CAPÍTULO X
Hacía un buen rato
que había amanecido y Sissé aún se desperezaba en la cama.
Maharafa echada a su lado, dormía sobre las sábanas revueltas, que
olían a cuerpos sudados y a semen. Sissé recreó la vista sobre
aquel cuerpo desnudo, de carne tersa y contorno suntuoso.
«Espléndida», concluyó. Observaba con lascivia aquellas curvas
sinuosas, la perfección de su espalda hasta las nalgas prominentes.
Desvió la mirada hacia el espejo del armario que tenía en frente,
en el que se veía a los dos cuerpos inmóviles. Sus pechos con gotas
de transpiración brillaban ante los reflejos de una lámpara de luz
tenue. Contemplaba con deleite aquella piel tersa, de ébano, que se
deslizaba por el vientre para finalizar entre los muslos, y sus
piernas largas, algo separadas que dejaban entrever parte de su sexo
todavía húmedo. Pensó que era un hombre afortunado.
Maharafa se despertó
y vio a Sissé que con la cabeza levantada, apoyada sobre su mano, la
contemplaba. Se giró hacia él y tras una sonrisa casi forzada le
besó los labios.
–I ni sogoma–
le dijo Sissé con aquella sonrisa seductora.
–I ni sogoma–
contestó Maharafa.
Maharafa se
incorporó y cubrió su cuerpo con un “bou-bou” de tul
labrado, de color azul pastel con flores del mismo color en tonos más
oscuros, por la que dejaba entrever de forma sutil su silueta
desnuda. Invitó a Sissé a levantarse, a lo que éste correspondió,
obedeciendo sumiso. Tomaron el baño juntos continuando con sus
juegos sexuales. Maharafa preparó unas frutas y leche para
desayunar, dieron buena cuenta del desayuno y después de recoger los
utensilios utilizados, salieron para mostrar a Sissé la ciudad.
Maharafa le sirvió
de guía contándole la historia, costumbres, vida social y política,
de Mopti. Según se encontraban con diferentes etnias le explicaba a
Sissé las distintas costumbres, lenguas y señas de identidad que
tenían: Bozo, Peul, Dogon, Songhai, Bellah, Tuareg... Maharafa se
deleitaba con la narración de los pormenores de cada uno de los
pueblos, que casi todos ellos utilizaban la lengua bamana para
entenderse entre sí. Se acercaron a las casas más antiguas de Mopti
construidas en los siglos XIV y XV, todas ellas de barro, en las que
resaltaban los muros atravesados por estacas que sobresalían de las
fachadas y servían de contrafuertes, distintas y más austeras que
las casas de construcción más moderna de estilo colonial.
Observaron a unos pastores de cebúes indicándole ella que eran de
la etnia Bellah. Otros, algo más alejados pastoreaban vacas y
cabras, –son de la etnia Peul–, le dijo, aclarándole que se
distinguían de los anteriores por el sombrero de forma cónica que
llevaban sobre sus cabezas.
Se acercaron a los
astilleros donde en varios talleres artesanos de construcción de
pinazas sus obreros trabajaban entre cánticos y golpes de martillos.
Aquella era una tradición ancestral que iba sucediéndose en el
tiempo, generación tras generación. Había varias pinazas de
colores vivos y diferentes que estaban siendo reparadas, algunas
otras finalizando su construcción. Se construían manualmente. Bajo
un techado de tela, al lado de las pinazas, tenían un pilar de
largos tablones de madera de caïceldrat, con los que
modelaban cuidadosamente los cascos de las embarcaciones.
–Únicamente
utilizan cinceles, martillos, sierras, tenazas y grandes clavos, que
previamente los han hechos, también, manualmente, los herreros– le
informó Maharafa. —Una vez finalizada se encarga un calafateador
de impermeabilizar la madera con estopa y brea, con gran cuidado,
para a continuación pintar, también, a mano, el casco con colores
diversos. Así hasta proceder a realizar la botadura de la
embarcación.
Poco más allá de
los astilleros había unos cuantos hombres discutiendo de forma
airada, tras ellos, un grupo de unos ocho o diez, de pie,
expectantes. Todos estaban ataviados con calzones anchos, “Caftanes”
sujetos en la cintura o sueltos y “chèche” hechos de una
banda de tela rodeando sus cabezas de forma peculiar, del que
destacaba el “Litham”, de distinto color que utilizaban
desde que eran adultos para cubrirse el rostro, y por otra parte,
también les distinguía socialmente. Tras ellos una cantidad ingente
de placas de sal, bien apiladas, dispuestas para ser cargadas en
pinazas o camiones según fuera su destino. Al momento dejaron la
discusión, se dieron un efusivo apretón de manos y comenzaron a
hablar más distendidos.
–Ya se han puesto
de acuerdo en el precio de la sal–, le dijo a Sissé, al tiempo que
pasaban delante del grupo. –Son Tuareg. Traen la sal del oasis de
Bilma, o del de Fachi, en Níger. Seguramente habrán hecho un
intercambio de sal por mijo y por otras varias cosas que necesiten
llevar de vuelta— añadió. –Transitan a través del desierto con
cientos de camellos caminando, meciéndose sobre la arena en la
inmensidad del desierto sin hacer ruido. La caravana avanza bajo un
sol que quema desde arriba y desde abajo, con la mirada puesta en un
horizonte que es siempre igual. Hay un proverbio Tuareg que dice: “O
ves el horizonte bajo tus pies o nunca dejará de alejarse”.
Pertenecen a la “azalai”, la única superviviente de las
grandes caravanas que durante más de dos milenios han atravesado el
Sahara de norte a sur y de este a oeste permitiendo a sus habitantes
comerciar e intercambiar productos. Cada vez se transporta más con
camiones y eso va diezmando la cantidad de expediciones que organizan
y la cantidad de camellos que las componen. La mayoría de las
caravanas parten del macizo del Aïr, a unos trescientos kilómetros
al norte de Agadez. A partir de allí se adentran en la nada más
absoluta, en el desierto del Tènerè, para recorrer seiscientos
kilómetros hasta las minas de Bilma. Sólo existen dos puntos de
avituallamiento de agua: los pozos del Árbol del Tènerè, donde un
poste metálico recuerda que allí hubo una solitaria acacia que
creció en la arena, era el único árbol a cuatrocientos kilómetros
a la redonda que un camionero libio partió al estrellarse contra él;
y el oasis de Fachi. Cuatro meses de viaje, entre ir y volver por
tierras inhóspitas.
Sissé estuvo
escuchando a Maharafa con suma atención, le estaba ampliando los
escasos conocimientos que él poseía sobre el pueblo Tuareg y sus
caravanas. Al mismo tiempo, le creó cierta inquietud, por un momento
sintió pánico ante la travesía que tenía que hacer del desierto.
No imaginaba que pudiera ser tan duro y peligroso.
–Hay una leyenda
que dice que los barrancos de Bilma cantan y que su melodía
atraviesa el desierto para guiar las caravanas. No es más que el
viento que choca contra las paredes del acantilado de Kaouar y emite
un silbido. Los “tubu”, habitantes del oasis, mantienen
viva esa leyenda.— Le aclaró Maharafa. –Los Tuareg pertenecen al
grupo de los bereberes que habitan en el norte de África y en la
antigüedad recibían el nombre de libios por parte de griegos y
romanos, como consecuencia de la invasión árabe del siglo VII al
XI. Los Tuareg se refugiaron en los macizos centrales del desierto
conservando la lengua original “el tamasheq” y la antigua
escritura “tifinagh”. Los artesanos Tuareg están
influenciados por una tradición islámica en la que dominan los
motivos decorativos geométricos: la cruz, el damero, la red de
rombos, el triángulo equilátero, las puntas de flecha
estilizadas...— Concluyó Maharafa.
–¿Cómo conoces
tanto a este pueblo?
–Porque de siempre
me ha apasionado. Bueno de siempre no. Desde que me casé. Mi marido
trataba mucho con ellos y él despertó mi interés. Yo hablo
tamasheq.
–Ya te oí hablar
con los del campamento a orillas del río, donde nos invitaron a
tomar el té tan amablemente.
–Ah, sí. Es
cierto. Es muy fácil, a poco que te lo propongas. Yo acompañé en
varias ocasiones a mi marido a Tombouctou y hablaba con las mujeres.
Al principio se reían de mí pero al poco ya empezamos a mantener
unas conversaciones algo fluidas.
En su caminar por la
ciudad le seguía haciendo referencia de todo aquello que se
presentaba ante sus ojos.
–Mopti tiene
infinidad de canales y zonas inundables y está situada sobre tres
islas unidas entre sí mediante dos puentes de ladrillo rojo y adobe
que seguramente podrán tener más de doscientos años– le dijo.
La mayoría de las
calles, muchas de ellas de arena desértica –también las había
asfaltadas– tenían acequias abiertas en los flancos de las vías
en las que depositaban toda clase de desechos, permaneciendo de forma
constante un hedor repugnante. Por ello habían instalado carteles
indicadores de buenas costumbres, que le señaló Maharafa, incitando
la curiosidad de Sissé, en los que se veía una persona depositando
los desechos en la acequia y otro al lado los depositaba sobre un
cubo junto a la misma acequia. Alrededor de la zona portuaria, se
entremezclaban aquellos olores de despojos, con los de “jege
wusu”, “jege jalan”, “jege kene” y ”jege
jirannen”, y el lodo putrefacto de la orilla del río, por lo
que resultaba, un aire irrespirable. Alcanzaron Le Marché des
Souvenirs en el que se extendían distintos puestos de productos
dispares, todos dispuestos para la venta o el transporte. Una
algarabía ensordecedora y repetitiva les acompañó durante su paseo
por el mercado. Por otra parte, no dejaba de ser una característica
de las negociaciones de las transacciones entre unos y otros.
–No suelo venir
por aquí—. Le aclaró, Maharafa, al tiempo que escudriñaba todo
lo que había a su alrededor, –salvo que precise alguna cosa en
concreto suelo servirme en le Marché Ottawa. Me molesta la forma en
que miran a una mujer que camina sola.
Sissé se colocó
tras ella para sortear un grupo de personas que les llegaba de
frente, para situarse rápidamente a su altura, de nuevo.
–Podemos ir a
algún otro lado si te apetece— le sugirió mirándola a la cara.
–No. Ahora no voy
sola–, le dijo insinuante. –En algún momento hasta a mí me
resulta extraña alguna de las situaciones que se dan. ¡Es curioso!
–Pues a mí me
gusta lo que estamos viendo hasta ahora. Me parece normal—, Admitió
Sissé con una sonrisa.
Maharafa vestía un
“caftán” de multitud de colores, tocada su cabeza con el
Hiyab convencional de color crema que hacía resaltar su tez
negra y lúcida, unos pantalones ceñidos en los tobillos y unas
babuchas de piel de cabra marrón, con pespuntes en crudo que le
permitían caminar con comodidad. Pasaron delante de un puesto en el
que se ofertaba ropa únicamente, tenían expuestos varios tipos de
prendas: Hiyab, Jilyab, Caftán, chilabas...,
con una gran gama de colores y modelos diferentes: lisos, bordados,
estampados. Se aproximó Sissé y compró un “jilyab” de
seda verde pastel, con bordados característicos en oro. Lo regaló a
Maharafa que estaba a su lado y ésta se lo colocó sobre la cabeza,
sustituyendo el que llevaba. Le cubría el cuello y los brazos, hasta
la cintura, realzando aún más su extraordinaria belleza.
–No tenías por
qué comprar nada...
–Es lo menos que
podía hacer.
–Muchas gracias,
Sissé. Es muy bonito.
–Te queda muy
bien.
–Gracias, de
nuevo– le dijo Maharafa con una leve sonrisa.
De tanto en tanto,
se perdían en conversaciones banales, insustanciales, comentando
aquello que ocurría en su entorno, estando unas veces de acuerdo y
otras discrepando sin ningún énfasis. Esas conversaciones se
entremezclaban con silencios prolongados mientras deambulaban por
L’Avenue de L’Independance, observando, cada cual, aquello que
llamaba su atención. Llegaron a la Gran Mezquita, de estilo sudanés.
Su construcción estaba compuesta por varias naves comunicadas entre
sí. Su fachada la formaba un módulo central en el que se encontraba
la puerta principal de entrada. Una gran puerta abovedada, coronada
por tres columnas impresionantes, rematadas por sendos pináculos.
Dos módulos más, uno a cada costado del central en el que
resaltaban grandes muros opacos, en los que destacaban únicamente
las traviesas de madera que sobresalían de ellos y servían de
sostén de los propios muros. Estos módulos estaban igualmente
coronados por columnas más pequeñas finalizadas por otros tantos
pináculos de tamaños más reducidos. La Gran Mezquita, llamada de
Komoguel, fue construida entre 1933 y 1935. Antes que esta, en
el mismo lugar se encontraba ubicada la anterior de 1908. Medía
treinta y un metros de largo por diecisiete metros de ancho.
A su regreso al
pasar de nuevo por le Marché des Souvenirs. Se acercaron a un puesto
Tuareg de orfebrería y tras el riguroso regateo compró Maharafa una
Cruz Tuareg, de plata, en forma de rombo con un círculo superior.
Rodeando los costados del rombo una franja labrada y en el centro una
piedra de cornalina tallada, de color rojo-anaranjado. El vendedor le
colocó un cordón trenzado de piel de cebú a requerimiento de
Maharafa, que la regaló a Sissé. Quedó éste sorprendido,
negándose a aceptarlo, para admitirlo después ante la insistencia
de ella, que se lo abrochó colgándolo a su cuello.
–Espero que te
acompañe a lo largo de tu vida, Sissé– al tiempo que le besó en
la mejilla con cariño.
Entre comentarios
jocosos llegaron a L'Avenue Mobita Keita y giraron a la izquierda
alcanzando le Boulevard de le Fleuve para regresar a casa de
Maharafa. Ya se había alcanzado el mediodía y el sol se había
tornado tórrido, haciendo un calor insoportable, asfixiante. Una
calima que persistía durante toda la mañana sobre Mopti, diluía un
tanto la visión a distancia y daba sensación de más calor.
Sissé observaba la
gran sala donde se encontraban sentados sobre unas grandes almohadas.
Estaba circundada por diversas columnas y arcos abovedados de mármol,
formando un cuadrado, característicos del estilo árabe. Habían dos
grandes tapices sobre sendas paredes, una frente a la otra. Desde la
posición que ocupaban parecían como enmarcados entre columnas,
aunque había una distancia de unos dos metros desde las propias
columnas hasta las paredes que ocupaban los tapices. Eran una
representación de alguna batalla histórica de los sarracenos. Unos
velos de tul de distintos colores colgaban sobre el lado derecho de
Sissé, cubriendo el acceso a un gran salón, por medio de un arco
secundado por un arimez a cada lado y cubierto por un albízer de
azulejos característicos, en el que se adivinaban gran cantidad de
libros perfectamente colocados sobre una librería de madera torneada
de caïceldrat. Maharafa le invitó a pasar a la sala. Una
gran mesa a juego, sobre el centro de la sala sostenía un par de
libros y al lado una lámpara de sobremesa característica. Sobre sus
cabezas, colgaba del techo una gran lámpara, también, de estilo
árabe, con gran cantidad de cristales de diferentes colores,
rematados por perfiles dorados. Maharafa estuvo callada, viendo como
Sissé escudriñaba la sala.
—Mi esposo era un
amante acérrimo de todo lo relacionado con el mundo árabe, su
cultura, su historia, su arquitectura, su religión, sus gentes en
sus diferentes etnias, sus costumbres. Él creció aquí, era
agregado comercial y su padre fue diplomático— se decidió a
informar a Sissé, que asintió repetidas veces.
—Sí, eso se
comprende viendo tu casa— asintiendo de nuevo.
—Es cierto. Ya mi
suegro decoró la casa mezclando el estilo Luis XV y el árabe, pero
después mi marido casi lo transformó todo, sólo dejó algunos
muebles en las habitaciones y la biblioteca, sobre todo, de los que
trajo su padre de Francia, el resto ya ves que es árabe.
—Eh. Pues a mí me
gusta.
—A mí también,
Sissé.
–Maharafa, ¿cómo
es que entraste a formar parte de la Asociación para ayudar a las
mujeres contra la ablación? Tú tienes una posición cómoda, ¿para
que complicarte la vida?
–A raíz de la
muerte de mi marido. Me encontré extremadamente desolada, perdida,
sin saber que sería de mí, no porque no tuviera medios para
subsistir –mi esposo me había declarado heredera universal de
todos sus bienes–, pero sí en el aspecto anímico. Tenía
veintitrés años y viuda. El dolor más grande que yo he sufrido en
mi vida ha sido el no darle un hijo, precisamente porque murió
cuando me practicaron la cesárea porque yo no podía tener un parto
normal, debido a mi mutilación– dijo con retintín. –Bueno eso
es lo que yo he pensado siempre, aunque me dijeron que el niño ya
venía muerto y por eso tuvieron que hacer la cesárea algo antes de
tiempo. Eso fue seis meses antes de su muerte, que sucedió cuando
todavía no me había restablecido de aquel golpe. Iba superándolo
gracias al cariño y calor que él me brindó siempre, desde el
primer momento. Yo me encontraba afligida, más por él que por mí.
Mi esposo había puesto una enorme ilusión en el nacimiento del
niño...– Después de un ligero carraspeo continuó. –Un día
salió de viaje hacia Tombouctou y una vez allí se adentraron en el
desierto para visitar un poblado Tuareg. Él viajaba de copiloto y
tras una gran duna el “4 x 4” se hundió en la arena, mientras
intentaban sacar el todoterreno aparecieron un grupo de Tuareg que se
brindaron a ayudarles para asesinarlos una vez estaban confiados. Yo
creí que mi vida se había acabado, ya no tenía sentido, deseaba
con todas mis fuerzas la muerte. Una amiga que colaboraba
estrechamente con la Asociación me llevó en varias ocasiones para
realizar alguna gestión –no me dejaba sola un momento— y empecé
a conocer casos dramáticos de ablación, de violaciones criminales,
de secuestros... Después de varias visitas a la asociación, cuando
me encontraba en casa, a solas, ya no me ocupaba todo el tiempo el
recuerdo de mi marido, empecé a compartirlo con los distintos casos
que iba conociendo en la asociación. Cada vez sentía más empatía
con todas aquellas mujeres que sufrían. En mi mente se instalaban
por más tiempo sus casos, sin llegar a olvidar a mi esposo, es
cierto, pero ya no ocupaba tanto tiempo, al contrario, cada vez
menos. Estas últimas experiencias que yo iba teniendo en la
asociación, unidas a las que adquirí en el hospital me marcaron muy
profundamente y me juré y perjuré de que mi futuro estaría ligado
estrechamente, lo más estrechamente que pudiera con la asociación.
Los recuerdos de mi marido quedaron para mis momentos de intimidad—.
Y añadió con los ojos cristalinos, –cuando me encontraba en el
hospital convaleciente, ingresó una joven con dieciocho años, era
su cuarto parto y su cuarta cesárea. Tenía una cara de adulta que
no correspondía a su edad: podía aparentar sobre los treinta años
perfectamente o quizá más. Padecía la mutilación genital más
severa, como yo. Ella había sido violada por su propio esposo.
Murieron los dos, su bebé y ella. Todo este cúmulo de
circunstancias me acabó de convencer: lucharía lo que pudiera para
evitar en el futuro casos como los que habíamos sufrido aquella
joven y yo misma. Mi futuro estaría ligado, definitivamente, a la
asociación A.M.S.O.P.T., y así fue como decidí enrolarme en esto.
Un carraspeo cortó
el relato de Maharafa.
–¡Vamos!— Dijo
Maharafa. —Sissé ha llegado la hora de tu partida—. Ambos se
levantaron y tras coger él su dugutaampalan, más pesado que
otras veces –Maharafa la había llenado de abundantes provisiones—
salieron de su casa.
Se colocó el jilyab
de seda verde pastel, con bordados en oro que le regaló Sissé.
Atravesaron el jardín, que éste rastreó una vez más, fue hasta el
arriate y cortó una rosa blanca y la entregó a Maharafa, que la
olió con mimo. Giraron a la izquierda tomando le Boulevard de le
Fleuve, en sentido hacia el puerto, bordeando la orilla del Río
Bani, por el que navegaban algunas pinazas. Les resultaba agradable
caminar bajo la arboleda, el sol ya no quemaba; pero el suelo dónde
no alcanzaba la sombra sí, desprendiendo un calor sofocante todavía.
Caminaban despacio, como si ambos desearan que no acabara ese
momento, que no llegara la hora de embarcar. Maharafa de cuando en
cuando olía la rosa.
–No te había
imaginado con un hijo...
–No. No. No llegue
a tenerlo, murió por la complicación que ya te he comentado al
hacerme la cesárea, advirtiéndome con anterioridad que no podían
darme garantías de que todo saliera bien. Bueno es a lo que yo me
aferro, te repito. Pero de todas formas aquello me afectó mucho. A
mi mente acude muchas veces ese recuerdo... Y, ¿por qué no me
habías imaginado a mí con un hijo?
Un silencio casi
solemne se hizo de momento, mientras pensaba Sissé en qué respuesta
darle. Maharafa estaba algo emocionada.
–No sé. Creo que
desde que te vi en Sègou me formé un concepto equivocado...
–¿Qué concepto?–
Interrogó sarcástica.
–Bueno, quería
decir, que te vi. muy altiva, muy joven... No era el tipo de madre
que yo tenía en mi cabeza.
–Espero no haberte
decepcionado.
–Sabes que no.
Todo lo contrario. Me hubiera gustado conocerte mucho antes.
–No me digas que
habrías competido con mi marido.
–No. No me refería
a eso. Entre otras cosas yo no habría tenido ninguna posibilidad.
–No te subestimes.
Eres una gran persona y un gran hombre, capaz de hacer feliz a
cualquier mujer– le dijo mirándole a los ojos.
–Muchas gracias,
Maharafa.
–Espero que no
tengas ningún problema en el resto del viaje, pero si así fuera, no
dudes en llamarme, haré todo lo que esté en mis manos para
ayudarte–, cambió de tema. Para ello se proporcionaron sus
respectivos números telefónicos. –De todas formas te repito, si
quieres quedarte en mi casa, aún estás a tiempo...
–¿Tú aceptarías
que viviese en tu casa? –Preguntó Sissé.
Y tras una pausa,
sin dejar de mirarle a los ojos, respondió con voz entrecortada:
–Quizá será
mejor que te marches. No creo que pudiéramos mantener una relación
duradera.
–Muchas gracias,
otra vez, Maharafa, sabes que he de seguir mi camino. Antes o después
lo haría–. Se ajustó innecesariamente el dugutaampalan en
el hombro, en un acto reflejo, porque ya se la había colocado al
salir de su casa. –Ahora tiene más peso del habitual.
–Te he puesto
dátiles, unos cacahuetes, un trozo de queso, pescado ahumado y algún
higo, para que te acuerdes de mí. Pero un hombre como tú no tendrá
problemas para transportar el dugutaampalan— añadió.
Una sonrisa de ambos
cerró el comentario, al tiempo que Maharafa se le cogió del brazo a
Sissé.
Alcanzaron la zona
portuaria tras quince minutos de caminar calmo. En el Sumare estaban
ultimando los preparativos para zarpar. Había acabado el mercado y
un ingente número de personas iban y venían incesantemente,
mezclándose trabajadores del puerto con pasajeros, que en ocasiones
debían esquivarse para no tropezar unos con otros. Le recalcó
repetidas veces que tuviera mucho cuidado.
–A la menor
dificultad llámame– le volvió a insistir.
–Te agradezco de
corazón todo lo que has hecho por mí, estoy en deuda contigo. No te
podré olvidar jamás. Maharafa te llevaré siempre en mi corazón.
Si todo va bien, cuando vuelva de Francia pasaré a verte– le
prometió.
–Yo te lo
agradeceré.
Maharafa le dio un
beso en la mejilla y se abrazaron.
–Viaja en el mismo
lugar que lo hemos hecho hasta aquí, no tendrás ningún problema.
El capitán está al corriente de todo. Lleva mucho cuidado y está
muy atento a todo lo que sucede a tu alrededor, que no te sorprendan,
Sissé—. Le recalcó una vez más. –¡Ah! Y lucha por la
abolición de la Mutilación Genital Femenina allá donde te
encuentres, lucha por mantener vivos esos valores y acuérdate de mí.
–Está segura que
nunca te podré olvidar.
Se despidieron con
verdadero afecto, con un largo abrazo, besándose varias veces en las
mejillas. Ambos tenían un nudo en la garganta, deslizaron sus dedos
lentamente por sus manos entrelazadas, mirándose fijamente a los
ojos, manifestándose en silencio un cariño contenido. Sissé la
atrajo hacia sí y le acercó los labios para besarle sutilmente en
la boca, al tiempo que la abrazaba, a lo que ella correspondió con
la misma sutileza. La emoción comenzaba a ahogar las palabras. Se
deshicieron del abrazo y Sissé sin volverse subió al buque.
Maharafa permaneció
inmóvil viendo como se alejaba aquel joven que había llenado su
corazón aquellos tres días y por el que estaba sintiendo algo
especial, que sólo experimentó con su esposo. Se había enamorado
de aquel chico nueve años más joven. Una parte de ella se resistía
a enamorarse. «No es más que un acaloramiento pasajero, que pronto
concluirá, apenas desaparezca de tu vida», se decía. Sin embargo,
había otra parte en su interior que se empeñaba en el derecho que
tenía a ser feliz y a hacer feliz, y por qué no podía ser con
Sissé. Aquellos pensamientos comenzaban a atormentarla, hasta el
punto de pensar en correr a su lado y abandonarse a su suerte. Una
fuerte ansiedad le corría por todo su cuerpo que se negaba a
controlar. Aquella fuerza interior era muy superior a su efímera
resistencia a enamorarse, como se prometiera a la muerte de su
esposo. Sissé se apostó en el mismo banco de proa que viajara con
Maharafa, como le había indicado, en donde dejó apoyado el
dugutaampalan sobre el respaldo y se acercó a babor
apoyándose en el pasamano, desde donde divisaba el puerto, el arco
de entrada a la ciudad, el monolito y el gran parque. Maharafa
permanecía inmóvil en el lugar donde la dejara Sissé, al que
saludó alzando el brazo, siendo correspondida de igual forma. Al
poco tiempo un sonar de sirena previno a los pasajeros de la leva del
barco. Subieron la escalera metálica con celeridad y la fijaron
sobre el costado del buque. Varios empleados del puerto soltaban las
amarras de proa y popa. Se apartaba el Sumare con lentitud del muelle
a lo que Sissé no prestaba la más mínima atención. Estaba sumido
en saludar a Maharafa con énfasis, que se pasaba la mano por el
jilyab, y a la que gritaba intentando decirle algo que ella era
incapaz de oír. Entre tanto un multitudinario agitar de brazos tanto
de tierra como desde la nave ultimaban las despedidas, haciendo ellos
lo mismo. La emoción embargaba a Maharafa a la que escaparon unas
lágrimas que evitó enjugarse para que Sissé no apreciara su
desolación. Otro sonar prolongado de sirena y el barco inició su
navegar, aumentando poco a poco la velocidad de crucero que seguía
siendo lenta. Maharafa continuaba inmóvil observando como el buque
alcanzaba la bocana del puerto para girar a estribor en busca del río
Níger, antes de desaparecer.
Se habían situado
algo retirados de él, un señor de mediana edad y un joven ataviados
con sendas chilabas de color blanco, y tocados, ambos, por un
turbante voluminoso, blanco igualmente, del que se desposeyeron. Se
arrodillaron a barlovento, encarándose hacia la Meca e iniciaron los
rezos. Se sentaron sobre sus talones, las palmas de la mano mirando
al cielo e inclinándose después hasta tocar la frente en el suelo
del barco. Entretanto continuaba Sissé mirando hacia el embarcadero,
donde estaba anteriormente abarloado el Sumare, sin poder distinguir
a Maharafa, que se había diluido entre el poco gentío que todavía
permanecía en el puerto contemplando la marcha del barco.
Sissé observó con
indiferencia a los dos musulmanes que rezaban; a pesar de profesar la
misma religión, aunque con bastante escepticismo. El fundamentalismo
musulmán no había calado en él, como no tenía arraigo en el
pueblo maliense, que sin embargo, poseía una riqueza espiritual muy
fuerte. Estaba impregnado de una profunda religiosidad, como casi
todos los pueblos africanos; pero aún demasiado influenciado por la
religión animista, profesada desde antaño. Su creencia estribaba en
la existencia simultánea de varios mundos diferentes; pero al mismo
tiempo ligados entre sí: el primero era el que le rodeaba, la
realidad visible, palpable, que se componía de seres vivos,
personas, animales y plantas, y de objetos inanimados como las
piedras, el aire, el agua, sobre todo el agua. El segundo era el de
los antepasados, de los que habían muerto antes que ellos, aunque
por cercanía en el tiempo, no parecían haber muerto de forma
definitiva. En sentido metafísico seguían vivos y parecía que
participaban de la vida real, influyendo en ella y hasta moldeando su
desarrollo, provocando los acontecimientos, tanto buenos como malos,
positivos como negativos. Por tanto, el estar bien con los
antepasados se convertía en una condición indispensable para tener
una vida feliz. Si bien la inmensa mayoría era de religión
musulmana, era un pueblo que no había abandonado sus atávicas
creencias animistas, por lo que le daban una importancia suprema a
los espíritus de sus antepasados y lo demostraban portando algún
bàgan de éstos, que les protegía.
«En Sikasso casi
nadie tiene la costumbre de rezar como estos árabes», pensó. Ante
cualquier dificultad sus plegarias iban dirigidas a sus difuntos por
medio del jefe del clan. Se regían estos clanes sobre unas normas de
relevantes consecuencias: un hombre y una mujer de un mismo clan no
podían mantener relaciones sexuales entre ellos. Caería sobre el
clan un sin fin de desgracias, porque era considerado un delito muy
grave que provocaría la cólera de los espíritus de los
antepasados. Todo clan tenía un jefe electo por los miembros que lo
formaban. El famma era el nexo de unión entre las dos partes
inseparables del clan: los antepasados y los vivos. El recuerdo de su
mò-kè le llegó con una imagen nítida, cuando les impartía las
clases de iniciación, así como las leyendas de los antepasados del
pueblo bamana. De la riqueza que había en la tierra, que no había
más que trabajarla para comprobarlo, siempre le repetía lo mismo.
Las asambleas de la comuna: cómo el abuelo era respetado…
Recordaba con añoranza a su abuelo, cuando repetía tantas veces
aquel proverbio bamana: “La realidad es aquella, que cuando
dejas de creer en ella, no desaparece”. Se echó mano al pecho
para tocar con sus dedos su “bàgan” y se percató que no
era el que quería tocar, «se lo regalé a Aicha», recordó, al
advertir que el que lleva colgado al cuello era la Cruz Tuareg, que
le regalara Maharafa, con la piedra de cornalina.
Volvió a asaltarle
el recuerdo de Aicha, a la que no había llamado todavía. «¿Qué
será de Aicha?» Pensó. Deambulaban por su mente pensamientos
dispares, de un lado aquellos que le incitaban a la tranquilidad:
«Aicha está bien, sólo que no ha podido soportar verte marchar»,
como le dijo Maharafa. De otro, aquellos que le producían
desasosiego: «Aicha no ha soportado que la abandones y de ahí que
no haya llegado para despedirte. Si tú no la quieres lo suficiente
para quedarte, renuncia a ti y quizá esté con Sekou», se decía
así mismo. Le atormentaban los segundos pensamientos que le
producían inquietud. Se propuso llamarla más entrada la noche.
Continuó apoyado en el pasamano del barco contemplando los parajes,
entre contrastes de luces y sombras que se sucedían a lo largo de la
orilla del río Bani. Estaban casi en la confluencia con el Níger,
sobre un gran estuario formado por el desaguadero del Bani y el curso
del Níger. En ese instante se incorporaron los dos musulmanes que
estaban rezando, provocando que Sissé se girara, dedicándoles una
mirada indiferente; el más adulto con una barba recia pintando
canas, le miró con cierto desdén y ambos le saludaron.
–¡Salam Malecum!
–¡Malecum Salam!—
Respondió Sissé. Haciendo una inclinación con la cabeza.
Se sentó en el
banco, tomó su dugutaampalan del que sacó unas frutas y las
comió con avidez. Una hermosa puesta de sol se unió al bello
espectáculo del estuario entre el Níger y el Bani, sus aguas
enrojecidas, lo que le hizo recordar la fábula de las siete plagas
que contó Maharafa, cuando Aarón golpeó con su vara las aguas del
Nilo y se convirtieron en sangre, «Habrá estado aquí ese Aarón»,
ironizó Sissé. Las aguas de los dos ríos contrastaban con tonos
diferentes.
Se dejó caer en una
de las hamacas y sacó el teléfono del interior de la mochila y
llamó a Aicha. La incertidumbre le provocó cierto nerviosismo.
Tras varios tonos
sin recibir respuesta, paró el teléfono. Después de unos momentos
de duda, volvió a llamar a Aicha. Una vez más el tono insistente
del móvil le anunciaba que no recibiría respuesta. Eso le inquietó.
Recostado en la hamaca con gesto serio trató de encontrar una
explicación a la falta de respuesta de Aicha.
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