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miércoles, 22 de abril de 2015

UN NUEVO AMOR



Olga esperaba impaciente y nerviosa la llegada de Robert, era la primera visita que éste hacía a su casa. Había dispuesto cada cosa en su sitio, nunca fue desordenada, pero en esta ocasión quiso cambiar algunos objetos de lugar, confiando en hacer el ambiente más agradable y sorprender a Robert, con el que salía desde hacía unas semanas.
En el recibidor, sobre un mueble moderno, situó una figura indefinible pero muy llamativa. Flanqueada por un pequeño ramo compuesto por cuatro tulipanes blancos. A la izquierda unas puertas correderas de nogal daban acceso a un gran salón, en el que la parte importante de la decoración era la luz, grandes ventanales daban frente a la puerta de entrada proporcionando una luz intensa. Unas cortinas de estilo japonés, a juego de las paredes, mitigaban aquella iluminación.
Toda la decoración de la casa contrastaba con la puerta corredera, que se obstinó en no tocar.
Olga supervisaba todos los detalles una y otra vez, moviendo los objetos que tenía a su alcance para volver a colocarlos en el lugar que se encontraban. Miraba su reloj de pulsera sin parar. Una llamada de teléfono la sobresaltó irracionalmente.

¿Diga? Respondió con voz nerviosa.
Mamá, soy Carla.
Hola, hija.
¿Qué te pasa? Te noto rara.
Nada. No me pasa nada. Sólo que me ha dado un susto el teléfono.
¡Venga, mamá!, dime qué sucede. Te noto nerviosa.
En ese mismo instante sonó el timbre de la puerta.
Hija, estoy bien. Luego te llamo, o mañana y te lo explico todo. Adiós. «Carla se habrá extrañado. Mañana la llamaré» se dijo.
Después de parar el teléfono abrió la puerta.
¡Buenas tardes! Dijo Robert.
¡Hola, Robert! Has sido puntual.
Eso siempre. ¿O es que querías que me retrasara?
No. No es eso.
Yo jamás acudiré tarde a una cita contigo. Bien, ¿me vas a dar un beso?
Sí, claro. Perdona. Es que estoy un poco nerviosa.
Después de darle un beso, Olga, se apartó de la puerta permitiendo la entrada de Robert, que escudriñaba el pasillo y el salón cuando entraron en él. Olga seguía los pasos de Robert que dio una vuelta por el salón en absoluto silencio.
¡Oh! Disculpa. Son para ti dijo Robert ofreciéndole el ramo de rosas rojas que había ocultado a su espalda.
Muchas gracias, Robert. ¡Qué detalle! Son preciosas. No tenías que haberte molestado...
No es una molestia. Es una cortesía a la que no iba a renunciar.
Gracias, de nuevo. Las pondré en un jarrón.
Olga salió para ir a buscar un jarrón en el que colocar el ramo. Una vez regresó, puso el jarrón de cristal con las rosas, en el que previamente había vertido un tanto de agua, en el módulo del mueble que descansaba sobre el suelo, en un lugar preferente.
Robert era un tipo alto, delgado, de tez morena. Su pelo, anillado, era negro, y sus ojos pequeños, negros, también, de mirada penetrante. Tenía el mentón muy marcado y un semblante rudo. Robert continuó observando todo lo que le rodeaba en el salón que parecía complacerle. A la izquierda había una mesa de madera lacada en blanco con el tablero de cristal oscurecido, circundada por seis sillas a juego de un atrevido estilo modernista. Más adelante y sobre la pared, blanca, un cuadro abstracto con tonos predominantes en rojos y negros sobre un fondo gris, simulando el epicentro de un huracán. A continuación una gran cheslong con el tapizado a juego de las sillas y unos mullidos almohadones. Justo en frente, un mueble modular, también, lacado en blanco, sobre el fondo de pared gris oscuro, en el que estaba situada la televisión de gran formato; a ambos lados del aparato una góndola cromada con pétalos de rosas rojas. En los estantes del mueble había colocado detalles de un viaje reciente a Túnez, alguna fotografía de ese mismo viaje, un libro reproducción del de la Tora que compró en el shkus, y otra fotografía con el rostro de una bella mujer: su hija, periodista, que ejercía en Barcelona, de la que se sentía especialmente orgullosa. Sobre el rincón que formaba la librería con los grandes ventanales una gran lámpara de pie a juego. En el techo, al centro de la sala colgaba una lampara de un estilo moderno y forma muy peculiar. Y sobre la pared que quedaba tras la cheslong una cascada de luz invertida que surgía desde el techo, llegando hasta la altura de otro cuadro de mayor tamaño que el anterior y similar motivo.
No está muy acorde la puerta corredera con la decoración de la casa, ¿no te parece? dijo Robert en tono burlón.
Ya lo sé. Pero quise conservar la puerta a toda costa.
Es una pena. Yo la habría quitado.
Pero yo no.
No me gusta que me provoquen dijo Robert en un tono duro. Claro que tú de esto sabes poco.
Olga se limitó a mirarle, algo contrariada, sin responder. Él se sentó en el sofá. Olga puso un mantel de color granate sobre la mesa, sólo cubría el centro del cristal, los laterales del tablero quedaban a vista. Colocó un plato más grande de lo normal a cada extremo del mantel, delante de cada plato dos copas; a sus costados, puso dos servilletas y sobre éstas los cubiertos: cuchillo y tenedor. Olga volvió a la cocina. Al poco regresó con dos platos de entrantes: canapés de salmón y sucedáneo de caviar en uno de los platos y en el otro queso y jamón serrano, mitad por mitad que dejó en el centro de la mesa. Robert se levantó con agilidad del sofá y se sentó en la silla. Tomó un trozo de jamón y con los dedos movió de un lado para otro los canapés, al tiempo que refunfuñaba sobre ellos, con evidente signo de desaprobación.
Trae una cerveza. O mejor ¿tienes vino tinto?

Sí, pero no sé si te gustará. Yo no entiendo mucho de vinos, en el supermercado me han dicho que era bueno dijo Olga, al tiempo que iba en busca del vino.
¿Quién te lo ha dicho una mujer?
Sí. La encargada.
¿Qué sabréis vosotras de vinos?
Pues esta chica lleva muchos años en la sección de la bodega le dijo Olga desde la cocina.
Olga le trajo la botella de vino y el sacacorchos.
Este vino no lo conozco. Es un rioja..., alavesa. Humm, no sé, no sé.
Descorchó la botella y se sirvió un poco de vino en la copa y al probarlo hizo un gesto de aprobación.
¿Quieres vino?
Sí. Por favor.
Robert sirvió un poco de vino a Olga y él se sirvió casi media copa. Después de la cena, casi acabaron con el vino riojano. Robert se volvió a sentar en el sofá viendo la televisión, y a la espera de que Olga hiciera el café. Pasaron unas horas charlando, viendo la televisión entre algún beso furtivo y alguna que otra copa. Robert, de momento, empezó a hacerle arrumacos a Olga que le correspondió, aunque tuvo que apartarlo un par de veces.
Robert, hoy no. Aún no estoy preparada.
No digas tonterías, ni que fueras una niña.
No se trata de eso. No quiero hacerlo en tu primera visita.
¡Vaya! Eres puritana dijo Robert, con gesto agrio y los ojos enrojecidos.
No me malinterpretes, Robert. Todo llegará.
Disculpa. Entiendo perfectamente tu postura, Olga dijo Robert en tono meloso.
Gracias Robert. No quiero que te enfades.
No estoy enfadado. Por ti hago lo que sea. Te quiero tanto, siempre te querré. Para mí no hay otra mujer en el mundo.
Olga se abrazó con ímpetu y le besó en los labios apasionadamente.
A la mañana siguiente Olga llamó a su hija.
Carla. Perdona que no hablara más anoche, pero es que se presentó una visita en aquel mismo instante y tuve que cortar la llamada.
¿Quien fue para no hablar conmigo?
Es un señor. Se llama Robert y es encantador, hija.
Pero le conoces ayer y ya te lo llevas a casa...
No, Carla. Estamos saliendo ya varias semanas.
Y ¿Por qué no me habías dicho nada?
Porque es muy poco tiempo y no estaba segura...
¿Y ahora ya estás segura?
Nos estamos conociendo. Es un gran hombre y muy apuesto...
¿Te lo llevaste a la cama?
¡Noo! ¿Cómo puedes pensar eso?
¡Huy! Mamá. Presiento que vas más deprisa de lo que yo podía imaginar.
Carla, tranquila, todo a su tiempo.
Oye, mamá, te tengo que dejar, voy a entrar en la redacción. Muchos besos. Y tenme informada al detalle. Quiero saber cómo va esa relación, y envíame una foto de él. Quiero verlo.
Muy bien lo haré. Muchos besos, hija.
Olga y Robert siguieron viéndose cada vez con más asiduidad. Robert no descuidaba ni el más mínimo detalle, y sin ningún motivo, de cuando en cuando, aparecía con un regalo. Constantemente le repetía el cariño que le tenía, que era la mujer de su vida y que no podría vivir sin ella. Al cabo de un mes Robert se instaló en casa de Olga.
La relación de Robert con los vecinos era extraordinaria, siempre atento a cualquier cosa que pudieran necesitar o simplemente gastando bromas con excelente simpatía; se había hecho querer de todos. Olga era felicitada por todos ellos por la suerte que había tenido.
El primer sábado desde que vivían juntos, Robert anunció a Olga que saldrían a cenar. Mientras ella limpiaba la casa, él le dijo que iba a ver un partido de balonmano al Palacio de Deportes. Cuando llegó, Olga ya estaba arreglada y dispuesta para salir.
¿Dónde te crees que vas? Dijo Robert en un tono duro.
Dijiste que íbamos a cenar y me he arreglado un poco.
¡Un poco! Te has arreglado como para ir aun club no a cenar le recriminó Robert alzando la voz.
Pero si me he arreglado así para ti.
Con esa minifalda..., y ceñida así, no vas a ir a ninguna parte siguió gritándole.
Está bien, Robert. Si no te gusta me cambio, no quiero que te enfades.
¡Cómo no me voy a enfadar! Vas vestida como una puta le dijo al tiempo que le daba un fuerte empujón haciendo que cayera en el sofá. ¿Quieres que todos te miren por donde pasas? ¿A quien quieres provocar?
Ya está bien, Robert. No soy ninguna puta ni quiero que me mire nadie más que...
Robert no la dejó terminar, le dio un bofetón que la dejó sin oír del oído izquierdo un buen rato. Olga corrió a su habitación y se encerró en ella. A pesar de disculparse Robert repetidas veces Olga no abrió la puerta. Echada en la cama no dejaba de pensar en lo que había sucedido y cómo una minifalda podía haber provocado aquella reacción del hombre al que quería.
Al cabo de un buen rato de intentar hablar con Olga, Robert, se sacó una cerveza y una bolsa de patatas fritas y se sentó en el sofá colocando los pies en la mesa. Se dispuso a ver el partido de fútbol que echaban por la televisión. Olga salió de la habitación después de acabado el partido y Robert corrió en pos de ella y abrazándola la besaba por toda la cara y el cuello.
Cariño, perdóname. No sé qué es lo que me ha pasado. Sabes que eres la mujer que más quiero en este mundo. No puedo vivir sin ti. Si tú me faltaras yo me mato. No sé..., cuando te he visto así vestida, tan guapa... He creído perderte y...
Me has hecho mucho daño se limitó a decir Olga.
Ya lo sé. Y no volverá a ocurrir.
Me había vestido así sólo para ti. A mí no me interesa ningún otro hombre.
Verás que vamos a ser muy felices le dijo Robert.
Llevaban varios meses en los que en algunas ocasiones tuvieron discusiones airadas y Robert no había dejado de ningunear a Olga y la había golpeado alguna que otra vez. Ella se había tornado huraña, escurridiza con los vecinos y amigos, y hasta con Carla hablaba lo menos posible, lo que había llegado a preocupar a su hija. Olga siempre iba con grandes gafas de sol y cabizbaja. Se consideraba una inútil, que no hacía nada bien, por eso Robert se desquiciaba.

Una mañana que Olga regresaba de la compra, con una cesta en la mano, se topó con su vecina.
¡Olga! ¡Olga! Por fin te veo le dijo la vecina de rellano que era bastante mayor que ella. Llevo mucho tiempo pendiente de ti, de poder hablar contigo. Anda, pasa a mi casa...
No. No. Si viniera Robert se enfadaría...
¡Ése! Ése ya no se va a enfadar más. La que tienes que estar enfadada eres tú y acabar con esta situación. Bien nos ha engañado el canalla.
No diga usted eso. Es un buen hombre. Yo estoy un poco torpe últimamente.
No digas sandeces. Tú eres una mujer como las que no quedan. Tienes que denunciarle y acabar con ese martirio.
¡Calle! ¡Calle! Y Olga, llorando, se introdujo en su casa.
A pesar de que la vecina golpeó la puerta un buen rato, Olga no le abrió. Lloraba desconsolada mientras limpiaba la casa, lo hacía dos veces al día, para que Robert no le dijera que estaba sucio, que qué hacía durante todo el día y provocar su ira. La mujer se propuso hablar con Carla.
Carla llamó repetidas veces a su madre sin conseguir que le respondiera. Por fin le cogió la llamada.
Mamá, ¿por qué no me coges el teléfono? Me tienes muy preocupada.
No lo había oído.
...¿Qué está pasando, mamá?
Nada, hija. Qué va a pasar.
Mamá no me ocultes nada. Este fin de semana voy a verte, vamos a pasarlo juntas...
No..., no vengas. Este fin de semana estamos fuera. Robert y yo nos vamos de hotel.
¿Robert? De todas formas puedo ir y...
¡No! y le colgó a su hija.
Había pasado una semana desde que le hablara su vecina y en casa de Olga salvo algún improperio y algún zarandeo, no hubo nada más.
Esta tarde voy a salir con los amigos. Espero que cuando vuelva esté todo en condiciones y la cena preparada. Hoy no quisiera enfadarme.

Al rededor de las diez de la noche, de ese viernes, Robert regresó a casa. Apenas abrió la puerta y lo vio, Olga se puso a temblar. Su rictus agrio vaticinaba una noche tensa. Sin mediar palabra Olga comenzó a preparar la mesa para servirle la cena, desde hacía algún tiempo ella cenaba en la cocina porque él así se lo había ordenado. Robert se sentó a la mesa y al ver la cena que Olga le había preparado se encrespó con ella.
¡Esto es una mierda de cena! Dijo dándole un manotazo al plato.
Olga se apartó de la mesa en silencio pero al momento volvió para retirar el plato. En ese momento Robert la cogió de la muñeca y se la retorció, haciendo que Olga se encorvara gimiendo de dolor.
¡No vales para nada! ¡Tú no quieres hacer las cosas bien! Lo haces a propósito para enfadarme. Siempre tienes que sacarme de mis casillas. No aprenderás nunca. ¡No sirves ni para la cama!
Se levantó de la silla y comenzó a golpearla en la cabeza, en la cara, le dio patadas y cogiéndola por el pelo la echó al suelo y la arrastró. En un momento que pudo zafarse de Robert, Olga se dirigió a la puerta y salió al rellano de la escalera.
¿Dónde crees que vas? ¡Vuelve aquí! le gritó Robert.
Robert corrió hasta alcanzarla cuando estaba en el primer escalón. La cogió del pelo, otra vez, y siguió golpeándola con más saña.
¡Por favor! No me pegues más, no puedo resistirlo.
Yo te diré hasta cuando vas a resistir aullaba Robert que le seguía pegando entre las súplicas de Olga.
En ese momento se abrió la puerta de la vecina de rellano y salió Carla con un bate en las manos y se acercó por la espalda.
¡Hijo de puta! Suelta a mi madre.
Robert se giró sorprendido y no vio más que el bate que se estrelló contra su cara. Cayó desvanecido y ensangrentado. Un gran corte le recorría desde la frente hasta el labio, por el que sangraba abundantemente. Olga y Carla se abrazaron y lloraron juntas.



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