Comenzaba el otoño y en la
población de Pedro Muñoz, en Ciudad Real, habían acabado la
vendimia. Un buen año de cosecha abundante y excelente uva negra de
cencibel. Era una variedad de gran finura y muy aromática, con la
que elaboraban vinos de gran calidad y muy afrutados, de
envejecimiento prolongado debido a su escaso nivel oxidativo. La uva
de cencibel era muy apreciada para la elaboración de vinos jóvenes,
de un color rubí característico.
Se habían tomado unos días de un
relativo descanso. Ya no se trabajaba al ritmo frenético de días
pasados con la recolección de la uva y su correspondiente traslado a
la bodega. Raimundo, muchacho joven de veintitrés años, bajó de su
habitación y entró en la cocina, donde estaba su madre acabando de
preparar el desayuno. Se sentó a la mesa frente a su padre, como
todos los días. Un olor a fritura de embutidos inundaba la amplia
cocina.
—Padre, me voy a la ciudad. No
voy a trabajar más en el campo— le dijo.
—¡Tú eres tonto!— Le gritó
el padre. —¡Eres idiota! ¿Dónde te crees tú que vas a estar
mejor que aquí?
A la madre se le cayó el plato
que llevaba en las manos y se apresuró a recoger los tiestos rotos.
—¡Sois los dos iguales. No
servís para nada!— Gritaba el padre de Raimundo.
La madre lloró desconsolada, sin
atreverse a intervenir.
—Mírala, una inútil, todo lo
paga llorando—. Y, a continuación se dirigió a su hijo.
—¡Qué sabes tú de la vida!
—Por eso me voy, para saber de
la vida. Padre tengo veintitrés años y no he salido de aquí más
que al pueblo en contadas ocasiones…
—Muchas han sido. Te tenía que
haber encerrado aquí con los cerdos— le interrumpió.
La madre, sin dejar de llorar,
colocó delante de su marido un plato de embutidos y panceta fritos,
rebosando en aceite. Salió de la cocina sin decir una palabra, llena
de rabia contenida y con la desazón de saber que perdía a su hijo.
Era una mujer bajita y entrada en carnes, de piel muy blanca, ojos
pequeños y negros como dos olivas, de mirada huidiza. Hablaba poco,
sobre todo cuando estaba su marido delante. No pudo darle más
hijos, lo que su marido jamás le perdonó.
—Si te vas aquí no vuelvas en
tu vida— Continuó gritándole su padre. —Pero que sepas que de
aquí no vas a sacar nada. Te vas con las manos vacías, así
aprenderás a ser agradecido. ¡Mal nacido!
Raimundo permanecía en silencio,
observando a su padre, con indiferencia: un hombre de media estatura,
cabello abundante, cano, con un bigote prominente, también cano y
ojos negros de mirada inquisidora. Era lo más parecido a una barrica
de las que guardaban el vino en la bodega. Y déspota. Siempre había
menospreciado a su mujer y a todo ser viviente de la casa.
En Raimundo no había, siquiera,
odio en su mirada. Ya hacía algún tiempo que se compadecía de su
padre. No probó bocado. Al momento se levanto de la silla en la que
estaba sentado.
—¡Adiós!— dijo y girándose
salió de la cocina.
—Así te pudras por ahí.
¡Idiota! Te tengo que ver mendigando y te escupiré. ¡Ojala no
hubieras nacido! Tenías que haberte muerto, tu y tu madre. Que no
servís para nada.
Raimundo, se echó la mochila a la
espalda y no rechistó a su padre, malcarado, que seguía echando
espumarajos por la boca. Abrió la puerta y Can que estaba echado en
el porche de la casa esperando a Raimundo, como todas las mañanas,
salió corriendo como alma que lleva el diablo. Su madre también le
esperaba en el porche y apenas salió se abrazó a Raimundo. La mujer
no cesaba en su llanto, no era capaz de esgrimir una palabra, ahogada
por el sopor de ver marchar a su hijo y sabedora de que no le
volvería a ver.
—Tú deberías hacer lo mismo,
madre— le dijo Raimundo, imperturbable.
—Toma— le tendió un manojo de
billetes de veinte euros que llevaba en el bolsillo del delantal.
—Madre no lo necesito. Me llevo
la cartilla con casi treinta mil euros, de la venta de corderos y
demás. Si lo supiera padre…, entonces sí que no.
—No lo sabrá, por usurero. Si
te hubiera dado un sueldo no habría habido necesidad de hacer esto—
le tranquilizó la madre.
—¡Venancia! ¡Venancia!— Se
oía gritar desde el interior de la casa.
La madre le besó y se soltó de
su hijo, sólo salió de sus labios —“cuídate mucho, cariño”—
casi inaudible y entró a la casa veloz.
Raimundo dejó su casa en la que
temblaban hasta los pilares ante la ira desatada de su padre, sin
volver la vista atrás. Nada ni nadie iba a hacer que cambiara de
opinión, Raimundo se había propuesto conocer la gran ciudad y
decidió irse a Madrid. Poco antes de abandonar las lindes de la
finca, Can, le tocó la mano con su hocico húmedo, moviendo
incesantemente el muñón de rabo que le dejara su padre. Una caricia
de Raimundo en la testuz del animal fue suficiente para que Can,
brincara sin parar delante de él. Can era un perro sin raza
definida, pero al mismo tiempo, un animal astuto y capaz de cazar
como ninguno, no muy grande, más bien pequeño, de pelo corto y
hocico alargado, orejas siempre bien plantadas y echadas un tanto
hacia atrás, su mirada mostraba tanto de dulzura como de vivacidad.
Raimundo y Can subieron al autobús
que les llevaría hasta Madrid, no sin antes rogarle al chofer, que
no permitía animales, que hiciera una excepción. Finalmente
accedió, ante la promesa de Raimundo de llevarlo encima de él.
Llegaron a Madrid, a la Estación Sur de Autobuses; descendió el
último y se quedó parado al pie de la escalerilla, observando el
trasiego inmenso de personas de un lado para otro. Aquella mudanza le
recordó a un hormiguero, en el que las hormigas iban de un lado a
otro en perfecto orden sin molestarse las unas a las otras. Dejó a
Can en el suelo que le miraba.
—¡Vamos chaval! Que voy a
cerrar las puertas— le dijo el chofer sentado, todavía, al
volante.
Salieron del recinto por dónde
habían entrado con el autobús, Can seguía mirándolo de cuando en
cuando, Raimundo no atendía más que a observar la gran urbe en la
que todo el mundo se movía frenético. Caminó por la calle de
Méndez Álvaro hasta llegar a la Estación de Ferrocarril Puerta de
Atocha. Aquel nombre ya le sonaba, exhaló un suspiro de alivio. Otra
vez el ir y venir de personas: que parecía que todos llegaban tarde
a sus destinos. Nadie hablaba con nadie. Tomó la calle Atocha y la
siguió sin abandonarla en ningún momento, hasta que se encontró en
La Plaza Mayor. Una gran satisfacción se reflejó en su rostro.
—Mira Can, ya hemos llegado, La
Plaza Mayor— mientras el animal observaba el gentío que se movía
y los diferentes perros, que llevaban algunos transeúntes, algunos
de ellos extravagantemente enjaezados.
Dejó la mochila en el suelo y se
sentó como vio que había muchos jóvenes sentados, Can se echó a
su lado. Ordenó a Can que no se moviera de allí. Raimundo se acercó
a un bar próximo y compró un bocadillo y una botella de agua. Sacó
un recipiente pequeño de plástico y vertió agua en él, Can bebió
con avidez. Del bocadillo dieron cuenta casi mitad por mitad.
—¡Vaya mierda de bocadillo,
Can! Yo los hago mejor— le dijo al perro, que le miró inclinando
la cabeza ligeramente hacia la derecha.
Descansaron durante un buen rato,
allí sentados. Hasta que decidió que habría que encontrar una
pensión donde pasar la noche.
Caminaron sin saber hacia dónde y
llegaron a Chueca, después de mirar unas cuantas pensiones todas
caras y sucias. Raimundo vio una pensión que tenía buen aspecto,
limpia y con un buen baño. Se acercó al ventanal y dentro había un
salón con varias mesas ocupadas, la gente merendaba churros con
chocolate, las chorreras de los tazones lo delataban. Una joven
servia el salón con mucha soltura, mientras que una señora mayor
atendía tras la barra. Cogió a Can bajo el brazo y entró al
zaguán, a la izquierda estaba la entrada al comedor y a la derecha
recepción. Esperó unos minutos hasta que apareció la joven que
servía las mesas.
—¿Qué se te ofrece?— Le
preguntó al tiempo que hacia una caricia a Can sobre la testuz.
—¿Tenéis una habitación?
—¿Con el perro incluido?
—Sí, claro. A Can no lo puedo
dejar en la calle.
—Hola, Can— lo volvió a
acariciar, dándole el perro varios lametones en la mano. —Si Can
molesta o se hace pipí aquí dentro tendréis que marcharos.
—No te preocupes, Can no
molestará.
—La 117— le dijo tendiéndole
la llave. —La cena es a partir de las nueve.
—¿Dónde está la habitación?
—En el primer piso, al final del
pasillo.
—Gracias.
—Si necesitas alguna cosa
llámame— al mismo tiempo dio un respingo y volvió al comedor.
Raimundo recorrió un pasillo
tenuemente iluminado por dos apliques en la pared y abrió la puerta.
La habitación no era muy grande, la cama tampoco lo era. Dejó la
mochila sobre un taburete que quedaba a su derecha y Can olfateó
toda la habitación. A la izquierda una puerta daba acceso al baño,
muy discreto pero disponía de todo lo necesario. Frente a la cama,
que estaba secundada por una mesita y un pequeña alfombra, una mesa
de escritorio, sin cajones, la televisión sobre ella y un cuadro
pequeñito de una campiña colgado en la pared, más en alto. Un
pequeño armario con una cajonera de tres cajones y un perchero con
cuatro perchas diferentes, a continuación de la pared del baño. Y,
al otro lado de la cama, tapado por una cortina gruesa una puerta de
aluminio blanco por la que se accedía a un balcón reducido.
—Está muy bien, eh Can.
Se echó sobre la cama y el perro
de un brinco se subió también. Antes de que se echara, Raiumndo le
ordenó bajar, le colocó la alfombra entre la mesa y el balcón y
Can se acostó sobre ella. Después de un rato viendo la televisión,
se dio una ducha y tras advertir a Can que no se moviera de allí,
bajo a cenar.
—¿Te gusta la habitación?—
Le preguntó la chica.
—Sí, Está bien.
—No tiene mucho lujo pero…
—A mí me sobra.
—¿Qué vas a cenar?
—¿Qué tenéis?
—Tortilla francesa con ensalada
de primero y bistec de ternera de segundo.
—Vale. Me está bien.
Le sirvió los platos bien
colmados de los que Raimundo no dejó ni rastro.
—Tenías apetito— le dijo la
chica.
—Sí. Hoy no he comido. Con el
viaje… He guardado algo para Can le mostró un envoltorio con una
servilleta. Oye, ¿cómo te llamas?
—Almudena— respondió.
—Espera, te traigo un trozo de papel de aluminio.
—Muchas gracias— le dijo
Raimundo, envolviendo de nuevo los restos de la cena para Can.
A los pocos días Raimundo y
Almudena mantenían una relación muy cordial, entre la sutil
vigilancia de Virginia, la madre, que no quería que su hija
confraternizara con los clientes. Almudena tenía veinticuatro años,
de mediana estatura, pelo castaño, liso, que siempre llevaba
recogido con un casquete de tela blanco. Andaba entradita en carnes
sin ser gruesa. Casi siempre vestía el uniforme de la pensión:
falda por bajo de las rodillas y blusa negras, bajo un delantal
blanco, haciendo juego con el casquete con el que cubría el cabello.
Su carácter jovial y su simpatía aumentaban su belleza. Por
aquellos días se notó un aumento de clientela en el comedor.
—Ya era hora de que se acabaran
las vacaciones— comentó Virginia.
Por las tardes se reunían una
cantidad ingente de jóvenes en una plazuela, que quedaba justo
enfrente del hostal. Raimundo con su bondad se había ganado la
confianza de Virginia. Can pasaba los días en la habitación, sólo
le sacaba por la mañana temprano y bien entrada la tarde. Raimundo,
después de pasar todo el día de un lado para otro en busca de
trabajo, como venía haciendo habitualmente y, haber regresado de su
paseo vespertino con Can, se sentó en el comedor junto a una
ventana. Observaba a los jóvenes que charlaban en la plaza y de
cuando en cuando se acercaban a una máquina expendedora de snacks,
para comer alguna cosa.
—¿Qué miras con tanta
curiosidad?— le dijo Almudena que se acercó mirando junto a
Raimundo.
—Observo a los jóvenes. No
cesan de acudir a la maquina a retirar bolsitas para comer cualquier
cosa. Si hubiera un local pequeño ahí mismo, me ponía a vender
bocadillos.
—Oye, pues no sería mala cosa—
convino Almudena.
—No encuentro nada para
trabajar…, creo que podría ir bien.
—Yo también lo creo— y le
dejó a Raimundo observando.
Virginia salió hasta la puerta de
la calle y comprobó cómo los jóvenes de los que le había hablado
su hija, se comportaban tal cual le dijo. Se acercaron ambas hasta la
mesa donde se encontraba Raimundo.
—Tienes buen ojo— le dijo
Virginia a Raimundo.
—¿Por qué me dice eso?
—Me ha comentado Almudena lo que
le has dicho sobre los bocadillos.
—Ah. Es eso. Es que mire, la
máquina no para.
—¿Tú sabes cocinar?
—Sí. Aunque para hacer
bocadillos no hace mucha falta saber cocinar, creo yo.
—¿Qué harías bocadillos
fríos?
—Y calientes, de tortilla, de
carne, embutidos… De lo que pidieran.
—Pero para eso, necesitarías un
buen local…
—¡Qué va!, Virginia. Un local
pequeño y los chavales que se coman los bocadillos en los bancos.
Dos puertas más allá, había un
local cerrado, que antes tuvo un quiosco de prensa, un despacho de
pan, y no se sabe cuantas cosas más. Virginia se encargaría de
preguntar por él al dueño, del que tenía su número de teléfono,
hombre enjuto y malcarado al que no veía desde hacía algún tiempo.
Después de tres días Virginia anunció a su hija y a Raimundo que
ya se podía disponer del local.
Raimundo se volcó en cuerpo y
alma en el acondicionamiento de su bocatería. En menos de un mes
había abierto al público. El local era poco ostentoso, las paredes
blancas y con algún póster de apetitosos bocadillos sujetos con
grapas. Un pequeño mostrador a no más de tres metros de la puerta
de entrada, en el que se exhibían amontonados aunque debidamente
colocados los bocadillos fríos. Tras el mostrador una tostadora y a
continuación una plancha de buen tamaño. Sobre la derecha un
frigorífico grande en el que guardaba las carnes, embutidos y otros
productos perecederos. Y, pegado al mostrador un botellero. Una caja
registradora, algo antigua, al otro lado de la tostadora.
El primer día se vio agobiado con
la cantidad de jóvenes que acudieron a probar los bocadillos que
Raimundo ofrecía. A partir de tres Euros tenían bocadillo y un
refresco, según un cartel anunciaba en la misma puerta de entrada.
Almudena se acercó varias veces a echarle una mano ante el gentío
que se acumuló en la puerta. Can ya no pasaba los días en la
habitación, desde hacía tres semanas estaba constantemente en la
puerta del local, al que Raimundo le había prohibido entrar.
En un par de meses Raimundo había
dado trabajo a dos personas más, un muchacho que le ayudaba en la
entrega de bocadillos y una chica que llevaba la cocina elaborando
bocadillos calientes. Almudena también le echaba una mano en los
huecos que le permitía el hostal. Can se marchó una tarde y ya no
volvió. Raimundo se fue a buscarlo por los alrededores y no le pudo
encontrar. Preguntó a gran cantidad de gente por si le hubieran
visto, pero nadie le dio razón alguna sobre Can. Tenía una
clientela de lo más variopinta, por la que amplió el horario de
apertura. Abría desde mediodía hasta bien pasada la media noche.
Raimundo compró un coche grande
de segunda mano que le servía para llevar la compra cada vez más
abundante, al mismo tiempo pretendía ir al pueblo una mañana y ver
a su madre, con la que hablaba por teléfono muy de tarde en tarde.
Una mañana casi a medio día,
Almudena andaba ayudando en la limpieza, sustituyendo a una empleada
que había faltado a última hora y entró en la habitación de
Raimundo, que yacía en la cama, desnudo. Se quedó contemplando al
muchacho, inerme. Almudena se desnudó y sin mediar palabra se echó
a su lado. Fue una mañana inolvidable.
Pasaba el tiempo y Raimundo
sentía la necesidad de ver a su madre. Un domingo se levantó
temprano cogió su coche y se dirigió a su casa. Sabía que su padre
aprovechaba los últimos días de caza y eso le permitiría estar un
buen rato con su madre. Antes de bajar del coche ella ya le esperaba
en el porche. Bajó los tres peldaños casi de un salto y se echó a
los brazos de su hijo, besándolo insistentemente. Al momento unos
ladridos, que conocía bien, le avisaron de la presencia de Can, que
movía el muñón de rabo como enloquecido, al tiempo que le daba
lametones primero en el pantalón, y en las manos y la cara después.
—Con que volviste a casa. Eres
un perro listo, Can.
Raimundo dejó al perro en el
suelo.
—Madre, ¿cómo no me has dicho
que Can había vuelto a casa? He estado muy preocupado. Puse carteles
por todo Madrid. Sabes que quiero a ese perro como a un hermano.
—Tu padre me prohibió
decírtelo. Y ya sabes cómo se pone cuando le llevan la contraria.
Además, Can no quiere vivir en Madrid. ¿Por qué te crees que se ha
vuelto?
Madre e hijo rieron. Quizá por
primera vez en años. Raimundo, a continuación, sacó de su cartera
una foto de Almudena.
—Parece buena— dijo la madre
mirando la foto. —¿La quieres?
Raimundo se puso colorado.
Entraron en la casa y su madre le
obsequió con unos rollos fritos que tanto le gustaban. Estuvieron
hablando largo rato, en el que Raimundo le explicó a su madre lo
bien que le iba en Madrid, con la bocatería y la relación de
noviazgo con Almudena. Su madre le contó el sobresalto que se llevó
cuando apareció Can.
—Hijo, no vuelvas. No vuelvas
nunca. Bueno, ven a verme de vez en cuando, si no está tu padre.
Pero no vuelvas a casa. Yo lo haría si pudiera.
—Madre, intentaré traer a
Almudena, para que la conozcas.
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