—¡Hola!
¡Buenas tardes!
—Buenas
tardes. “Usté” dirá—, respondió un muchacho con un mono
azul, sin mangas.
—Por
favor. Necesito que me llene el depósito de gasolina.
—Señora,
es autoservicio… Pero es igual, se lo llenaré yo. Me ha ”caío”
usté bien.
—Gracias.
Muy amable.
—No
es “amabilidá”, señora, Es que ahora no tengo mucho jaleo. Si
hubiera más coches no podría servirle yo la gasolina, tendría que
haberse “servio” usté.
—De
todas formas, muchas gracias. Aunque por aquí no parece que pasen
muchos coches…
—No
crea. Según la hora. En las horas que van y vienen del trabajo si
hay más movimiento.
—Se
lo decía porque tiene usted dos surtidores y parecen bastante
viejos.
—Lo
son, lo son. Del año 67. Yo no había nacio “niaún”. Y a lo
mejor usté tampoco.
—Ya
quisiera yo. Yo nací dos años antes.
—Entonces
¿cuántos años tiene usté?
—Pues
si estamos en el 2005, calcule usted.
—Yo
es que de cabeza, me cuesta un poco. Bueno, no sé. Tendría que
coger un “boli” y aquí no tengo.
—Tengo
cuarenta años.
—Está
usté nerviosa. Pare de moverse un poco. Le va a dar algo.
—Es
que tengo prisa, no estoy nerviosa—, le dijo al muchacho mientras
movía la cabeza con gesto de resignación.
—Va
un poco lento, pero es muy exacto, ¿sabe usté? Y, ¿A dónde va
usté por estos parajes? Porque usté no ha “venio” por aquí
nunca.
—No.
Es la primera vez que vengo. Me han dicho que por esta carretera
llego a Carrerizo de la Sierra. ¿Sabe usted dónde está?
—Donde
Cristo perdió la boina, señora. ¿A qué puede ir una mujer como
usté a un pueblucho como ése? Señora no me hable de usté, que me
hace un viejo.
—Está
bien. ¿Le queda mucho al surtidor? Llevas una mancha negra en la
barbilla, donde el hoyuelo.
—¡Toma!
Si estuviera haciendo pasteles me mancharía de merengue. Son
“ganjes” del oficio, señora.
—Eres
muy simpático. ¿Cómo te llamas?
—Pedro.
¿Y usté?
—Edurne.
—Edurne.
¿Qué nombre es ese?
—Significa,
nieve, pureza, blancura. Me puedes decir por dónde debo ir para
llegar a Carrerizo.
—¿A
Carrerizo del Río o de la Sierra?
—¡Carai!
¿Es que hay dos Carrerizos?
—Claro,
señora Edurne. Carrerizo del Río y Carrerizo de la Sierra.
—Carrerizo
de la Sierra.
—Pues
es muy fácil, señora…
—Por
favor, tutéame. No me digas más veces señora.
—¡Vale!
¡Vale! Ve como sí que está nerviosa, bueno, estás nerviosa—,
enfatizó. —Mi jefe dice que no hable mucho con los clientes. Pero
es como yo le digo: es que los gatos no me contestan—, le dijo
mientras la máquina hizo un ronroneo.
—¿Se
ha estropeado el surtidor?
—No.
Qué va. Eso es el freno de la máquina. Lo hace cuando se para—,
comentó, al tiempo que colgaba la manguera al costado del surtidor.
—Qué
te debo, Pedro.
—Pues,
veinticinco euros.
—Toma.
—Aquí
no tengo cambio de cincuenta. Vamos a la oficina. ¿No quieres nada
de la tienda?— Le sugirió, al tiempo que se encaminaban hacia
ella. —Pasa Edurne.
—Gracias—.
Se detuvo al darse de bruces con la puerta de cristal que no se
abrió.
—Espera.
Es que esta puerta hay que empentarla no se abre ella sola—, le
dijo al tiempo que empujaba la hoja de la puerta y entraba él
delante.
—Venga.
Dame una botella de agua—, le pidió complaciente.
—No
quieres una cervecita, Edurne, te convido yo. Es que me has “caío”
bien, sabes. Hasta dentro de una hora larga, no viene por aquí ni
Dios, y ya lo he “limpiao” todo.
—Vamos
a tomar una cervecita.
—¿Cuala
quieres. Mahou, San Miguel, Amstel?
—¿Qué
más dará? Una. La que tú quieras.
—Pues
la Cruz Campo, que me gusta a mí.
—Me
vas a decir por donde he de ir a Carrerizo de la Sierra.
—Pues
claro. Pero que prisas tienes. Edurne tómate la cerveza y después
te lo digo, mujer. Si es muy fácil. Y, ¿tú de que trabajas?
—De
profesora en la Universidad.
—¡Anda,
mi madre! Ya decía yo que te veía muy “refiná”. Yo soy un poco
burro, sabes. Pero no engaño a nadie. Hace calor, eh—, dijo el
muchacho pasándose un pañuelo lleno de grasa que sacó del
bolsillo.
—Sí.
Hace mucho calor, ya es medio día—, admitió, moviéndose la blusa
de atrás a delante, lo que provocó que se le desabrochara el botón
y quedara el pecho casi al descubierto.
—¡Vaya!
Edurne qué tetas.
—Disculpa
Pedro. Se me ha desabrochado el botón de la blusa…
—No,
no. Si tú estás “disculpá”. Pero que no hace falta que te lo
abroches, si tienes calor, a mí no me importa. Mira yo también me
desabrocho—, se bajó la cremallera del mono y quedo parte del
pecho al aire.
—Apenas
tienes pelo en el pecho.
—Pues
tú aún tienes menos que yo.
Edurne
se abrió la blusa como en un acto reflejo y se miró el canalillo,
comprobando que efectivamente no tenía pelo, como si no conociera su
cuerpo.
—Ves
como no tienes pelos—, al tiempo que le pasó la palma de la mano
por el centro del pecho.
—¡Pedro!
—No
hagas caso Edurne, si eso no es “na”. Mira toca tú—, y se
abrió el mono todo lo que pudo.
—Estás
sudoroso, Pedro—, le dijo pasándole la mano por el pecho, de un
lado a otro.
—Y
más que voy a sudar.
—¡Anda!,
tonto.
—Que
si Edurne. Que me estoy poniendo burrucho. Es que a mí nunca me ha
“tocao” una mujer tan guapa como tú.
—No
me lo creo. Eres un chico muy apuesto y muy simpático—, Edurne
notó, para su sorpresa, que se sentía excitada.
—Con
la Jero, sólo, pero na. Ven—, le dijo abriendo la puerta del
almacén.
—Oye,
igual viene alguien.
—Aquí.
Ni Dios, no te lo digo yo—, al mismo tiempo que le cogía el pecho
con la mano.
—Espera
un momento—, se desabrochó la blusa completamente y se sacó el
faldón de entre la falda estrecha que le marcaba las caderas.
—Vaya
un cuerpo tienes—, le decía Pedro, mientras besaba sus pechos.
—Pedro,
lo que tienes ahí—, le echó la mano a la bragueta.
—Todo
pa ti—, al tiempo que intentaba subirle la falda, pero le fue
imposible.
—Espera—,
se desabrochó la falda por atrás y la dejó caer al suelo con
movimientos ligeros de las piernas. Ya iba a quitarse la braguita
minúscula que llevaba.
—Déjame
a mí—, apenas descubierto su pubis se lanzó ávido, como águila
en pos de su presa y le introdujo la lengua. —Espera, espera, yo te
la quito—, Edurne se inclinaba para bajar más la braguita con algo
de precipitación.
—Déjame
ahora a mí, Pedro—, le dijo Edurne jadeante, que se atracó de
Pedro en la boca.
—¡Joer!
¡Joer!— Pedro no acertaba a decir nada más.
—Échate
sobre la mesa—, la había cubierto con el papel de una bobina.
Edurne
jadeaba mientras el muchacho ponía todo su empeño en las
acometidas. Pedro no cesaba de mirar el cuerpo desnudo de Edurne. Y
le asombraba los jadeos de ella, que casi llegaban a alaridos. Así
estuvieron forcejeando durante más de diez minutos.
Sus
cuerpos empapados quedaron inmóviles, y la respiración agitada.
Cruzaron miradas cómplices…
—Ves
como iba a sudar mucho más—, le dijo Pedro, al poco de reponerse.
—Ahora ponte a trabajar. De buena gana echaba un sueño.
—A
mí también me gustaría echar un sueño, Pedro. ¿Hay toalla en el
baño?
—Sí.
En
ese momento en la cara de Pedro se reflejó una gran decepción:
sobre la mesa en la que se echó Edurne, sobresalía, entre el papel
roto, una llave inglesa. Pedro se miró su miembro incrédulo, para
cruzar una mirada después con ella.
—Voy
a lavarme y quitarme el sudor—, comentó Edurne con una amplía
sonrisa pícara y le pasó la mano por la mejilla. —No te
preocupes.
—Edurne,
me tiemblan las piernas, pero lo haría otra vez.
—¡Otra
vez! No puede ser… ¿Me vas a decir ahora por dónde ir a Carrerizo
de la Sierra?
—Claro.
Sigue esta carretera y te meterás dentro del pueblo, pero estate
atenta porque si no, te saldrás.
—He
de seguir esta carretera…, y ¿ya está?
—Pues
claro. Ya te había dicho que era muy fácil, Edurne.
—Gracias,
Pedro—, y le dio un beso.
—Cuando
vuelvas, te convido a otra cerveza—, le dijo socarrón.
—No
sé, Pedro, si volveré por aquí.
—Sí.
Sí. Volverás por aquí.
—¿Es
que no hay otra carretera?
—Para
volver a la Universidá no.
—Bueno,
si no hay gente igual te veo cuando vuelva.
Apenas
había pasado la hora de la siesta, cuando llegó Edurne de regreso a
la gasolinera.
—Hola
Pedro. Qué calor hace. Tú estás bien, ahí sentado.
—Ahora
no se puede andar por afuera. ¿Quieres una cerveza, o un refresco?
—No.
Después—, le contestó Edurne abriendo la puerta del almacén.
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