UN DÍA DE
RESACA
Gilberto, los jueves de cada semana,
salía de copas con sus amigos. Virtu su mujer no se oponía porque él era un
hombre que controlaba muy bien las situaciones. Sólo la vecina de al lado, doña
Amante, reprendía tanto a Virtu como a Gilberto por las salidas semanales de
éste último.
Aquella noche Gilberto se encontraba
más eufórico que de costumbre y tanto él como sus amigos alargaron la velada.
Fueron de pub en pub; los amigos ya de madrugada salieron cogidos por los
hombros y cantando cada uno lo que recordaba, sirviéndoles de risa. Entre
traspiés llegó a la puerta de su casa, la empujó levemente, estaba por medio
pasillo cuando tropezó con algo que casi le hizo caer. Apareció Jeckill, su
perro, que pronto agachó la cabeza y volvió por donde había venido, mientras
Gilberto, tambaleante, le señalaba silencio con un dedo en los labios. Volvió
sobre sus pasos y se alumbró con el móvil: ¡Joder! El gato de doña Amante, ―dijo,
tapándose la boca con la mano. Se agachó a tocarlo porque no se movió el
animalito y comenzó a acariciarlo. Gilberto no estaba para muchas cavilaciones
y cogió entre sus brazos al desdichado animal y lo llevó a casa de la vecina,
empujó la puerta y colocó al gato en su canasto.
A la mañana siguiente, Gilberto,
salió temprano para ir al trabajo, los viernes entraban una hora antes y
acababan a medio día. Al regresar a su casa vio un movimiento fuera de lo común
en casa de doña Amante, pero lo que le alarmó realmente fue la presencia de una
ambulancia. Virtu salió a recibirle a la puerta de su casa con un pañuelo en la
mano y los ojos enrojecidos de haber llorado. Gilberto preguntó por lo que
había sucedido y su mujer le explicó que a doña Amante le había dado un
infarto. Al gato lo había enterrado la tarde anterior y por la mañana apareció
en su canasto, le explicó. Gilberto tragó saliva.
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