Olga
esperaba impaciente y nerviosa la llegada de Robert, era la primera
visita que éste hacía a su casa. Había dispuesto cada cosa en su
sitio, nunca fue desordenada, pero en esta ocasión quiso cambiar
algunos objetos de lugar, confiando en hacer el ambiente más
agradable y sorprender a Robert, con el que salía desde hacía
unas semanas.
En el recibidor, sobre un mueble
moderno, situó una figura indefinible pero muy llamativa. Flanqueada
por un pequeño ramo compuesto por cuatro tulipanes blancos. A la
izquierda unas puertas correderas de nogal daban acceso a un gran
salón, en el que la parte importante de la decoración era la luz,
grandes ventanales daban frente a la puerta de entrada proporcionando
una luz intensa. Unas cortinas de estilo japonés, a juego de las
paredes, mitigaban aquella iluminación.
Toda la decoración de la casa
contrastaba con la puerta corredera, que se obstinó en no tocar.
Olga supervisaba todos los
detalles una y otra vez, moviendo los objetos que tenía a su alcance
para volver a colocarlos en el lugar que se encontraban. Miraba su
reloj de pulsera sin parar. Una llamada de teléfono la sobresaltó
irracionalmente.
―¿Diga?―
Respondió con voz nerviosa.
―Mamá,
soy Carla.
―Hola,
hija.
―¿Qué
te pasa? Te noto rara.
―Nada.
No me pasa nada. Sólo que me ha dado un susto el teléfono.
―¡Venga,
mamá!, dime qué sucede. Te noto nerviosa.
En ese mismo instante sonó el
timbre de la puerta.
―Hija,
estoy bien. Luego te llamo, o mañana y te lo explico todo. Adiós.
«Carla se habrá extrañado. Mañana la llamaré» se dijo.
Después de parar el teléfono
abrió la puerta.
―¡Buenas
tardes!—
Dijo Robert.
―¡Hola,
Robert! Has sido puntual.
―Eso
siempre. ¿O es que querías que me retrasara?
―No.
No es eso.
―Yo
jamás acudiré tarde a una cita contigo. Bien, ¿me vas a dar un
beso?
―Sí,
claro. Perdona. Es que estoy un poco nerviosa.
Después de darle un beso, Olga,
se apartó de la puerta permitiendo la entrada de Robert, que
escudriñaba el pasillo y el salón cuando entraron en él. Olga
seguía los pasos de Robert que dio una vuelta por el salón en
absoluto silencio.
―¡Oh!
Disculpa. Son para ti―
dijo Robert ofreciéndole el ramo de rosas rojas que había ocultado
a su espalda.
―Muchas
gracias, Robert. ¡Qué detalle! Son preciosas. No tenías que
haberte molestado...
―No
es una molestia. Es una cortesía a la que no iba a renunciar.
―Gracias,
de nuevo. Las pondré en un jarrón.
Olga salió para ir a buscar un
jarrón en el que colocar el ramo. Una vez regresó, puso el jarrón
de cristal con las rosas, en el que previamente había vertido un
tanto de agua, en el módulo del mueble que descansaba sobre el
suelo, en un lugar preferente.
Robert era un
tipo alto, delgado, de tez morena. Su pelo, anillado, era negro, y
sus ojos pequeños, negros, también, de mirada penetrante. Tenía el
mentón muy marcado y un semblante rudo. Robert continuó observando
todo lo que le rodeaba en el salón que parecía complacerle. A la
izquierda había una mesa de madera lacada en blanco con el tablero
de cristal oscurecido, circundada por seis sillas a juego de un
atrevido estilo modernista. Más adelante y sobre la pared, blanca,
un cuadro abstracto con tonos predominantes en rojos y negros sobre
un fondo gris, simulando el epicentro de un huracán. A continuación
una gran cheslong con el tapizado a juego de las sillas y unos
mullidos almohadones. Justo en frente, un mueble modular, también,
lacado en blanco, sobre el fondo de pared gris oscuro, en el que
estaba situada la televisión de gran formato; a ambos lados del
aparato una góndola cromada con pétalos de rosas rojas. En los
estantes del mueble había colocado detalles de un viaje reciente a
Túnez, alguna fotografía de ese mismo viaje, un libro reproducción
del de la Tora que compró en el “shkus”,
y otra fotografía con el rostro de una bella mujer: su hija,
periodista, que ejercía en Barcelona, de la que se sentía
especialmente orgullosa. Sobre el rincón que formaba la librería
con los grandes ventanales una gran lámpara de pie a juego. En el
techo, al centro de la sala colgaba una lampara de un estilo moderno
y forma muy peculiar. Y sobre la pared que quedaba tras la cheslong
una cascada de luz invertida que surgía desde el techo, llegando
hasta la altura de otro cuadro de mayor tamaño que el anterior y
similar motivo.
―No
está muy acorde la puerta corredera con la decoración de la casa,
¿no te parece?―
dijo Robert en tono burlón.
―Ya
lo sé. Pero quise conservar la puerta a toda costa.
―Es
una pena. Yo la habría quitado.
―Pero
yo no.
―No
me gusta que me provoquen―
dijo Robert en un tono duro. ―Claro
que tú de esto sabes poco.
Olga se limitó a mirarle, algo
contrariada, sin responder. Él se sentó en el sofá. Olga puso un
mantel de color granate sobre la mesa, sólo cubría el centro del
cristal, los laterales del tablero quedaban a vista. Colocó un plato
más grande de lo normal a cada extremo del mantel, delante de cada
plato dos copas; a sus costados, puso dos servilletas y sobre éstas
los cubiertos: cuchillo y tenedor. Olga volvió a la cocina. Al poco
regresó con dos platos de entrantes: canapés de salmón y sucedáneo
de caviar en uno de los platos y en el otro queso y jamón serrano,
mitad por mitad que dejó en el centro de la mesa. Robert se levantó
con agilidad del sofá y se sentó en la silla. Tomó un trozo de
jamón y con los dedos movió de un lado para otro los canapés, al
tiempo que refunfuñaba sobre ellos, con evidente signo de
desaprobación.
―Trae
una cerveza. O mejor ¿tienes vino tinto?
―Sí,
pero no sé si te gustará. Yo no entiendo mucho de vinos, en el
supermercado me han dicho que era bueno―
dijo Olga, al tiempo que iba en busca del vino.
―¿Quién
te lo ha dicho una mujer?
―Sí.
La encargada.
―¿Qué
sabréis vosotras de vinos?
―Pues
esta chica lleva muchos años en la sección de la bodega―
le dijo Olga desde la cocina.
Olga le trajo la botella de vino y
el sacacorchos.
―Este
vino no lo conozco. Es un rioja..., alavesa. Humm, no sé, no sé.
Descorchó la botella y se sirvió
un poco de vino en la copa y al probarlo hizo un gesto de aprobación.
―¿Quieres
vino?
―Sí.
Por favor.
Robert sirvió un poco de vino a
Olga y él se sirvió casi media copa. Después de la cena, casi
acabaron con el vino riojano. Robert se volvió a sentar en el sofá
viendo la televisión, y a la espera de que Olga hiciera el café.
Pasaron unas horas charlando, viendo la televisión entre algún beso
furtivo y alguna que otra copa. Robert, de momento, empezó a hacerle
arrumacos a Olga que le correspondió, aunque tuvo que apartarlo un
par de veces.
―Robert,
hoy no. Aún no estoy preparada.
―No
digas tonterías, ni que fueras una niña.
―No
se trata de eso. No quiero hacerlo en tu primera visita.
―¡Vaya!
Eres puritana―
dijo Robert, con gesto agrio y los ojos enrojecidos.
―No
me malinterpretes, Robert. Todo llegará.
―Disculpa.
Entiendo perfectamente tu postura, Olga―
dijo Robert en tono meloso.
―Gracias
Robert. No quiero que te enfades.
―No
estoy enfadado. Por ti hago lo que sea. Te quiero tanto, siempre te
querré. Para mí no hay otra mujer en el mundo.
Olga se abrazó con ímpetu y le
besó en los labios apasionadamente.
A la mañana siguiente Olga llamó
a su hija.
―Carla.
Perdona que no hablara más anoche, pero es que se presentó una
visita en aquel mismo instante y tuve que cortar la llamada.
―¿Quien
fue para no hablar conmigo?
―Es
un señor. Se llama Robert y es encantador, hija.
―Pero
le conoces ayer y ya te lo llevas a casa...
―No,
Carla. Estamos saliendo ya varias semanas.
―Y
¿Por qué no me habías dicho nada?
―Porque
es muy poco tiempo y no estaba segura...
―¿Y
ahora ya estás segura?
―Nos
estamos conociendo. Es un gran hombre y muy apuesto...
―¿Te
lo llevaste a la cama?
―¡Noo!
¿Cómo puedes pensar eso?
―¡Huy!
Mamá. Presiento que vas más deprisa de lo que yo podía imaginar.
―Carla,
tranquila, todo a su tiempo.
―Oye,
mamá, te tengo que dejar, voy a entrar en la redacción. Muchos
besos. Y tenme informada al detalle. Quiero saber cómo va esa
relación, y envíame una foto de él. Quiero verlo.
―Muy
bien lo haré. Muchos besos, hija.
Olga y Robert siguieron viéndose
cada vez con más asiduidad. Robert no descuidaba ni el más mínimo
detalle, y sin ningún motivo, de cuando en cuando, aparecía con un
regalo. Constantemente le repetía el cariño que le tenía, que era
la mujer de su vida y que no podría vivir sin ella. Al cabo de un
mes Robert se instaló en casa de Olga.
La relación de Robert con los
vecinos era extraordinaria, siempre atento a cualquier cosa que
pudieran necesitar o simplemente gastando bromas con excelente
simpatía; se había hecho querer de todos. Olga era felicitada por
todos ellos por la suerte que había tenido.
El primer sábado desde que vivían
juntos, Robert anunció a Olga que saldrían a cenar. Mientras ella
limpiaba la casa, él le dijo que iba a ver un partido de balonmano
al Palacio de Deportes. Cuando llegó, Olga ya estaba arreglada y
dispuesta para salir.
―¿Dónde
te crees que vas?―
Dijo Robert en un tono duro.
―Dijiste
que íbamos a cenar y me he arreglado un poco.
―¡Un
poco! Te has arreglado como para ir aun club no a cenar―
le recriminó Robert alzando la voz.
―Pero
si me he arreglado así para ti.
―Con
esa minifalda..., y ceñida así, no vas a ir a ninguna parte―
siguió gritándole.
―Está
bien, Robert. Si no te gusta me cambio, no quiero que te enfades.
―¡Cómo
no me voy a enfadar! Vas vestida como una puta―
le dijo al tiempo que le daba un fuerte empujón haciendo que cayera
en el sofá. ―¿Quieres
que todos te miren por donde pasas? ¿A quien quieres provocar?
―Ya
está bien, Robert. No soy ninguna puta ni quiero que me mire nadie
más que...
Robert no la dejó terminar, le
dio un bofetón que la dejó sin oír del oído izquierdo un buen
rato. Olga corrió a su habitación y se encerró en ella. A pesar de
disculparse Robert repetidas veces Olga no abrió la puerta. Echada
en la cama no dejaba de pensar en lo que había sucedido y cómo una
minifalda podía haber provocado aquella reacción del hombre al que
quería.
Al cabo de un buen rato de
intentar hablar con Olga, Robert, se sacó una cerveza y una bolsa de
patatas fritas y se sentó en el sofá colocando los pies en la mesa.
Se dispuso a ver el partido de fútbol que echaban por la televisión.
Olga salió de la habitación después de acabado el partido y Robert
corrió en pos de ella y abrazándola la besaba por toda la cara y el
cuello.
―Cariño,
perdóname. No sé qué es lo que me ha pasado. Sabes que eres la
mujer que más quiero en este mundo. No puedo vivir sin ti. Si tú me
faltaras yo me mato. No sé..., cuando te he visto así vestida, tan
guapa... He creído perderte y...
―Me
has hecho mucho daño―
se limitó a decir Olga.
―Ya
lo sé. Y no volverá a ocurrir.
―Me
había vestido así sólo para ti. A mí no me interesa ningún otro
hombre.
―Verás
que vamos a ser muy felices―
le dijo Robert.
Llevaban varios meses en los que
en algunas ocasiones tuvieron discusiones airadas y Robert no había
dejado de ningunear a Olga y la había golpeado alguna que otra vez.
Ella se había tornado huraña, escurridiza con los vecinos y amigos,
y hasta con Carla hablaba lo menos posible, lo que había llegado a
preocupar a su hija. Olga siempre iba con grandes gafas de sol y
cabizbaja. Se consideraba una inútil, que no hacía nada bien, por
eso Robert se desquiciaba.
Una mañana que Olga regresaba de
la compra, con una cesta en la mano, se topó con su vecina.
―¡Olga!
¡Olga! Por fin te veo―
le dijo la vecina de rellano que era bastante mayor que ella. ―Llevo
mucho tiempo pendiente de ti, de poder hablar contigo. Anda, pasa a
mi casa...
―No.
No. Si viniera Robert se enfadaría...
―¡Ése!
Ése ya no se va a enfadar más. La que tienes que estar enfadada
eres tú y acabar con esta situación. Bien nos ha engañado el
canalla.
―No
diga usted eso. Es un buen hombre. Yo estoy un poco torpe
últimamente.
―No
digas sandeces. Tú eres una mujer como las que no quedan. Tienes que
denunciarle y acabar con ese martirio.
―¡Calle!
¡Calle!―
Y Olga, llorando, se introdujo en su casa.
A pesar de que la vecina golpeó
la puerta un buen rato, Olga no le abrió. Lloraba desconsolada
mientras limpiaba la casa, lo hacía dos veces al día, para que
Robert no le dijera que estaba sucio, que qué hacía durante todo
el día y provocar su ira. La mujer se propuso hablar con Carla.
Carla llamó repetidas veces a su
madre sin conseguir que le respondiera. Por fin le cogió la llamada.
―Mamá,
¿por qué no me coges el teléfono? Me tienes muy preocupada.
―No
lo había oído.
―...¿Qué
está pasando, mamá?
―Nada,
hija. Qué va a pasar.
―Mamá
no me ocultes nada. Este fin de semana voy a verte, vamos a pasarlo
juntas...
―No...,
no vengas. Este fin de semana estamos fuera. Robert y yo nos vamos de
hotel.
―¿Robert?
De todas formas puedo ir y...
―¡No!―
y le colgó a su hija.
Había pasado una semana desde que
le hablara su vecina y en casa de Olga salvo algún improperio y
algún zarandeo, no hubo nada más.
―Esta
tarde voy a salir con los amigos. Espero que cuando vuelva esté todo
en condiciones y la cena preparada. Hoy no quisiera enfadarme.
Al rededor de las diez de la
noche, de ese viernes, Robert regresó a casa. Apenas abrió la
puerta y lo vio, Olga se puso a temblar. Su rictus agrio vaticinaba
una noche tensa. Sin mediar palabra Olga comenzó a preparar la mesa
para servirle la cena, desde hacía algún tiempo ella cenaba en la
cocina porque él así se lo había ordenado. Robert se sentó a la
mesa y al ver la cena que Olga le había preparado se encrespó con
ella.
―¡Esto
es una mierda de cena!―
Dijo dándole un manotazo al plato.
Olga se apartó de la mesa en
silencio pero al momento volvió para retirar el plato. En ese
momento Robert la cogió de la muñeca y se la retorció, haciendo
que Olga se encorvara gimiendo de dolor.
―¡No
vales para nada! ¡Tú no quieres hacer las cosas bien! Lo haces a
propósito para enfadarme. Siempre tienes que sacarme de mis
casillas. No aprenderás nunca. ¡No sirves ni para la cama!
Se levantó de la silla y comenzó
a golpearla en la cabeza, en la cara, le dio patadas y cogiéndola
por el pelo la echó al suelo y la arrastró. En un momento que pudo
zafarse de Robert, Olga se dirigió a la puerta y salió al rellano
de la escalera.
―¿Dónde
crees que vas? ¡Vuelve aquí!―
le gritó Robert.
Robert corrió hasta alcanzarla
cuando estaba en el primer escalón. La cogió del pelo, otra vez, y
siguió golpeándola con más saña.
―¡Por
favor! No me pegues más, no puedo resistirlo.
―Yo
te diré hasta cuando vas a resistir―
aullaba Robert que le seguía pegando entre las súplicas de Olga.
En ese momento se abrió la puerta
de la vecina de rellano y salió Carla con un bate en las manos y se
acercó por la espalda.
―¡Hijo
de puta! Suelta a mi madre.
Robert se giró sorprendido y no
vio más que el bate que se estrelló contra su cara. Cayó
desvanecido y ensangrentado. Un gran corte le recorría desde la
frente hasta el labio, por el que sangraba abundantemente. Olga y
Carla se abrazaron y lloraron juntas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario