PASEANDO POR EL PARQUE
CUENTO
Paseaba siempre solo por el parque, deambulaba
meditabundo y de vez en cuando se sentaba en el primer banco que
tenía más a mano, sacaba un pequeño bloc de notas y un bolígrafo
y anotaba cualquier cosa. Guardaba su pequeño bloc y el bolígrafo y
hasta otro momento en el que volvía a realizar la misma operación.
Unas veces permanecía sentado un buen rato, otras, apenas guardados
sus útiles de memoria se levantaba con relativa torpeza y retomaba
el paseo.
Día tras día, repetía los paseos. Repetía
la acción de sacar la libretita y anotar y volverlos a guardar, en
ocasiones muy despacio, casi ceremoniosamente. A veces, cuando
permanecía largo tiempo sentado en algún banco parecía extasiado,
como perdido en el tiempo y en el espacio. Le invadía el ambiente.
<<Él, decía que le penetraba la vida>>.
Lo que en aquel momento carecía de
importancia, después a los días plasmaba sobre papel lo que
recordaba de aquellos momentos, o lo que creía recordar. Lo que
había sucedido o no había sucedido, pero podía haber ocurrido. Y
de ahí llenaba folios y folios, muchos de ellos de cosas que
guardaban una relación, otros tantos de cosas inconexas, pero que no
destruía, no tiraba, los guardaba después de clasificarlos.
Aquella mañana de otoño estaba sentado en
uno de los bancos del parque, observaba como se mecían las hojas en
el aire antes de llegar al suelo. Los árboles iban cambiando de
aspecto, los que unas semanas atrás tenían un manto verde de hojas
ahora resultaban esqueléticos y con las hojas que le quedaban
amarillentas, ocres. A veces pensaba que la naturaleza en eso se
había equivocado, cuando más frío hacía los árboles perdían su
manto, aunque no era más que un pensamiento irónico con el que
distraer su mente en un momento determinado.
Estaba anotando en su libreta aspectos que le
llamaban la atención cuando, a su lado, se sentó un chico, de unos
diez años, cargado con una mochila voluminosa.
–¿Qué haces?– se interesó el chico.
–Escribo.
–¿Para qué?
–Para saber más. Tú, ¿no escribes
también?
–Sí. A veces.
–Cuando vas al colegio...
–Si, pero es un rollo– respondió con
desgana.
–Sí, tienes razón. Aprender es un rollo.
–¿Qué es lo que has escrito?
–Toma, léelo tu mismo. Mis ojos están
cansados– le tendió la libreta.
–¿Por qué escribes y después haces rayas?
–Para separar unas cosas de otras. ¿Por qué
hoy nos ha ido al colegio?
–Sí he ido, pero tenía que ir al médico–
le mintió.
–Te crecerá la nariz.
–Es verdad. Un man-to o-cre, ama-ri-llento.
No entiendo tu letra– se excusó el muchacho.
–Sí la entiendes, leías lo que había
escrito, sólo que sin fluidez. Te falta práctica, como no entras a
clase no aprendes–. Y sin dejarle comentar –ya sé que es un
rollo…
–Yo sí que sé leer, en los libros leo
bien, pero tu letra no la entiendo... ¿Para qué escribes esas
cosas?
–Para escribir luego cuentos, novelas…
Para escribir libros.
–¿Tú escribes libros? A mí me gustaban
mucho los cuentos. Yo leía los libros de Espinete. Tenía un libro
que me gustaba mucho y lo leí varias veces: La Cabaña del Tío Tom.
–¡Ah! La Cabaña del Tío Tom, de Beecher
Stowe, qué buen libro. ¿Y ahora ya no lees?
–No.
–¿Por qué?
–Porque me voy por ahí, con mis amigos. Mi
casa es un rollo.
–¿Cómo puedes decir que tu casa es un
rollo?
–En mi casa, mi papá y mi mamá, siempre
están chillando. ¿Tú vives solo?
–No. Vivo con mi mujer. Un día le diré que
me acompañe para que la conozcas. Hace unos rollitos buenísimos.
Pero sería después del colegio, no has de hacer novillos.
–¿Qué son novillos?.
–Pues..., no acudir a clase. ¿Cómo le
llamas tú?
–Hacer “boína”. Bueno me voy. Otro día
vendré a hablar contigo.
–Pero será después de salir de clase. Yo
nunca vengo a estas horas al parque. Escucha, si quieres el jueves a
partir de las cinco nos vemos aquí, vendré con mi mujer y te traerá
unos rollitos para que los pruebes.
–¡Vale!– Y se marchó despidiéndose con
la mano. –¿Como te llamas?
–José Luis. ¿Y tú?
–Iker.
–Adiós, Iker. Hasta el jueves.
–Adiós.
Mientras le veía marcharse sintió algo de
pena. Iker daba la sensación de ser un niño despierto, no debería
tener dificultad para aprender. Pero el problema que tenía detrás
le estaba condicionando, «es una lástima» se dijo, al tiempo que
se reincorporaba.
Resultaba curioso, aparentemente, en sus
paseos, parecía que todo su alrededor no le inmutaba, que carecía
de importancia, pero más tarde cuando escribía en los folios
reflejaba hasta los más ínfimos detalles. Describía minuciosamente
los olores de las calles, los perfumes de las plantas del parque, la
visión de algún animalito y su protocolo frotando sus antenas o
mandíbulas antes de coger cualquier hoja o piel de pipa caída en el
suelo, que anteriormente escupieran las cuadrillas de jovenzuelos.
Los cambios de tonalidades de las hojas de los árboles según
hubiera caído el rocío o no. Cómo se filtraban los rayos de sol
por entre la hojarasca. El piar diferente de los distintos pajarillos
que habitaban los parques y las calles. Las charlas de los ancianos,
sentados al sol o la sombra, según la estación del año en que se
encontraban. Los gritos de los niños si jugaban o se mecían en los
columpios, o los gritos de las madres si sus retoños no les
obedecían o corrían algún riesgo. Le gustaba, especialmente, tocar
con sus propios dedos las hojas de los árboles, de los setos, de las
flores, el césped…, para más tarde plasmar sus impresiones sobre
el papel; qué hojas eran suaves, cuáles eran rudas, ásperas,
aquéllas que dejaban perfumes en los dedos, otras que se mecían,
frágiles, y a las que no perturbaba con su contacto. Le gustaba
especialmente un rosal solitario, sobre un rincón del parque, que
echaba unas rosas grandes, de color rojo púrpura intenso y su
perfume se percibía varios pasos antes de llegar a él. Siempre se
detenía ante el rosal y acariciaba sus capullos, frotaba sus dedos
en los pétalos de las rosas para que permaneciera su perfume y más
tarde seguir oliéndolo; y le hablaba… Cada día le parecía más
hermoso. Apenas si escribía sobre él, no quería compartir con
nadie su intimidad con el rosal.
Generalmente llenaba folios y folios con una
escritura dulce, apasionada; aunque algún que otro su lectura
resultaba abrupta, quebradiza, cuando esto sucedía, solía encogerse
de hombros, como disculpándose por algo, pero no los destruía, todo
lo guardaba por si en alguna ocasión pudiera servirle.
Aquel jueves a las cinco de la tarde volvió a
sentarse, junto a Olga, su mujer, en el mismo banco en el que hablara
con Iker. Apenas unos minutos después, apareció el muchacho cargado
de su mochila, que dejó junto al banco.
–Hola, Iker, esta es Olga, mi mujer.
–Hola– saludó el chico.
–Hola, Iker. Eres muy guapo– correspondió
ella.
–Gracias. Sabes, ya no he faltado a clase–
se dirigió a José Luis.
–Perfecto. Me parece maravilloso que no
faltes a clase, así aprenderás mucho y de mayor podrás ser lo que
tú quieras. Mira, Olga te ha traído los rollitos que te dije.
–Son pequeños, mi abuelita hace…, bueno
hacía, unos rollos más grandes. Sabían a anís, ahora ya no los
hace, siempre dice que está cansada, pero lo que le pasa es que está
enferma.
–¿Los vas a probar?– Se interesó Olga.
–Sí– se echó uno a la boca. –¡Hum!
Qué bueno.
–Ya te lo dije, Iker.
–¿Te gustan?–
Preguntó Olga.
–Sí me gustan mucho.
–Pues te haré siempre que quieras.
–Están muy buenos. Gracias– al tiempo que
le devolvía el paquetito de los rollos.
–Cómo. ¿No los quieres? Son para ti–
dijo José Luis.
–¿Todos para mí? Gracias– le dio un beso
y luego hizo lo mismo con Olga.
Un sentimiento emocionado invadió al
matrimonio.
–He vuelto a leer La Cabaña del Tío Tom.
–No me digas que estás leyendo de nuevo.
–Sí. Quiero escribir libros como tú–
comentó, echándose otro rollo a la boca.
José Luis y Olga no pudieron evitar
emocionarse de nuevo.
–Eso sería estupendo, Iker. Él escribe muy
bien.
–¿Tú me ayudarías a escribir?– le
consultó con voz melosa.
–Naturalmente que sí. Iker, me haría mucha
ilusión leer antes que nadie lo que hayas escrito.
–Vale– respondió ilusionado.
¿Tienes
que escribir algo para el colegio?
Sí.
–Sobre qué tenéis que escribir.
–Sobre lo que queramos, es un concurso de
redacción de todos los colegios. Pero no sé lo que escribir.
–Ya se te ocurrirá algo.
–Por qué no escribes la historia del Tío
Tom en este tiempo– le propuso Olga.
–Ahora no hay esclavos– repuso algo
desilusionado.
–Bien, pero si que hay personas que han
venido del extranjero y trabajan en lo que pueden– le animó José
Luis.
–¡Sí! Y puedo poner que los secuestran,
porque ahora no se venden las personas.
–Perfecto, Iker. Es una idea buenísima. Les
cambias los nombres a los personajes, si quieres, y ya está.
–Sí, eso haré. Me encerraré en mi
habitación y haré la redacción– añadió con cierta tristeza.
–Siguen chillando tus padres.
–Sí. Se riñen siempre. Y, a mí me da
mucha rabia.
–¿Se pegan también?
–No. Se chillan mucho y se dicen palabrotas
y mi hermana pequeña se pone a llorar y no le hacen caso. Yo cuando
estoy en casa la cojo y me la llevo a mi habitación. A ella también
le da rabia, por eso llora.
–Has de ser fuerte, Iker. Y ayudar a tu
hermanita. Haces muy bien al recogerla y llevártela a tu habitación
cuando gritan.
–Diles a tus padres que no se chillen
delante de vosotros– le sugirió Olga.
–Ya se lo digo que no me gusta que se riñan,
pero no me hacen caso. Me dicen: ¡tú cállate!
–Bueno, debes ser valiente. Y haz como te ha
dicho Olga. Es lo mejor.
–Ahora me tengo que marchar a casa.
¿Volveremos a vernos?
–Claro. Cuando tú quieras, Iker.
–¿El jueves también?
–Si a ti te parece bien, nos vemos el jueves
a la misma hora.
–Vale, hasta el jueves–. Y les dio otro
beso de despedida.
–Gracias, Iker. Hasta el jueves.
El matrimonio observaba como se alejaba Iker.
Se marchaba contento, silbando. José Luis y Olga se miraron sin
decir una sola palabra. A medida que se acercaba el día del jueves
crecía la ansiedad en el matrimonio, que no veían que llegara la
hora del encuentro con Iker. Olga por nada iba a renunciar a la cita,
a aquel crío lo llevaba en el corazón. Llegada la hora estaba el
matrimonio sentados en el banco de costumbre, miraban el reloj sin
cesar, algo de inquietud comenzaba a asomar en sus rostros, Olga no
lo disimulaba y trasladaba la preocupación a su esposo que pretendía
aparentar más insensible, aunque los nervios comenzaban a
traicionarle.
–¡José Luis! ¡Olga!– Gritaba Iker,
desde lejos, que llegaba corriendo con la mochila a cuestas.
–¡Gracias a Dios!– Irrumpió la mujer.
–<<¡Por fin!>>– Se dijo para
sí mismo José Luis.
–¡Hola!– Saludó jovial Iker, que
jadeaba. Dejó la mochila en el suelo y besó al matrimonio.
–Hola, Iker. Pensaba que ya no venías– le
dijo Olga, que había cambiado el semblante.
–He tardado porque a la salida del colegio
ha habido “bulla” entre dos chicas– se excusó.
–¿Se han reñido?– Consultó José Luis.
–Sí. Y se tiraban de los pelos. La más
gordita, de la que se reían, ha tirado al suelo a la jefa de la
pandilla que se ha ido llorando a su casa.
–No deberías meterte en las riñas. Es más,
deberías haber avisado a los profesores– le reprendió José Luis.
–Yo no me meto en las “bullas”. Pero si
aviso a los profesores me dicen chivato y vienen a por mí. No he
traído la redacción porque no la he terminado, al otro jueves ya la
traigo y la ves.
–De acuerdo, Iker. Entonces ¿la has
empezado?
–Sí, claro. He de marcharme ya, tengo que
quedarme con mi hermana, mi mamá ha de llevar a mi abuelita al
médico.
–Muy bien, Iker. Pero toma llévate esta
bolsita de rollitos para ti y para tu hermana– le tendió Olga.
–Muchas gracias–. Después de darles
sendos besos se marchó. –¡Adiós!.
–Adiós, Iker, respondieron al unísono.
–El próximo jueves te traeré una tarta de
chocolate– dijo Olga levantando la voz.
–¡Vale! ¡Hasta el jueves!
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