RICARD
Ricard iba de un lado a otro, sin reparar con
quien se cruzaba. A todos les había de decir alguna cosa o un
chascarrillo. Lo mismo tenía que ver con una persona mayor, ya fuera
hombre o mujer, que con un niño. Se reía hasta de su sombra. Jamás
se había molestado porque le hubieran dicho cualquier majadería o
grosería. Siempre tenía la respuesta adecuada para cada cual,
aunque no tuviera mucho o nada que ver con lo que le habían dicho.
Era un joven de mediana estatura, con una tripa incipiente, cabello
negro rizado, de ojos grandes y mirada lánguida.
Hacía recados a unos y otros, siempre de poca
importancia, por unas monedas con las que solía comprar helados o
chucherías. A veces, Ricard, se encontraba haciendo algún encargo,
cuando alguien le llamaba para pedirle que hiciera otro. En ocasiones
había hecho el que acababan de darle porque había olvidado el
primero que estaba realizando. Otras veces cambió el destinatario. A
pesar de los entuertos que organizaba de cuando en cuando, era muy
querido por todos sus vecinos.
Anselmo, “pescatero” del pueblo, a pesar
de su ligera calvicie conservaba perfectamente su atractivo, había
encargado a Ricard que llevara a su casa una bandeja con dos lubinas
para su mujer, así aprovecharía él para pasarse por la taberna y
tomar unas cervezas con los amigos.
–Ricard, dile a mi mujer que las prepare que
cuando yo llegue nos vamos a comer hasta la cola.
Caminaba Ricard canturreando, no se sabía
bien qué, con la bandeja de las lubinas en una mano y una moneda de
cien pesetas que le había dado Anselmo en la otra, bajo el sol
decadente de las ocho de la tarde. La calle estaba bien engalanada de
jazmineros, geranios, rosales..., se detuvo para oler una alhábega
en la ventana de casa de doña Venancia, que a sus cincuenta y cinco
años tenía muy buena presencia. Se encontraba en el vano de su
puerta regando dos hermosos geranios, le llamó y dio a Ricard un
recado para su hija y le alargó una moneda:
–Ricard, dile a mi hija que vienen a cenar
la tía Rosana y sus hijos, que les espero a ellos también, que
tienen muchas ganas de verlos.
Muy gustoso aceptó el encargo Ricard.
A continuación, Venancia, llamó a su yerno,
Policarpo, y le dijo que cenaban en su casa, que venía la tía
Rosana y su familia, y ya había avisado a su hija. Una vez acabada
la conversación con su yerno llamó a don Ramón, el cura, y le
invitó también.
Ricard no tardó en llegar a casa de Merche,
la hija de doña Venancia, que vivía al otro extremo de la calle, y
era la esposa del señor alcalde, quince años más joven que él.
Pasaba los treinta y tenía una vitalidad arrolladora, bella mujer,
de grandes ojos verdes, labios carnosos y una melena negra
ligeramente rizada. Sus movimientos de caderas embelesaban al más
pintado. En lugar de darle el recado de la madre, Ricard, le dio la
bandeja con las lubinas.
–De parte de Anselmo, que las prepares que
en cuanto llegue os vais a comer hasta la cola.
A pesar del estupor de la mujer, que pilló un
sofocón impresionante, más por si alguna vecina había podido
escuchar el comentario y sacar conclusiones erróneas, que por el
regalo en sí, Merche ni rechazó el regalo ni protestó, más bien
todo lo contrario. Se sintió alagada e invitó a Ricard a pasar a su
casa con el ánimo de sonsacarle. Le obsequió con una coca-cola,
que, éste, bebió con ansiedad; un golpe de tos por la acumulación
de los gases de la bebida puso a la mujer perdida, la bata ligera que
llevaba manchada de arriba abajo. En su afán de reparar lo que había
hecho, Ricard, sacó un pañuelo del bolsillo hecho un ovillo y lo
pasó por todo el cuerpo de la mujer, que no conseguía evitar que
Ricard la tocara, desinteresadamente, eso sí. Merche ante la
imposibilidad de detener a Ricard se dejó hacer, sintiendo un
cosquilleo placentero en algunos momentos e incomodándose, sin
exteriorizarlo, cuando Ricard decidió finalizar. Merche se
recomponía la bata entre excusas tratando de apagar su excitación.
–Eso
no se hace con la mujer del alcalde–
dijo.
Ricard se iba dando de pescozones calle abajo,
intentando a toda costa sacarse de la cabeza el haber manchado a
Merche, hasta que creyó recordar que tenía que darle un recado a la
mujer del “pescatero”.
Se encaminó hacia su casa y cuando la tuvo
delante le dijo:
–Socorro, me ha dicho Anselmo que van a
cenar en casa de doña Venancia.
–¿De doña Venancia?– Preguntó
incrédula.
–Sí. Sí, eso me ha dicho.
–Muchas gracias, Ricard.
Socorro era una mujer entrada en carnes, que
iba muy arreglada y perfumada hasta los pies, para ocultar el olor a
pescadilla de su marido; y todo temperamento. Ricard que andaba de
regreso pasó por el bar próximo a la pescadería de Anselmo, cuando
éste lo vio, le llamó.
–Tómate una cerveza, Ricard. ¿Le diste el
recado a mi mujer?
–Sí– dijo, al tiempo que se daba
pescozones. –Y..., me dijo que cenaban en casa de Merche que viene
su tía y sus sobrinos y tienen muchas ganas de verlos.
–¿En casa del alcalde?
–Sí.
–Bien. ¡Muy bien! Ahora mismo me voy para
allá.
Al poco tiempo se presentó Anselmo en casa
del alcalde y tras tocar en la puerta apareció Merche, con un salto
de cama de tul, color turquesa y le invitó a pasar.
–¿No ha llegado mi mujer?– Preguntó, al
tiempo que se secaba el sudor con la mano.
–¿Tú mujer? No. No ha llegado.
–Ah, pues muy bien.
–Claro y tan bien. ¿Un vinito?– Le
propuso Merche que le invitó a sentarse a la mesa.
–Venga, tomaremos un vinito.
Un buen plato de quisquilla acompañado de
unos cuantos vinos de moscatel seco, de la Marina Alta, muy frío y
elaborado en una pequeña bodega propiedad del señor alcalde, entonó
la cena.
–¡Nos vamos a comer hasta la cola!– Dijo
con picardía Merche al colocar una gran bandeja con las lubinas
abiertas y excelentemente condimentadas en el centro de la mesa.
«¡La madre que lo parió! Menuda metedura de
pata de Ricard. ¡Bendita sea!» se dijo Anselmo.
La bandeja quedó limpia como una patena, sólo
las colas delataban que antes había exquisito pescado en ella.
Habían rebañado hasta el aceite.
–No nos hemos comido las colas– ironizó
Anselmo.
–Eso después– le respondió Merche,
picarona, mientras se comían con los ojos.
Entre tanto, el alcalde, don Policarpo, tocó
el timbre de casa de su suegra y le saludó con dos besos. Era un
apuesto hombre maduro que ya pintaba canas, alto, delgado y muy
admirado por las mujeres.
–¿No ha llegado Merche?
–No, Policarpo, no ha llegado todavía. El
que está en el salón es el señor cura.
Es
al único que no se le hace tarde cuando es para comer
susurró el alcalde a su suegra. –¿Qué tal, don Ramón?– Saludó
el alcalde tendiéndole la mano.
–Muy bien, Policarpo, muy bien.
–¿Un vino, don Ramón? Mi suegra tiene un
vino excepcional, ahora verá.
A poco apareció con una botella de vino tinto
de crianza, que proveía él mismo, y tres copas. Don Ramón,
sacerdote chapado a la antigua, bajito, regordete, de mofletes
sonrosados, siempre vestía con sotana y alzacuellos. Muy
dicharachero, buen catador de vinos y mejor comilón.
–Pruebe, don Ramón, pruebe– le sugirió
el alcalde.
–Está muy bueno, efectivamente.
–Este vino es de cosecha propia.
Iban por la segunda copa cuando tocaron al
timbre de la puerta. Doña Venancia salió a abrir.
–Hola..., Socorro.
–Hola, Venancia. Muchas gracias por la
invitación– le dijo mientras se encaminaba hacia el salón. –No
sabes las ganas que tengo de saludar a tu hermana.
–¿Ah, sí? Pues si os llevabais a matar. No
sabía que erais tan amigas.
–No tardará en llegar mi marido–
dijo dando un respingo.
–Claro..., tu marido
dijo Venancia incrédula.
Era un salón amplio con vetustos muebles de
época, pero muy bien conservados, un sofá y dos sillones con brazos
de madera vista torneada, con tapizado de terciopelo rojo y unos
tapetes reposa cabezas blancos de ganchillo. Una lámpara de ocho
brazos con grandes tulipas en el centro del salón emitía una luz
atenuada por la decoración. Bajo de la lámpara una hermosa mesa con
dos grandes pies torneados hacía juego con las paredes recubiertas
de madera de roble oscuro, con dos quinqués a juego en uno de los
lados, y en el otro un gran cuadro del mar con oleaje bajo un cielo
gris. En el otro costado un gran ventanal por el que se accedía a un
balcón, desde el que se contemplaban unos montes cubiertos de
esparto y algún que otro pino y desde los pies del monte hasta la
casa huertos de naranjos. Un agradable olor a azahar se filtraba por
el ventanal entreabierto.
–Hola Policarpo, ¿cómo estás?
–Muy bien, Socorro. Pero no mejor que tú–
correspondió el alcalde.
Socorro hizo un giro coquetón. Llevaba un
vestido negro que le quedaba ajustado, con estampados grandes en
tonos rosas y la media melena suelta.
–Y, ¿usted don Ramón?
–Bien, muy bien, también. Gracias. Casi
también como el señor alcalde.
Policarpo ya llegaba con una nueva botella y
una copa y volvió a escanciar vino. Doña Venancia le seguía con un
plato colmado de jamón serrano.
–Hum. Está muy bueno– dijo Socorro,
después de un buen trago.
–¡Es Sangre de Cristo!– bromeó don
Ramón.
–Don Ramón que se va usted por las ramas–
advirtió Policarpo.
–Sí, me parece que la “Sangre de Cristo”
les ha sacado los colores– apuntilló Socorro, entre risas.
–No hagas caso Socorro– dijo el alcalde,
al tiempo que servía otra ronda de vino.
Una llamada de teléfono acabó con las
carcajadas del momento.
–Mi hermana, no puede venir– anunció a
los asistentes. –Se les ha estropeado el coche. Espero que Merche
no tarde.
–Pues sí. Yo ya tengo hambre– reconoció
su yerno.
–Bueno, la espera no está siendo
desagradable– admitió el cura que tiraba la mano al plato de
jamón.
Una nueva botella de vino se colocó sobre la
mesa y una ronda más inhibió a los comensales de los pocos
prejuicios que aún les quedaban. Doña Venancia y Socorro sirvieron
la cena: unos entrantes y codillos de cordero al horno que estaban
para chuparse los dedos. Ya no se acordaban si faltaba Merche ni la
hermana de doña Venancia... Como colofón a la suculenta cena unos
orujos de hierbas, de café y de miel acabaron por poner la guinda.
Un poco de música a ritmo de paso-dobles hizo bailar hasta a don
Ramón. El alcalde y Socorro bailaban exagerando los movimientos,
algún traspié que otro se intercalaba en el baile chocándose unos
con otros, lo que provocaba las risas de todos. Don Ramón que se
contoneaba como podía con doña Venancia, se había desprovisto del
alzacuellos y se había desabrochado la sotana hasta la mitad del
pecho. La velada se alargó mientras quedó vino.
Don Ramón se despertó en la madrugada en la
cama con doña Venancia. Socorro y el alcalde dormían en fenomenal
revuelto de cama en una habitación contigua. En el intento de salir
apresuradamente del lecho, don Ramón, se enredó entre las sábanas
y tiró al suelo la lámpara de la mesita de noche y despertó al
resto que se levantaron con la mayor brevedad de que fueron capaces
y sin mediar una palabra siquiera.
Don Ramón salió de casa de doña Venancia
con cierta cautela, y se tropezó de bruces con Ricard.
–Ha madrugado don Ramón.
–Sí, hijo mío. Las obligaciones... Doña
Venancia que se encontraba mal y he venido a ver que tal estaba.
–Voy a verla...
–No. No. No hace falta, ya se encuentra
mucho mejor.
–Mi padre dice que en este tiempo de
primavera, se quitan la ropa y se resfrían.
–Sí... Claro, hijo, es el tiempo, la
humedad...
No había terminado el comentario cuando
salieron Socorro y el alcalde.
–¿Está mal doña Venancia?– Se apresuró
Ricard a preguntar al alcalde.
–¿Mal doña Venancia...?– Le hizo un
gesto don Ramón. –Ah, sí, le duele un poco la cabeza, Ricard,
pero nada más.
–Socorro, ¿también le duele a usted la
cabeza?– Le consultó Ricard.
–No, a mí no me duele nada– respondió al
tiempo que se ponía colorada.
En ese momento se oía cantar a doña
Venancia.
–Ves, Ricard, como no le pasaba nada– dijo
el alcalde.
–Sí, está contenta.
Don Ramón se despedía de Socorro y Policarpo
que se iban para sus casas y les cogía en la misma dirección,
cuando le advirtió Ricard:
–Padre, lleva mal abrochada la sotana.
El cura pilló un gran sofocón. Angustiado,
no acertaba a ver como se había abrochado los botones.
–Qué indiscreto eres, Ricard. Por un botón
de nada..., que ahora no me puedo abrochar. Está mal abrochado el
primero...
–Mi padre me enseñó que suelta el que está
mal y lo sube y ya puede abrochar los otros bien– al tiempo que le
desabrochó el que estaba mal.
Don Ramón en su precipitación por retirarle
las manos a Ricard, no pudo evitar que le cayera el alzacuellos al
suelo, y quedó a la vista la etiqueta de la camiseta.
–¡Hay que ver, Ricard...!
–Bueno, don Ramón, que nos vamos, no vaya y
le desnude– ironizó el alcalde.
Don Ramón se despidió de Ricard, que
continuó con su paseo matinal propinándose algún cachete de cuando
en cuando.
Esa misma tarde, en casa de doña Virtudes,
muy cristiana ella, acudía todos los domingos a la Iglesia a oír
misa de doce, se celebró una reunión de la catequesis, junto al
señor cura y a otras compañeras, entre las que se encontraban doña
Venancia, Socorro y Merche. Eran reuniones que se hacían en casas
particulares muy a menudo. A muchas de estas reuniones acudía Ricard
a degustar las pastas o pasteles o cualquier otra vianda, que siempre
las había. Estando disertando unos y otras distendidamente, comentó
Ricard:
–El padre Ramón se ha comido un coñito.
Al cura le salió una polvareda de la boca del
polvorón estepeño que estaba comiendo, al tiempo que su cara
atocinada parecía un tomate. Las mujeres quedaron impávidas. Doña
Venancia y Socorro se miraron, Merche se cubría la cara con el
abanico. Las mujeres se movían incómodas en sus asientos mirando de
soslayo al señor párroco, que seguía sin poder hablar, «¡Santo
Dios!, cómo se habrá enterado el cabrito este» pensó don Ramón.
Un silencio sepulcral acompañaba la desolación del señor cura que
no podía hablar al haberse atragantado.
–¿Cómo se lo comió? Ricard– Se atrevió
a consultar doña Virtudes, reflejando cierto pavor en el rostro.
Doña Venancia que le vino un acaloramiento
tremendo salió de la sala aduciendo que iba al baño, Socorro que
igualmente le salieron los colores permaneció en su silla con la
vista baja.
–Le mordía y le metió la lengua–
respondió espontáneamente.
La indignación se reflejaba en las caras de
las señoras, que comenzaron a hacer aspavientos y moverse incómodas
en las sillas. Socorro que ya no podía con la presión anunció que
también iba al baño.
–Y ¿cuándo fue eso, Ricard?–
Volvió a preguntar doña Virtudes.
–Ayer.
–¿Antes o después de la misa?
–Antes.
Ante las respuestas de Ricard, don Ramón se
retorcía en su silla lleno de ira y más rojo que un pimiento
morrón, y sin poder pronunciar palabra. Entre tanto las dos mujeres
que habían ido al baño se preguntaban como podía haberse enterado
Ricard, echándole la culpa doña Venancia a su vecina que decía le
tenía mucha envidia. Decidieron confesar ante las demás su desliz.
–Y, Ricard ¿estabais solos cuando se comió
el “coñito”?– Interrogó doña Virtudes, nuevamente, con un
poco de retintín.
–No.
En ese momento llegaban doña Venancia y
Socorro dispuestas a confesar su falta. Mientras seguía el
interrogatorio a Ricard.
–Y tú, ¿también te lo comiste?
–Sí.
–¿Cómo...?– Le volvió a preguntar,
asombrada y con elocuente malhumor.
–Yo me lo comí a bocaditos chiquititos–
señalaba con los dedos.
–¡Santísima Trinidad!– Exclamaron
algunas de las señoras.
Doña Venancia y Socorro se miraron
contrariadas, pensaba cada una de ellas que don Ramón había estado
con la otra. Un respiro de alivió permitió hablar al señor cura,
que parecía que iba a explotar en cualquier momento.
–Señoras, he de decir que los “coñitos”
son unos postres dulces, pequeños y redondeados, que me obsequió
doña Rosario, la esposa de don Jacinto, que en algún punto están
huecos por dentro..., a los que invité a este desdichado y a Joaquín
el sacristán, que también estaba en la casa parroquial.
–¡Bendito sea Dios!– Respondieron todas
las mujeres, recomponiéndose en sus asientos.
Una risa irónica de doña Venancia y de
Socorro que todavía permanecían de pie, hizo que se volvieran todas
las señoras presentes; al mismo tiempo cruzaron unas miradas
cómplices con don Ramón que propinaba unos pescozones cariñosos a
Ricard.
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