CUENTO
Marcos
se desperezaba en la cama bañera de estilo japonés. Ya lo echaba de
menos. Aquel sábado se sentía privilegiado, llevaba más de un año
sin descansar dos días un fin de semana. Revuelto entre las sábanas
le costaba deshacerse de ellas. Por fin, consiguió desembarazarse de
aquellas sábanas moradas, capricho de su hermana Mónica, tomó el
teléfono móvil de la mesita de noche y comprobó la hora: Once y
cinco minutos, un gesto de euforia le sirvió para sentirse mejor. Se
acercó a la ventana y vio que hacía un día espléndido, las hojas
de los árboles apenas si se mecían y aquel sol radiante mejoró su
estado de ánimo, reflejándose en su rostro. Abrió la puerta del
armario, que formaba conjunto con la cama y las mesitas, y sacó una
toalla de baño echándola sobre la cama, volvió a abrir una segunda
puerta del mismo armario que gruñó, aquello siempre le ponía
nervioso y le recordó que debía echar aceite en
las bisagras, y extrajo unos pantalones de cuero negro que también
depositó sobre la cama. A continuación tomó la toalla y se metió
al baño. Era un baño reducido, como toda la casa, gozaba de una
ducha a la que tenía que entrar de lado. Pegado a la mampara estaba
el inodoro y a un paso el lavabo con un simple espejo en el que la
mayoría de días prefería no mirarse la cara. Pero ese sábado no
le importó. Se afeitó con parsimonia, él no toleraba la barba, y
se vio radiante. Después de la ducha volvió a la habitación, abrió
un cajón de la mesita y cogió su ropa interior, posteriormente se
puso los pantalones de cuero. Hizo la cama esa mañana, lo que no
hacía los otros días, colocó dos cojines sobre la almohada y con
la mano estiró alguna arruga que le había quedado en la colcha,
recordó que su madre siempre le reprendía que dejara alguna arruga
en la colcha. Del armario tomó una camisa negra con mil rayas grises
y una americana también de cuero negra.
Se
fue hasta la cocina para tomar el desayuno y la chaqueta la apoyo en
el respaldo de una de las dos sillas. Enchufó la tostadora y accionó
el interruptor de la cafetera que estaba sobre la barra de la cocina
americana. Cogió una servilleta de papel y un vaso de cristal y los
colocó sobre la mesa, con el azucarero y una cucharilla completó
los enseres dispuestos para el desayuno; y abrió el cajón del pan.
El sobresalto fue monumental:
—¡La
cabeza de María José, la vecina!
—Buenos
días—
le dijo aquella cabeza que portaba una diadema ridícula de color
rosa, con una florecilla en rojo y blanco, mientras sonreía.
Marcos
cerró el cajón de golpe y dio un paso hacía atrás tropezando con
la mesa, volteó el vaso y lo pudo cazar en el aire antes de que
llegara al suelo. Se quedó observando el cajón del pan despavorido,
después de un momento se atrevió a abrirlo de nuevo.
—¡Uf!
No podía ser. Esa chica me está trastornando. Mira que verla en el
cajón del pan, y me sonreía. Pero ¡qué sonrisa!
Marcos
quedó tranquilo después de comprobar que, evidentemente, su vecina
no estaba en el cajón del pan. Cortó dos rebanadas y las colocó en
la tostadora. El café estaba saliendo y se dirigió al frigorífico
para sacar la leche, abrió y allí estaba ella sonriendo de nuevo y
le guiñó un ojo. Dio un tremendo portazo en la nevera y escucho el
chasquido de vidrios y temió lo peor. Volvió a abrir la nevera con
decisión y respiró sonoramente, aliviado al comprobar que María
José no estaba en la nevera, aunque dos botellas de cerveza estaban
hechas añicos y el líquido se había desparramado.
Marcos
maldijo su obsesión; sacó lo poco que tenía en la leja y lo
depositó sobre el fregadero. Con un paño recogió los vidrios, los
echó al cubo de la basura y con una bayeta limpiaba la bandeja,
cuando le llegó olor a quemado: el pan estaba más negro que la
chaqueta que tenía colgada sobre la silla. Desconectó la tostadora
y el pan fue a parar a la basura. Apartó la cafetera de la
vitrocerámica, puso café en una taza y echó una cucharada de
azúcar, apartando la nuez. Marcos tenía una nuez en el azucarero
porque decían que así no se aterronaba, y tomó el café de un
sorbo, cogió la chaqueta y se marchó a toda prisa. Después de
cerrar la puerta volvió a abrirla y echó una última mirada.
Respiró tranquilo.
El
ascensor estaba ocupado y decidió bajar por la escalera, iba
arreglándose el cuello de la camisa cuando llegaba al rellano
inferior al suyo, se abrió la primera puerta según descendía y
apareció María José, sonriente y con aquella diadema ridícula.
Marcos emitió un chillido gutural poco apropiado, y María José
quedó pasmada.
—¡Tonto.
Me has asustado!—
Le dijo la muchacha .
—Tú
eres quien me ha asustado a mí. ¿Cómo puedes estar en dos sitios a
la vez?—
Le dijo al tiempo que señalaba con la mano hacia el piso de arriba.
—¿Cómo
dices?
—Oh,
no. No me hagas caso, he tenido pesadillas y no he dormido bien. Eso
es.
—¿Quieres
decir que has tenido pesadillas conmigo?
—No,
María José. He tenido pesadillas, en general...—
Intentaba disculparse.
—¿Cómo
es eso de pesadillas en general?—
Le preguntó con cierta picardía.
—No
es nada, María José, no es nada. Ya me voy, eh.
—¿Vas
al supermercado? ¿Puedo ir contigo?
—No
voy al supermercado. He quedado con unos compañeros del trabajo.
Adiós.
—Te
recuerdo que no tienes sal.
—¿Cómo
sabes tú que no tengo sal?—
Le preguntó con cierto nerviosismo.
—Te
pedí ayer y me dijiste que no tenías.
—Ah,
ya. Adiós.
Marcos
bajó las escaleras sin volver la vista atrás. Sudaba. Su corazón
palpitaba más rápido que de costumbre. Andaba dándole vueltas a
las apariciones de la vecina en el cajón del pan, en la nevera y
después en la escalera. No acertaba a comprender su ubicuidad, «cómo
puede estar en varios sitios a la vez, o al menos en cada uno a los
que yo acudía».
«Esa
mujer me está volviendo majara».
De
regreso a su casa, Marcos, pasó por el supermercado, compró sal y
un paquete de latas de cerveza, después de colocar cada cosa en su
sitio, se acicaló de nuevo y salió a cenar con los amigos.
Era
ya mediodía cuando se levantó de la cama y se fue directamente al
baño se dio una ducha y volvió a colocarse el pijama. Abrió una
bolsa de patatas fritas y las puso en un plato, hizo lo propio con
una lata de berberechos y colocó los platos sobre la mesa. Una
llamada de teléfono alteró sus planes, Marcos fue hasta la
habitación para coger el teléfono móvil. De un lado a otro iba
arrastrando los pies descalzos por el parqué; su madre quería saber
de él, después de varias semanas sin ponerse en contacto. Cuando
acabó de conversar con su madre volvió a la cocina y abrió la
nevera, tomó una lata de cerveza, cerró la puerta y volvió a
abrirla súbitamente, y en efecto, allí estaba su vecina,
decapitada, la cabeza sobre la leja, sonriente, esta vez sin la
diadema, cerró de nuevo el frigorífico con virulencia y se dejó
caer en la silla azorado.
«No
vuelvo a salir más con esta pandilla de cretinos» se dijo. «No se
puede beber de esa manera, luego me encuentro fatal» se reprochaba
así mismo, cuando miró la lata de cerveza que todavía llevaba en
la mano: «¿La he cogido yo o me la ha dado ella?» se preguntó. Se
dirigió hacia la nevera y abrió la puerta con cierto recelo, allí
no había ni rastro de María José. «¿Cómo me va a dar ella la
cerveza si sólo estaba la cabeza? ¿Pero qué me está pasando?
¿Cómo va a estar la cabeza de mi vecina en la nevera? Alguien me
está gastando una broma macabra, que ya me está desquiciando. ¿Me
habrán puesto alguna droga en la bebida? Cómo si hiciera falta
meterle algo más al alcohol...» se dijo.
Se
preparó un café, una vez acabado el aperitivo, había decidido
pasar por alto la comida. Se propuso despejarse lo más rápido
posible; la inquietud iba apoderándose de él. Dejó el café, el
azucarero y el paquete de leche sobre aquella mesa pequeña que tenía
frente al sofá donde solía pasarse horas y horas el día que no
trabajaba. Aquel sofá era de un tejido negro, que formaba un
canalillo, y uno de sus asientos permanecía siempre extendido.
Siempre se tendía en él. Echó el azúcar en el café y a renglón
seguido hizo lo mismo con un poco de leche, lo movió y fue a beber
un sorbo. Un espasmo hizo que se vertiera el cortado sobre la mesa,
«por poco me bebo a mi vecina» gritó con cara de asco. «Yo estoy
enfermo, esto que me pasa no puede ser por el alcohol, que no voy a
volver probar en mi vida, ha de verme un médico» se dijo así
mismo.
No
había acabado todavía con su pensamiento cuando sonó el timbre. De
mala gana fue casi arrastrándose hasta la puerta, abrió y sin
mediar palabra, Marcos, dio un grito que fue correspondido con otro
mayor de María José que se colgó a su cuello, llevaba un pantalón
fino de chandal, de color fucsia y una camiseta de lino desabrochada
generosamente hasta el escote, que le colocó casi a la altura de la
boca. Marcos la empujaba con el fin de quitársela de encima, pero
ella cada vez se aferraba más a él.
—¿Quieres
soltarme? Me estás ahogando.
—¿Quién
era?
—¿Cómo
que quién era?
—¿Quién
estaba tras de mí? Dijo la vecina.
—Nadie.
Pero ¿quieres soltarme?
—¿Has
chillado... por mí?
—Pues
sí, he chillado por ti— le respondió al tiempo que se subía el
pantalón del pijama que se le había bajado un tanto.
—¿Tanto
te molesta que te pida alguna cosa?
—No
es que me moleste que me pidas lo que quieras... Pero da la sensación
de que estés “embrujada”: apareces y desapareces en todas
partes.
—Oye,
que yo no he venido a tu casa más que ahora. Pero si te molesta me
voy.
—Disculpa
María José. Estoy muy mal. Te veo por todas partes y...
—¿Estás
espiándome?
—No
mujer. ¿Cómo te iba a espiar yo?
—Explícate,
por favor, porque me estás mosqueando.
—Anda,
toma asiento en el sofá— le dijo a su vecina mientras cerraba la
puerta de la escalera.
—¿Quieres
un café?— Le dijo Marcos.
—Yo
no voy a pasar la lengua por la mesa— le respondió sarcástica.
—Oh,
no. Por supuesto. Haré café para los dos.
—Ah.
Pensaba que tú el café lo tomabas directamente de la mesa.
—Muy
graciosa. Pues que sepas que tú eres la culpable de que haya
desparramado el café en la mesa, bueno..., y en el suelo.
—¿Por
qué soy yo la culpable de tu torpeza?
—Déjame
que haga el café y limpie todo esto y te lo explicaré.
Mientras
Marcos hacía el café su vecina limpiaba el desaguisado que tenía
en el salón. María José, entre sonrisas, le miraba de soslayo,
mientras Marcos se afanaba con el café moviendo la cabeza de cuando
en cuando. Se sentaron en el sofá y María José que había ocupado
el sitio predilecto de él, cogió el mando de la televisión y la
conectó.
—¡Por
favor! Baja el volumen— Le pidió Marcos
—Tienes
ojeras y muy mala cara— le dijo la chica.
—Claro,
tenía que estar acostado— comentó Marcos al tiempo que le
señalaba el televisor para que bajara el volumen.
—Ah.
Sí. Disculpa. Si no hubieras bebido tanto no estarías así. Pero,
bien, explícame lo de espiarme.
—Que
no te espío, mujer. El que te vea en todas partes es aquí en mi
casa...
—No
entiendo nada, Marcos.
—Ya.
Yo tampoco— añadió con resignación. —Bueno, el caso es que
últimamente, ayer concretamente, me apareciste en el cajón del pan
con la misma diadema que llevabas después cuando saliste al rellano,
y me diste los buenos días, a continuación abrí el frigorífico
para sacar la leche y allí estabas tú guiñándome un ojo...
—No
te parece que sueñas un poco extraño— le interrumpió la vecina.
—María
José no es que lo sueñe, porque estoy despierto. Pero...
—No
digas eso por ahí. Será mejor. Pero sigue contando que esto me
gusta— le animó María José con aquella amplia sonrisa picarona.
—Tú
te lo tomas a broma, pero algo me está sucediendo, y estoy muy
preocupado— hizo una pausa y observó como disfrutaba su vecina con
el relato. —Y hoy, he tomado una cerveza del frigorífico y otra
vez tu cabeza sobre la leja y al final ya no sé si la lata me la
diste tú o la cogí yo.
—Sigue.
Es apasionante.
—¿Apasionante?
Querrás decir desquiciante...— le corrigió al tiempo que le
miraba el escote, del que le costaba apartar su mirada.
—Yo
también te veo muchas veces en...— comenzaba a decirle cuando la
interrumpió el timbre de la puerta.
—¿Quién
puede ser ahora?— Se preguntaba al tiempo que iba a abrir la
puerta. —Oh. Anabel, ¿qué haces tú por aquí?
Anabel
entró sin esperar a ser invitada, mientras Marcos sujetaba la
puerta.
—He
venido a verte. Anoche me quedé muy preocupada con la merla que
cogiste y... Ah, no sabía que estabas ocupado— dijo dando un
respingo.
María
José recostada en el sofá miraba con recelo a la recién llegada.
—Es
mi vecina. María José, Anabel. Pero ya se marchaba— al tiempo que
la animaba a incorporarse del sofá.
—Me
vas a ver en muchos más lugares— le amenazó María José,
enojada. —Adiós.
María
José se marchó de casa de Marcos con paso decidido, entre el
regocijo de su compañera de trabajo Anabel. Marcos se sintió
molesto de momento, porque observaba el placer de Anabel mientras
siguió con la vista a su vecina que tanto le incordiaba últimamente.
—¿Qué
te puedo ofrecer?— Le dijo Marcos a la recién llegada.
—Una
cervecita estaría bien.
—¿No
has comido? ¿Quieres comer alguna cosa?
—Sí.
Sí he comido. No quiero comer nada.
—Cómo,
¿no me vas a acompañar?— Preguntó Anabel.
—Anabel
acabábamos de tomar un café cuando has llegado. No quiero más
cerveza.
—Y
¿vas a permitir que yo beba sola?— Dijo Anabel de modo insinuante.
—Está
bien. Te acompañaré, pero con un chupito de orujo...
—Ah.
Yo quiero otro— interrumpió a Marcos, al tiempo que se
desabrochaba un botón de la camiseta de punto que llevaba.
—¿Ya
no quieres la cerveza?— Preguntó Marcos que contemplaba la
generosidad de Anabel.
—Sí.
Claro que la quiero.
Sin
mediar más palabras, Anabel, vació la lata de cerveza de un solo
trago, ante la estupefacción de Marcos.
—¡Venga!
Ponme el chupito— urgió Anabel.
—La
vas a pillar y mañana hay que trabajar— le dijo marcos mientras le
servía el chupito y se sentaba a su lado.
—Sea
como sea mañana estaremos trabajando.
Anabel
casi se echó encima de Marcos y comenzó a tocarle el cabello al
tiempo que hablaba de cosas absurdas que a él no le interesaban. Le
pasaba la mano por la cara y el pecho. Echó un sorbo del orujo y sin
más, dio un beso en los labios a Marcos que sorprendido la abrazó.
Mientras Anabel le acariciaba Marcos tenía en mente la imagen de
María José, que era incapaz de desterrar de sus pensamientos. La
insistencia de Anabel tampoco resolvía la inquietud de Marcos.
—¡Aaaah!—
Gritó Marcos de momento.
Anabel
dio un respingo en el sofá para separarse de Marcos con el rostro
desencajado. Mientras, Marcos sin poder mediar palabra señalaba al
mueble en donde estaba la televisión.
—¿Qué
te pasa Marcos?— Se interesó Anabel.
—¡María
José!— Dijo sin dejar de señalar a la televisión.
—¿Cómo?
—¡María
José!— Repitió de nuevo asustado.
—Marcos,
me estás asustando— dijo alterada Anabel. —Si prefieres estar
con tu vecinita dímelo. Pero no hagas que me sienta mal.
—Que
no, Anabel. No quiero asustarte. Pero es que mi vecina estaba encima
del canto de la televisión mientras nosotros retozábamos— acertó
a decir con voz trémula.
—¡Marcos,
por favor! Dices que no quieres asustarme, ¿qué es lo que
pretendes, entonces, con esa bobada de que está tu vecina aquí?
—Anabel,
yo no sé qué me está pasando. Pero ayer vi a mi vecina en el cajón
del pan y me dio los buenos días, y después en el frigorífico
cuando saque el paquete de leche me guiñó un ojo...
—Marcos,
estás como una cabra. ¿Tan ciego te pusiste el viernes para ver
esas alucinaciones?— Le interrumpió.
—No
lo sé. Eso mismo pensé yo. Pero esta mañana la he vuelto a ver
antes de que llegara a mi casa. Abrí la nevera para tomar una
cerveza y allí estaba ella, sobre la bandeja y todavía no sé si
cogí yo la cerveza o me la dio ella...
—Estás
loco de remate. Ven que yo te quitaré la locura.
Anabel
le paso el brazo por el cuello y le dio un beso, sin que Marcos
pudiera reaccionar y decirle que no estaba de humor para hacer el
amor con ella. Anabel se había desprovisto de la camiseta que
llevaba e intentaba hacer lo propio con el pijama de Marcos que a
duras penas se resistía.
—¡Aaaah!—
Un nuevo grito invadió aquel salón, esta vez de Anabel que se había
quedado lívida.
—¿Que
pasa?— preguntó Marcos desencajado.
—Tu
vecina— pronunció tartamudeando Anabel con los ojos que parecían
querer salirse de sus órbitas. —Sentada en la barra— acertó a
decir, al tiempo que se incorporaba bruscamente del sofá y cogía de
un puñado su camiseta, dirigiéndose hacia la puerta de la escalera.
—¡Anabel!...
—No
me digas nada— le replicó desde la puerta colocándose la
camiseta.
—¡Aaaah!
¡Maldita bruja!— dijo Anabel que sin cerrar la puerta bajó las
escaleras sin esperar al ascensor.
—¿Qué
les has hecho?— preguntó María José haciendo gala de su
extraordinaria sonrisa.
—María
José, no tiene ninguna gracia lo que está sucediendo. Si tienes
alguna explicación, por favor, dámela, porque ya no puedo más. Me
estoy volviendo loco.
—Marcos
no es para tanto— le dijo con voz suave y esgrimiendo aquella
sonrisa que a él le hacía perder la razón. Tengo la..., propiedad,
diría yo, de poder aparecer y desaparecer en algún momento, pero
nada más.
—¡Nada
más!, dices. ¿Tú crees que yo me puedo tragar eso, María José?
No
había acabado de pronunciar la última palabra, cuando María José
se había sentado en el borde de la televisión. Marcos acudió raudo
sujetando la televisión por los lados, temiendo que se rompiera,
cuando María José se posó sobre el respaldo del sofá, ante la
perplejidad de Marcos, que vio como de momento apareció sentada
sobre la barra. Todo aquello sin que se reflejara en ella el más
mínimo esfuerzo. Marcos se sentó abatido en el sofá y al instante
apareció María José a su lado, con aquella sonrisa endiabladamente
seductora. Marcos se cubrió la cara con las manos y rápidamente
María José se las apartó y le besó en la mejilla, esgrimiendo la
más bella de sus sonrisas.
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