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domingo, 4 de mayo de 2014

SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso.



                                           Capítulo II




Sissé salió de Kinyan a mediodía y se encaminó hacia Fana. La tierra del camino quemaba al salpicarle sobre las piernas con cada paso. Decidió caminar por fuera de la carretera, entre las acacias y karités de frondoso ramaje, en una fosca intermitente que mitigaba el calor que comenzaba a ser insoportable. El sol parecía emanar fuego en las horas centrales del día y se detuvo bajo la sombra de un gran karité hasta que pasara esos momentos de más calor: el “tilegan”. Aquella era una zona rica en vegetación y karités gigantescos, algunos con más de doce metros de altura, con troncos tan gruesos que le resultaba imposible rodearlos con sus brazos. De ellos prendían unos frutos: como  almendras gigantes cubiertas por una fina vaina de un color marrón rojizo, de los que se extraía la manteca de karité, muy apreciada en cosmética, por sus muchas propiedades. Era exportada, sobre todo, a Francia. Ellos, en Malí, la usaban como solución curativa ante cualquier herida o problemas en la piel. 

Se sentó bajo el gigantesco árbol, a continuación extendió de forma parsimoniosa, casi solemne, la esterilla multicolor, hecha de borra de la pelusa de las cápsulas del algodón y pelo de cabra. Estaba el suelo con un punto de frescor que contrastaba con la arena abrasadora del camino, recalentada por el sol. De la sombra que proyectaba el karité se desprendía un frescor muy reconfortante. Sacó del dugutaampalan unos cacahuetes y tras comerlos, cogió un tallo de la rama de dátiles que se introdujo entre los dedos de la mano y tiró con la otra hacia abajo,  quedaron los tallos secundarios pelados y los frutos en la palma de su mano, de los que dio buena cuenta. Permaneció sentado y la espalda apoyada sobre el inmenso tronco. Se acostó sobre la esterilla y permaneció con las manos bajo la cabeza y las piernas entrecruzadas a los pies del gran karité, con los ojos cerrados bastante tiempo, sin llegar a dormir. Parecía estar aletargado, no gesticulaba, su respiración era muy calmada, casi inaudible. Estaba como ausente. Pasó tres horas en ese estado y de súbito abrió los ojos, se incorporó y oteó a su alrededor, donde nada era sobresaliente. «Los arbustos son iguales los unos a los otros y están diseminados regularmente por entre la arboleda, nada especial», ironizó para sí. 

No soplaba, siquiera, un hálito de aire. Se puso en pie de un brinco, enrolló la esterilla con parsimonia y la colocó sobre su dugutaampalan. A lo lejos, a sus espaldas, observaba el poblado de Kinyan, más rojizo que cuando llegó con Alaine. El sol de poniente parecía reavivar el color pardusco de sus casas, transformando el paisaje, creando un ambiente mágico que contemplaba con admiración, «jamás he visto un espectáculo así y si lo he visto nunca lo miré con la misma atención», se dijo. Tras el largo descanso, se colocó la mochila sobre la espalda y retomó la marcha, siguió caminando bajo los árboles para protegerse del intenso calor, que aún era agobiante. Después de algo más de dos horas, comenzó a declinar el sol y se volvió más soportable. Tras dos horas más de camino a paso vivaz empezó a oscurecer. En breve espacio de tiempo se hizo una oscuridad intensa, no había más luz que la de las estrellas, con la luna en cuarto creciente. Se detuvo a pasar la noche en una zona apartada del camino al amparo de un gran karité, para continuar su viaje apenas amaneciera. Recompuso la esterilla de borra en el suelo y se dejó caer a los pies del gran árbol. Habló con sus padres y hermanos por teléfono, contándoles, de pasada, lo que le había ocurrido en ese primer día y la suerte que había tenido de haberle llevado Alaine en su camión un buen trecho, hasta Kinyan. Dio todos los detalles del viaje a su madre, con la que habló más tiempo.

–Madre, estoy muy bien. Ya he salido de Kinyan. He comprado unos dátiles y he tomado unos cuantos, ahora voy a dormir y mañana continuaré viaje. 
–...
–No debes preocuparte, lo llevo bien. ¿Y mi pequeña Bee?
–...
–Cuídala mucho.
–...
–Escucha, me han llevado en camión un buen trecho. Al poco de salir de Sikassó me recogió Alaine, un camionero de Burkina, que me llevó hasta el mercado de Kinyan. 
–...
–Voy a continuar hasta Tessalit, visitaré al pariente de Françoise. Voy a seguir la consigna que me dieran mi padre y Françoise.
Aquello tranquilizó a su madre, le insistió que siguiera los consejos de su padre y que visitase al pariente de Françoise en Tessalit, que no abandonara la recomendación que le habían dado. 
–Está tranquila que así lo haré. 

Aquella conversación con los suyos le reconfortó y su espíritu se fortaleció. Había mejorado en mucho su estado de ánimo. Ya no había vuelto a padecer la indisposición que sintiera por la mañana. Se echó mano al “bàgan” –un colmillo de marfil, con ciertas figuras talladas en gran relieve y un cordón trenzado de piel de cebú– que le regalara su abuelo y jugó inconscientemente con él entre los dedos, mientras su vista se perdía en el fosco de la noche, clavada en el piélago de estrellas. Una ligera brisa movió la hojarasca y le sacó de su ensimismamiento. Por entre los huecos que dejaban las hojas se dejaban ver las estrellas que resplandecían hermosas en el infinito. Quizá nunca le había parecido tan bello el espectáculo como en ese momento, como cuando contempló el pueblo de Kinyan esa tarde, «quizá tenga mucho que ver la incertidumbre de verme lejos de casa», pensó. Le vino a la memoria un proverbio bamana que siempre pronunciaba su abuelo: “La realidad es aquella, que cuando dejas de creer en ella, no desaparece”. Se seguían agolpando los pensamientos en su mente: su madre, sus hermanos, su padre, la pequeña Bee. Pensaba, abrumado un tanto, en lo que todos esperaban de él, mientras observaba las constelaciones de estrellas que aparecían y desaparecían según se movieran las hojas. Era una noche clara en la que se perpetuaba el universo de estrellas refulgentes. «Qué bello espectáculo», volvió a pensar. 

Recordó la fiesta con la que finalizó su iniciación, la danza que junto a otros jóvenes interpretó para satisfacción de todos, sobre todo de su mó-ké. Como reconocimiento le regaló en aquel instante el bàgan que llevaba Sissé y que igualmente lo heredó el abuelo de su padre. Ante cualquier dificultad se aferraba a él, pidiendo la ayuda de su abuelo. Siempre se terminaba con grandes fiestas de máscaras en las que participaban los recién iniciados que iban de poblado en poblado. Los iniciados se dividían en grupos y los hijos de los herreros danzaban en presencia de “nyeleni”, unas tallas que representaban figuras femeninas con hombros anchos y planos, erguidas y colocadas sobre una pequeña base circular, con sus senos cónicos proyectándose hacia delante. Le vino a la mente las fiestas agrícolas de la asociación “tyi wara”, en la que los agricultores llevaban peinados simulando al antílope, personaje mítico que les había enseñado a cultivar la tierra. Para obtener una cosecha abundante danzaban imitando el paso del antílope durante la fase de la siembra y de la cosecha. El cuerno representaba el símbolo del crecimiento del mijo. La asociación “komo”, dirigida por los herreros, acogía a todos los adolescentes tras la circuncisión o “bolocoli”. Poseían una máscara caracterizada por una gran boca y los cuernos de antílope a los que se añadían elementos varios, como mandíbulas de animales. La máscara, que sólo la lucían los herreros, danzaba ante los miembros del “komo”. Su inquietante aspecto evocaba el interior de la selva y sus peligros. El hecho de danzar durante una fiesta era para un muchacho la ocasión de demostrar su habilidad personal y de adquirir un cierto prestigio; no obstante antes habría demostrado su destreza y condiciones para merecer, de los ancianos, la autorización de exhibirse en público. Si los ancianos no quedaban satisfechos y convencidos de las posibilidades de un muchacho no le permitirían su primera actuación en público. Embebido en tales recuerdos, no tardó en quedar dormido.

Tras cinco días caminando por pistas de tierra rojiza, se cruzó con gran cantidad de personas que acarreaban en “wotoro” mijo u hortalizas, tiradas generalmente por asnos y algún que otro camión, cargados exageradamente. Un gesto de satisfacción se reflejó en su rostro, al contemplar las plantaciones de arroz, cuyo verdor comenzaba a emerger y sobreponerse a las aguas que los inundaban. Las acacias bien enfiladas parecían cerrar el camino más adelante. Sobre ellas reinaba un cielo de un color azul inmaculado que brillaba esplendoroso, sin una nube que tachonara el índigo infinito. La humedad por la proximidad del río alcanzaba un nivel tan grande y denso que se veía a lo lejos como desprendía remolinos de vapor, difuminando el horizonte. Después de caminar todo el día, casi a media tarde, andaba resguardándose de aquel sol tórrido bajo las acacias. Ascendió a un alcor que se presentaba ante él, contempló sobre la vaguada una aldea tras un oued seco. Sus casas bajas de adobe parecían incrustadas entre el terreno. 

Rodeaban aquella pequeña aldea extensos campos de color púrpura y blanco, contrastando con el color anaranjado de sus edificaciones y el rojizo de la tierra de los caminos que los atravesaban: los campos de algodón. Habían abierto las campanillas y de ellas emergían sus hebras que las desbordaban. Su padre le habló en varias ocasiones de la belleza de estos campos, que reconoció rápidamente. «En breves fechas deberá ser recolectado y necesitarán mano de obra», se dijo. Sissé se propuso trabajar la temporada de la recolecta y hacerse con algunos francos que le permitieran continuar el viaje. Era un bellísimo paisaje el que tenía ante él: Fana.

Sissé vio desde la distancia a un grupo de niños jugando en el “oued”. Aquella zona era frecuentada por los niños para jugar. Cuando llegó a la altura de los pequeños observó que se deslizaban por un terraplén de tierra pasando por entre dos grandes rocas que jalonaban la rampa de tierra. Estuvo bromeando con los pequeños y él mismo se deslizó por aquel terraplén rozando con su cuerpo las dos rocas. 

Apenas hubo remontado de nuevo la pared del oued escuchó un chasquido, seguido por el llanto desgarrado de una niña. Volvió a la carrera sobre sus pasos y vio a la pequeña echada en el suelo rojizo, cubierta de polvo, sin poder mover la pierna. Se llevaba sus pequeñas manos a la altura de la ingle. No podía imaginar que el crujido que escuchó procediera de la pequeña. Tenía la pierna girada hacia fuera, a Sissé le produjo un escalofrío que le recorrió de pies a cabeza. Inmediatamente se arrodilló junto a ella, percatándose de la gravedad de la herida. La inmovilizó y ordenó al resto de pequeños, entre los que se encontraba un hermano de la niña, de tan solo ocho años, que corrieran en busca de ayuda. Les dijo que trajeran una escalera para poder acomodar su cuerpo y llevarla al médico echada, lo que hicieron con celeridad, con el miedo reflejado en sus rostros. La madre llegó azorada sin parar de gritar: ¡Marcel! ¡Marcel! Cuando vio a su hija rompió en un llanto inconsolable. Ayudó a Sissé y colocaron a la pequeña sobre una escalera hecha con ramas y los peldaños atados con cuerdas, la llevaron hasta un ambulatorio, donde le dieron una primera asistencia y le diagnosticaron fractura del cuello del fémur. Sobre una camilla de la consulta dejaron echada a la niña entre sollozos, junto a su madre. El médico, con ayuda de Sissé, tuvo que acondicionar la camilla de forma rudimentaria para el tratamiento. Sometieron su pequeña pierna a tracción, con ayuda de cuerdas que pasaban por unas hendiduras realizadas sobre una vara redondeada, colocada transversalmente, que haría la función de una inexistente polea. El médico colocó un peso en el extremo de la cuerda, para que la pierna de Marcel estuviera en la posición idónea para una perfecta unión de los huesos. Desde aquel momento Sissé se sintió unido a la pequeña Marcel a la que visitaba todos los días. Se granjeó su cariño y el de su madre, así como el del resto de la familia. 

Sissé no tuvo mucha dificultad para encontrar trabajo, debido a la gran necesidad de mano de obra que precisaban las cooperativas, casi todas familiares. Le resultó peculiar la cantidad de personas que emitían silbidos al respirar, hasta que supo que era por motivo de una enfermedad común producida por la inhalación de partículas de algodón llamada Bisinosis. 

Para la recolección del algodón no era precisa mano de obra experta, por lo que Sissé entró a formar parte de la plantilla de trabajadores de la cooperativa. Esa recolección se realizaba manualmente para obtener el algodón con menos impurezas que si lo hacían mecánicamente. Los obreros invadían los campos, avanzando lentamente por entre las plantas níveas, entre cánticos autóctonos. Por cada tonelada de semilla de algodón recolectada manualmente, se obtenía un promedio de cuatrocientos kilos de fibra, alrededor de los quinientos kilos de semilla y entre cincuenta y cien kilos de desecho. Sissé se mostró como un trabajador eficaz, recolectando casi cien kilos de algodón por día, cuando la media estaba sobre los sesenta kilos. Aquello le hizo granjearse el reconocimiento de patronos y compañeros. Posteriormente, en los almacenes, se realizaba el desmotado: proceso mecánico con el que se trataba la separación de la fibra de algodón de las semillas, por medio de una máquina de rodillos. La fibra así obtenida era denominada algodón oro y constituía la materia prima para elaborar la hilaza. La semilla de algodón proporcionaba aceite, harina y borra. Sissé hizo gala de unos conocimientos exhaustivos sobre agricultura cuando, después de acabada la campaña del algodón realizó trabajos en el acondicionamiento del terreno para la próxima siembra. Demostró, sobradamente, el aprendizaje con su padre aprovechando cada palmo de tierra, la forma de levantar la besana para continuar con el resto de surcos paralelos y oxigenando la tierra. Aquello despertó el interés de sus patrones para que permaneciera con ellos. 

También se hizo acreedor del cariño de mujeres y pequeños por su espontaneidad y simpatía, siempre tuvo una sonrisa dispuesta, y un momento para jugar con los niños que apenas le veían llegar se arremolinaban a su alrededor. Sobre todo con la pequeña Marcel, la niña que sufrió el accidente en el oued, a la que durante todo ese tiempo visitó todos los días, acompañándola en sus juegos, aún postrada en la cama. A menudo le llevaba juguetes que confeccionaba él mismo con sus propias manos, con cuerdas y palos, o pequeñas tallas de madera que elaboraba en las noches.

Hasta la primavera no se iniciaría la siembra del algodón. Ahora las oportunidades empezaban a escasear y consideró que había llegado el momento idóneo para marchar. Recogió dinero suficiente para reiniciar el viaje. Había pasado dos meses trabajando en el algodón en una de las cooperativas. Desestimó la oferta que le habían hecho para permanecer en la hacienda en la que estuvo recolectando el algodón y trabajando la tierra. Partió temprano en busca del autobús que le llevaría hasta Ségou. Mientras caminaba pasó delante de algunas casas en las que estaban sentadas en el suelo madres e hijas, a las que saludaba alegremente y era correspondido con una sonrisa o un comentario jocoso que él agradecía. Delante de la sombra de sus casas,  entre cánticos autóctonos que habían ido pasando de madres a hijas, generación tras generación, machacaban mijo en grandes morteros con no menos grandes pilones usándolos con ambas manos. También se las veía preparar té o decantando el tan preciado aceite de karité. Niñas y adultas manejaban el pilón con maestría, y le imprimían un ritmo contagioso, incesante, alternándolo con palmadas y con golpes de “pas” y cadenciosos balanceos, reproduciendo movimientos milenarios. Sissé, en algún momento, de pasada, imitó ese balanceo, las niñas reían y se colocaban a su lado para marcar los movimientos con las caderas. 

Llegó a la altura de una casa de adobe, sobre el final de otras tantas mal alineadas, ante la que se detuvo y llamó a Marcel. La niña, de cinco años, con la que pasó mucho de su tiempo libre desde que llegó a Fana, salió de su casa corriendo, a pesar de su cojera; al verle se le cogió al cuello, y tras ella su madre que saludó a Sissé con agrado. Debido a su corta edad el hueso unió con rapidez en breve tiempo, lo que acortó considerablemente su convalecencia, apenas algo más de un mes. Pero la unión no fue perfecta y quedó una ligera cojera que no impedía a Marcel jugar con el resto de los niños. Llevaba sus cabellos rizados sujetos con infinidad de lacitos pequeños, de muchos colores, enalteciendo su belleza natural y unos hoyuelos en sus mejillas le conferían un aspecto vivaracho. 

Cuando Sissé anunció a la pequeña que iba a continuar su viaje, ésta se agarró con más fuerza todavía a su cuello. 

–¡No! ¡No! ¡No!–, decía entre sollozos. 

Después de varios intentos de la madre de retirar los brazos de Marcel del cuello de Sissé, al que se sujetaba aún con más ahínco, consiguieron separarla, lo que produjo que llorara con más intensidad. Sissé se sintió emocionado porque había tomado cariño a la pequeña. 

–Marcel, cuando regrese vendré a verte y te traeré muchos regalos. No llores... Adiós. Cuídala mucho–, le pidió a la madre. 

Tras prometerle, varias veces más, que cuando volviera pasaría a verla y le traería varios regalos, se despidió de Marcel con un beso. La niña, le miraba con languidez. Se alejó encaminándose hacia el centro de la población para tomar el autobús; se giró para saludar por última vez a la pequeña Marcel, que le correspondió entre lamentos. Sissé estaba verdaderamente emocionado. El cariño que se había granjeado era verdaderamente sincero. Los niños estaban encantados con él, pues a pesar de su juventud y su trabajo, muchas veces agotador, siempre tenía una palabra agradable para todos, uniéndose a sus juegos, sobre todo futbol, en los que demostró sobradamente su destreza. Le admiraban.



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