Una brisa placentera acariciaba el
tiempo de sobremesa, después de una sabrosa comida, en un
chiringuito de playa, en la que un poco de vino blanco, seco, de
moscatel, adormiló a las tres comensales que se habían reunido a
requerimiento de Marian. Era una mujer de mediana edad, como sus dos
amigas, de tez morena, dulce mirada y voz aterciopelada. Sus pómulos
eran algo marcados, su boca proporcionada y bien dotada de nariz, sin
llegar a ser exagerada.
Era una costumbre: cada tres meses
se reunían las cuatro amigas en un chiringuito de playa, comían y
bebían de forma exuberante al tiempo que hablaban de sus cosas,
aunque en esta ocasión fueron más comedidas.
En el recuerdo de las tres estaba
Esperanza, de la que ya hacía tres meses que no sabían nada y a la
que homenajeaban en esa reunión. Esperanza trabajaba como
Trabajadora Social en un centro de acogida. Era esbelta, de grandes
ojos sesgados y labios carnosos. Sus cabellos eran rubios y una gran
melena que se le rizaba en las puntas le llegaba hasta media espalda.
Tenía un carácter introvertido, le gustaba escuchar. Y, siempre
tenía una palabra de aliento.
Se habían reunido las tres
amigas, Marian, Úrsula y Lola, con motivo de no perder de la memoria
a Esperanza. Siempre se reunían los viernes porque eso les liberaba
algo más de sus ocupaciones. Intervino Úrsula para salir del sopor
de la sobremesa:
―¿Recordáis aquella comida en
la que Esperanza nos preguntó por lo qué íbamos hacer cada una de
nosotras en Semana Santa?
―Naturalmente, ¿quién va a
olvidar aquella comida? — Dijo Marian.
―¿Y su familia sabe ya algo de
ella?— preguntó Lola.
—La semana pasada hablé con su
hermano. Me dijo que la policía no sabe nada, que la embajada está
detrás del asunto, pero no hay noticias todavía— respondió
Marian.
—No entiendo por qué Esperanza
tuvo que ir hasta Marruecos para hablar con el padre de Rachida,
podía haberle llamado por teléfono— protestó Úrsula.
—Según el hermano de Esperanza,
en la embajada, valoran la posibilidad de que haya desaparecido por
propia voluntad— continuó Marian.
—Pero cómo pueden decir una
cosa así... Eso lo dicen porque no conocen a Esperanza― añadió
Lola.
—Os acordáis de lo que nos
contó la última vez que estuvimos juntas..., — dijo Úrsula tras
una pausa.
—Sí, fue todo muy extraño. Se
la veía muy preocupada. Empeñada en ayudar a esa chica, cómo se
llamaba...
—Rachida. Según explicó
Esperanza, querían casarla con un primo suyo. Con sólo catorce
años, ¡que barbaridad!— Dijo Marian.
—Esperanza conoció a esa niña
el año pasado. Creo que se encaprichó con ella― comentó Úrsula.
—Normal, era tan dulce— añadió
Marian.
—Yo creo que la han secuestrado—
apuntó Lola.
—¡Mujer no digas eso!— se
sobresaltó Úrsula.
Siguió un silencio después de
las palabras de Lola, como si las otras amigas, sin decirlo, pensaran
lo mismo.
Esperanza estaba muy preocupada
por Rachida. Ella que nunca había permitido que su trabajo le
afectara personalmente. Aquella niña..., desde que la vio en el
centro de acogida se convirtió en la hija que nunca llegó a tener.
Hablaba febrilmente de todo lo que hacía aquella pequeña. Algo
cambió en el interior de Esperanza. El amor que sentía por Rachida
añadió preocupaciones a su existencia.
Cuando la pequeña le contó a
Esperanza que sus padres habían concertado su matrimonio, se
indignó. Sólo era una niña. Desde aquel momento Esperanza pasaba
todo el tiempo que le permitían sus obligaciones con Rachida.
Un día Esperanza les contó a sus
amigas, en una de sus habituales reuniones en la playa, que había
planeado ir a Marruecos para hablar con los padres de Rachida.
A pesar de la apariencia decidida
que reflejaba hacia fuera, a Esperanza, en su interior, le abrumaban
muchas dudas. Pensaba que posiblemente tuvieran razón sus amigas al
tratar de disuadirla de sus propósitos. Aquello no hizo más que
confirmar sus propios temores. Quizá se había precipitado al
decirle a Rachida que iría a hablar con su padre. Según le contó
la propia Rachida, en alguna ocasión, su padre y, sobre todo, su
hermano mayor, eran muy respetuosos con sus creencias y su religión.
Seguían la Sharia al pie de la letra. No son malas personas,
aseguraba ella, pero sí muy cerrados en lo suyo. La Sharia era la
columna vertebral de sus vidas. Un mohín triste justificaba su
estado de ánimo. Esperanza iba perdiendo día a día el aplomo que
siempre le caracterizó, a medida que se aproximaba el día de su
viaje.
Finalmente Esperanza partió hacia
Rabat, aprovechando las vacaciones de Semana Santa. La familia de
Rachida vivía en un pueblo llamado Aïn El Aouda, distante
veintiocho kilómetros, desde el aeropuerto. Un taxi le llevó hasta
la casa de la Familia de Rachida, situada en un callejuela al noreste
de la población. El padre de Rachida se negó a recibirle y fue la
madre quien salió a ver a Esperanza, con la preocupación en su
rostro.
―¿Qué le ha sucedido a mi
hija?― Preguntó sobresaltada.
―Nada. Nada. Rachida está muy
bien, tranquilícese.
―¿Quién es usted?
―Mi nombre es Esperanza y soy la
tutora de Rachida en España. Su hija está muy bien. Les manda
muchos besos, y está aprendiendo mucho.
―No le diga eso a mi marido, ni
a mi hijo. Ellos no ven muy bien que la mujer sepa de cosas fuera de
la casa― casi le suplicó la madre.
―Yo precisamente vengo desde
Valencia para hablar con su esposo sobre ella.
―¿Qué es lo quiere decirnos?
―Sería mucho mejor que
hablásemos dentro y con su marido delante, ¿no le parece? ― Dijo
Esperanza.
―¿Rachida ha hecho algo que
está mal?
―No. No. Al contrario. Rachida
es una niña muy dulce.
―Entonces no entiendo qué cosa
debe ser tan importante para que usted se haya molestado en hacer el
viaje hasta aquí― dijo la madre de Rachida.
―Es sobre su boda.
―Ah. Es eso. No sé si mi marido
o mi hijo querrán recibirla. Es un asunto cerrado― dijo la mujer
en tono apesadumbrado. ―Espere aquí, se lo diré a mi marido.
Después de unos minutos volvió a
salir la madre de Rachida:
―Discúlpelo usted, pero mi
marido dice que no hay nada que hablar sobre la boda. Está todo
acordado...
―Pero es sólo una niña―
protestó Esperanza.
―Son nuestras costumbres...,
Esperanza ¿dijo usted?
―Sí. Soy Esperanza. Señora,
dígale a su marido que no me iré sin hablar con él.
Se lo prometí a su hija y así lo
haré, aunque tenga que abordarlo en medio de la calle.
―Esperanza, póngase usted un
hiyab― le rogó con voz dulce y se introdujo después en su casa.
Esperanza estaba encolerizada,
había hecho un viaje muy largo para dejarse persuadir tan
fácilmente. Volvió al taxi que la condujo hasta el hotel que tenía
contratado. Después de haber deshecho la maleta y darse una ducha se
tumbó sobre la cama. Una lámpara heptagonal de cristales de varios
colores colgaba del techo. Una ojeada posterior le convenció de que
la habitación tenía muy arraigado el estilo árabe. Le había
causado muy buena impresión la madre de Rachida, la veía con los
mismos rasgos y la misma dulzura de su hija. Pensó en lo que le
había dicho de colocarse un hiyab y se convenció de que si tenía
alguna posibilidad de hablar con el marido tendría que ser llevando
el velo.
A la mañana siguiente volvió a
tomar un taxi y se presentó en casa de Rachida. De nuevo fue
recibida por la mujer. Llevaba un jilyab que le cubría hasta la
cintura, sobre un abaya hasta los pies de vivos colores, cuello de
pico y mangas largas. A Esperanza le pareció una mujer muy bella.
―Salam malecum― dijo Esperanza
al verla.
―Malecum salam. Se ha puesto
usted el hiyab.
―Sí. He hecho lo que me dijo.
¿Me recibirá ahora su marido?
―No podrá recibirla porque no
está aquí. Hasta la tarde no volverá, fue a Rabat.
―¿Cuál es su nombre? Al menos
que pueda dirigirme a usted.
―Fátima.
―Fátima, ¿usted no puede
oponerse a esa boda?
―No puedo, es la voluntad de
Alá.
―Cómo la voluntad de Alá, es
la de su marido― dijo alzando la voz.
―Por favor señora Esperanza,
pase.
Tenía una casa muy modesta pero
limpia, observó Esperanza. Un aroma a té de hierba buena inundaba
la casa.
―Por favor siéntese en el sofá―
la invitó solícita Fátima, accediendo Esperanza.
―Le queda muy bien el velo―
añadió complaciente.
Esperanza se limitó a mirarla
dubitativa.
―¿Quiere un té de hierba
buena? Lo estoy haciendo.
―No lo he probado nunca de
hierba buena; pero, bien sí, se lo aceptaré.
Fátima se acercó a la cocina y
al momento entró con una bandeja en las manos con el borde bañado
en oro y una franja de unos dos centímetros pintada con detalles
morunos, y en el centro dos vasos de cristal, uno marrón y otro
verde, con la embocadura a juego de la bandeja.
―No piense que mi marido es mala
persona. Tampoco mi hijo. Son nuestras costumbres.
―Pero, Fátima, Rachida no es
más que una niña― dijo echando un trago de té y asintiendo con
la cabeza.
―Lo sé. Pero aquí la vida es
así― dijo con un tono de resignación.
―Usted no está de acuerdo con
el casamiento de su hija, ¿verdad?
―Qué más da, si yo estoy de
acuerdo o no.
―Fátima debe oponerse al deseo
de su esposo. No lo debe permitir.
―Señora, eso aquí no es tan
fácil. Yo podría tener problemas muy graves por desobedecer a mi
marido.
―Ya. Entiendo.
―Yo convencí al padre de
Rachida para que ella fuera a España porque este casamiento estaba
convenido desde que nació mi hija. Su futuro esposo tiene cuarenta
años. Yo no quiero que Rachida vuelva aquí. Esperanza, si usted
pudiera conseguirlo...
―Fátima para eso estoy aquí,
para evitar ese casamiento. Ahora que sé su postura todavía me da
más fuerza para luchar por ella.
Esperanza le dio a Fátima una
tarjeta del centro, en la que anotó el nombre del hotel donde se
hospedaba y el número de habitación. Después de beber el té,
Esperanza le dijo que volvería a la mañana siguiente y se despidió
con un beso.
A media tarde Esperanza se
encontraba en su habitación y una llamada de teléfono la sobresaltó
un instante.
―La esperan en recepción― le
anunciaron.
El recepcionista le indicó con el
dedo el señor que la esperaba, que había tomado asiento en uno de
los sofás del hall. Ella cuidadosamente se había colocado el hiyab
sin ceñirlo a la cara, dejándolo caer hasta el pecho y llevar las
puntas del pañuelo hasta la espalda.
―¿Me buscaba?
―Es usted Esperanza Martínez―
dijo mirando la tarjeta que llevaba en su mano.
―Sí. Soy yo.
―Mi nombre es Abdul y soy
hermano de Rachida― anunció tendiéndole la mano.
―Mucho gusto en conocerle,
aunque esperaba que fuera su padre.
―Siento decepcionarla, pero mi
padre no ha podido venir; tenía cosas que hacer.
―Más importantes que la
felicidad de su hija.
―La felicidad de mi hermana está
garantizada― respondió Abdul irónico.
Abdul iba vestido con un zobe
hasta los pies, de color blanco, las mangas hasta los codos y las
bocamangas y el cuello, de pico, con una tira de pasamanería de
color marrón y dorado. Calzaba babuchas de cuero marrón y un reloj
aparatoso en la muñeca izquierda. Su pelo era negro, rizado y
entrando en canas; los ojos negros como el azabache, de mirada
intensa y una barba prominente. Estaba delgado y era algo más alto
que Esperanza.
―Bien usted dirá― dijo
Esperanza.
―Prefiere que nos sentemos o le
apetece tomar algo― le propuso Abdul.
―¿Podemos tomar una cerveza?
―Me temo que no. Pero siempre
podemos sustituirla por un refresco o un té.
―¿De hierba buena? Esta mañana
lo tomé en su casa con su madre y estaba muy bueno.
―Puede ser de hierba buena o de
cualquier cosa que usted quiera― le dijo mirándola a los ojos.
―Tomaré el que usted tome. Por
cierto, he venido para hablar con su padre de Rachida.
―Mi madre lo ha comentado al
medio día y mi padre se ha molestado un poco
dijo Abdul con autoridad, pero manteniendo una agradable sonrisa.
Abdul y Esperanza se vieron todos
los días a partir de aquel momento, cuando no iba ella al pueblo,
acudía él al hotel. Mantenían una relación cordial. La ansiedad
de Esperanza por resolver el asunto que le llevó hasta Aïna El
Aouda, se había convertido en sosiego cuando estaba con Abdul.
―Abdul, me quedan dos días aquí
y todavía no he podido hablar con tu padre.
―Te aseguro que no hablarás tan
sosegada como conmigo.
―He de resolver el asunto de la
boda de Rachida antes de marcharme.
―No te marches.
―Que no me marche, dices. Tengo
un trabajo, unas amigas que me esperan, y tu hermana que estará
desesperada por saber qué he conseguido.
―Yo puedo hacer que mi hermana
se quede en Valencia, si hablo con mi padre.
―Y no estás dispuesto a hablar
con él...
―Sí, si tú estás dispuesta a
cambiarte por mi hermana.
―¿Estás loco? Cómo voy yo a
cambiarme por tu hermana. No conozco a tu primo.
―No tendrías que quedarte con
mi primo
añadió Abdul mirando con intensidad a los ojos de Esperanza. Sino
conmigo.
―¿Cómo? ¡Me has tomado por
una mercancía!
Dijo con voz torpe.
―No. Te tengo como a una mujer
con la quiero estar.
Esperanza tembló como una hoja, y
enrojeció.
―Tienes una forma muy particular
de declararte a una mujer. Desde luego no me la habría imaginado
nunca.
―No tengo mucha costumbre,
Esperanza. La última vez que lo hice fue a cambio de diez ovejas y
desde que murió mi mujer jamás me había interesado ninguna otra,
hasta ahora. Piénsalo si quieres. Yo de todas formas hablaré con mi
padre.
―Gracias Abdul― dijo Esperanza
con la voz entrecortada.
Esa noche en la habitación del
hotel Esperanza no cesaba de darle vueltas a las palabras de Abdul.
Pensó en renunciar a todo y quedarse allí con él. Pensó, también,
que todo aquello era una locura.
Las tres amigas se enjugaban las
lágrimas recordando a Esperanza. En esos momentos llegó un camarero
y les sirvió tres cafés, ante la extrañeza de las amigas, que no
habían pedido nada. El camarero les señaló tras de ellas: habían
sido invitadas.
―Sabía que os encontraría
aquí.
―¡Esperanza! ― Gritaron las
tres, al tiempo que se incorporaron y se fundieron en un abrazo.
Esperanza se hallaba junto a
Rachida y su hermano Abdul. Llevaba en la cabeza un Jilyab que le
cubría la cabeza y hombros, llegando hasta la cintura.
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