Marcelo caminaba con paso decidido
por el camino principal de la finca, sin saber muy bien a dónde. Un
portazo tras de sí rompía con su pasado. Por equipaje no llevaba
más que un zurrón y un cayado que se confeccionara él mismo con la
supervisión de su abuelo, poco antes de morir. Su madre lo observaba
desde el quicio de la ventana del piso superior de la hacienda donde
siempre habían vivido, con semblante serio y firme. Su padre había
salido muy temprano a trabajar a la Quintilla en unos bancales que el
indiano tenía fuera de la finca, bastante apartados.
La precariedad en su vida y la de
su familia fue siempre una constante, aunque nunca les faltó de
nada. «La comida la teníamos garantizada con el trabajo de mi padre
y el mío propio, pero, ¿y el resto de caprichos?», se preguntaba,
al tiempo que se pasaba el dorso de la mano por la cara. Marcelo era
un joven de veinte años, de complexión fuerte, ciento setenta y
cinco centímetros de alzada, ojos verdes, cabello negro y rizado,
muy extrovertido.
Una ligera brisa blandía los
trigales a su paso. Marcelo los observaba y pasó su mano con
fruición cogiendo algunas espigas que se deslizaban entre sus dedos.
Aquellos extensos campos de trigo le parecían lo más bello del
mundo. Siempre se dijo que él acabaría su vida allí mismo, como su
abuelo primero y su padre después...
Los acontecimientos le obligaban
a marchar lo más lejos de allí, en busca de nuevas oportunidades, a
requerimiento de su madre. Aquella misma mañana se enfrentó a don
Lorenzo, el terrateniente de la finca en la que trabajaba toda la
familia, desde que aquel hombre llegado de América se instalara en
la hacienda. Siquiera los prados dorados a la caída del sol le
animaban, ¡tanto como le gustaba contemplarlos! Su ánimo roto.
Lágrimas furtivas se deslizaban por su rostro de cuando en cuando.
No pudo soportar ver a su madre desnuda bajo del cuerpo del patrón
en relación amorosa.
Marcelo había dejado olvidado el
zurrón con la comida en la cocina y a media mañana entró por el
porche principal de la casa, unas columnas enmarcaban el acceso, con
dos sillones de madera de nogal a ambos lados y yedras por la
fachada. Al abrir la puerta que daba entrada a un gran recibidor, vio
a su madre echada sobre una gran alfombra y al patrón sobre ella.
Propinó tal paliza a don Lorenzo que lo dejó inconsciente.
―¿Qué
haces salvaje? Lo vas a matar―
le dijo la madre.
―Eso
es lo que quiero, madre.
―Va
a ser tu perdición. ¡Suéltalo!
―¡Madre
quítese de en medio! Y cúbrase.
―Pues
no le pegues más.
Marcelo dejó caer al suelo el
cuerpo inerte de don Lorenzo, con el labio partido, la nariz echando
sangre y la cara ensangrentada, y entre sollozos se giró para no ver
el cuerpo desnudo de su madre.
―Ve
a la cocina y trae una palangana de agua y unos trapos limpios―
le dijo ella, autoritaria.
El muchacho obedeció sin
rechistar y volvió acompañado de la sirvienta que se echó las
manos a la cabeza al ver a don Lorenzo desnudo y ensangrentado. La
madre de Marcelo se había vestido de mala manera y con el delantal
le limpiaba el rostro a don Lorenzo al que había cubierto con sus
ropas.
―¡Dios
santo! ¿Lucía qué ha pasado aquí?―
Exclamó Carmen la sirvienta.
―No
ha pasado nada. Carmen tú sigue con lo tuyo que ahora voy yo a
preparar la comida.
―¡Qué
desgracia! Ya veremos lo que pasa ahora―
decía Carmen retirándose.
―Y
tú―
le dijo a su hijo. ―ayúdame
a vestirlo.
―Yo
no toco a ese cerdo.
―¡Pues
ya te puedes ir de aquí a toda prisa!―
Le dijo Lucía a su hijo.
Marcelo giró sobre su derecha y
se encaminó hacia una nave contigua donde se encontraban las
habitaciones de los empleados.
Marcelo fue en busca de su padre.
Pasado el medio día se encontró con él, estaba a la sombra de un
gran roble, comiendo. La mula descargada del arado rebuscaba entre
los terruños los restos de paja y pan que le había echado
previamente. El ribazo que delimitaba el bancal estaba justo detrás
del roble, tenía esparragueras y matas de hinojo. Un fuerte olor a
estiércol de una vaquería próxima llegaba con el aire. A la vista
de como llegaba Marcelo, su padre se alarmó y poniéndose en pie
fue al encuentro de su hijo.
―¿Qué
pasa, Marcelo, qué haces tú por aquí?
―Me
voy de casa, padre.
―¿Cómo
que te vas de casa? ¿Qué ha pasado para que hayas tomado esa
decisión?
―Padre―
después de una pausa continuó ―don
Lorenzo ha violado a madre―
le dijo con los ojos llenos de lágrimas.
Su padre volvió sobre sus pasos y
agachando la cabeza se sentó donde antes se encontraba.
―Le
he sacudido, padre. Ha quedado tendido en el suelo inconsciente,
sangraba por la nariz y la boca y madre me ha dicho que me fuera
enseguida de allí.
―¿Y
dónde piensas ir?―
Se limitó a decir.
―No
lo sé, padre... ¿Dónde cree usted que debo ir?
―No
sé. Pero vete lejos, Marcelo. Haz tu vida en otra parte―
le dijo con voz lastimosa y sin levantar la cabeza.
―Pero...,
padre, ¿no me va a decir más que eso...?
―¿Qué
quieres que te diga? Eres ya un hombre...―
le dijo su padre mirando a Marcelo a los ojos
―Padre
¿qué se supone que debía haber hecho? Estaba violando a mi
madre...―
el padre se limitó a mirarle lívido. ―Debemos
denunciarlo a la Guardia Civil...
―Marcelo
¿qué crees que va a hacer la Guardia Civil?
―Algo
harán. Padre al menos lo llevarán al cuartelillo. No podemos
quedarnos cruzados de brazos.
―No
harán nada. Y de hacer algo será ponernos a nosotros en evidencia.
―Los
guardias son amigos nuestros. Usted ha hablado muy a menudo con ellos
y...
―Nosotros
no somos más amigos de la Guardia Civil que don Lorenzo. A quien
creerían sería a él antes que a nosotros.
―¿Quiere
decir qué tenemos que estarnos de brazos cruzados mientras un cabrón
viola a nuestras mujeres?
―Es
mejor dejar las cosas como están.
―No
puedo entenderlo, padre. Han violado a su mujer, ¡a mi madre!
―¿Qué
crees que puedo hacer yo...? Perderme, como tú ahora mismo.
―¿Y
no se ha perdido ya? ¿Qué hay de su hombría? ¿Con qué cara va a
mirar a sus amigos?
―Posiblemente
tengas razón, ya me he perdido, pero no por lo de ahora, sino hace
muchos años.
―Padre
¿qué quiere decir? Hábleme claro, que ya no soporto esta angustia.
―Siéntate―
casi le ordenó el padre.
Marceló le obedeció sin dejar de mirarle
a los ojos. El padre de Marcelo comenzó su
narración con voz más pausada, casi trémula.
―La
hacienda donde vivimos pertenecía a los amos de los padres de don
Lorenzo. Sus padres trabajaban en la finca, al igual que mis padres.
El padre de don Lorenzo era el capataz de la hacienda y el
propietario le había dado todas las atribuciones sobre la finca,
desentendiéndose el amo para atender otros asuntos. El padre de don
Lorenzo hacía y deshacía como le venía en gana. Y a decir verdad
la finca mejoró mucho, según contaban―
Marcelo escuchaba con atención a su padre. ―La
mujer del amo era algo más alta que su marido, muy guapa y altiva.
Siempre se paseaba por donde estaban trabajando los operarios cuando
su marido estaba fuera, levantando la admiración entre ellos.
Aquella mujer se encaprichó de su capataz, el padre de don Lorenzo,
que no le hacía ascos y al parecer tampoco le medraba los riesgos
que corría. De todos era sabido que cuando el patrón faltaba de su
casa, su mujer y el capataz tenían encuentros amorosos. A pesar de
eso la finca seguía mejorando porque los operarios temían el
carácter duro, muchas veces severo, del capataz. A todo esto don
Lorenzo, tu madre y yo, que éramos de la misma edad siempre
andábamos jugando juntos...
―Padre
¿que relación tiene esto con mi madre?
El hombre continuó hablando como
si nadie le hubiera interrumpido.
―Un
día que el amo salió de la finca y los amantes se encontraban en la
cama, no se supo muy bien porqué, el amo volvió y les cogió a los
dos echados. El amo cogió una escopeta de caza del armero y no mató
a su capataz porque la mujer se interpuso entre ellos asegurando que
era ella quien le obligaba a complacerla. Aquel mismo día los padres
de Don Lorenzo con su hijo salieron hacia el destierro en La
Española. Y la señora se marchó de la casa y ya no se ha sabido
nada más de ella. Hace veintitrés años que volvió el indiano a
estas tierras y compró la finca a su propietario que fue el
ultrajado por su padre―
continuó narrando. ―Don
Lorenzo una vez tomó posesión de la hacienda reunió a todos los
operarios, al vernos se le iluminaron los ojos y nos llamó a su
lado. Tanto a tu madre como a mí aquel rostro, a pesar de la barba,
nos resultaba familiar, pero en un primer momento no fuimos capaces
de saber quién era. A tu madre le dio el puesto de cocinera y a mí
el de capataz.
―Ése
no es el caso de madre―
volvió a interrumpir a su padre, que levantando la mano en señal de
que no había acabado continuó.
―Los
tres hablábamos muy a menudo de nuestras vidas: don Lorenzo de su
aventura en La Española y nosotros de la monotonía en estas
tierras. Don Lorenzo nos contó que su madre murió en la travesía
del Océano, y a los pocos meses de estar allí, su padre, se esposó
con una ricachona francesa que le dio dos hijos más y según don
Lorenzo esta mujer también murió a los pocos años de unas fiebres
que azotaron la isla. Don Lorenzo era un hombre alto y apuesto; y
mujeriego.
―¿Quiere
decir que ahora se venga don Lorenzo haciendo el mismo daño que le
hicieron a él?
―Don
Lorenzo dejó en La Española unas plantaciones de caña de azúcar y
tabaco muy grandes. Él no estaba dispuesto a vivir con sus dos
hermanastros y por eso le pidió al padre parte de la herencia para
volverse a España―
hizo una pausa. ―Al
principio todo iba muy bien, pero Don Lorenzo pronto empezó a
fijarse en tu madre: era muy guapa y muy buena cocinera. A los siete
meses tu madre quedó embarazada y don Lorenzo puso a una criada
para ayudarla...
―¿Carmen?
―No.
Carmen vino después. Es algo mayor que tú, pero en aquella época
era una niña. Don Lorenzo, por entonces, cortejaba a Lourdes, la
hija de don Camilo, con el fin de hacerse el terrateniente del
pueblo. Don Camilo era el dueño de la hacienda de la Loma que linda
con esta. Tenía gran cantidad de cabezas de ganado. Pero lo
desestimó. Don Lorenzo habló con tu madre y conmigo y nos obligó a
casarnos..., y a los seis meses llegaste tú...
―¿Don
Lorenzo es mi padre? ¿Cómo llegó usted a aceptar aquello?―
Increpó a su padre al tiempo que se incorporaba.
―Marcelo
eran tiempos muy difíciles..., y yo quería a tu madre...
―¿Cómo
pudo caer tan bajo? ¿Cuándo pensaban decírmelo? ¿O no me lo iban
a decir nunca?
―Marcelo
yo he estado muchas veces tentado de hablarte sobre esto, pero
después no tenía el valor suficiente, pensaba en el daño que...
―¿Padre
sabe el daño que me ha hecho ahora?
Marcelo tras una desdeñosa mirada
y sin decir una palabra más se volvió a su casa. Su padre quedó
sentado en la misma piedra, cabizbajo. Lo que Marcelo supuso fue una
violación, no era más que una relación amorosa que venía de años
atrás, de tantos como tenía él. En sus pensamientos maldecía el
día que había nacido. Le atormentaba constantemente saber que don
Lorenzo era su padre. Ahora empezaba a comprender cómo su padre no
había levantado la voz cuando le dijo qué era lo que había
sucedido en la hacienda. Marcelo maldecía que su padre consintiera
aquella situación y jamás hubiera protestado ni recriminado la
actitud de su madre. Nunca les había escuchado discutir airadamente.
Aquello que comenzaba a ver con claridad le sobrecogía aún más el
alma.
Marcelo llegó
a media tarde a la hacienda con el gesto desencajado, un rictus
rancio que asustó a su madre que había salido a recibirlo con el
ánimo de no permitirle la entrada a la casa. Marcelo la apartó con
el brazo haciéndola trastabillar, sin dirigirle la mirada. Lucía
presintió la gravedad del momento y corrió en pos de su hijo que no
la escuchaba. Hijo y madre entraron a la casa casi a un tiempo,
Marcelo cogió una horca que decoraba la pared y se dirigió a la
habitación en la que creía estaba su padre. Lucía entre gritos
pedía a Marcelo que recapacitara. Apenas entró en la habitación
Marcelo levantó la horca con las dos manos en posición amenazante y
se dirigió a la cama, se giró hacia su madre y bajó la horca.
Lucía retrocedió y aprovechó el momento para dejarle encerrado en
la habitación con una vuelta de la llave. Marcelo estuvo durante un
buen rato golpeando
la puerta hasta desmoronarse entre sollozos.
Después de calmados los ánimos
Lucía y don Lorenzo, con la cara demacrada, subieron a la habitación
y encontraron a Marcelo echado en el suelo, inmóvil y con los ojos
abiertos, la mirada fija en ninguna parte. La madre se echó a su
lado y le zarandeó hasta hacerlo reaccionar. Los tres se sentaron en
la cama y hablaron, hasta que un campesino llegó desencajado. Carmen
le condujo a la habitación donde los tres hablaban.
―Don Lorenzo el padre del
chico..., se lo encontraron ahorcado en el roble de la Quintilla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario