En el reino de Tragalot, perdido por entre las montañas, había un castillo, sobre una pequeña colina, desde el que se dominaba todo el valle. Un frondoso valle, en el que el suelo siempre estaba teñido de un manto verde, con un gran bosque; en él habitaban toda clase de animales: zorros, lobos, conejos, ardillas, ciervos, junto a una gran cantidad de pájaros. Entre el bosque y el castillo, hacia la izquierda, unas cuantas casas formaban una pequeña aldea. El rey Sinforoso, permitió que se establecieran un grupo de familias gitanas, venidas de la India. A cambio, en las fiestas del reino actuarían como bufones, saltimbanquis o incluso como actores que interpretaban parodias con las que criticaban la vida en la corte. Proveyeron la aldea de huertos en los que se cultivaba toda clase de hortalizas y verduras y una zona de árboles frutales en los que predominaban los manzanos, perales y membrilleros. Dentro de la fortaleza sólo vivían los nativos del reino de Tragalot, pero no por ello tenían prohibida la entrada los gitanos, que vendían sus cosechas a los habitantes de la fortaleza. Los gitanos debían llevar, al menos una vez a la semana, las mejores frutas, hortalizas y verduras al rey; en contrapartida el rey les aseguraba protección en caso de que fueran atacados por ejércitos de fuera.
En la fortaleza había una herrería, regentada por Simeón, que allí vivía; era su única pertenencia. Hombre corpulento, más bien gordo, no muy alto, con una nobleza que rayaba en la ingenuidad. Siempre andaba muy bien afeitado, él se jactaba de que se había hecho un cuchillo especialmente para afeitarse y salvo algún día que aparecía con varios cortes en la cara o el cuello —Simeón lo achacaba a que la noche anterior se había ahogado en vino—, siempre se distinguía de la mayoría que llevaban las barbas sin arreglar. Vestía con un pantalón ceñido abajo de las rodillas y bombacho en la cintura, sujeto con una soga; con una blusa de cordones, siempre desabrochada, si era invierno, o el torso desnudo si era verano, y siempre un delantal con peto de piel de ternero que sólo se quitaba para dormir. Sus brazos eran musculosos y enormes como su cuerpo, y mugrientos. Su cara redonda y sonrosada contrastaba con su cabello oscuro y rizado, casi siempre grasiento. Los ojos de un color marrón claro proyectaban una mirada tranquilizadora. Un olor agrio lo acompañaba donde quisiera que fuera. Por nombramiento real era el verdugo, encargado de ejecutar las sentencias sumarísimas del rey; muy a pesar suyo. El reino sólo se veía alterado por las fiestas y exhibiciones de los gitanos.
No tenía mujer ni hijos de los que preocuparse. Sólo Tin, un cachorro que una tarde, hacía ya varios años, se coló en su herrería era el único ser vivo por el que sería capaz de dar su brazo derecho. A una voz de Simeón, Tin salía por el bosque y siempre aparecía con algún conejo o faisán. Era un excelente cazador a pesar de ser un perro enorme; no se sabía muy bien si labrador o mastín, pero no tenía una raza definida. Todo lo compartía con Tin: comida, charlas, jergón. A veces mantenía largas conversaciones con Tin, que parecía escucharle pacientemente, inmutable, mientras duraba su razonamiento. El último bocado siempre era para Tin, y en el colchón de paja todas las mañanas aparecía el perro mientras Simeón se despertaba en el suelo.
A pesar de ser un reino muy tranquilo, en algunas ocasiones, tuvo que azotar a algún menesteroso por haber quitado alguna fruta u hogaza de pan para comer. En los momentos en que lanzaba el látigo sobre la espalda del acusado, Simeón, cerraba los ojos. En una ocasión fue requerido por el propio rey para que batiera con más energía el látigo porque no llegaba a brotar la sangre en la piel del reo, siendo el hazme reír del populacho. Después se pasaba un par de días que no podía probar bocado, su abatimiento era tal que apenas trabajaba.
Un cierto día un gitano fue condenado a muerte por la corte, por haber matado a un alguacil en una disputa; a medida que se iba acercando el día de la ejecución, Simeón, se sentía peor.
La noche anterior al día señalado para dar muerte al reo, Simeón, fue conducido a la prisión donde se encontraba el gitano. Se sentó en un taburete frente a la celda. El gitano estaba echado sobre un camastro de piedra. Se respiraba un fuerte hedor a inmundicia y las paredes rezumaban agua.
—Hola—, saludó Simeón.
—Hola. ¿Qué has venido por si acaso me escapo?—, le dijo el gitano con ironía.
—No. Parece que es lo que dice la justicia que hay que hacer para estos casos— le respondió.
—Ah. La justicia.
—Escucha, yo no estoy de acuerdo con esto. Creo que ni tú ni yo deberíamos estar aquí…
—No tienes que excusarte conmigo—, le interrumpió. —A mí no me importa, ya no me importa nada, pero al menos hablamos. Si no fueras tú sería cualquier otro—.
—¿Cómo te sientes?
—¿Cómo me puedo sentir?
—Claro, que tonto soy. Perdóname.
—No te preocupes, ya no tengo tiempo para molestarme.
—Ya.
—Creo que tú estas peor que yo.
—Psche. El pueblo está contigo. Dicen que hiciste lo correcto.
—Sí, pero ya ves donde estoy.
—¿Estás seguro que fue el alguacil?
—Y tan seguro. El alguacil se encontró con mi hija en el bosque, que estaba cogiendo piñas. Era una criatura morena, de grandes ojos negros y aún no tenía trece años. La golpeó y violó, abandonándola desnuda, muerta, al menos, eso creyó él. Pero sólo estaba inconsciente. Mi hija le conocía bien, porque en varias ocasiones había intentado besarla—, argumentó el gitano.
—¿Por qué dices que era, si está viva?
—Porque ahora no es más que una sombra de aquella chiquilla alegre, cantarina que nos alegraba los días.
—Tenías que haberle hecho pedazos y habérselos echado a los perros.
—Yo no quería ensañarme con él. Con que no viviera para contarlo para mí era suficiente.
—Ya—. Y añadió a continuación, —parece ser que el Rey no está muy de acuerdo con la sentencia que ha tenido que dictar. Dicen que la dictó por presiones de su corte.
—Habladurías. Si no hubiera estado de acuerdo no la habría dictado. Para eso es el Rey.
—Ya. Pero dicen que como fue el alguacil…
—Por eso murió el alguacil. No te iba a matar a ti, si quien violó a mi hija fue aquel cabrón.
—Naturalmente.
Aquella noche se hizo especialmente larga, parecía no pasar las horas. El gitano estaba muy tranquilo, al menos lo aparentaba. A veces se sumía en los más impenetrables silencios, sin que Simeón se atreviera a molestarle, y otras le hablaba de las cosas más mundanas. Incluso alguna vez se reía. Amarga risa, decía él. En otros momentos se sentaba sobre el camastro. En un par de ocasiones se cubrió la cara con sus manos, a Simeón le pareció escuchar algún sollozo; pero enseguida mostraba su entereza.
—¿Por qué me miras así?— le preguntó Simeón.
Hacía ya un rato que le contemplaba sin parpadear, con una mirada tímida y esperanzadora a la vez.
—Porque creo que necesitas relajarte. No te tomaré en cuenta que separes mi cabeza del cuerpo—, dijo el gitano en tono condescendiente.
—No hables así, por favor. Se me descompone el cuerpo de pensarlo.
—Lo siento. Sólo quería animarte.
—Sabes. Yo nunca he matado a nadie y…, si pudiera salir corriendo lo haría.
—No debes martirizarte, Simeón, tú tienes que cumplir con tu trabajo. Nadie te reprochará nada.
—Gracias, gitano. Todavía no sé como te llamas—, preguntó con voz trémula.
—Lorenzo.
El alba comenzaba a romper la noche. Una ligera claridad comenzaba a vislumbrarse y, Lorenzo, el gitano, seguía mostrando una entereza que para sí hubiera querido su verdugo. Se abrió la puerta del final de aquel lúgubre pasillo, iluminado por una sola antorcha y se acercaron varios soldados de la guardia del Rey, el alcalde y el reverendo, que intentó confesar al gitano, rehusando éste. Simeón seguía a la comitiva con el gesto demacrado. Llegado el momento, se encontraban sobre el patíbulo, el reo encapuchado con la cabeza apoyada sobre un tronco de madera y Simeón con un hacha enorme, fabricada por él mismo, secundados por el capitán de la guardia del rey, el reverendo y el alcalde que se encontraban en una esquina. Simeón sudaba abundantemente, sentía los músculos flácidos y tenía las piernas temblorosas. Un griterío enorme llenaba toda la plazuela, la mayoría en contra de la ejecución; algún que otro ávido de sangre incitaba a Simeón que movía la cabeza con desasosiego. La mujer y los hijos del reo al pie del patíbulo lloraban desconsoladamente, al tiempo que pedían clemencia. A la orden de ejecución, Simeón, asestó un golpe de hacha que tronó en toda la plaza como un día de tormenta. Un tumulto de risas siguieron al golpe. Simeón abrió los ojos despavorido y vio que había seccionado la capucha y el cabello del interfecto, dejando al aire el cuero cabelludo. El rey se cubría la boca con su mano derecha, al tiempo que sustituyó a Simeón como verdugo del reino.
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