CUENTO PARA EL RECUERDO.
Jugábamos en el descampado que
había frente a mi casa, a juegos inocentes y siempre con un desgaste
de energías, necesario por otra parte, para una vez conciliado el
sueño, dejar descansar a nuestros padres, que, generalmente, estaban
agotados por el trabajo y la dura vida cotidiana, que se vivía en la
época de los años sesenta. Estábamos en los albores del verano que
se abría paso a codazos entre los vientos y lluvias de la primavera
que se resistía a dejarle paso. El colegio había cerrado la jornada
vespertina, por lo que el tiempo de juego de los pequeños se había
multiplicado para fastidio de los padres, que no sabían que hacer
con nosotros.
Apenas si había parques, hecho
que se compensaba con la cantidad de descampados que bordeaban la
población, con sus olivos, higueras, palmeras y almendros que
cohabitaban con los intrépidos visitantes diarios proporcionándonos
porterías cuando se jugaba a fútbol o escondrijos si se jugaba al
escondite. Por su parte, a las niñas les ofrecían excelentes
sombras donde jugar con sus muñecas o cocinaban gachas de barro.
Para algunas mujeres de la otra parte del descampado le servían de
improvisados tendederos en los que secar la ropa recién lavada, lo
que en muchas ocasiones provocó alguna airada discusión con los
incipientes futbolistas. Al mismo tiempo servían de desahogo para
las madres que, al menos, por unas horas, dejarían de gritar a sus
hijos sus impertinencias. Siempre tendré un grato recuerdo para el
abuelo de Manolín. Las tardes se las pasaba sentado en una hamaca
bajo la sombra de la higuera. De cuando en cuando nos decía cómo
jugar la pelota, si pasarla a un compañero o chutar a portería, eso
sí, siempre desde su hamaca. En muchas ocasiones nos libró de haber
acabado mal con la vecina que tendía la ropa en los árboles,
siempre salía en nuestra defensa enfrentándose a la señora, a
veces, con discusiones airadas.
Aquella tarde, ya comenzaba a
declinar el sol, que se había dejado notar, nos encontrábamos
sentados en el pórtico amplio del edificio, agotados y sucios de las
correrías y partidos de fútbol, cuando apareció una joven
inmaculada, guapísima, alta, con el cabello claro, sin llegar a ser
rubia, con un corte de pelo descarado que no se veía en el pueblo;
ojos grandes y azules, la nariz pequeña, y una media sonrisa
cautivadora, junto a aquella cara de piel blanca y sonrosada. Portaba
una maleta mediana de tejido y tiras de piel, se veía nueva. Los
cuatro amigos que allí estábamos de cháchara quedamos pasmados
ante la belleza de aquella joven, varios años mayor que nosotros.
Nos resultó extraña la aparición de aquella chica, en esa tarde
calurosa. No menos extraña que la maleta, diferente a las que
habíamos visto, polvorientas, en alguna ocasión por nuestras casas.
Una fugaz mirada de la joven al pasar a nuestra altura, fue
suficiente para advertir la dulzura de su mirada. Se introdujo en el
portal contiguo al que nos encontrábamos sentados.
Se acabaron las conversaciones
insulsas y muchas veces despóticas de los cuatro chicos, para hablar
sólo de la aparición de la que hubiera sido una diosa bajada del
Olimpo, de no haber llevado aquella extravagante maleta. Su belleza,
su cuerpo y la imagen que había quedado en nuestras retinas, fue el
único tema de conversación.
A la tarde del día siguiente,
volvió a aparecer la chica con otro vestido distinto, más atrevido
que el anterior, y allí estábamos nosotros tan sucios o más que la
tarde que llegó y comenzaron nuestras elucubraciones. Llegamos a la
conclusión de que era rica. Dos vestidos en dos días, eso era un
despilfarro. Otra mirada de la joven musa, ésta más incisiva y
prolongada, dio pie a Manolín, el más intrépido de los chicos, a
decir:
¡Hola!— “Holá”—,
respondió ella en tono amable. Nos levantamos de nuestro asiento y
le cerramos el paso colocándonos delante de la chica.
—¿Cómo te llamas?— Le
preguntó Manolín.
—Sophie.
—¿De dónde eres?— Preguntó
Jesu.
—A que eres francesa— dijo
Rodolfo, que tenía familiares en Nantes.
—Sí. Soy de Francia.
Entre tanto, yo me limitaba a
contemplarla, con mi cara y cuerpo llenos de polvo después del
partido de fútbol en el descampado. Sophie iba pulcra y olía muy
bien. Además era simpática y con una voz muy agradable.
—Y vosotros, ¿cómo os llamáis?
—Yo Rodolfo.
—Yo Manolín.
—Yo Jesu.
—Yo Constantino— le dije.
—Constantin.
—Éste es Constan— me corrigió
Jesu con desparpajo.
—Mucho gusto. Ya nos iremos
viendo.
—¿Vas a vivir siempre aquí?—
Pregunté con timidez.
—No. Sólo estaré dos semanas
en casa de mi tío Paco, el taquillero.
Me paso la mano por la cabeza
deshaciéndome el pelo, aunque los rizos volvieron enseguida a su
sitio de siempre.
Los días siguientes no fueron
diferentes, salvo que cuando la veíamos de nuevo nos preguntaba:
¿quién había ganado? Y nos saludaba a cada uno por nuestro nombre.
Se unieron al grupo de los cuatro
amigos varios más, ansiosos de conocer a Sophie, porque no dejábamos
de hablar de ella antes y después de los partidos. Todos quedaban
maravillados.
Pasaron varios días y tanto
Rodolfo, como Manolín, como Jesu y yo mismo, intentábamos saber
algo más de ella. No era suficiente saber su nombre, que venía de
Francia y que su tío era Paco, el taquillero. Todas las tardes salía
temprano y regresaba cuando ya hacía rato que habíamos terminado el
partido de fútbol. Después de haber imaginado las más dispares
barbaridades sobre Sophie, decidimos seguirla a la tarde siguiente,
aún, a sacrificio del partido de fútbol. Sólo se suspendía si el
asunto era muy importante. Y aquel, decidimos que lo era.
Fuimos tras ella, y llegó a una
plaza que estaba en la parte alta del pueblo: La Plaza de Arriba. Le
vimos acercarse a un hombre joven, sentado en un banco. Se saludaron
con un beso en la mejilla, bueno tres, nos escandalizamos. Rodolfo
nos dijo que los franceses se daban tres besos en las mejillas,
aquello nos tranquilizó. Cuando reconocimos al hombre, varios años
mayor que Sophie, nos echamos las manos a la cabeza.
—No podía ser— dijimos. —Es
Ricardo, el moro, Tiene novia, Geltru, la del castillo— no salíamos
de nuestro asombro.
En nuestras ansias de saber qué
hacía, dónde iba, con quien paseaba, nos encontramos que se había
enamorado de Ricardo, el moro, que la estaba engañando. Nuestras
pueriles imaginaciones viajaban tan rápidas que nos eran
inalcanzables.
—Tú decías que iba a misa a
confesarse— le dijimos a Jesu.
—Y tú, que decías que tendría
alguna tía enferma y se iba todas las tardes para hacerla compañía—
me reprocharon.
—Pues tú, Rodolfo, con que iba
a Acción Católica al taller de costura y confección…
Sólo, Manolín, el más pequeño
de los cuatro acertó, decía que se había echado un novio. Y vaya
novio. Nos miramos los cuatro. En aquel momento Ricardo le pasó el
brazo por los hombros, se lo retiró Sophie. Él insistió, se la
acercó y la besó en la boca, de pronto vimos que Sophie forcejeaba
por deshacerse de Ricardo, lo que consiguió y se fue corriendo calle
abajo. Nosotros, en la lejanía, quedamos enojados, mientras Ricardo
soltaba sonoras risotadas.
Volvimos decepcionados a nuestra
barriada. Estaban esperándonos para echar el partido de todas las
tardes. El abuelo de Manolín nos reprendió porque no sabía dónde
nos habíamos metido. Después del partido de fútbol, nos sentamos
en el pórtico de siempre; como era amplio cabíamos todos sentados
en el mismo escalón. Comentamos sobre lo que habíamos presenciado
aquella tarde, y tomamos la decisión de que había que decírselo a
Sophie. Ricardo, el moro, tenía novia y la estaba engañando. Pero,
¿quién se lo iba a decir?
Sobre las nueve de la tarde, a la
misma hora de costumbre, andaba de regreso a casa de sus tíos y la
llamamos. Se sentó con nosotros, a mi lado, yo estaba en una
esquina. Se cogió la falda entre las piernas. El olor a perfume era
extraordinario, o me lo parecía a mí. Un rictus serio había
sustituido a su sonrisa espontánea de siempre.
—Bien, ¿qué me tenéis a
decir?
Nos miramos los cuatro, que
permanecíamos en silencio, esperando a ver quién se decidía a
hablar…
—Sophie, el chico con el que
estás saliendo es Ricardo, el moro, y tiene novia, se llama Geltru y
vive en el castillo— dijo Rodolfo sin rodeos.
Unas lágrimas surcaron por sus
mejillas, que enseguida se limpió.
—Gracias— dijo. Otra vez me
pasó la mano por el pelo para despeinarme, sin conseguirlo.
—¿Me habéis seguido?
—Te hemos visto salir y
queríamos saber dónde ibas— le respondí. — Ese Ricardo es un
idiota.
Ella no respondió, pero me dio un
beso en la mejilla. En su cara se dibujó de nuevo aquella sonrisa
triste. Luego se excusó y se marchó a casa de su tío Paco.
Ya había pasado diez días de
estancia entre nosotros. Aquella tarde caía un aguacero por una
tormenta de verano, que nos impidió jugar a fútbol, y nos
encontrábamos sentados en el mismo pórtico de costumbre,
taciturnos. La vimos aparecer llevando su maleta, pero esta vez no
nos pareció una maleta tan elegante. Sophie, se volvió a sentar con
nosotros, su sonrisa había desaparecido de su rostro. Nos anunció
que se marchaba. Todos protestamos.
—¿Volverás?
Sophie nos miró con los ojos más
tristes que habíamos visto hasta ese momento.
—Puede. No lo creo. Adiós,
chicos.
Y Sophie volvió a revolverme el
pelo, aunque como siempre los rizos regresaron a su sitio
inmediatamente.
Luego salió a la lluvia, que
había amainado, sin importarle que se mojara su precioso cabello, ni
el vestido elegante, ni que sus zapatos se llenasen de barro. Fue la
última vez que vimos aquella chica. Sentí una gran contrariedad y
una sensación de vacío inmensa se apoderó de mí.
De este sí me acuerdo. Muy bueno, sí señor. UN gran cuento, muy recomendable.
ResponderEliminarUn saludo,
Manolo