POCATRIPA
Un vehículo se detiene en la bifurcación de
las calles del Mar y Llull, en el barrio del Besós-Maresme, de
Barcelona. Del coche descienden dos policías, uno de ellos de
uniforme y se adentran en la calle del Mar. A mitad de manzana se
detienen sobre el número 126, iban a tocar el timbre cuando se abrió
la puerta de la cancela y salió una señora mayor aprovechando éstos
para entrar y llegar al segundo piso. Sonaron el timbre.
–¿Qué se les ofrece?– Preguntó sécamante
con un tercio de cerveza en la mano.
–¿Es usted Roberto Morcillo, “Pocatripa”?–
Consultó el policía que vestía sin uniforme.
–Sí. Así me llaman.
–Yo soy el comisario Martín Franco y él mi
ayudante, Antonio Amado. ¿Podemos pasar?– Solicitó el comisario.
–¿Para qué? ¿Qué quieren?
–Simplemente hablar con usted y aquí en el
rellano puede resultar más llamativo para sus vecinos.
–Está bien, pasen– aceptó con cierto
desdén, al tiempo que se restregaba varias veces la palma de la mano
por la cara hasta la oreja.
Un fuerte olor a putrefacto les hizo pasarse el
reverso de la mano por la nariz a los dos policías, que se miraron.
Sortearon un par de cajas que había en el suelo para acceder hasta
el salón. Pocatripa se recostó en el sofá, un sofá desvencijado,
su tapizado de flores de muchos tamaños y colores estaba desgastado
y los asientos y posa-brazos mugrientos, cada movimiento que hacía
le sacaba de sus casillas. Era el epicentro de la decoración del
salón. Unas cortinas raídas, una pequeña mesa, en la que no cabía
un papel y dos sillas dispersas en la sala acompañaban al sofá;
junto a una lámpara dorada que colgaba del techo, exagonal, con los
cristales serigrafiados en colores diversos que salía del centro de
un rombo de escayola. Las paredes estaban forradas con papel pintado,
en alguna de ellas desgarrados. Una vieja televisión emitía un
programa para niños. Hacía tiempo que vivía solo. Roberto Morcillo
el “Pocatripa”, bebía pequeños sorbos de cerveza. Era grueso,
llevaba una camiseta manchada en la parte de la barriga. De pelo
negro, rizado, ojos también negros, pequeños, y unas facciones
duras, tanto como su mirada. Una barba negra como el tizón, sin
afeitar de varios días completaba su imagen.
–Roberto, estamos de visita rutinaria. Como
usted sabrá hace dos días se cometió un crimen horrendo en la
orilla del río, asesinaron a un comerciante al que mutilaron
salvájemente, y queríamos saber si usted oyó algo o vio algo,
alguna cosa que llamara su atención.
–No. No vi nada. No estaba aquí hace dos
noches– contestó impasible mientras se frotaba la cara con la
palma de la mano.
–Y, ¿dónde estaba usted?– Volvió a
preguntar el comisario, mientras el otro tomaba notas.
–Estaba visitando a mi madre.
–Parece ser que anteayer se vio movimiento en
la casa– le insinuó.
–Pues ya sabe usted más que yo– respondió
echando un sorbo de cerveza.
–No se aleje de la ciudad, podríamos
necesitarle de nuevo– sugirió el policía. –Ah, por cierto, se
encontró un encendedor del club Tifani's junto al cadáver. ¿No irá
usted por allí...?
–¡Qué idiota quien lo hiciera!– Susurró.
–Sólo voy por el club cuando me apetece. Y no fumo– le recalcó
al comisario, entretanto les abría la puerta y se frotaba una vez
más la cara.
Cuando se introdujeron en el coche policial,
Amado le comentó a su superior la respuesta del sospechoso: “No
estuve aquí hace dos noches”, cuando no le había dicho en ningún
momento si fue de día o de noche el asesinato, asintiendo el
comisario. Le aseguró que iban a ponerle vigilancia las veinticuatro
horas.
A la mañana siguiente, Jordi Puig, joven
policía, nuevo en la brigada de homicidios se apostó frente al
portal de Roberto Morcillo el “Pocatripa”. Presentaba pinta de
harapiento, desgarbado, sin afeitar. Llamó al comisario Martín
Franco para comunicarle que el “Pocatripa” se hallaba en el
circuito de Montmeló, se encontraba en el Pit Line debidamente
acreditado. A requerimiento del comisario, le informó que no le
había visto hablar con nadie, simplemente paseaba observando los
boxes, los coches y nada más.
Un ruido ensordecedor dificultaba la
conversación. No tardó en comenzar la carrera que se preveía
interesante, comentaban algunos de los asistentes de los equipos. La
carrera iba transcurriendo con diferentes alternativas en la cabeza.
Fue a partir de la mitad de la carrera cuando comenzó el griterío,
la histeria más bien del público asistente ante las acometidas del
coche que iba en segundo lugar por adelantar al primero. En varias
ocasiones intentó adelantamientos suicidas, pero cuando parecía que
conseguiría adelantarle aflojaba la marcha para volver a intentarlo
con más riesgo que la vez anterior. Aquello enardecía al público.
Un gesto con la mano de degüello, por parte de Pocatripa, que estaba
apoyado sobre el muro que les separaba de la pista, alertó al
policía. En la curva que seguía a la recta de tribuna le tomó el
interior al que le precedía y con un giro de volante lo tocó en la
parte trasera. El coche del líder volteó como una peonza y se
incendió. Un clamor en las gradas hizo temer lo peor. Los operarios
del circuito rociaron el coche siniestrado con sus extintores. Por
fortuna el piloto salió ileso entre una nube de espuma.
Los mismos asistentes de los equipos que antes
de la carrera se regocijaban porque prometía ser interesante, ahora
se lamentaban de lo ocurrido, justificando: nadie
se podía atrever a meterse con la chica del “Tuercas”. Jordi
Puig, que estaba siguiendo al sospechoso, vio el rostro de
satisfacción de “Pocatripa”, al tiempo que se retiraba del Pit
Line. Arrojó su acreditación al suelo. Puig la recogió y la metió
en un bolsillo de su chaqueta y volvió a seguir sus pasos.
Acabada la jornada de trabajo, el andrajoso
policía se dirigió a casa de su novia. En el camino pasó por un
supermercado del barrio y la vio en la caja pagando algunas cosas que
había comprado. Tras un saludo cargado de indiferencia intentó
darle un beso, que ésta rehusó descaradamente. La irritación del
joven se desató.
–¿Qué quieres? No soy yo quien organiza el
trabajo en comisaría. No tengo más remedio que acatar las órdenes
que me dan–, alzó la voz, ante la indiferencia de ella. –No te
entiendo. ¿Quieres que me vaya?...
–¿No me entiendes? ¿No me entiendes?,
dices. ¡Eres un gilipollas, Jordi!–, le interrumpió casi
histérica.
–No. No te entiendo.
–Llevo cuatro días sin verte, siquiera una
llamada de teléfono, no te has dignado en llamarme por teléfono,
para decirme que no ibas a venir. Sólo para eso. Eres don ocupado.
Sólo tú tienes vida, la de los demás no importa; ni vida social ni
familiar, nada, no tenemos derecho a reclamar nada, únicamente a
acatar lo que el señor quiera... ¡Pues estoy hasta los huevos!
–Cómo te he decir que no puedo hacer lo que
yo quiera. He de hacer lo que me dicen– trataba de justificarse de
nuevo. –Y habla bien, que hay niños.
Un grupo de clientes se arremolinó en torno de
la pareja. En primera fila una niña rubia con el pelo rizado,
saboreando una piruleta, no les quitaba ojo.
–¡Lo siento!, pequeña– se disculpó ella
con la niña con cierta ternura, que hizo una mueca de sonrisa. Se
dirigió de nuevo a su novio: –Hoy era el cumpleaños de mi
sobrino. Su cuarto cumpleaños. Sabes lo que te quiere y..., nos
esperaban esta noche para cenar...
–Lo siento– le interrumpió. –Se me había
olvidado por completo. Pero el cumpleaños todavía es. Vamos, llama
a tu hermana. No quiero decepcionar a ese crío, por nada en el
mundo. Sabes que le quiero con toda mi alma.
–Sí, ya se ha visto– le reprochó una vez
más.
–¡Vamos! Llama a tu hermana. No pierdas más
tiempo.
La niña, que continuaba expectante, cogió la
mano de la muchacha y tiró de ella para llamar su atención.
–Deberías perdonarle. Los hombres se olvidan
de todo. Mi mamá siempre le recuerda a mi papá lo que ha de hacer.
Y cuando se enfadan el que está más enfadado da un beso al otro y
se les pasa– le dijo la pequeña.
–Seguramente tengas razón, amor. A los
hombres no se les puede exigir mucho más– aceptó, besándola
cariñosamente en la mejilla.
–¡Gracias, guapa!– Le dijo él, al tiempo
que la besaba también.
Marcharon rápidamente hacia casa de la
hermana. El pequeño se echó en los brazos de sus tíos y recibió
el regalo, que abrió con ansiedad. La sorpresa fue mayúscula: el
equipaje completo del Español, que admiró con verdadera devoción.
Ya estaban finalizando los entrantes y en nada se dispusieron a
servir la cena. Un suculento manjar sobre la mesa que todos devoraban
con avidez. Al poco, una llamada de teléfono en el móvil del
policía, hizo saltar todas las alarmas. El rostro de su novia era un
poema, mientras escuchaba, atónita, las respuestas de él. Un tenso
silencio se mantuvo mientras habló por el móvil. Anunció que debía
marchar urgentemente.
–¡Vete a hacer gárgaras!– susurró ella.
–Ha habido una fuga en la Modelo– Jordi se
saltó las normas.
Cuando llegó a la cárcel ya había desplegado
un gran dispositivo policial, hubo de identificarse tres veces antes
de presentarse al comisario.
–Debían tenerlo todo bien planeado–
comenzó a decir el comisario Franco. –Están investigando
cómo ha podido salir en un camión de la lavandería o en el furgón
que trae las medicinas, al parecer no cabe otra posibilidad.
–¡Comisario!, le llamó un policía que se
acercaba velózmente. –Han identificado al copiloto del coche que
recogió al recluso dos calles más allá: Roberto Morcillo el
“Pocatripa”.
–¡No me jodas!– Protestó.
–El conductor debía ser el “Tuercas”–
intercedió el policía Puig. –Le vi a Pocatripa, en el circuito,
hacerle un gesto de degüello justo antes de provocar el accidente.
–Y cómo sabes que le llaman el “Tuercas”–
se interesó el comisario.
–Porque unos asistentes de los equipos, lo
comentaron: no hay quien se meta con la chica del “Tuercas”.
–Está bien, averiguad quien es ese tal
“Tuercas”; a ver si mientras tanto les para algún control.
Los fugados conducían dirección a la frontera
por la A-7, disertando sobre la fuga y la carrera de la mañana del
domingo.
La policía ya conocía la identidad del
“Tuercas” y también que entre otras propiedades, disponía de
una masía en la zona de Besalú, en la provincia de Gerona. Un
destacamento de la guardia civil se desplazaba para el lugar. Casi
llegaron al mismo tiempo, lo que les permitió ver el dispositivo
policial antes de que se instalara. Más de diez coches patrullas les
precedían a corta distancia, por lo que tomaron un camino de tierra
que salía por la derecha. Según el “Tuercas” se introducía en
el macizo montañoso de los Pirineos y les llevaba hasta Beuda.
La noticia había sido difundida por radio y
televisión y todas las poblaciones se encontraban en alerta. En
Besalú ya había un control de la Guardia Civil a la entrada de la
población.
Mientras se dirigían en el mismo coche el
comisario Franco y los policías Amado y Puig, iba maldiciendo el
comisario al policía que le tocó el turno de noche vigilando a
“Pocatripa”, porque no había avisado de sus movimientos. Los
otros dos acompañantes no se atrevían a pronunciarse, sabían de
las malas pulgas que tenía el comisario cuando algo salía mal y
máxime si era de tanta trascendencia y ponía en entredicho al
cuerpo. Siempre les advertía a los guardias bajo sus órdenes que
primero había que salvaguardar la integridad personal y después la
del cuerpo de la Policía Nacional.
A pocos kilómetros de Besalú, una llamada de
teléfono al comisario le puso tenso.
–Ya es nuestro– se limitó a decir.
–¿Qué sucede comisario?– Preguntó Puig.
–La huellas del encendedor son de
“Pocatripa”.
–Ahora hay que encontrarlo– intercedió
Amado.
–No lo dudes Amado, no lo dudes. Más pronto
que tarde lo tendremos delante de nuestras narices, ya lo verás.
–Comisario, “Pocatripa” dijo que no
fumaba y en su casa había olores a todo menos a tabaco– apuntó
Amado.
–No me jodas, Amado... Cuando menos debe
saber a quien pertenece el encendedor. Aunque hay varias huellas de
distintas personas. Podrían haber cometido el crimen varias personas
y fumar los otros.
–Sí, podría ser. También podría ser que
le hubiera dado el encendedor a otro–intercedió Puig.
–Puig… Claro que podría ser, pero tiene
más posibilidades de que él, al menos, estuviera en el lugar del
crimen.
–Si usted lo dice...– susurró Puig.
–¿Qué dices?
–¿Las otras huellas no han sido
identificadas?– Consultó Amado, para desviar la atención.
–Aún no.
–Si yo fuera ellos tomaría este camino, no
iría a mi casa porque nos estarían esperando– dijo Puig a Amado
al ver un camino de tierra que salía por la derecha.
– Podrías tener razón. Pero, ¿y si han
llegado antes que la Guardia Civil?– Intervino el comisario.
–De todas formas yo no iría a mi casa,
comisario.
Llegaron a la entrada de Besalú, se detuvieron
en el primer control, tras presentarse, fueron informados que por
allí no habían pasado y del dispositivo de la finca del “Tuercas”,
también estaban confirmando que tampoco se habían acercado.
–Han debido tomar el camino de tierra que hay
justo antes de llegar al pueblo– decía el comisario, dando
puñetazos en el techo del coche patrulla.
–¿Dónde lleva el camino de tierra que hay
justo antes de llegar al pueblo?– Urgió al sargento de la Guardia
Civil que comandaba la patrulla del control de carretera.
–A Beuda.
–Ordene que alerten al puesto de Beuda y que
se pongan en marcha inmediatamente. Deme un coche patrulla que nos
acompañe vamos a tomar el camino, e informe de que vamos para allá,
que otros coches salgan de allí a nuestro encuentro– le ordenó
tajante.
Después de media hora de viaje se cruzaron con
otros dos coches patrullas que venían en dirección contraria. Tras
un cambio de impresiones con los guardias civiles que llegaron,
decidieron continuar en dirección a Beuda. Una llamada a los
guardias del otro coche les puso en aviso de que hay un coche
abandonado unos quince kilómetros más abajo, por lo que invierten
el sentido; ya había una patrulla esperándoles para indicarles por
dónde debían tomar que se unieron a ellos.
El coche que habían utilizado en la fuga
estaba abandonado, con las puertas abiertas; tras un inspección
visual se percataron de que había restos de cocaína en el asiento
trasero. Cerca había un masía rodeada de pinos, abetos..., y un
espléndido jardín sobre todo de plantas medicinales: Milenramas,
castaños de indias, ajenjos, Boj, achicorias y otras tantas, delante
de la puerta, a la que se dirigieron. Un humo que salía por la
chimenea delataba que se acercaba la hora del desayuno e impregnaba
el ambiente un agradable aroma que aún abría más el apetito. Antes
de llegar a la puerta del caserón salieron a recibirles un
matrimonio de mediana edad, que atropelladamente trataban de decirles
que les habían robado una furgoneta que tenían delante de la casa.
El comisario Franco tuvo que tranquilizar a la pareja y pedirles que
le explicaran con detenimiento qué era lo que había sucedido. Una
vez relatado todo lo acontecido, tomados los datos de la furgoneta
robada, y convencidos de que eran los tres fugitivos, pusieron en
alerta a la comandancia, iniciando la búsqueda por nuevos parajes
que llevaban igualmente a los Pirineos, pero algo más al Este.
Después de dos días de intensa búsqueda,
encontraron la furgoneta junto a un arroyo en pleno macizo pirenaico,
en una zona de frondosa vegetación y una humedad que calaba los
huesos, próximo al camping de Albanya y el río La Muga, a pocos
kilómetros de la frontera con Francia. Un gran despliegue de la
Guardia Civil, sin precedentes en la zona, dio como resultado a la
mañana siguiente que habían cercado a los fugitivos en unos
peñascos a tres kilómetros de la frontera francesa. Un intenso
tiroteo acabó con la detención de dos de los fugitivos: Roberto
Morcillo “Pocatripa” y el “Tuercas”, del otro comentaron que
había cruzado la frontera, aunque no tenía muchas posibilidades de
ser cierto. De las fuerzas del orden sólo Jordi Puig resultó herido
leve.
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