UN DÍA EN EL PUEBLO
Jairo junto a su familia, todos los años, pasaba las vacaciones de
verano en el pueblo de su madre: Villarejo de Arriba. Era un pequeño pueblo
enclavado en la falda de una colina, desde donde se divisaba un esplendoroso
valle. Sus alrededores eran de un frondoso bosque de cedros, encinas y pinos que derramaban sus
aromas para regocijo de sus vecinos. Unos kilómetros antes de llegar estaba
Villarejo de Abajo, que gozaba de todos los servicios de los que carecía
Villarejo de Arriba. Las malas lenguas de los pueblos comentaban que los
servicios no llegaron a “Arriba” porque los políticos se cansaron de tanto
subir.
Jairo vivía en casa de sus abuelos, era un mocetón de veinte años, con
menos luces que el pueblo en la procesión del Silencio. Don Crisantemo, el cura de Villarejo de Arriba,
siempre iba buscando a Jairo para que le hiciera las labores más penosas.
Aquella mañana tórrida, con un sol plomizo que derretía los pensamientos, Don
Crisantemo pidió a Jairo que le acompañara hasta el huerto que le había cedido
don Agustín para que, al menos, el cura pudiera comer; a la Iglesia no entraban
ni las mujeres en domingo. Ante la reticencia del joven, el cura le prometió
que sería nombrado monaguillo de honor de la Iglesia, a lo que Jairo, muy
ufano, accedió encantado.
Jairo cargó con el capazo y caminaba tras don Crisantemo que se pasaba
un pañuelo algo mugriento por la cara y el cuello secándose el sudor. Llegados
al huerto, era un pequeño trozo de tierra en medio de una gran pendiente, don
Crisantemo se echó a los pies de un gran pino, mientras tanto Jairo colocó en
el capazo una calabaza, a continuación unos pimientos, cuando el cura se tiró
un sonoro pedo. Jairo le dijo a don Crisantemo que no se tirara los pedos tan
gordos que iba a agujerear el ozono, excusándose el reverendo con que aquella
noche había cenado unas judías que le sobraron de mediodía. Jairo continuó
diciendo que los pedos agujereaban la capa de ozono, replicándole don
Crisantemo que quién le había dicho semejante barbaridad. Respondió Jairo un
tanto airado que, su padre decía que los pedos de las vacas habían roto el
ozono, que su padre leía mucho. Don Crisantemo alzando la voz le replicó que su
padre no había leído nunca.
Jairo, con mal humor, dejó caer sobre el capazo un melón que acababa
de recolectar, con tan mala fortuna que el capazo volteó rodando la calabaza,
el melón, los pimientos y los tomates ladera abajo. Don Crisantemo se incorporó
como un resorte, se arremangó las sotanas y corrió en pos de calabaza, melón,
pimientos y tomates ante el regocijo de Jairo con los brazos en jarras.
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