PERSECUCIÓN IMPLACABLE
Andrews se encontraba en paro desde
hacía seis meses. Desde que llegó a España había estado trabajando en casa de
un alto ejecutivo bancario, lo que le había permitido vivir holgadamente con su
familia. Fueron tres años en los que no se habían privado de nada. Vivían en la
misma casa del ejecutivo y tenían un buen sueldo tanto él como su esposa que se
encargaba de la limpieza de la casa. Andrews hacía de mayordomo, de chofer, o
de sirviente, según se le antojaba a doña Soledad, la señora de la casa, de
mediana edad, bien parecida y muy dominante. En muchas ocasiones su esposo tuvo
que prescindir del chofer porque ella le exigía que Andrews se quedara en casa
para hacer cualquier trabajo doméstico.
Doña
Soledad se pasaba las horas observando a Andrews y suspirando por tenerlo en su
cama. Un buen día le exigió que entrara al baño con ella para enjabonarle la
espalda. Andrews se excusó con que el señor le había ordenado que llevara al
banco donde trabajaba una documentación que había olvidado. Doña Soledad se
quedó mirándolo de hito en hito y le hecho la mano a la entrepierna, Andrews
reculó disculpándose con la señora, ante la irritación de ésta.
Andrews
y su familia fueron despedidos, acusado de propasarse con la señora. Antes de
marcharse, doña Soledad, le aseguró que volvería a ella de rodillas, que la
llamaría implorándole.
Andrews
y su mujer no encontraban trabajo desde que salieron de la casa. Algunas horas
trabajó portando publicidad por las calles centrales de Madrid, o limpiando
escaparates y sin razón alguna era despedido. Su esposa no tenía mejor suerte,
sólo con una vecina mayor a la que cuidaba unas horas conseguía apenas para la
comida. Sus hijos tuvieron que cambiar de colegio. La situación comenzaba a ser
desesperada. Aquella mañana Andrews le dijo a su esposa que tenía trabajo y no
sabía cuándo volvería. Llevó a los niños al colegio como todas las mañanas y se
fue a una cabina de teléfonos. Antes de media hora un coche negro se detuvo
ante él, abrieron la puerta y Andrews se subió al vehículo, que reprendió la
marcha inmediatamente.
Estaba
anocheciendo cuando Andrews entró en su casa, llevaba unas bolsas atestadas de
comida y unas cajitas con chucherías que dio a sus hijos. Andrews se quedó parado
ante su esposa, que permanecía inmóvil y vio que unas lágrimas furtivas
surcaban su rostro de ébano.
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