EL BOSQUE QUE NOS COBIJA
Una ardilla, vivaracha ella, andaba
preocupada, muy preocupada. No se atrevía a bajar de los árboles,
como antes solía hacer en el bosque en el que habitaba junto a otros
tantos animales. Se acercó lo más que pudo al principio del bosque
en donde el olor a madera era muy intenso, en momentos se mezclaba
con el olor del gasoil. Para su estupor, observó como los árboles,
muchos de ellos centenarios, estaban desparramados por el suelo.
Mientras las excavadoras trabajaban sin cesar en medio del estridor
de sus cadenas; unas motosierras pequeñas limpiaban los troncos de
ramas que iban amontonando, otras más grandes talaban por su base
los pinos, abedules, robles... Las grúas cargaban los camiones que
transportaban los troncos hasta la orilla del río. Se acababa el
invierno y tenían que aprovechar la paralización de la sabía para
cortar la arboleda. Sólo en las cumbres se podía ver aún la nieve.
Los gancheros se encargaban de su traslado hasta la serrería a unos
quince kilómetros más abajo. Un manto de troncos que cubría el río
se deslizaba suavemente. Por la maderada caminaban en muchos momentos
los gancheros con sus pértigas de unos dos metros de largo con un
pincho y un gancho en la punta. Guardaban la dirección de los
troncos para que no quedaran atascados: con el pincho empujaban los
troncos y con el gancho los atraían si había que corregir el rumbo.
Sólo los tocones que salían un palmo del
suelo parecían denunciar con sus lágrimas de resina aún
endurecida, que antes hubo un hermoso bosque.
El
capataz, un tipo rudo, de ojos negros y mirada inquisidora, tenía un
parpado caído que casi le cerraba el ojo izquierdo; la nariz ancha y
achatada denotaba su afición al boxeo, con los hombros cuadrados
como un armario y un bigote espeso, gritaba y daba órdenes sin ton
ni son. Escupía incesantemente por entre el hueco del incisivo
central, que perdió en su juventud:
–Vamos holgazanes, quiero ver la ladera más
limpia que una patena.
Centenares de operarios subidos unos en sus
máquinas y otros cargados con motosierras, se afanaban en cumplir
sus órdenes.
Mientras se retiraba, la ardilla, pensaba en
cómo parar aquella masacre que estaban cometiendo y decidió reunir
a los animales para entre todos tomar alguna decisión con la que
parar la destrucción del bosque. Un viento ligero, húmedo, acercaba
unas nubes amenazantes. «Si lloviera intensamente nos podría ayudar
mucho» pensó. Corría de rama en rama, de árbol en árbol, para
avisar a todo el que veía e incitarles a que, a su vez, corrieran la
voz.
Llegado el momento, se concentró en el plano
una cantidad ingente de animales de las mas variadas especies: Lobos,
ciervos, ardillas, conejos, palomas, pájaros, gusanos, osos...
Subida sobre una rama, desde la que divisaba a todos los reunidos, la
ardilla, se dispuso a llamar la atención de todos los animales, que
hablaban entre sí.
–Escuchad. Escuchad. ¡Escuchadme!– Gritó.
Enmudecieron todos sorprendidos. –Sabéis que nos estamos viendo
amenazados con la tala de tanta arboleda. Estamos en serio peligro...
–Pero qué dices– le interrumpió un lobo.
–Para que acaben con el bosque necesitarán muchos, muchos días.
–Eso no significa que no lleguen a acabar
con él– replicó la ardilla, molesta por la interrupción. –Y
deberíamos anticiparnos...
–Y para eso nos hemos reunido aquí–
volvió a interrumpirle el mismo lobo.
–Sí, efectivamente, nos hemos reunido
porque debemos hacer algo para evitar que eso llegue a suceder–. El
comentario de la ardilla fue correspondido con un murmullo de
asentimiento del resto de animales.
–Y qué vais a hacer, ¿ir a darles un
susto, todos juntos? Ja,ja,ja.– Insistió el lobo, despectivo.
La irritación de la ardilla era absoluta, no
podía entender como alguien fuera capaz de despreciar el peligro que
se cernía sobre todos ellos. Pero lejos de demostrarlo, en lugar de
recriminarle utilizó la estrategia de la adulación.
–No se trata de darles un susto, sino de
impedirles que acaben con todos nosotros– replicó la ardilla.
–Vosotros sois fuertes, rápidos y valerosos, podríais conseguir
distraerlos mientras los demás boicoteamos la maquinaria y
herramientas para que no las puedan utilizar– acabó sugiriendo la
ardilla.
–Eso me parece bien– apuntó el lobo,
altanero. –Aunque lo que pretendes no hará más que retrasar su
trabajo. Y, qué sugieres.
–¡Bien!– Susurró la ardilla. –Creo que
sería conveniente que os acercarais a los empleados y al salir
detrás de vosotros, el resto pondríamos piñas y piedras en la
maquinaria de motor y tierra con un poco de resina en las
herramientas de mano, tantas veces como haga falta. Eso, salvo que se
os ocurra algo mejor.
–¡Hum! Bueno no está mal la idea,
partiendo de una ardilla...– aceptó el lobo.
Llegada la tarde cuando estaban en plena faena
los obreros aparecieron los lobos, sigilosos, cual formación militar
dispuestos a atacar, causando el pánico entre los hombres, que
retrocedieron; el capataz los increpó:
–¡Vamos atajo de señoritas! Coged esos
vehículos ligeros y salir tras los lobos y ahuyentarles. O seréis
vosotros quienes corráis con el rabo entre las piernas– para
escupir a continuación.
Momento que aprovecharon el resto de los
animales para llevar a cabo el plan previsto. Introdujeron piñas y
piedras en los tubos de escape de las retro-excavadoras y de la grúa
e impregnaron las herramientas de mano, motosierras, carretillas,
hachas, azadas..., con la tierra y la poca resina de los pinos que
pudieron conseguir. Después de varias escaramuzas en las que los
lobos huían en todas direcciones, los empleados volvieron
satisfechos porque habían hecho desaparecer a las alimañas.
–¡Mierda!– Gritó uno de los obreros al
coger una motosierra, lo que hizo que se giraran sus compañeros.
–¿Qué te pasa, ahora? ¡Maldita sea!– Le
gritó el capataz.
–La motosierra está llena de resina.
–¡Qué asco!– Vociferó otro más allá.
–Ésta también está impregnada de resina.
La azada también. Y la carretilla–,
gritaron al unísono otros dos.
–La excavadora no arranca–. Protestaba el
maquinista mientras lo intentaba incesantemente.
Entre tanto el capataz, rojo de ira, iba de un
lado a otro maldiciendo al tiempo que escupía por el hueco del
diente que le faltaba.
–¡Maldita sea vuestra estampa! No quiero
ver un animal más a un kilómetro a la redonda. Vamos, ¡cabrones!,
a qué esperáis para limpiar las herramientas, no tenemos toda la
tarde.
Otra excavadora, una grúa y dos camiones
tampoco arrancaban, los chóferes se veían incapaces de poner sus
motores en marcha.
–Vosotros, los de los camiones, ¡atajo de
inútiles!, arrancad esos camiones o les vais a empujar con los
cuernos.
Comenzaba a caer la tarde y no habían
conseguido derribar un solo árbol más. Acabada la jornada subieron
los obreros a los camiones para regresar a sus casas, entre los
continuos insultos del capataz. Desde el interior del bosque eran
observados por los animales, que se felicitaban unos a otros porque
habían conseguido que esa tarde no se talaran mas árboles, todos
comentaban felices el caos creado entre los operarios. Cuando se
marcharon los humanos se reunieron en el plano los animales que
llevaban en volandas a la ardilla.
–No ha estado mal, eh– comentó el lobo.
–He de reconocer que has estado brillante. Pero mañana volverán,
y qué haremos entonces– urgió a la ardilla.
–No lo sé– respondió con cierta
desolación. Pero estoy segura que entre todos encontraremos otros
medios de paralizar a las máquinas y las personas. Seguro que tú ya
has pensado alguna cosa al respecto– comentó, de nuevo, en tono
adulador.
–Bien..., bueno, sí, pero he de madurar un
poco más la idea– se excusó el lobo, que se vio en un aprieto
ante el resto de los animales.
A la mañana siguiente, apenas había
despuntado el día, se encontraban los obreros dispuestos a iniciar
la jornada. Los gritos del capataz hicieron que los pájaros
levantaran el vuelo y buscaran unas ramas más seguras. Las
excavadoras y el resto de maquinaria que habían sido cubiertas con
lonas, fueron descubiertas y cada cual cogió la que le correspondía.
Tras varios intentos de arrancar una de las excavadoras, soltó un
pistonazo y expulsó una piña de dentro del tubo de escape.
–¡Malditos animales!– Gritaba como un
energúmeno el capataz. –Revisad los tubos de escape de todos los
vehículos y empecemos a trabajar de una vez. Si aparece un animal
más por aquí quiero su pellejo colgado en la pala de la excavadora,
¡malditos seáis! ¡A trabajar!– Volvió a escupir.
De nuevo aquel ruido infernal volvió a
invadir la paz del lugar. El ir y venir de la maquinaria era
incesante y los gritos e insultos, entre escupitajos del capataz, un
ritual. El cielo amaneció cubierto, unas nubes negras amenazaban
lluvia, y los pájaros se encontraban alborotados. La ardilla se
frotaba las manos ante la posibilidad de que esas lluvias, que seguro
iban a caer, fueran intensas. Los operarios tomaron el trabajo donde
se quedó el día anterior, reprendidos incesantemente por el
capataz. A penas si llevaban una hora de trabajo y comenzó a llover,
para a los pocos minutos tornarse en un agua torrencial que les
obligó a cesar en el trabajo. Los operarios se cubrieron con las
lonas y dejaron las herramientas al lado de los camiones. La ladera
del monte pronto empezó a escupir agua como nunca se había visto.
Una impresionante riada acabó arrastrando las herramientas y las
motosierras, que junto a los troncos de los árboles cortados se
perdieron de vista ante la mirada atónita del capataz, quien subido
a la grúa, maldecía su suerte. Los gancheros que se encontraban en
la orilla del río se protegieron con sus chubasqueros bajo la
arboleda, sobre un pequeño alcor próximo. Mientras observaban como
se zambullían en el río las herramientas, muchas de ellas
destrozadas, junto a troncos y ramas que bajaban volteando velozmente
ladera abajo. No tardó en llegar la crecida del río.
Después de dos días de intensas lluvias
amaneció una mañana espléndida. El sol radiante presagiaba lo peor
para el bosque. Un barrizal enorme y una impresionante crecida del
río se habían aliado con los animales. La ardilla se encontraba
sobre las ramas del pino desde el que se dirigió a sus compañeros
del bosque y no mordisqueaba ninguna piña, con sus pequeñas manos
colocadas sobre el mentón pensaba qué otras medidas de contención
podrían adoptar, pero no se le ocurría ninguna. Al poco tiempo se
percató de que se había llenado el plano y todos los animales, en
silencio, la observaban. Aquello le emocionó.
–¿Qué haremos si vuelven?– Consultó un
gran oso a la ardilla.
–No lo sé– reconoció abatida.
–Si vuelven utilizaremos la misma estrategia
del otro día– propuso el lobo. –Pero en esta ocasión que
sean los osos los primeros en provocarlos.
–No puede ser– dijo la ardilla. –Pero,
sí, es buena idea– alentó al lobo. –Sólo que deberíais ser
vosotros los lobos los primeros en incordiarlos, sois mucho más
rápidos que los osos y los camiones corren mucho y los alcanzarían;
y a continuación ellos, porque los hombres se habrán prevenido y no
abandonarán tan fácil sus utensilios, al menos hasta que vean a los
osos; y el resto iremos inmediatamente después para boicotear las
máquinas y herramientas una vez más. Has tenido una gran idea–
felicitó al lobo, que se enorgullecía al ser correspondido por
todos.
Comenzaron a desperdigarse todos los animales
integrándose de nuevo en el bosque, más lentamente que de
costumbre, comentando entre ellos. La ardilla que permanecía en la
misma rama, observaba con evidente tristeza la marcha de sus
compañeros. Pero de pronto, decidió saltar de rama en rama, bajaba
y volvía a subir a los árboles y de nuevo saltaba por entre las
ramas, el resto de los animales que la vieron, sorprendidos,
decidieron hacer lo que cada cual hacía antes de aparecer los
hombres. La ardilla finalmente subió a la rama más alta de todos
los árboles, desde donde divisaba todo el bosque, y se recreó en el
paisaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario