y le recordó los relatos del muchacho que le presentara Hussein el
día de la boda de Amir. Su rostro no era el más jovial que había
presentado hasta entonces; un gesto de preocupación se reflejaba en
él. «No sé si seré capaz de soportar la vida del desierto», se
dijo. «Ésta ha sido una pequeña tormenta de arena…». Un
escalofrío recorrió todo su cuerpo.
— ¿Te encuentras
bien?— Le preguntó Conrad.
—Sí, estoy bien.
—No lo parece.
—Estoy un poco…,
preocupado, Conrad. He estado recordando lo que me dijera el muchacho
que hizo el viaje hasta Melilla y me he desorientado. Y, la tormenta
que no había vivido nunca…
—Se te nota en la
cara. Siseé no te preocupes, en pocos meses vas a tener experiencia
con las tormentas de arena. Preparemos a los animales y salgamos de
aquí.
Siseé había
ensillado a los dos dromedarios y atado a los asnos uno con el otro,
cuando Conrad echó mano de su alforja sacó su evaden y tendió a
Siseé una doblez de francos africanos.
–– ¿Qué haces?
––Toma. Cógelo.
Si hubieras estado con Madaye lo cobrarías.
––Pero no he
estado con el señor Madaye. Me ofendes dándome ese dinero.
––Siseé, déjate
de tonterías. Si no hubieras venido tú, hubiera tenido que
acompañarme cualquier otra persona y hubiera tenido que pagarle. De
modo que no me ofendas negándote a aceptar mi dinero.
––Conrad no
puedo aceptarlo. Yo no te he acompañado por el dinero, si no porque
me sentía en la obligación de corresponderte...
––A nosotros nos
has correspondido con creces. De modo que acepta esto-
le replicó autoritario, mostrando un rictus de enfado.
––Te acepto este
dinero, porque no me perdonaría verte disgustado por mí causa. Pero
quiero que sepas que me duele enormemente tener que cogerlo.
––Déjate de
tonterías, Siseé. Es lo que debes hacer.
––De todas
formas es mucho dinero.
––Es el que te
has ganado.
Se acomodaron sobre
sus monturas y re-emprendieron el viaje.
––Esta noche
estaban de buen humor los “yennun”—, le dijo Conrad.
–– ¿Quienes son
los yennun?— Consultó Siseé.
––Son espíritus
malignos. Según los Tuareg, estos espíritus se agazapan y esperan
en zonas arenosas, entre las dunas y las grietas de las rocas del
desierto. Causan el mal a las personas que osan adentrarse en sus
territorios. Dicen los Tuareg que si están de buen humor los yennun
les dejan pasar sin ningún problema, pero si están malhumorados
––que es casi siempre— pueden alterar el sentido de la
orientación de los transeúntes, nublando su raciocinio y la memoria
de las rutas, llevándoles hasta terrenos yelmos y peligrosos, sin
posibilidad de encontrar agua ni víveres— le relató Conrad. ––Es
mejor no hablar de ellos, porque así no se les convoca. Cuando se
les nombra se crea una desazón entre los Tuareg, que se protegen de
estos espíritus por medio de amuletos que llevan en unas bolsitas de
piel de cabra, colgadas al cuello, con algunas frases en “tifinagh”.
Ellos creen que los “Kel Essuf”, son hijos de los Yennun
y les atribuyen las catástrofes naturales como las tormentas de
arena, o los movimientos de las dunas, capaces de sepultar sus
poblados o caravanas, la desecación de los pozos de agua, las
lluvias torrenciales, los vientos huracanados. Siempre evitan hablar
de estos espíritus en público.
––¿Tu crees en
los Yennun y los Kel Essuf?
––Sí. Al
principio era algo escéptico. Pero al final conviviendo con ellos
crees en los Yennun y en cualquier cosa que te digan. He visto
muchas cosas de los Tuareg, muchas, Sissé. Y te puedo asegurar que
son prácticos. Lo superfluo no les interesa. Ellos son felices con
procurarse los medios de vida. Sus costumbres y hábitos atávicos te
embaucan de tal manera que los quieres hacer tuyos. Tienen, o mejor,
tenemos muy presente el anhi que te dijera Hussein.
––Te sientes
verdaderamente un targui.
––Sí, Sissé.
Yo soy un targui. No es que haya renunciado a mis raíces, te repito,
pero pertenezco a los Tuareg. Desde que estoy con Asshiá y adopté
sus formas, su lengua y sus costumbres me siento muy orgulloso de
pertenecer a este honroso pueblo Tuareg. Y que así me consideren
ellos me produce mucha más satisfacción.
En su viaje de
regreso de Agadez llegaron a la Meseta del Tassili Tadrart cruzando
un inmenso bosque de cipreses. Un delicado olor agradable se
respiraba en el aire. Era una zona protegida, declarada Parque
Nacional y Patrimonio Mundial de la Humanidad. Más adelante
atravesaron las montañas del Hoggar, paraje de carácter volcánico.
Sissé quedó maravillado del majestuoso pico de Atakor de tres mil
metros de altura. Poco más tarde alcanzaron el Adrar des Iforas,
sabiéndose ya casi en su casa.
Veintitrés días
más tarde estaban de regreso en Tessalit. Apenas advirtió Asshiá
que se acercaban a su casa salió a recibirles corriendo, con los
brazos abiertos y una estruendosa algarabía. Dispensó un cariñoso
recibimiento a su esposo seguido de otro afectuoso a Sissé.
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