Un aspirante a escritor
se devanaba los sesos tratando de conciliar el estilo, el ritmo, el
tiempo y la acción en las escenas en las que se desenvolvían los
personajes. Su torpeza le hacía rectificar y en el peor de los casos
rehacer sus historias. Ardua tarea que generalmente no conseguía,
pero su insistencia empezaba a resultar insultante.
Muchas veces le decían:
—¡Ay! Si para todo
hubieras sido igual de perseverante.
Ante esos comentarios se
encogía de hombros y seguía adelante, ni con más ni con menos
tenacidad, si no con la misma. Sus escenas, las que recreaba, no se
las creía él mismo. ¡Ah! Pero un buen día escribió casi
inconscientemente: cuando leyó el
texto, se dijo: «¡Ahora sí! Esto puede ser el principio de una
gran historia». Su cabeza lisa como una sandía y
con algo de pelo en los costados brillaba, o creía él que
brillaba, por fuera, claro; y sus ojos saltones, a pesar de que no se
veía, parecían iluminar los folios, en este caso la pantalla del
ordenador, que iba acumulando líneas y líneas de cosas coherentes.
Pasaba tantas horas delante del ordenador que en muchos momentos le
insinuaban:
—¡Estás loco! ¡Vas
a salir maestro!
Él esquivaba el sentido
peyorativo de algunos comentarios mal intencionados,
y se infundía ánimo, que para eso no necesitaba a nadie: besaba
tres veces la estampa de Santa Rita que siempre le acompañaba y
continuaba con su cometido. En alguna ocasión se miraba al espejo y
trataba de adivinar en su mirada qué propósitos tenía, cuál era
su objetivo, a qué aspiraba… Algunas mañanas sólo pretendía
escribir y matar así una ansiedad, otras aparecía un aire de
grandeza que, obviamente, se desvanecía en el mismo instante en el
que aparecía. Otras mañanas, las más, su mirada se expresaba
dubitativa, inexpresiva, no decía nada. Pero cuando esto sucedía,
se lavaba la cara y no volvía a mirarse en el espejo.
Una
vez acabada su obra, al cabo de mucho tiempo, le animaron los amigos
y la envió a uno de los tantos concursos literarios, lo que puso en
conocimiento de unos cuantos. Él trataba de convencer a los demás
de que no había posibilidades, pero en su interior permanecía un
atisbo de esperanza, quizá más bien de ensueño. Pasaba el tiempo y
su pensamiento no se apartaba de su obra, del concurso, de los
amigos. A medida que se acercaba la fecha de emitir el fallo del
jurado, él,
estaba más nervioso. Abría su correo electrónico repetidas veces,
hasta dejarlo abierto todo el día. Dormía mal, se despertaba varias
veces en la noche, lo que le tenía durante el día más irascible.
Apenas si se comunicaba con los amigos, y con la familia casi no
intercambiaba comentarios más que en las comidas, que hacía de
forma frugal, y pronto se volvía a aislar en su mundo. Se habían
acabado sus paseos matutinos, apenas si salía a la calle. Pasaba
todo el tiempo encerrado en su despacho con la única compañía de
su ordenador. Se sentía en la más absoluta soledad, ni si quiera
sus personajes le acompañaban, se sentía incapaz de escribir una
sola línea. Pasaba horas y horas contemplando la pantalla de aquel
ordenador que parecía hartarse de estar inactivo y se engullía la
luz, quedándose la pantalla en
negro. Cuando conseguía escribir alguna cosa, la borraba
inmediatamente, le producía aversión. Su ánimo se había
resquebrajado ostensiblemente, y su cara pálida tomó un color entre
blanquecino y azulado. La mirada perdida, sus ojos hundidos y
empequeñecidos, y en sus manos enjutas resaltaban las venas. Trataba
de refugiarse en la lectura de alguno de los libros que tenía por
leer, pero se desesperaba igualmente, era incapaz de seguir el hilo
de la trama, no recordaba los nombres de los personajes, ni dónde se
desarrollaba la acción. Se sentía incapaz de concentrarse, si
quiera en la lectura, que había sido su pasión, su forma de vida;
no tenía más pensamiento que para su obra. Su familia,
sobrecogida, veía con preocupación el deterioro físico que
padecía; pero sobre todo les angustiaba mucho más su estado
emocional, —le habían oído sollozar en varias ocasiones en su
soledad, en el despacho— hasta el punto de proponerse que le viera
su médico.
Un
buen día abrió su correo electrónico y vio un mensaje extraño
para él, al leerlo sus ojos se abrieron como platos, su rictus
malsano se tornó en jovial y volvió el color a su rostro, aquel
bendito mensaje que ansiaba, decía:
Estimado
señor:
Su obra ha sido seleccionada como finalista en el XVII
concurso de narrativa del Valle Perdido. Es por ello que se le invita
a asistir a la divulgación del fallo del jurado y posterior entrega
de premios de dicho concurso el día 24 de diciembre próximo. Para
lo cual le ha sido reservada una habitación doble en el hotel Ris,
de dicha población.
Unos
días antes la organización del XVII Concurso de Narrativa del Valle
Perdido, se pondrá en contacto con usted para concretar lo relativo
a su traslado y posterior alojamiento.
¡Enhora
buena! Reciba un afectuoso saludo.
Salió
del despacho como alma que lleva el diablo, apenas si podía hablar,
un extraño sonido gutural sobresaltó a su familia que veía su
programa favorito en la televisión. Les conminó a ver aquel mensaje
que acababa de abrir y se dirigieron todos al despacho, donde su hija
dio lectura en voz alta al mencionado mensaje. Sirvió de regocijo y
celebraron más el cambio experimentado repentinamente por aquel
demacrado aspirante a escritor que por la noticia en sí.
En
los días sucesivos comenzó a organizar el viaje. Propuso a su mujer
ir a visitar la zona, las poblaciones importantes que les cogieran de
camino, para lo cual deberían hacer el viaje en su
coche. La mujer le recriminaba que hiciera planes tan pronto, sin
saber si quiera si la organización del concurso le propondría algún
medio de transporte alternativo, a lo que él refunfuñaba como un
niño. Volvieron las ideas y de nuevo llenaba páginas y páginas en
el ordenador, aquel demacrado aspecto había pasado a la historia.
Pasaban los días y no recibía ni mensajes ni llamada alguna como le
anunció la organización del concurso literario. A falta de siete
días de la fecha de la entrega de premios, no sabía aún que debía
hacer. «Se habrán olvidado», se consolaba así mismo.
Viendo
los amigos que volvía otra vez a obsesionarse, decidieron pasarle un
nuevo mensaje para acabar con la ilusión de aquel pobre escritor.
Estimado
señor:
Con
relación a nuestro anterior correo electrónico emitido, ponemos en
su conocimiento que, el Jurado ha decidido declarar desierto el XVII
Concurso de Narrativa del Valle Perdido. Por tanto, y debido al
excesivo coste del acto de fallo del jurado y proclamación de
ganador, éste, ha quedado desconvocado. Si bien, en breves fechas
recibirá, por este mismo medio, certificado de haber sido su obra
una de las finalistas del mencionado Concurso, para lo que usted
tenga menester.
Con
nuestra más incondicional gratitud, le expresamos nuestra
consideración más personal.
No
salía de su asombro ante la lectura del mensaje, que parecía
volvería a helar la sangre en sus venas. Cuando lo leyó a su mujer,
ésta quiso animarle:
—Bueno,
no pasa nada. En otra ocasión será.
—No
habrá otra ocasión. No voy a escribir más.
—A
sí me gusta. Que acabes de un plumazo por lo que has
estado luchando toda tu vida.
—Pero,
¿no lo entiendes? Eso es que han desestimado invitarnos porque el
ganador es otro u otra.
—Bien.
Y qué. Si fuera como tú dices te lo habrían dicho con claridad.
Cómo van a decirte que el acto no se celebra y después aparecer en
los medios de comunicación que se ha otorgado el premio a fulanito
de tal.
—Qué
sabrás tú.
—Además.
Míralo por el lado positivo. Te van a enviar un certificado
reconociendo que tu obra ha sido finalista. Certificado que podrás
presentar donde tú quieras.
—Sí,
en eso tienes razón.
—Y
tú, sigue escribiendo. Qué ibas a hacer si no. ¿Fastidiarme los
programas que me gustan por ver tú el deporte? Tú dices cosas muy
bonitas en lo que escribes que a mucha gente le gustan. Escribe,
escribe.
—Sí. Creo que tienes razón. No por esto voy a dejar de escribir.
Que por otra parte lo necesito.
—Pues
claro.
Continuó
escribiendo, pero no con la ansiedad de antes. Ahora alternaba la
escritura y la lectura con grandes paseos, en los que meditaba a
conciencia, y los encuentros con los amigos en una cafetería próxima
a su casa.
—¿Cómo
pudiste tragarte lo del mensaje del XVII Concurso de Narrativa del
Valle Perdido?
—¿Qué
quieres decir? ¡Malditos hijos de puta! No me jodas que todo ha sido
cosa vuestra—.
—Estabas
hecho una mierda, ¡tío! Teníamos que hacer algo para sacarte del
pozo en el que te habías metido…
—¡Pedazo
de cabrones! Claro, ahora comprendo que hubieran cancelado el acto de
proclamación de ganador y
que hubieran declarado el concurso desierto. ¡Qué tonto soy!
—No,
muy listo no eres. Aunque escribe aceptablemente — le dijo otro de
los amigos.
—Sabrás
tú mucho si escribo bien o no, si no has leído una sola página de
lo que he escrito—.
—Bueno,
pero me lo cuentan.
—Nunca
creí que iba a estar tan agradecido a una pandilla de hijos de puta.
Esta ronda la pago yo.
—Y
las otras, no te jode.
—A
cuenta del éxito obtenido — propuso otro de ellos.
Y
todos rieron con ganas.
—¡Qué
cabrones!
Continuaron
disertando entre bromas, quedando lo de los mensajes como una
anécdota divertida.
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